—Tengo cosas que hacer, cosas importantes, y tú vienes con esa historia irracional de que falta algo en el Códice. ¿Cómo te atreves? ¿Cómo te atreves a interrumpirme por esa idiotez? ¿Acaso no sabes quién soy? —El hechicero señaló el pergamino que Garion había recogido del suelo y ahora estaba doblando—. ¡Quita esa porquería de mi vista!
De repente, el joven lo comprendió todo. Quienquiera que deseara esconder las palabras que había bajo aquella extraña mancha de tinta estaba desesperado y había producido aquella inusual furia en Belgarath para que no leyera el pasaje. Sólo había una forma de romper aquella extraña compulsión por la cual el hechicero se negaba a mirar el pergamino. Garion dejó el texto sobre una mesa, luego se desabrochó la correa de la espada con fría minuciosidad, separó el arma de Puño de Hierro de su espalda y la apoyó contra la pared.
—Sal —le dijo al Orbe apoyando una mano sobre él, y la piedra se soltó y resplandeció al contacto con su piel.
—¿Qué haces? —le preguntó Belgarath.
—Tendré que obligarte a ver lo que te digo, abuelo —respondió Garion con tristeza—. No quiero hacerte daño, pero tendrás que mirar.
Caminó despacio hacia él, con el brazo extendido y el Orbe en la mano.
—Garion —dijo el anciano con aprensión—. Ten cuidado con eso.
—Acércate a la mesa, abuelo —le ordenó el joven con tono siniestro—. ¡Acércate a la mesa y lee lo que he encontrado!
—¿Me estás amenazando? —preguntó Belgarath, incrédulo.
—Limítate a hacer lo que te digo, abuelo.
—Nunca nos habíamos comportado así el uno con el otro, Garion —repuso el hechicero mientras se alejaba del Orbe centelleante.
—Acércate a la mesa —repitió el rey— y lee el pergamino.
La frente de Belgarath estaba empapada de sudor. Se aproximó a la mesa de mala gana, como si hacerlo le causara algún extraño tipo de dolor, y se inclinó sobre el texto.
—No puedo verlo —dijo, a pesar de que el pergamino estaba junto a una vela—. Está demasiado oscuro.
—Aquí tienes —repuso Garion extendiendo el brazo con el rutilante Orbe—. Yo te alumbraré. —El Orbe de Aldur resplandeció y su luz azul cayó sobre el papel e iluminó la sala—. Léelo, abuelo —insistió Garion, implacable.
Belgarath lo miró con ojos suplicantes.
—Garion...
—¡Léelo!
Entonces el anciano bajó la vista, leyó la página que tenía delante y se quedó boquiabierto.
—¿Dónde...? ¿Cómo encontraste esto?
—Estaba debajo de la mancha. ¿Ahora lo ves?
—Por supuesto que sí. —Belgarath cogió el pergamino con ansiedad y volvió a leerlo. Le temblaban las manos—. ¿Estás seguro de que decía exactamente esto?
—Lo copié palabra por palabra del original, abuelo.
—¿Cómo pudiste verlo?
—Gracias a la luz el Orbe, igual que tú. Por algún motivo, esta luz lo aclara todo.
—Es sorprendente —dijo el anciano—. Me pregunto... —Se dirigió a un armario situado contra la pared y rebuscó algo en el interior. Luego volvió junto a la mesa con un pergamino en las manos y lo desenrolló con rapidez—. Acércame el Orbe, chico.
Garion extendió la mano con la que lo sostenía y vio salir a la luz las palabras de la copia, tal como había sucedido en el santuario.
—Absolutamente sorprendente —se maravilló Belgarath—. Está borrado y algunas de las palabras no se ven muy claras, pero están ahí. Está todo ahí. ¿Cómo es posible que ninguno de nosotros lo notara antes? ¿Y cómo lo descubriste tú?
