El fanático, por fin, se dio por vencido, aunque sin dejar de repetir la palabra blasfemia una y otra vez. Abrieron la caja de cristal con una oxidada llave de hierro y colocaron una mesa y una silla en el círculo iluminado por las velas para que Garion pudiera examinar el Códice.
—Creo que ya puedo arreglármelas solo, reverendos —dijo a modo de despedida. No le gustaba que la gente leyera por encima de su hombro y no sentía necesidad de compañía. Se sentó a la mesa, apoyó una mano sobre el pergamino y miró directamente a la pequeña congregación de sacerdotes—. Si os necesito, os avisaré.
Los sacerdotes lo miraron con expresión de disgusto, pero la abrumadora presencia del rey rivano los intimidaba demasiado como para protestar, de modo que se marcharon en silencio y lo dejaron solo con el pergamino.
Garion estaba emocionado. Por fin tenía en sus manos la solución del problema que lo había obsesionado durante todos aquellos meses. Desató la cinta de seda del ajado pergamino con dedos nerviosos y comenzó a desplegarlo. La caligrafía era arcaica pero maravillosa; las letras parecían meticulosamente dibujadas. Garion comprendió de inmediato que alguien había dedicado toda su vida a la producción de aquel único manuscrito. Con las manos temblorosas por la ansiedad, desenrolló con cuidado el pergamino y sus ojos recorrieron las ya familiares palabras y frases, buscando la línea que de una vez por todas desvelaría el misterio.
¡Allí estaba! El monarca la miró incrédulo, sin poder creer lo que veía, y estuvo a punto de gritar de frustración.
Con una desconsolada sensación de derrota, leyó una vez más la frase fatal: «Y el Niño de la Luz se enfrentará con el Niño de las Tinieblas y lo vencerá, y la Oscuridad desaparecerá. Pero cuidado, la piedra que está en el centro de la luz será...», y allí estaba otra vez la maldita mancha.
Cuando volvió a leer la frase ocurrió algo muy curioso: Garion sintió que lo embargaba una extraña indiferencia. ¿Por qué se hacía tanto problema por una simple palabra borrada? ¿Qué importancia podía tener? Estaba a punto de levantarse de la silla, guardar el pergamino en la caja y abandonar aquel apestoso lugar para volver a casa; pero de repente recordó todas las horas que había pasado intentando descifrar el significado de aquel pasaje y pensó que no le haría ningún daño leerlo una vez más. Después de todo, había venido desde muy lejos.
Comenzó a leer otra vez, pero su inquietud se volvió absolutamente insoportable. ¿Por qué perder el tiempo con aquellas tonterías? Había viajado tanto sólo para gastarse la vista en un mohoso pergamino lleno de las alucinaciones de un demente, en aquella apestosa y mal curtida piel de oveja. Disgustado, apartó el Códice de su vista. Aquello era una soberana estupidez. Apartó la silla y se puso de pie mientras se acomodaba la enorme espada de Puño de Hierro en la espalda. El barco todavía estaría allí, amarrado al frágil desembarcadero. Al anochecer podría estar a mitad de camino de Kotu, y una semana después, en Riva. Una vez allí, cerraría la biblioteca para siempre y se ocuparía de sus asuntos. Al fin y al cabo, un rey no tiene tiempo para esas ociosas y estúpidas especulaciones. Decidido a marchar, se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia la puerta.
Sin embargo, tan pronto como le dio la espalda al pergamino, se detuvo. ¿Qué estaba haciendo? El enigma seguía allí y él no había hecho ningún esfuerzo por resolverlo. Tenía que descubrir la verdad; pero en cuanto se giró a mirar el Códice otra vez, lo embargó aquella insoportable sensación de disgusto, tan poderosa que lo mareaba. Una vez más le dio la espalda y aquella sensación volvió a desaparecer. Había algo en el pergamino que intentaba echarlo de allí.
