—¡Pero eso es absolutamente absurdo! —exclamó ella.
—Por supuesto —asintió el corpulento cherek—. Pero las mentes de los fanáticos religiosos siempre han sido absurdas. Si Belar hubiera mantenido la boca cerrada, todos estaríamos mucho mejor. —Belgarath lo interrumpió con una súbita carcajada—. ¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó Barak.
—Pedirle a Belar que mantenga la boca cerrada es el ruego más inútil que un ser humano podría imaginar —respondió el hechicero, todavía risueño—. Recuerdo que una vez habló durante una semana y media sin parar.
—¿Y qué dijo? —inquirió Garion con curiosidad.
—Le explicó a los primeros alorns que no tenía sentido emprender un viaje hacia el norte al comienzo del invierno. En esa época, era necesario hablar mucho para hacerle entender algo a un alorn.
—Eso no ha cambiado —dijo Ce'Nedra mientras miraba a su marido con expresión irónica; pero enseguida se rió y le acarició la mano.
A la mañana siguiente, el día amaneció claro y soleado, y, como de costumbre, Misión se aproximó a la ventana para ver cómo estaba el tiempo. Miró hacia la ciudad de Riva, divisó el brillante sol de la mañana sobre el Mar de los Vientos y sonrió. No había señales de nubes, de modo que sería un buen día. Se vistió con la túnica y las calzas que Polgara le había dejado preparadas y fue a unirse a su familia. Durnik y Pol estaban sentados en dos cómodas sillas tapizadas en piel, uno a cada lado del fuego, hablando y tomando té. Como de costumbre, Misión se acercó a Polgara, le rodeó el cuello con los brazos y le dio un beso.
—Has dormido hasta tarde —dijo ella mientras le apartaba el pelo enmarañado de los ojos.
—Estaba un poco cansado —respondió él—. La noche anterior no había dormido bien.
—Eso he oído —observó ella y, casi de forma inconsciente, lo cogió en brazos y lo acurrucó contra el suave terciopelo de su bata azul.
—Pronto será demasiado mayor para sentarse en tu falda —observó Durnik mirando a ambos con ternura.
—Lo sé —respondió ella—, por eso lo hago siempre que puedo. Dentro de poco tiempo, no querrá saber nada de abrazos o de sentarse en mi regazo, así que ahora debo aprovecharme al máximo. Está muy bien que crezcan, pero yo echo de menos el encanto de tener un niño pequeño alrededor.
Se oyó una suave llamada en la puerta y entró Belgarath.
—Buenos días, padre —lo saludó Polgara.
—Pol —dijo con una inclinación de cabeza—. Durnik.
—¿Al final conseguiste meter a Barak en la cama? —preguntó el herrero con una sonrisa.
—Lo hicimos a medianoche. Me ayudaron los hijos de Brand. A medida que pasan los años, se vuelve más pesado.
—Me sorprende que tengas tan buen aspecto —observó Polgara—, teniendo en cuenta que has pasado la noche junto al barril de cerveza de Garion.
—No bebí mucho —dijo él mientras se acercaba a calentarse las manos en el fuego. Su hija lo miró asombrada—. Tengo demasiadas cosas en que pensar —explicó y se volvió a mirarla—. ¿Está todo aclarado entre Garion y Ce'Nedra?
—Sí, creo que sí.
—Será mejor que nos aseguremos. No quiero que las cosas se compliquen otra vez. Yo tengo que volver al valle, pero si tú crees que debes quedarte a vigilarlos, me iré antes —añadió con voz grave, casi solemne.
Misión miró al anciano y notó que, una vez más, parecía otra persona. Cuando no ocurría nada importante, Belgarath disfrutaba del descanso o se divertía con la bebida, los engaños y los pequeños robos. Sin embargo, en cuanto surgía un problema serio, dejaba todo eso a un lado y dedicaba su ilimitada energía a solucionarlo.
—¿Tan grave es? —preguntó Polgara mientras apartaba a Misión para mirar a su padre.
—No lo sé, Pol —respondió él—, pero no me gusta que ocurran cosas que no logro entender. Si has acabado con lo que venías a hacer, creo que será mejor que volvamos. En cuanto logremos que Barak se levante, haremos que nos lleve a Camaar. Allí podremos comprar caballos. También necesito hablar con Beldin, para averiguar si él sabe algo del asunto de Zandramas.
—Estaremos listos cuando quieras, padre —le aseguró ella.
Más tarde, aquella misma mañana, Misión fue a los establos a despedirse del alegre caballito. Le daba pena tener que irse tan pronto, pues quería mucho a Garion y a Ce'Nedra. El joven rey de Riva era casi un hermano para Misión y su esposa era encantadora..., al menos cuando no se esforzaba por resultar insoportable; pero, por encima de todas las cosas, el pequeño echaría de menos al caballo. Misión no pensaba en él como en un animal de carga. Ambos eran jóvenes y sentían verdadero entusiasmo por la compañía del otro.
Misión estaba en el centro de la pista de entrenamiento y el animal de patas largas retozaba a su alrededor bajo la brillante luz del sol de la mañana. De repente, el niño vislumbró un movimiento por el rabillo del ojo, se volvió y vio que se acercaban Durnik y Garion.