—Me han ayudado, abuelo. La voz me dijo que lo leyera con cierto tipo de luz. —Garion vaciló, consciente del dolor que podía causarle al hechicero con lo que tenía que decir—. Y luego Poledra nos hizo una visita.
—¿Poledra? —preguntó Belgarath con un deje de emoción en la voz.
—Alguien estaba obligando a Ce'Nedra a hacer algo peligroso en sueños, algo muy peligroso, y Poledra vino a detenerla. Entonces me dijo que tenía que ir al santuario de Drasnia y leer el Códice. Me pidió específicamente que llevara el Orbe conmigo. Sin embargo, cuando llegué allí y empecé a leer, estuve a punto de marcharme, pues por alguna razón todo me parecía una estupidez. Luego recordé lo que me habían dicho y saqué mis propias conclusiones. En cuanto comencé a leer el texto a la luz del Orbe, aquella sensación de estar perdiendo el tiempo desapareció. Abuelo, ¿cuál es la causa de esto? Yo creí que sólo me ocurría a mí, pero por lo visto también te afectó a ti.
Belgarath meditó un momento, con una mueca de concentración en la cara.
—Se trata de una interdicción —explicó por fin—. En algún momento, alguien empleó su poder sobre ese pasaje y lo hizo tan repulsivo que nadie podía mirarlo.
—Pero está allí mismo, incluso en tu copia. ¿Cómo es posible que el escriba que lo copió lo viera con claridad y nosotros no?
—Antiguamente, muchos de los escribas eran analfabetos —explicó Belgarath—. No es necesario saber leer para copiar algo. Lo que hacían los escribas era dibujar duplicados exactos de las letras escritas en la página.
—Pero ésta..., ¿cómo la llamaste?
—Interdicción. Es una palabra rebuscada que creo que inventó Beldin. A veces le gusta presumir de inteligente.
—¿Y esa interdicción hizo que los escribas superpusieran una palabra encima de otra, aunque no supieran lo que significaban las palabras?
Belgarath gruñó, abstraído en sus pensamientos.
—Quienquiera que haya hecho esto es muy poderoso... y muy sutil. Ni siquiera sospeché que alguien estuviera manipulando mi mente.
—¿Cuándo ocurrió?
—Quizás al mismo tiempo que el profeta de Mrin pronunciaba esas palabras por primera vez.
—¿La interdicción puede seguir funcionando incluso después de la muerte de la persona que la provocó?
—No.
—Entonces....
—Exacto. Todavía vive en algún lugar.
—¿Podría tratarse de ese Zandramas del que hemos oído hablar tantas veces?
—Supongo que es posible. —Belgarath cogió la hoja donde Garion había copiado el pasaje—. Ahora puedo verlo bajo la luz normal —dijo—. Por lo visto, una vez que se rompe la interdicción, no funciona más. —Volvió a leer el párrafo con atención—. Esto es muy importante, Garion.
—Estaba seguro de que lo era —respondió aquél—, aunque no acabo de comprenderlo. La primera parte, donde habla del Orbe que se vuelve rojo y de la revelación del nombre del Niño de las Tinieblas, es bastante simple. Me da la impresión de que voy a tener que hacer otro viaje.
—Y muy largo, si esto es correcto.
—¿Qué significa la otra parte?
—Bien, por lo que puedo entender, la búsqueda ya ha comenzado. Empezó cuando nació Geran. —El anciano hizo una mueca de preocupación—. Esta parte que habla de que la decisión se tomará a ciegas no me gusta. Es el tipo de cosas que siempre me pone nervioso.
—¿Quién es el Amado y el Eterno?
—Quizá yo. —Garion se volvió a mirarlo—. Es un poco ostentoso —admitió—, pero algunos me llaman el Hombre Eterno. Además, cuando mi Maestro me cambió el nombre, lo hizo agregando la sílaba «Bel», que en la lengua antigua significaba «amado». —El hechicero esbozó una triste sonrisa—. A mi Maestro se le daban muy bien las palabras.
—¿Qué son estos misterios de los que habla?