Comenzó a pasear de un extremo al otro del recinto con la precaución de no mirar el pergamino. ¿Qué le había dicho la voz seca de su mente? «Allí hay varias palabras. Si las miras con la luz adecuada, podrás verlas.» ¿Cuál sería la luz adecuada? Era obvio que la voz no se refería a las velas de aquel recinto abovedado. ¿Quizá se tratara de la luz del sol? No parecía muy probable. Poledra le había dicho que debía leer las palabras ocultas, pero ¿cómo hacerlo, si cada vez que se acercaba el Códice lo ahuyentaba?
De repente se detuvo. ¿Qué más le había dicho? Le había asegurado que no podría leer el pergamino sin...
El malestar que lo embargaba era tan intenso que sentía un nudo en el estómago. Se giró con rapidez para darle la espalda a aquel odioso documento y, al hacerlo, se golpeó la cabeza con la empuñadura de la espada de Puño de Hierro. Disgustado, pasó el brazo por encima del hombro para empujar la empuñadura hacia abajo, pero por error su mano rozó el Orbe. La sensación de inquietud desapareció al instante, su mente se volvió clara y sus pensamientos lúcidos. ¡La luz! ¡Por supuesto! ¡Tenía que leer el Códice a la luz del Orbe! Eso era lo que tanto Poledra como la voz intentaban decirle. Garion extendió el brazo con torpeza para coger el Orbe.
—Sal —murmuró.
El Orbe de Aldur se desprendió de la empuñadura con un suave chasquido y el rey lo sostuvo en una mano. De repente, sintió todo el peso de la espada que llevaba a la espalda y estuvo a punto de caer de rodillas. Entonces comprendió, asombrado, que la aparente ligereza del enorme arma se debía al Orbe. Garion se esforzó por mantener el equilibrio bajo aquel inmenso peso, tanteó la hebilla de la correa que cruzaba su pecho, la desabrochó y se liberó de aquella carga. La espada de Puño de Hierro cayó al suelo con gran estruendo.
El joven monarca se volvió a mirar el pergamino con el Orbe en la mano. Tuvo la impresión de oír un vago gruñido de furia, pero su mente permaneció serena. Entonces se dirigió a la mesa y abrió el Códice con una mano, sosteniendo el rutilante Orbe sobre él con la otra.
Por fin comprendió el significado del borrón que lo había obsesionado durante tanto tiempo. No era una simple mancha accidental de tinta. El mensaje estaba allí, completo, pero las palabras se encontraban superpuestas. ¡La profecía entera se hallaba en aquel punto! Gracias a la firme luz azul del Orbe, sus ojos parecían sumergirse bajo la superficie del pergamino y las palabras escondidas durante eones surgían como burbujas en la sustancia del Códice.
«Pero cuidado —decía el párrafo crucial—, la piedra que está en el centro de la luz se volverá roja y mi voz le hablará al Niño de la Luz, revelándole el nombre del Niño de las Tinieblas. Y el Niño de la Luz cogerá la espada del guardián y se marchará a descubrir aquello que está oculto. La búsqueda será larga y triple, y él sabrá que ha empezado cuando el linaje del custodio se renueve. Proteged al fruto del custodio porque no habrá otro. Protegedlo, porque si ese fruto cae en manos del Niño de las Tinieblas y lo llevan al lugar donde habita el mal, sólo la ciega casualidad decidirá su destino. Si el fruto del custodio desapareciera, el Amado y Eterno deberá guiar el camino, pues él encontrará el sendero donde reside el mal en los Misterios. En cada Misterio habrá una parte del camino y él deberá encontrarlos todos..., o tomarán el sendero equivocado y el Mal triunfará. Daos prisa, entonces, para llegar al enfrentamiento donde la búsqueda acabará. Este encuentro sucederá en un lugar que no existe y allí se hará la elección.»
