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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

Los guardianes del oeste (3 page)

BOOK: Los guardianes del oeste
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Al llegar a la cima de la alta colina, hicieron una pequeña pausa para que los caballos descansaran. Misión, desde su cómodo refugio en el carro, contempló la enorme extensión de campos meticulosamente separados por valles, los cuales tenían un suave tono verde bajo los rayos oblicuos del sol de la mañana. Luego se volvió y miró hacia Camaar, con sus techos rojos y su brillante puerto de color azul verdoso, lleno de barcos de varios reinos distintos.

—¿Estás bastante abrigado? —le preguntó Polgara.

—Sí, gracias —asintió Misión, que aunque comenzaba a hablar con mayor facilidad, todavía era muy parco con las palabras.

Belgarath seguía montado con actitud perezosa y se rascaba la corta barba blanca. Tenía los ojos vidriosos y entrecerrados, como si la luz de la mañana lo deslumbrara.

—Me gusta empezar un viaje con sol —dijo—. Siempre parece un buen augurio para el resto del trayecto —hizo una mueca—; pero tampoco hay necesidad de que brille tanto.

—¿Estás un poco quisquilloso esta mañana, padre? —preguntó Polgara con tono irónico.

—¿Por qué no lo dices, Polgara? —preguntó el anciano mirándola con seriedad—. Estoy convencido de que no estarás contenta hasta que no lo hagas.

—¿A qué te refieres, padre? —dijo ella con una expresión de inocencia en sus hermosos ojos—. ¿Qué te hace pensar que iba a decir algo? —Belgarath gruñó—. Estoy segura de que a estas alturas ya te habrás dado cuenta tú mismo de que anoche bebiste demasiada cerveza —continuó ella— y no necesitarás que yo te lo recuerde, ¿verdad?

—No estoy de humor para ese tipo de comentarios, Polgara —se limitó a responder él.

—¡Oh, pobrecillo! —exclamó la joven con un tono de falsa compasión—. ¿Quieres que te prepare algo que te haga sentir mejor?

—No, gracias —respondió él—. El sabor de tus pócimas dura días y creo que prefiero el dolor de cabeza.

—Si una medicina no sabe mal no hace ningún efecto —sentenció Polgara mientras se quitaba la capucha de la capa. Tenía el cabello largo, muy oscuro, y un único rizo blanco como la nieve le caía sobre la frente—. Te lo advertí, padre —dijo ella, implacable.

—Polgara, ¿crees que podrías ahorrarme los «te lo dije»? —suplicó él, sobresaltándose.

—Tú oíste cuando se lo dije, ¿verdad, Durnik? —le preguntó a su esposo.

Era evidente que el herrero intentaba contener la risa.

Mientras tanto, el anciano suspiró, buscó algo entre los pliegues de su túnica y sacó una botella. La destapó con los dientes y bebió un largo sorbo.

—¡Oh, padre! —exclamó Polgara, disgustada—. ¿No tuviste bastante anoche?

—Si sigues explayándote sobre el tema, no habrá sido suficiente. —Le ofreció la botella a su yerno—. ¿Durnik? —invitó.

—Gracias, Belgarath —respondió aquél—, pero para mí es un poco temprano.

—¿Pol? —preguntó entonces Belgarath, y le señaló la botella a su hija.

—No seas ridículo.

—Como queráis —dijo el hechicero mientras se encogía de hombros. Luego tapó la botella y la guardó—. Entonces ¿seguimos adelante? —sugirió—. El viaje hasta el valle de Aldur es largo —añadió, e hizo andar a su caballo.

Poco antes de que el carro comenzara a descender hacia el otro lado de la colina, Misión echó un último vistazo a Camaar y divisó un grupo de jinetes que salía por las puertas de la ciudad. El brillo de la luz del sol sobre sus ropas indicaba con claridad que al menos algunos de ellos iban vestidos con trajes de acero. Misión iba a comentarlo con los demás, pero por fin decidió no hacerlo. Se echó otra vez hacia atrás y contempló el radiante cielo azul salpicado por pequeñas y abultadas nubes blancas. A Misión le gustaban las mañanas; pues por la mañana el día estaba lleno de promesas y las decepciones nunca llegaban hasta más tarde.

Los soldados que habían salido de Camaar los alcanzaron antes de que hubieran recorrido un kilómetro y medio. El cabecilla del destacamento era un sendario de expresión grave y sólo tenía un brazo. Sus tropas se detuvieron detrás del carro, pero él siguió adelante.