—Es un término arcaico. En la antigüedad, usaban la palabra «misterio» en lugar de «profecía». Considerando que la mayoría son muy enigmáticas, supongo que el nombre es bastante apropiado.
—¡Eh, Garion, Belgarath! —gritó una voz, de repente, desde fuera.
—¿Quién es? —preguntó el hechicero—. ¿Le has dicho a alguien que venías hacia aquí?
—No —respondió Garion, preocupado—, la verdad es que no. —Se acercó a la ventana y miró hacia abajo. Un algario alto, con cara de halcón y una coleta, estaba sentado sobre un caballo sudoroso, con aspecto de agotado—. ¡Hettar! —exclamó el rey de Riva—. ¿Qué ocurre?
—Déjame entrar, Garion —contestó el algario—. Tengo que hablar contigo.
Belgarath se unió a Hettar junto a la ventana.
—La puerta está al otro lado —gritó—. La abriré. Ten cuidado con el quinto escalón —le advirtió mientras el alto jinete comenzaba a dar la vuelta a la torre—, está suelto.
—¿Cuándo vas a arreglarlo, abuelo? —preguntó Garion mientras sentía aquel zumbido familiar que producía el anciano al abrir la puerta con la mente.
—Oh, ya lo haré uno de estos días.
Hettar entró en la habitación circular que había en lo alto de la torre con una expresión sombría en el rostro.
—¿Por qué tanta urgencia, Hettar? —preguntó el rey—. Nunca te había visto cabalgar un caballo de ese modo.
El algario respiró hondo.
—Tienes que volver a Riva, Garion, de inmediato —dijo.
—¿Ha ocurrido algo malo? —inquirió el joven con un súbito escalofrío.
—Odio tener que darte una mala noticia, Garion —se disculpó Hettar con un suspiro—, pero Ce'Nedra me envió a decir que vinieras lo antes posible.
El alorn se preparó para lo peor, mientras pasaban por su mente una docena de horribles hipótesis.
—¿Por qué? —preguntó en voz baja.
—Lo siento, Garion, mucho más de lo que pueda expresar con palabras, pero Brand ha sido asesinado.
El teniente Bledik era un serio oficial sendario que se tomaba todo muy a pecho. Llegó justo a tiempo a la posada León, en la ciudad portuaria de Camaar, y el posadero, vestido con un delantal, lo acompañó arriba. Las habitaciones donde se alojaban Garion y los demás estaban bien amuebladas y daban al puerto. Garion se hallaba de pie junto a la ventana, sujetando una de las cortinas verdes y mirando hacia el exterior como si su vista pudiera atravesar todos aquellos kilómetros de mar abierto y ver lo que ocurría en Riva.
—¿Me habéis mandado a buscar, Majestad? —preguntó Bledik con una respetuosa reverencia.
—Ah, pasa —dijo Belgarion girándose—. Tengo un mensaje urgente para el rey Fulrach. ¿Cuánto crees que puedes tardar en llegar a Sendaria?
El teniente meditó al respecto. Con un simple vistazo, el monarca supo que el joven estaba tomando en consideración todas las circunstancias. Bledik frunció los labios en una mueca de concentración mientras se acomodaba el cuello del uniforme escarlata con aire ausente.
—Si voy directamente y cambio de caballo en cada hostal del camino, podré llegar al palacio mañana por la tarde.
—Bien —repuso Garion, y le entregó una carta doblada y precintada para el rey de Sendaria—. Cuando veas al rey Fulrach, dile que he enviado a Hettar de Algaria a avisar a los demás reyes alorns de que convoco una reunión del consejo alorn en Riva, y añade que me gustaría que viniera él también.
—Sí, Majestad.
—Comunícale también que el Guardián de Riva ha sido asesinado.
—¡No! —exclamó Bledik con los ojos muy abiertos y el rostro súbitamente pálido—. ¿Quién ha sido el responsable?
—Aún no conozco los detalles, pero en cuanto alquilemos un barco volveremos a la isla.