—Buenos días, Misión —dijo el rey de Riva.
—Belgarion.
—Parece que tú y el caballo estáis pasando un buen rato.
—Somos amigos. Nos gusta estar juntos.
Garion miró casi con tristeza al animal de pelaje zaino. El caballo se acercó y le olió la ropa con curiosidad. Garion le acarició las orejas puntiagudas y la frente suave y brillante. Luego suspiró.
—¿Te gustaría ser su dueño? —le preguntó a Misión.
—Uno no puede ser el dueño de sus amigos, Belgarion.
—Tienes razón; pero ¿te gustaría que volviera al valle contigo?
—Pero él también te quiere a ti.
—Siempre podré ir a visitarlo —dijo el rey de Riva—. Aquí no tiene mucho espacio para corretear y yo estoy siempre tan ocupado que no tengo tiempo para dedicarle. Creo que estaría mejor contigo, ¿qué te parece?
Misión intentó pensar en el bienestar del caballo, dejando a un lado sus preferencias personales. Miró a Garion y se percató de cuánto esfuerzo le costaba a su amigo hacer aquella generosa oferta. Cuando por fin respondió, lo hizo en voz baja y seria.
—Creo que tienes razón, Belgarion. El valle es el mejor lugar para él, pues no tendrá que estar encerrado en una cuadra, como aquí.
—Debes entrenarlo —indicó el rey—. Nunca ha sido montado.
—Yo me ocuparé de eso —le aseguró Misión.
—Entonces se irá contigo.
—Gracias —se limitó a responder el niño.
—De nada, Misión.
«¡Bien hecho!», dijo la voz y el pequeño la oyó con absoluta claridad, como si surgiera de su propia mente.
«¿Qué?», fue la respuesta silenciosa y asombrada de Garion.
«¡Muy bien hecho, Garion! Quiero que estos dos estén unidos. Ambos tienen que hacer algo juntos», explicó, y de inmediato se desvaneció.
La mejor manera de empezar es colocando una túnica o un abrigo sobre el lomo —dijo Hettar en voz baja. El alto algario, vestido en cuero negro como era habitual en él, estaba con Misión en el prado cercano a la cabaña de Poledra—. Asegúrate de que es algo que tiene tu olor, pues el caballo debe acostumbrarse a él y hacerse a la idea de que, si lo monta alguien con ese olor, no le pasará nada malo.
—Pero él ya conoce mi olor, ¿no es cierto?
—Esto es distinto —respondió Hettar—. Tienes que hacerlo despacio para no asustarlo; pues si lo asustas, intentará arrojarte al suelo.
—Somos amigos —le explicó Misión— y él sabe que no quiero hacerle daño, ¿así que por qué iba a querer hacerme daño a mí?
Hettar sacudió la cabeza y miró hacia el prado ondulante.
—Limítate a hacer lo que te he explicado, Misión —insistió con paciencia—. Créeme, sé lo que digo.
—Si tú quieres lo haré —respondió el pequeño—, pero creo que es una pérdida de tiempo.
—Confía en mí.
Misión, obediente, colocó una túnica vieja sobre el lomo del caballo varias veces, mientras éste lo miraba con curiosidad, como si se preguntara qué estaba haciendo. El niño deseó que el animal hiciera entrar en razón a Hettar. Ya habían perdido más de la mitad de la mañana con el cuidadoso método de entrenamiento del algario con cara de halcón. Misión estaba convencido de que ya podría haber estado cabalgando sobre la llanura, las colinas y el valle que se extendía ante ellos.
—¿Ya es suficiente? —preguntó después de haber puesto la túnica sobre el lomo del caballo varias veces—. ¿Puedo montarme?
—Parece que prefieres aprender por las malas —dijo Hettar con un suspiro—. Muy bien, móntalo si quieres, pero intenta aterrizar en un sitio blando cuanto te arroje.
—Él nunca haría eso —respondió Misión, confiado, mientras apoyaba la mano sobre el cuello zaino del animal y lo conducía con suavidad hacia una roca blanca que había sobre la turba.
—¿No crees que primero deberías ensillarlo? —preguntó el algario. Al menos así tendrías algo en lo que sujetarte.
—Mejor no. No creo que le guste la silla.
—Como quieras —repuso Hettar—, hazlo como prefieras, sólo intenta no romper nada al caer.
—Oh, no creo que me caiga.
—Dime, ¿sabes lo que quiere decir la palabra «apostar»?
Misión rió y se subió a la roca.
—Bien, allá vamos —dijo, y pasó una pierna sobre el lomo del caballo. El potrillo sufrió un pequeño sobresalto, pero se quedó inmóvil y tembloroso—. Todo va bien —lo tranquilizó Misión con voz serena.
El animal giró la cabeza para mirar al pequeño con una ligera expresión de asombro en sus grandes y vidriosos ojos.
—Será mejor que te sujetes bien —le advirtió Hettar, aunque su mirada reflejaba perplejidad y su voz no tenía la misma seguridad que sus palabras.