—Excelencia —saludó a Polgara con una pequeña reverencia formal.

—General Brendig —respondió ella con una pequeña inclinación de cabeza—. Te has levantado temprano.

—Los soldados siempre nos levantamos temprano, excelencia.

—Brendig —dijo Belgarath con tono de disgusto—, ¿nos estáis siguiendo o se trata de una simple coincidencia?

—Sendaria es un reino muy organizado, venerable anciano —respondió Brendig con delicadeza—. Intentamos no dar lugar a las coincidencias.

—Lo sabía —repuso Belgarath con amargura—. ¿Qué está tramando Fulrach?

—Su Majestad considera conveniente que tengáis una escolta.

—Conozco el camino, Brendig. Después de todo, he hecho este viaje otras veces.

—No me cabe duda, venerable Belgarath —asintió el general con cortesía—; la escolta es sólo una muestra de respeto y amistad.

—Por lo tanto insistirás en acompañarnos, ¿verdad?

—Las órdenes son órdenes, venerable anciano.

—¿Podrías evitar lo de «anciano»? —preguntó Belgarath sin rodeos.

—Esta mañana, mi padre siente todo el peso de los años sobre sus hombros, general —sonrió Polgara—; siete mil en total.

—Comprendo, excelencia —dijo el cabecilla y casi llegó a esbozar una sonrisa.

—¿Por qué te muestras tan solemne, mi querido Brendig? —preguntó ella—. Creo que nos conocemos desde hace el tiempo suficiente como para ahorrarnos las formalidades.

—¿Recuerdas cómo nos conocimos? —inquirió Brendig con expresión de perplejidad.

—Si no me equivoco, fue cuando nos arrestaste, ¿verdad? —dijo Durnik con una pequeña sonrisa.

—Bueno... —El general tosió, incómodo—, no fue exactamente un arresto, Durnik. En realidad, yo me limité a transmitir la invitación de Su Majestad para que fuerais a visitarlo al palacio. Además, la señora Polgara, tu querida esposa, se hacía llamar duquesa de Erat, ¿recuerdas?

—Sí —asintió el herrero—, lo recuerdo.

—Hace poco tiempo tuve oportunidad de hojear unos viejos libros de heráldica y descubrí algo sorprendente. ¿Sabías, Durnik, que tu esposa es en realidad la duquesa de Erat?

—¿Pol? —preguntó éste con tono de incredulidad.

—Casi lo había olvidado —dijo Polgara, y se encogió de hombros—. Sucedió hace mucho tiempo.

—Sin embargo tu título aún tiene vigencia, excelencia —le aseguró Brendig—. Todos los hacendados del distrito de Erat pagan un pequeño diezmo anual en una cuenta a tu nombre en Sendaria.

—¡Qué engorroso! —exclamó ella.

—Espera un momento, Pol —dijo Belgarath con brusquedad, con una súbita expresión astuta en los ojos—. Brendig, ¿a cuánto asciende la cuenta de mi hija, en números redondos?

—Según creo a varios millones —respondió el general.

—Bien —dijo Belgarath con los ojos muy abiertos—. Bien, bien, bien.

—¿Qué estás tramando, padre? —preguntó Polgara con énfasis mientras se volvía para mirarlo a los ojos.

—Sólo me alegro por ti, Pol —dijo él con efusión—. Cualquier padre se alegraría de saber que a su hija le van tan bien las cosas. Dime, Brendig, ¿quién se encarga de la cuenta de mi hija?

—Está supervisada por la corona, Belgarath.

—Es una terrible carga para el pobre Fulrach —observó el anciano con aire pensativo—, teniendo en cuenta sus demás responsabilidades. Tal vez yo debería...

—Olvídalo, viejo Lobo —dijo Polgara con firmeza.

—Sólo pensaba...

—Sí, padre, sé muy bien lo que pensabas. El dinero está muy bien donde está.

—Nunca he sido rico —replicó Belgarath con un suspiro de decepción.

—Entonces no lo echarás de menos, ¿verdad?

—Eres una mujer muy dura, Polgara. Dejar a tu pobre padre hundido en la miseria de este modo...

—Has vivido sin dinero ni posesiones durante miles de años, padre, así que estoy segura de que sobrevivirás.

—¿Cómo llegaste a ser la duquesa de Erat? —le preguntó Durnik a su esposa.

—Le hice un favor al duque de Vo Wacune —respondió ella—; algo que nadie más podía hacer. Fue muy agradecido.

