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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

Los guardianes del oeste (4 page)

BOOK: Los guardianes del oeste
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Pero entonces la rama se dobló de forma súbita en un arco tenso y tembloroso y Durnik pescó cuatro truchas, una detrás de otra. Eran peces grandes y pesados con plateados flancos moteados y mandíbulas curvas llenas de dientes como agujas.

—¿Cómo tardaste tanto en encontrar el lugar justo? —le preguntó Belgarath más tarde, cuando reanudaron el viaje.

—En ese tipo de laguna tienes que pescar de forma metódica, Belgarath —respondió Durnik—. Comienzas por un lado y vas avanzando poco a poco, echando el anzuelo cada vez más lejos.

—Ya veo.

—Es la única forma de asegurarse de que lo has cubierto todo.

—Por supuesto.

—Aunque sabía bien dónde se encontraban los peces.

—Desde luego.

—Sólo quería hacerlo del modo apropiado. Estoy seguro de que lo comprenderás.

—Perfectamente —dijo Belgarath con seriedad.

Después de cruzar las montañas, giraron hacia el sur y cabalgaron a través de las enormes llanuras de Algaria, donde los rebaños de ganado y las manadas de caballos pastaban en el inmenso mar de hierba verde, que se agitaba y ondulaba con la continua brisa del este. Aunque Hettar les insistió para que se detuvieran en el fuerte de los clanes algarios, Polgara rechazó la invitación.

—Diles a Cho-Hag y a Silar que tal vez los visitemos más adelante —indicó—, pero ahora debemos llegar al valle cuanto antes. Nos llevará casi todo el verano hacer habitable la casa de mi madre.

Hettar asintió con un gesto serio y les dedicó un breve saludo mientras él y sus hombres giraban hacia el este. Luego se alejaron por las llanuras ondulantes hacia el fuerte con forma de montaña de su padre, Cho-Hag, jefe supremo de los clanes de Algaria.

La cabaña, que había pertenecido a la madre de Polgara, estaba situada en un valle, entre dos suaves colinas que señalaban el límite norte del valle de Aldur. Un burbujeante riachuelo fluía junto a una resguardada depresión del terreno y más allá se extendía un bosque de cedros y abedules. La cabaña estaba construida con piedras grises, rojizas y marrones, pegadas unas a otras de forma meticulosa. Era un edificio grande y bajo, bastante más espacioso de lo que sugería la palabra «cabaña». Llevaba más de tres mil años desocupado, de modo que el techo, las puertas y las ventanas hacía tiempo que habían sucumbido a las fuerzas de la naturaleza. Sólo quedaba en pie el armazón de la vivienda, lleno de ramas y con el cielo como único techo. Sin embargo, daba la impresión de que la casa los estaba esperando, como si Poledra, la mujer que había vivido allí, hubiera instilado en las mismísimas piedras la convicción de que su hija volvería.

Llegaron a la cabaña una tarde luminosa. Misión se había quedado dormido acunado por el rítmico crujido de las ruedas del carro, y cuando se detuvieron, Polgara lo despertó con suavidad.

—Misión —dijo—, ya hemos llegado.

El pequeño abrió los ojos y miró por primera vez el sitio que sería su hogar. Contempló las paredes de la cabaña, deterioradas por el tiempo y rodeadas por la alta hierba. Luego descubrió el bosque que había detrás, con los blancos troncos de los abedules destacando entre los cedros, y el pequeño arroyo. Enseguida advirtió que el lugar tenía enormes posibilidades. El arroyo, por supuesto, era perfecto para hacer navegar los barquitos de juguete, para arrojar piedras o, si se le agotaba la imaginación, para arrojarse dentro. Algunos árboles parecían específicamente diseñados para trepar a ellos y un viejo abedul que extendía sus ramas sobre el arroyo prometía la divertida combinación de trepar y arrojarse al agua.