Garion leyó aquel pasaje por segunda y tercera vez, y sintió un siniestro escalofrío mientras las palabras se repetían y retumbaban en su mente. Por fin se levantó y se dirigió a la puerta del sombrío recinto abovedado.
—Necesito algo para escribir —dijo al sacerdote que esperaba fuera—. Y envía a alguien al barco para decirle al capitán que se prepare. Cuando termine, partiremos enseguida hacia Kotu.
El eclesiástico miraba estupefacto el Orbe incandescente en manos de Garion.
—¡No te quedes ahí parado, hombre! ¡Muévete! —exclamó el rey—. ¡El futuro del mundo entero depende de esto!
El sacerdote parpadeó y se marchó corriendo.
Al día siguiente, Garion estaba en Kotu, y un día y medio después llegó al vado de Aldur, al norte de Algaria. Por casualidad, unos algarios cruzaban el turbulento río con una manada de ganado medio salvaje a través del vado amplio y poco profundo, en dirección a Muros. Garion se dirigió de inmediato al jefe de los vaqueros.
—Voy a necesitar dos caballos —dijo, saltándose las formalidades—. Los mejores que tengas. Tengo que estar en el valle de Aldur antes del fin de semana.
El jefe de los vaqueros, un guerrero algario vestido con ropas de cuero negro, lo miró con expresión inquisitiva.
—Los buenos caballos resultan caros, Majestad —repuso con los ojos brillantes.
—Eso no tiene importancia. Por favor, prepáralos para dentro de un cuarto de hora y pon algo de comida en las alforjas.
—¿Su Majestad no quiere ni siquiera discutir el precio? —preguntó el jefe con una voz que delataba su profunda decepción.
—La verdad es que no —respondió Garion—. Súmalo todo y yo pagaré.
—Podéis considerarlo un obsequio, Majestad —dijo el algario con un suspiro y luego miró al rey de Riva con expresión triste—. Sois consciente de que me habéis arruinado la tarde, ¿verdad?
Garion le dedicó una rápida sonrisa de complicidad.
—Si tuviera tiempo, buen hombre, regatearía contigo todo el día, hasta el último céntimo, pero tengo que atender un asunto urgente en el sur. —El jefe de los vaqueros hizo un gesto de tristeza—. No lo tomes a mal, amigo mío —le dijo Garion—. Si quieres, maldeciré tu nombre delante de todos los que se crucen en mi camino y diré que me estafaste vilmente.
—Eso sería maravilloso, Majestad —respondió él con los ojos brillantes, y enseguida captó la mirada divertida del monarca—. Después de todo, uno tiene que mantener su reputación. Los caballos estarán listos en un instante, yo mismo los elegiré.
Garion galopó hacia el sur a toda velocidad. Mantenía a los animales frescos y fuertes cambiando de uno al otro después de cierta cantidad de kilómetros. Durante el largo viaje en busca del Orbe, había aprendido varios métodos para conservar la fuerza de un buen caballo y los había utilizado todos. Cuando se encontraba con una colina empinada, aminoraba el paso y luego recuperaba el tiempo perdido en la bajada, del otro lado. Siempre que era posible, evitaba los terrenos escarpados. Se detenía tarde por la noche y comenzaba a cabalgar de nuevo con las primeras luces del amanecer.
Avanzaba hacia el sur a un ritmo constante, a través de un mar de alta hierba, verde y lozana bajo el sol de primavera. Evitó pasar cerca de la Fortaleza de Algaria, una verdadera montaña construida por la mano del hombre, pues sabía que Cho-Hag y Silar, y sobre todo Hettar y Adara, insistirían en que se quedara por un día. Muy a su pesar, tampoco se detuvo en la cabaña de Poledra, aunque pasó a unos cinco kilómetros de allí. Tal vez después tuviera tiempo para visitar a tía Pol, Durnik y Misión, pero en aquel momento debía llevarle a Belgarath el texto que había copiado con cuidado y que guardaba en el bolsillo de su chaqueta.
