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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

Los guardianes del oeste (13 page)

BOOK: Los guardianes del oeste
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—Domarlos —respondió con serenidad.

—Eso es imposible.

—Nadie lo ha intentado nunca; pero aunque no pueda domarlos, tal vez logre cruzarlos con caballos normales.

—¿Para qué querrías tener caballos con garras y colmillos? —preguntó Durnik, perplejo.

—Son más rápidos y fuertes que los caballos corrientes —contestó Hettar mientras contemplaba el fuego con aire pensativo—. Pueden saltar distancias más grandes y... —Su voz se fue apagando poco a poco hasta perderse en el silencio.

—Y tú no puedes soportar que exista algo parecido a un caballo que no puedas montar —acabó Belgarath por él.

—En parte sí —reconoció el algario—. Pero, además, nos darían mucha ventaja en una batalla.

—Hettar —observó Durnik—, el ganado es la base de la economía de Algaria, ¿verdad?

—Sí.

—¿Y quieres criar una especie de caballos que verán a las vacas como un manjar del cual alimentarse?

Hettar hizo una mueca de preocupación y se rascó la barbilla.

—No había pensado en eso —admitió.

Ahora que tenía el caballo, el campo de juegos de Misión se había extendido muchísimo. La energía del joven animal era casi inagotable y podía galopar todo el día sin cansarse. Como Misión todavía era un niño, su peso no suponía una carga para el entusiasta animal, de modo que corrían libremente a través de las colinas cubiertas de vegetación del sur de Algaria y luego volvían hacia los prados jalonados de árboles del valle de Aldur.

Todas las mañanas, el pequeño se levantaba temprano y tomaba su desayuno con impaciencia, sabiendo que el caballo zaino lo esperaba fuera. En cuanto acababa, ambos galopaban sobre la hierba empapada de rocío, lozana y verde bajo los rayos del sol de la mañana, y luego ascendían las altas cuestas de las colinas que se alzaban ante ellos, mientras el aire fresco y dulzón les daba en la cara. Polgara, que conocía instintivamente la razón que los impulsaba a correr, no decía nada al ver que Misión engullía la comida, sentado en el borde de la silla, listo para marcharse a toda prisa en cuanto el plato quedara limpio. Lo contemplaba con ternura y, cuando el niño pedía que lo disculparan para poder retirarse, le respondía con una mirada comprensiva.

Una mañana radiante y soleada de finales de verano, cuando la alta hierba estaba dorada y llena de espigas maduras, Misión salió por la puerta de la cabaña y acarició el cuello de su amigo con dulzura y afecto. El caballo tembló de placer y dio unos pocos pasos, ansioso por partir. Misión rió, se aferró de las crines, levantó una pierna y se montó sobre el lomo fuerte y brillante con un único y hábil movimiento. El caballo comenzó a galopar, casi antes de que el niño acabara de acomodarse. Subieron la alta colina, luego hicieron una pausa para contemplar el prado bañado por el sol que se extendía a sus pies, bordearon el pequeño valle donde estaba la cabaña de piedra y techo de paja y se dirigieron hacia el sur, adentrándose en el valle de Aldur.

El paseo de aquel día no era, como tantos otros, una excursión sin rumbo ni propósito. Desde hacía varios días, Misión tenía la sensación de que alguien lo llamaba; y aquella mañana, cuando salía de la cabaña, había decidido descubrir quién lo convocaba en silencio.

Mientras descendía hacia el tranquilo valle, pasando junto a ciervos que pastaban plácidamente y conejos curiosos, el niño sintió que aquella sensación se volvía más fuerte. Parecía tratarse de una presencia extraña, con una paciencia increíble y una capacidad para aguardar durante eones una respuesta a aquellas ocasionales llamadas silenciosas.

Cuando llegaron a lo alto de una colina alta y redondeada, unos cuantos kilómetros al oeste de la Torre de Belgarath, Misión divisó una sombra sobre la hierba cimbreante. El pequeño alzó la vista y vio un halcón con franjas azules que giraba en círculos, con las alas quietas sobre el aire caliente por el sol. El ave se inclinó hacia un lado y luego bajó en espiral, dibujando grandes y elegantes círculos. Cuando estaba a unos pocos centímetros de las espigas doradas y maduras, aleteó, aterrizó sobre sus garras y resplandeció con una luz temblorosa en el aire de la mañana. Cuando el breve resplandor se desvaneció, Misión vio que el halcón había desaparecido y en su lugar estaba el jorobado Beldin, hundido hasta la cintura en la alta hierba con una expresión de curiosidad en el rostro.

—¿Qué haces aquí, chico? —preguntó sin ningún tipo de preámbulo.

—Buenos días, Beldin —dijo Misión con calma, inclinándose para indicar al caballo que deseaba detenerse unos instantes.

—¿Sabe Pol que te alejas tanto de casa? —insistió Beldin ignorando el gesto de cortesía del pequeño.

—Quizá no —admitió éste—. Sabe que he salido a cabalgar, pero tal vez no sepa hasta dónde podemos llegar.

—Tengo mejores cosas que hacer que pasarme el día vigilándote, ¿sabes? —gruñó el irascible viejo.