El carro se había detenido junto a una colina que descendía suavemente hacia la cabaña, ideal para bajar corriendo un día en que el cielo azul estuviera salpicado de nubes como velloncillos de dientes de león, empujadas por la brisa. La hierba alta hasta la cintura y lozana bajo el sol, la tierra húmeda firme bajo sus pies y la fragancia dulzona del aire lo embriagaría al correr colina abajo.

De repente, el pequeño notó que el lugar tenía un aire de tristeza que había permanecido inmutable durante siglos y siglos. Se volvió a mirar la cara curtida de Belgarath y vio cómo una lágrima caía sobre su mejilla arrugada hasta perderse en la corta barba blanca.

Pero el dolor de Belgarath por la pérdida de su esposa no ensombreció la alegría de Misión al contemplar el pequeño valle verde, los árboles, el arroyo y los prados fértiles.

—Casa —dijo, sonriente, como si saboreara la palabra y quedara fascinado por su sonido.

Polgara lo miró muy seria. Los ojos grandes y luminosos de la hechicera cambiaban de color según su humor, pasando de un azul tan claro que parecía gris a un intenso color lavanda.

—Sí, Misión —respondió con voz vibrante—. Casa.

Luego lo rodeó tiernamente con los brazos y en aquel breve abrazo expresó toda la añoranza que había sentido durante los fatigosos siglos en que ella y su padre habían luchado para cumplir con su misión.

El herrero observaba con aire pensativo la hondonada que se desplegaba bajo el sol cálido, mientras especulaba, hacía planes, acomodaba mentalmente las cosas, las cambiaba de lugar y volvía a acomodarlas.

—Vamos a necesitar bastante tiempo para poner todo en orden, Pol —le dijo a su esposa.

—Tenemos todo el tiempo del mundo, Durnik —respondió ella con una sonrisa dulce.

—Os ayudaré a descargar el carro y montar las tiendas —se ofreció Belgarath mientras se rascaba la barba con aire ausente—. Mañana tendré que ir al valle para hablar con Beldin y los gemelos, echar un vistazo a mi torre, ese tipo de cosas.

Polgara lo miró larga y fijamente.

—No te des tanta prisa por partir, padre —le dijo—. Hablaste con Beldin en Riva el mes pasado y en varias ocasiones has estado siglos sin visitar la torre. He notado que siempre que hay algo que hacer, tú tienes otros asuntos urgentes que atender.

—Pero, Polgara... —comenzó a protestar Belgarath con cara de ofendido.

—Eso tampoco funcionará, padre —repuso con firmeza—. Unas pocas semanas, o tal vez un mes o dos, ayudando a Durnik no te hará ningún daño. ¿O acaso habías planeado irte y abandonarnos a merced de las tormentas de nieve del invierno?

El anciano miró con expresión de disgusto las paredes de la casa, al pie de la colina, y pensó en todas las horas de duro trabajo que se necesitarían para convertir el lugar en un sitio habitable.

—Por supuesto que no, Polgara —respondió, quizá demasiado precipitadamente—. Estaré encantado de quedarme y echarte una mano.

—Sabía que podía contar contigo, padre —dijo con dulzura.

Belgarath miró a Durnik con ojo crítico, como si intentara adivinar la firmeza de las convicciones del herrero.

—Supongo que no habrás pensado en hacerlo todo a mano —dijo con tono vacilante—; ya sabes que contamos con otros métodos.

Durnik parecía un poco incómodo y la sincera y honesta expresión de su rostro se vio enturbiada por una ligerísima nota de desaprobación.

—Yo..., eh..., no lo sé, Belgarath —titubeó—. Eso no me parece bien. Si lo hago a mano, sentiré que he hecho lo que corresponde. Todavía no me encuentro muy a gusto con el otro sistema. Es como si hiciera trampa, no sé si me entiendes.

—Temía que vieras las cosas de ese modo —dijo Belgarath con un suspiro. Luego sacudió la cabeza e irguió los hombros—. Muy bien, entonces, bajemos y comencemos de una vez.