—Está bien —respondió Misión mientras flexionaba las piernas, sin entrar en contacto con los flancos zainos del animal. El caballo dio un vacilante paso hacia adelante y luego volvió a mirarlo con expresión inquisitiva—. Ésa es la idea —lo animó el niño. El animal dio varios pasos más, luego se detuvo y volvió a girar la cabeza—. Bien —dijo Misión mientras le acariciaba el cuello—. Muy, muy bien.
El caballo hizo una cabriola de entusiasmo.
—¡Cuidado! —exclamó Hettar alarmado.
Misión se inclinó hacia adelante y señaló un monte cubierto de hierba varios cientos de metros hacia el sudoeste.
—Vayamos hacia allí —murmuró junto a la oreja puntiaguda del animal.
Éste pareció estremecerse de alegría, se encogió y corrió a toda velocidad hacia la colina. Cuando, momentos más tarde, llegaron a la cima, el caballo aminoró el paso e hizo una cabriola de orgullo.
—Muy bien —rió Misión, rebosante de alegría—. Ahora ¿por qué no vamos hacia ese árbol que hay al otro lado de la colina?
—No es natural —dijo Hettar de mal humor aquella noche, cuando todos estaban sentados alrededor de la mesa de la cabaña de Poledra, iluminados por la luz dorada de la chimenea.
—Parece que les va bien —observó Durnik con suavidad.
—Pero lo está haciendo todo mal —protestó Hettar—. Ese animal debería haberse puesto como loco cuando Misión lo montó de improviso. Además, uno no le dice a un caballo hacia dónde debe ir, sino que lo dirige hacia allí; para eso están las riendas.
—Misión es un niño fuera de lo común —explicó Belgarath— y el caballo también. Mientras puedan cabalgar y se entiendan entre sí, ¿cuál es el problema?
—No es natural —repitió el algario con expresión de perplejidad—. Esperaba que el animal se asustara, pero su mente permaneció absolutamente serena. Yo puedo leer el pensamiento de los caballos y lo único que éste sintió cuando Misión lo montó fue curiosidad. ¡Curiosidad!. No actuó ni pensó de la forma prevista. —Hettar sacudió la cabeza con tristeza y su larga cola se movió hacia atrás y hacia adelante, dando más énfasis a sus palabras—. No es natural —gruñó como si aquélla fuera la única expresión capaz de describir la situación.
—Creo que eso ya lo has dicho varias veces —le recordó Polgara—. Como este tema te altera tanto, ¿por qué no lo dejamos y me cuentas algo del bebé de Adara?
La feroz cara de halcón de Hettar se iluminó con una atontada expresión de dicha.
—Es un niño —dijo con el enorme orgullo de un padre primerizo.
—Eso ya lo sabemos —repuso Polgara con calma—. ¿Cuánto medía al nacer?
—Oh —respondió Hettar, perplejo—, yo diría que era así de grande. —Y abrió las manos a medio metro de distancia.
—¿Nadie se tomó el trabajo de medirlo?
—Supongo que sí. Mi madre y las demás mujeres le hicieron todo tipo de cosas cuando nació.
—¿Y cuánto pesaba?
—Calculo que tanto como una liebre adulta, una bastante grande, o quizá lo mismo que uno de esos quesos rojos sendarios.
—Ya veo; unos cincuenta centímetros de largo y tres kilos y medio o cuatro de peso, ¿es eso lo que quieres decir? —preguntó mirándolo fijamente.
—Supongo que sí.
—¿Y por qué no lo dices? —preguntó con exasperación.
—¿Tan importante es? —preguntó él, atónito.
—Sí, Hettar, es muy importante. A las mujeres nos gusta saber esas cosas.
—Intentaré recordarlo. Mi única preocupación cuando nació fue que tuviera el número normal de brazos, piernas, orejas, nariz, ya sabes. Además de asegurarme de que su primera comida fuera leche de yegua.
—Por supuesto —añadió ella con acritud.
—Es fundamental, Polgara —le aseguró él—. La primera comida de los algarios es siempre leche de yegua.
—Supongo que eso lo hará ser medio caballo.
—No, claro que no —respondió Hettar, asombrado—, pero crea una especie de vínculo.
—¿Ordeñáis a la yegua y le lleváis la leche, o hacéis que vaya gateando a buscársela él mismo?
—Hablas de una forma muy extraña, Pol.
—Ahora achácalo a mi edad —dijo ella con un tono amenazador que el algario advirtió enseguida.
—No, preferiría no hacerlo.
—Una decisión muy sabia —murmuró Durnik—. ¿Has dicho que te dirigías a las montañas de Ulgoland?
Hettar asintió con un gesto.
—¿Recuerdas a los hrulgos?
—¿Los caballos carnívoros?
—Quiero hacer un experimento con ellos. Un hrulgo totalmente desarrollado no puede ser domado, por supuesto, pero tal vez consiga capturar algunos potrillos.
—Eso es muy peligroso, Hettar —le advirtió Belgarath—. Toda la manada se unirá para defender a las crías.
—Hay formas de separar a los potrillos del resto de la manada.
—Y si lo logras —dijo Polgara con una mirada de desaprobación—, ¿qué piensas hacer con los animales?