—No tienes por qué hacerlo.

—Pues lo cierto es que debo hacerlo; este mes me toca a mí. —Misión lo miró, asombrado—. ¿No sabías que uno de nosotros te vigila cada vez que sales de la cabaña?

—¿Por qué lo hacéis?

—Te acuerdas de Zedar, ¿verdad?

—Sí —respondió el niño, y dejó escapar un suspiro de tristeza.

—No malgastes tu compasión en él —dijo Beldin—. Obtuvo exactamente lo que merecía.

—Nadie merece algo así.

—Tuvo suerte de que fuera Belgarath quien lo atrapó. Si hubiera sido yo, habría hecho algo más que emparedarlo en la roca. Pero eso ya no tiene importancia. ¿Recuerdas por qué Zedar te llevó con él?

—Para robar el Orbe de Aldur.

—Exacto. Por lo visto, tú eres la única persona además de Belgarion que puede tocar el Orbe y seguir vivo. Otra gente también lo sabe, de modo que debes acostumbrarte a que te vigilen. No vamos a dejarte solo sabiendo que alguien puede capturarte. Pero todavía no has contestado mi pregunta.

—¿Qué pregunta?

—¿Qué haces en esta parte del valle?

—Necesito ver algo.

—¿Qué?

—No lo sé. Es por allí. ¿Qué hay en aquella dirección?

—Nada, sólo un árbol.

—Pues debe de ser eso. Necesita verme.

—¿Verte?

—Tal vez ésa no sea la palabra adecuada.

—¿Estás seguro de que se trata del árbol? —preguntó Beldin, ceñudo.

—No, en realidad no. Lo único que sé es que algo en esa dirección me ha... —vaciló—, quiero decir que me ha invitado a venir. ¿Crees que es la palabra correcta?

—No lo sé, te habla a ti, no a mí; así que escoge la palabra que más te guste. Muy bien, entonces vamos hacia allí.

—¿Quieres montar? —ofreció Misión—. El caballo puede llevarnos a los dos.

—¿Todavía no le has puesto un nombre?

—No hay nada de malo en llamarlo caballo. El no parece necesitar un nombre.

—¿Por qué iba a querer montar cuando puedo volar?

—¿Cómo es? —preguntó Misión, asaltado por una súbita curiosidad—. Me refiero a volar.

—No puedes imaginártelo —respondió Beldin, y sus ojos cobraron una expresión distante, casi tierna—. No me pierdas de vista. Cuando llegue junto al árbol, volaré en círculos para indicarte dónde está —añadió mientras se agachaba entre la hierba y daba un gran salto.

Mientras ascendía, sus brazos se transformaron en alas con un resplandor y por fin el halcón se elevó en el aire.

El árbol estaba aislado en medio de la inmensidad del prado y tenía un tronco más grande que una casa. Las ramas extendidas ensombrecían varios kilómetros de terreno y la copa se alzaba a muchísimos metros del suelo. Era increíblemente viejo. Sus raíces se hundían en el corazón mismo de la tierra y las ramas tocaban el cielo. Estaba allí, solitario y silencioso, como si se tratara de un vínculo entre el cielo y la tierra que ningún hombre era capaz de comprender.

Mientras Misión cabalgaba hacia la enorme extensión sombría, debajo de la copa, Beldin bajó en picado, aleteó y se transformó al tocar el suelo, como si de repente hubiera tropezado con su forma natural.

—Muy bien —gruñó—, aquí estamos, ¿y ahora qué?

—No estoy seguro —respondió el pequeño mientras desmontaba.

Misión caminó sobre la tierra blanda en dirección al inmenso tronco. La llamada del árbol ahora parecía muy fuerte y se acercó con curiosidad, incapaz de imaginar lo que podría querer de él.

El niño extendió la mano, tocó la corteza áspera y en ese mismo instante lo comprendió todo. Descubrió que podía mirar atrás, a un tiempo de millones y millones de mañanas antes, cuando los dioses crearon el mundo y éste emergió del caos. De repente, fue consciente del larguísimo período de tiempo que el planeta llevaba girando en silencio, aguardando la llegada del hombre. Vio la eterna rotación de las estaciones y oyó los pasos de los dioses sobre la tierra; y, al igual que el árbol, Misión supo que la concepción del tiempo que el hombre tenía era una falacia. El ser humano necesitaba dividir el tiempo, partirlo en fragmentos manejables: eones, siglos, años y horas. Sin embargo, aquel árbol eterno sabía que el tiempo era una sola cosa, que no consistía en la repetición infinita de los mismos hechos, sino que se movía desde los comienzos hacia un objetivo final. La oportuna segmentación con que el hombre intentaba manipular el tiempo no tenía sentido. El árbol lo había llamado para decirle esa simple verdad y, mientras el niño asimilaba aquel concepto, le ofrecía amistad y afecto.

Luego, Misión apartó la mano del tronco, se volvió y se acercó a Beldin.

—¿Eso es todo? —preguntó el hechicero jorobado—. ¿Sólo quería eso?

—Sí, eso es todo. Ahora podemos volver.