Tardaron casi un mes en sacar los escombros —los cuales se habían ido acumulando en los rincones de la casa durante tres eones—, volver a hacer los marcos de puertas y ventanas, y poner vigas y paja en el techo; y si no hubiera sido porque Belgarath hacía trampas cada vez que su yerno se daba la vuelta, habrían tardado el doble. Cuando el herrero no estaba junto a él, todo tipo de tediosas tareas se realizaban solas. En una ocasión, por ejemplo, Durnik fue a buscar madera con el carro y en cuanto estuvo fuera de la vista, Belgarath dejó la azuela con que estaba cuadrando laboriosamente una viga, miró con seriedad a Misión y sacó del interior de su chaquetón una jarra de cerámica llena de cerveza que había robado de la despensa de Polgara. Bebió un largo sorbo y dirigió la fuerza de su Voluntad a la obstinada viga, murmuró una sola palabra y, de repente, cayó una lluvia de virutas blancas de madera. Cuando la viga estuvo bien colocada, el anciano miró a Misión con una sonrisa de satisfacción y le hizo un guiño cómplice. Éste le devolvió el guiño con absoluta seriedad.

El niño ya había visto otros trucos de magia, pues tanto Zedar como Ctuchik también habían sido hechiceros. De hecho, durante casi toda su vida, había estado al cuidado de gente con aquel don peculiar. Sin embargo, ninguno de los anteriores tenía el aire de eficiencia casual ni la destreza con que Belgarath ponía en práctica su arte. La forma espontánea con que el anciano lograba que lo imposible pareciera muy simple era la marca de un verdadero virtuoso. Misión sabía cómo se hacía, por supuesto. Nadie puede pasar tanto tiempo con hechiceros sin aprender, por lo menos, la teoría de la magia. La facilidad con que Belgarath hacía que sucedieran las cosas casi lo tentaba a probar por sí mismo; pero, cada vez que consideraba aquella idea, se daba cuenta de que no tenía demasiado interés en hacer nada en particular.

Aunque más corrientes, las cosas que el niño había aprendido de Durnik no eran menos importantes. Misión se había dado cuenta casi de inmediato de que el herrero era capaz de hacer cualquier cosa con las manos. Sabía usar todas las herramientas conocidas; podía trabajar con piedra, madera, hierro o bronce; y construía una casa o una silla con la misma facilidad. Mientras Misión lo observaba con atención, aprendía cientos de pequeños trucos y habilidades que distinguían a un verdadero artesano de un torpe aficionado.

Polgara se ocupaba de las tareas domésticas. Las tiendas donde dormían mientras reparaban la cabaña estaban tan pulcras como si fueran casas. La hechicera aireaba a diario la ropa de cama, preparaba las comidas y lavaba y tendía la ropa. En una ocasión, Belgarath se acercó a las tiendas a pedir —o robar— más cerveza y la encontró fabricando jabón en el fogón.

—Polgara —le dijo con acritud y una expresión crítica—, eres la mujer más poderosa del mundo, tienes más títulos de los que puedes contar y todos los reyes del mundo se inclinan ante ti. Así que, ¿puedes decirme por qué te empeñas en hacer el jabón de ese modo? Es un trabajo duro, sofocante y produce un olor horrible.

Ella miró a su padre con serenidad.

—Hace miles de años que soy la mujer más poderosa de la tierra, viejo Lobo —respondió—. Los reyes se han inclinado ante mí durante siglos y ya he perdido la cuenta de los títulos que poseo. Sin embargo, es la primera vez que me caso. Tú y yo estábamos demasiado ocupados para eso, pero yo quería casarme y me he pasado la vida practicando para hacerlo. Sé todo lo que una buena esposa necesita saber y puedo hacer todo lo que una buena esposa debe hacer. Por favor, no me critiques, padre, e intenta no interferir en mis asuntos. Nunca en la vida he sido tan feliz.