—Garion, cariño —dijo Polgara, que estaba sentada en una silla junto a la ventana—, ya lo explicas todo en la carta. El teniente tiene que hacer un largo viaje y tú lo estás entreteniendo.
—Tienes razón, tía Pol —admitió, y luego se volvió hacia Bledik—. ¿Necesitarás dinero o alguna otra cosa?
—No, Majestad.
—Entonces, será mejor que emprendas el viaje.
—De inmediato, Majestad.
Garion comenzó a caminar de un extremo al otro de la valiosa alfombra malloreana mientras Polgara, vestida con un sencillo traje de viaje azul, continuaba remendando una de las túnicas de Misión. La aguja resplandecía bajo la luz del sol que inundaba la habitación.
—¿Cómo puedes estar tan tranquila? —le preguntó él.
—No lo estoy, cariño; por eso mismo coso.
—¿Por qué tardarán tanto?
—Alquilar un barco lleva tiempo, Garion. No es lo mismo que ir a comprar una hogaza de pan.
—¿Quién podría querer hacer daño a Brand? —inquinó.
Se había hecho la misma pregunta una y otra vez desde que habían dejado el valle, una semana atrás. El corpulento guardián rivano de expresión triste había servido a Garion y al trono de Riva con tal devoción que siempre había dado la impresión de carecer de una identidad propia. El rey estaba convencido de que Brand no tenía un solo enemigo en todo el mundo.
—Esa es una de las primeras cosas que debemos averiguar al llegar a Riva —respondió ella—. Ahora, intenta calmarte, por favor. Pasear de un sitio a otro no arreglará las cosas y así no me dejas concentrarme.
Cuando Belgarath, Durnik y Misión regresaron era casi de noche. Los acompañaba un rivano de cabello cano, cuyas ropas despedían el olor a agua salada y alquitrán característico de los marineros.
—Éste es el capitán Jandra —lo presentó Belgarath— y ha accedido a llevarnos a la isla.
—Gracias capitán —se limitó a decir Garion.
—Es un placer, Majestad —respondió Jandra con una reverencia formal.
—¿Acabas de llegar de Riva? —le preguntó Polgara.
—Llegué ayer por la tarde, señora.
—¿Estás al tanto de lo que ha ocurrido allí?
—En el puerto no nos enteramos de los detalles, señora. A veces, la gente de la Ciudadela se muestra recelosa... Lo digo sin intención de ofender, Majestad. En la ciudad corrían muchos rumores, pero casi todos eran bastante descabellados. Lo único que puedo decir con seguridad es que el guardián fue atacado y asesinado por un grupo de chereks.
—¡Chereks! —exclamó Garion.
—Todo el mundo coincide en eso, Majestad; aunque algunos dicen que todos los asesinos murieron y otros opinan que hay algunos supervivientes. Yo no podría asegurarlo, pero sé que enterraron a seis de ellos.
—¡Bien! —gruñó Belgarath.
—Si eran sólo seis no está tan bien, padre —dijo Polgara—. Necesitamos respuestas, no cadáveres.
—Eh..., con vuestro perdón, Majestad —intervino Jandra, algo incómodo—. Tal vez no debería decir esto, pero en la ciudad corre el rumor de que los chereks eran oficiales de Val Alorn y que los enviaba el rey Anheg.
—¿Anheg? ¡Eso es absurdo!
—Eso es lo que dice la gente, Majestad. Es el tipo de rumor que no debería extenderse, pues el guardián era una persona muy querida en Riva y mucha gente ya ha comenzado a limpiar las espadas. No sé si me explico...
—Sería conveniente volver cuanto antes —dijo Garion—. ¿Cuánto tiempo tardaremos en llegar a Riva?
—Mi barco no es tan rápido como una nave de guerra cherek —se disculpó el capitán después de reflexionar un momento—. Si el tiempo se mantiene estable, podríamos llegar en tres días. Podemos zarpar con la marea de la mañana.