Cuando por fin llegó a la baja y ancha torre de Belgarath, estaba tan cansado que al bajar de su agotado caballo le temblaban las piernas. Se dirigió directamente a la gran roca plana que estaba junto a la puerta de la torre.
—¡Abuelo! —gritó alzando la cara hacia las ventanas—. ¡Soy yo, abuelo!
Pero no hubo respuesta. La torre se cernía silenciosa sobre la alta hierba y su silueta se dibujaba abruptamente contra el cielo. Garion ni siquiera había considerado la posibilidad de que el anciano no estuviera allí.
—¡Abuelo! —volvió a gritar.
Pero no obtuvo respuesta. Un mirlo de alas rojas bajó en picado, se posó en lo alto de la torre y miró con curiosidad a Garion. Luego comenzó a arreglarse las plumas con el pico.
Desconsolado, el rey observó la silenciosa roca que habitualmente se abría para dejar paso a Belgarath. Aunque era consciente de que estaba rompiendo las reglas de la etiqueta, Garion se concentró, miró la roca y dijo:
—Ábrete.
Aquélla tembló y luego se abrió, obediente. Belgarion entró en la torre y corrió escaleras arriba; en el último momento recordó que debía saltar por encima del peldaño roto, aún sin reparar.
—¡Abuelo! —gritó mientras subía.
—¿Garion? —dijo la voz de Belgarath desde arriba, con tono de perplejidad—. ¿Eres tú?
—Te estaba llamando —explicó el joven mientras entraba en la habitación circular, atiborrada de cosas—. ¿No me has oído?
—Estaba concentrado en otro asunto —respondió el anciano—. ¿Qué ocurre? ¿Qué haces aquí?
—Por fin encontré ese pasaje —repuso Garion.
—¿Qué pasaje?
—El del Códice Mrin..., el que faltaba.
La expresión de Belgarath se volvió tensa, incluso desconfiada.
—¿De qué hablas, chico? En el Códice Mrin no falta ningún pasaje.
—Hablamos de él en Riva, ¿no lo recuerdas? En el lugar donde había una mancha. Yo te lo señalé.
El hechicero se puso furioso.
—¿Has venido a interrumpirme por eso? —dijo con tono fulminante.
Garion se quedó mirándolo. Aquél no era el Belgarath que él conocía. El anciano nunca lo había tratado con tanta frialdad.
—¿Qué te pasa, abuelo? —preguntó—. Esto es muy importante. Alguien logró borrar una parte del Códice, y cuando uno lo lee, no la ve.
—Pero tú sí puedes verla, ¿verdad? —inquirió Belgarath con una voz llena de desprecio—. Tú, un chiquillo que hasta hace poco ni siquiera sabía leer. Los demás hemos estado estudiando ese Códice durante miles de años, ¿y ahora tú vienes a decirme que le falta un fragmento?
—Escúchame, abuelo. Estoy intentando explicártelo. Cuando uno llega a ese párrafo, la mente se queda en blanco y uno no presta atención porque, por alguna extraña razón, no desea hacerlo.
—¡Tonterías! —gruñó el hechicero—. No necesito que un vulgar principiante como tú me diga a mí cómo estudiar.
—Al menos mira lo que encontré —suplicó Belgarion mientras sacaba el pergamino, en el que había copiado el texto, del bolsillo de la chaqueta.
—¡No! —gritó Belgarath, y lo apartó de un manotazo—. Llévate esa basura de aquí. ¡Y sal de mi torre, Garion!
—¡Abuelo!
—¡Vete de aquí! —insistió el anciano pálido de furia y sacando chispas por los ojos.
Garion se sentía tan herido por la actitud de su abuelo que sus ojos se llenaron de lágrimas. ¿Cómo era posible que le hablara de ese modo?
El enfado de Belgarath creció aún más, y comenzó a andar de un lado a otro murmurando con ira para sí.