—¿Haciendo jabón?

—Sí, en parte sí.

—Es una pérdida de tiempo —dijo él, y con un gesto hizo que una barra de jabón que aún no estaba lista se uniera a las que sí lo estaban.

—¡Padre! —exclamó ella mientras daba un golpe en el suelo con un pie—. ¡Para ya!

El anciano tomó la barra de jabón que acababa de hacer y una de las que había fabricado su hija.

—¿Podrías decirme cuál es la diferencia entre las dos, Pol?

—Que la mía fue hecha con amor y la tuya con un simple truco.

—Sin embargo, lavará la ropa del mismo modo.

—No, no lo hará —dijo ella mientras le quitaba la barra de la mano. Luego la mantuvo en la suya, sopló sobre ella y la hizo desaparecer al instante.

—Eso es una tontería, Pol —protestó el anciano.

—Es una tontería que me viene de familia —respondió ella con calma—. Ahora vuelve a tu trabajo, padre, y déjame hacer el mío.

—Eres casi tan obstinada como Durnik —la acusó.

—Lo sé —asintió ella con una sonrisa—. Por eso me casé con él.

—Vámonos, Misión —le dijo el anciano al pequeño mientras se volvía para marcharse—. Estas cosas pueden ser contagiosas y no quisiera que se te pegaran.

—Ah —añadió ella—, algo más, padre. No te acerques a las provisiones. Si quieres una jarra de cerveza, pídemela.

Belgarath dio media vuelta con expresión altiva y se marchó sin responder. Tan pronto como estuvieron fuera, sin embargo, Misión sacó una jarra marrón del interior de su túnica y se la entregó al anciano sin decir una palabra.

—¡Excelente, pequeño! —exclamó aquél con una amplia sonrisa—. ¿Ves lo fácil que es cuando le coges el tranquillo?

Durante todo el verano y gran parte del largo y dorado otoño, los cuatro trabajaron para convertir la cabaña en un lugar habitable y cálido para el invierno. Misión colaboraba como podía, aunque la mayoría de las veces su ayuda consistía en hacerles compañía sin estorbar.

Cuando llegaron las primeras nieves, el mundo entero pareció cambiar. La aislada cabaña se convirtió en un paraíso caliente y seguro. La gran chimenea de piedra de la sala donde comían y pasaban los largos atardeceres era al mismo tiempo una fuente de calor y de luz. Misión, que, a excepción de los días más fríos, se hallaba siempre fuera, solía estar tan cansado durante aquellas interminables horas ante el fuego, entre la cena y el momento de irse a la cama, que se acurrucaba sobre una alfombra de piel y contemplaba las llamas vacilantes hasta quedarse dormido. Más tarde se despertaba en la fría oscuridad de su propia habitación, arropado hasta la barbilla con la colcha de plumón, y se daba cuenta de que Polgara lo había llevado silenciosamente hasta allí. Entonces suspiraba con alegría y volvía a dormirse.

Durnik le había hecho un trineo, por supuesto, y la cuesta de la colina que descendía hacia el valle era perfecta para deslizarse. La nieve no era lo bastante profunda como para que los patines del trineo se hundieran en ella y Misión lograba recorrer distancias asombrosas a través del prado gracias a la gran velocidad que adquiría al bajar la cuesta.

El mejor momento de la temporada llegó a última hora de una tarde muy fría, cuando el sol acababa de ponerse detrás de un banco de nubes moradas al oeste del horizonte, mientras el cielo cobraba un pálido y gélido color turquesa. Misión subió a la cima de la colina arrastrando el trineo y se detuvo un instante arriba para recuperar el aliento. Abajo estaba la cabaña con techo de paja, rodeada de bancos de nieve, con un resplandor dorado en las ventanas y un hilo de humo azul claro alzándose hacia el cielo, recto como una flecha en el aire mortalmente quieto.

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