—¿Qué te dijo? —inquirió Beldin con una mirada penetrante.

—No es el tipo de cosas que se pueda expresar con palabras.

—Inténtalo.

—Bueno..., dijo algo así como que prestamos demasiada atención a los años.

—Está clarísimo, Misión.

El niño se esforzó por encontrar palabras que describieran con exactitud lo que acababa de aprender.

—Las cosas ocurren en su momento —explicó por fin—. No tiene importancia si entre ellas transcurren muchos o pocos años.

—¿De qué cosas hablas?

—De las importantes. ¿Tienes que seguirme todo el camino hasta casa?

—Debo vigilarte; eso es todo. ¿Ahora vuelves?

—Sí.

—Estaré allí arriba —dijo Beldin mientras señalaba la cúpula azul del cielo.

El hombrecillo se convirtió en halcón con un resplandor y se elevó en el aire con fuertes aletazos.

Misión se irguió sobre el lomo zaino del caballo. Le había transmitido de algún modo su actitud pensativa al animal y éste, en lugar de galopar, giró y caminó despacio hacia el norte, rumbo a la cabaña resguardada en el centro del pequeño valle.

Mientras cabalgaba sobre la hierba dorada, bañada por el sol, el niño pensaba en el mensaje del árbol eterno. Abstraído en sus pensamientos, no prestaba atención a lo que lo rodeaba, y no vio al ser encapuchado que estaba bajo un pino de grandes ramas hasta que estuvo a punto de tropezarse con él. El caballo le advirtió de su presencia con un gruñido de asombro y la figura se movió de forma casi imperceptible.

—Así que sois vos —dijo con una voz que no parecía humana.

Misión calmó al animal con una reconfortante caricia en el tembloroso cuello y observó la figura oscura que tenía ante sí. Podía sentir las oleadas de odio que emanaban de aquella silueta siniestra y supo que de todas las cosas que había conocido en su vida, aquélla era la única a la que debía temer. Sin embargo, a pesar de sí mismo, permaneció sereno y no demostró miedo.

La figura rió con un sonido horrible y áspero.

—Sois un tonto, niño —añadió—. Temedme, pues llegará el día en que os destruiré.

—Eso no es seguro —respondió Misión con calma. Estudió con atención la silueta borrosa y advirtió de inmediato que, al igual que la figura de Cyradis que había visto en la cima cubierta de nieve de la colina, aquel ser de apariencia real no estaba allí, sino en algún otro sitio, y que enviaba su perverso odio desde muchos kilómetros de distancia—. Además —añadió—, soy lo bastante mayor como para no temer a las sombras.

—Nos encontraremos en carne y hueso, niño —gruñó el ser—, y en ese encuentro moriréis.

—Eso aún no ha sido decidido, ¿verdad? —repuso Misión—. Tendremos que enfrentarnos para decidir cuál de nosotros seguirá aquí y cuál deberá irse.

La figura vestida con una túnica oscura tomó aire con un silbido agudo.

—Disfrutad de vuestra juventud, niño, pues es toda la vida que tendréis. Yo os venceré —añadió, y la tenebrosa sombra se desvaneció.

Misión hizo una profunda inspiración, miró hacia el cielo, donde Beldin volaba en círculos, y supo que ni siquiera el halcón, con su aguzada vista, había descubierto a través de las ramas del pino dónde se había ocultado aquella extraña figura encapuchada. Era obvio que el hechicero no sabía nada del encuentro. El pequeño hundió los talones en los flancos del caballo y se alejó del solitario árbol en dirección a casa, bajo la dorada luz del sol.

Capítulo 7

Los años transcurrieron con tranquilidad en la cabaña. Belgarath y Beldin estaban ausentes durante largas temporadas y cuando regresaban, sucios y cansados por el viaje, solían hacerlo con la característica expresión de impotencia del que no encuentra lo que busca. Aunque Durnik pasaba la mayor parte del tiempo a la orilla del arroyo —intentando convencer a alguna astuta trucha de que el pequeño fragmento de metal que flotaba en la corriente seguido de varias hebras de hilo rojo no era sólo comestible, sino también delicioso e irresistible—, mantenía en perfectas condiciones la cabaña y sus alrededores, lo cual indicaba a las claras que el propietario de la granja era un sendario. A pesar de que todas las vallas, por naturaleza, se inclinan o se curvan según los accidentes del terreno, Durnik se ocupaba de que las suyas estuvieran absolutamente rectas. Parecía tener una incapacidad innata para sortear los obstáculos; por consiguiente, si una piedra se cruzaba en el camino de su valla, de inmediato dejaba de actuar como un constructor de cercas para convertirse en excavador.

Polgara vivía pendiente de las tareas domésticas y el interior de la cabaña estaba impecable. La hechicera no se limitaba a barrer el escalón de la puerta de entrada, sino que también lo fregaba con frecuencia. Las hileras de habichuelas, nabos y coles del jardín, por otra parte, eran tan rectas como las vallas de Durnik y entre ellas no había una sola maleza. Polgara se ocupaba de las labores aparentemente interminables con una expresión soñadora y dichosa, mientras tarareaba canciones antiguas.

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