—¡Pero Vo Wacune fue destruida hace miles de años! —exclamó Durnik, atónito.

—Ya sabías que yo no era como las demás mujeres —le recordó ella.

—Sí, pero...

—¿Crees que mi edad tiene alguna importancia? ¿Acaso cambiaría algo si la supieras?

—No —respondió él de inmediato—, en absoluto.

—Entonces deja de preocuparte.

Cruzaron el sur de Sendaria por etapas, deteniéndose a dormir en cómodas y sólidas posadas llevadas por los legionarios tolnedranos que patrullaban y mantenían la ruta imperial. Llegaron a Muros tres días después de haber salido de Camaar. Los grandes rebaños de ganado algario llenaban kilómetros y kilómetros de corrales al este de la ciudad y la nube de polvo que levantaban sus cascos cubría el cielo. Durante la temporada del traslado de ganado, Muros no era una ciudad confortable, sino un sitio caluroso, sucio y ruidoso. Belgarath sugirió que no siguieran su viaje y se detuvieran a pasar la noche en las montañas, donde el aire estaría más limpio y la gente sería menos bulliciosa.

—¿Vas a acompañarnos todo el camino hasta el valle? —le preguntó al general Brendig una vez que dejaron atrás los corrales de ganado y se dirigían hacia las montañas por la Gran Ruta del Norte.

—Eh..., no, Belgarath —respondió aquél mientras miraba hacia un grupo de algarios que se aproximaba por el camino—. De hecho, volveré dentro de un instante.

El jefe de los algarios era un hombre alto con cara de halcón y el pelo renegrido y largo recogido en una cola de caballo. Al llegar junto al carro tiró de las riendas.

—General Brendig —dijo en voz baja, saludando al oficial sendario con una ligera inclinación de cabeza.

—Señor Hettar —respondió Brendig con tono amistoso.

—¿Qué haces aquí, Hettar? —preguntó el anciano.

—Acabo de cruzar la montaña con el ganado, Belgarath —respondió con aire inocente y una expresión de asombro en los ojos—. Ahora vuelvo a casa y pensé que os agradaría tener compañía.

—¡Qué casualidad que aparezcas por aquí justo en este momento!

—¿Verdad que sí? —dijo Hettar mientras le hacía un guiño a Brendig.

—¿A qué jugamos? —les preguntó Belgarath a los dos—. No necesito vigilancia y no quiero que una escolta militar me acompañe a cada sitio que voy. Sé cuidarme muy bien solo.

—No nos cabe duda, Belgarath —asintió Hettar con tono conciliador. Luego se volvió hacia el carro—. Me alegra verte de nuevo, Polgara —dijo con alegría y a continuación miró a Durnik con expresión burlona—. La vida de casado te sienta bien, amigo —añadió—, creo que has engordado unos kilos desde la última vez que nos vimos.

—Yo diría que tu esposa también ha aumentado tu ración —respondió el herrero con una amplia sonrisa.

—¿Ya se nota? —preguntó Hettar.

—Un poco —asintió Durnik con seriedad.

El algario hizo una mueca de tristeza y luego le guiñó el ojo a Misión. El pequeño y él siempre habían hecho buenas migas, quizá porque ninguno de los dos sentía la necesidad de llenar el silencio con conversaciones casuales.

—Yo me voy —dijo Brendig—. Ha sido un viaje muy agradable.

El general hizo una reverencia a Polgara, saludó a Hettar con una inclinación de cabeza y luego se fue en dirección a Muros seguido por los hombres de su destacamento.

—Voy a tener una charla con Fulrach sobre esto —le indicó Belgarath a Hettar con tono de disgusto—, y con tu padre también.

—Es uno de los precios que hay que pagar por la inmortalidad, Belgarath —dijo el algario con suavidad—. La gente te respeta, aunque tú prefieras que no lo hagan. ¿Nos vamos?

Las montañas de Sendaria no eran lo bastante altas como para que resultara desagradable cruzarlas. Cabalgaban despacio por la Gran Ruta del Norte, a través de los densos bosques verdes y junto a turbulentos arroyos de montaña, escoltados por jinetes algarios de aspecto feroz. Cuando se detuvieron para dejar descansar a los caballos, Durnik se bajó del carro, se dirigió hacia una cascada que había al otro lado del camino y observó con atención la profunda laguna que se extendía a sus pies.

—¿Tenemos prisa? —le preguntó a Belgarath.

—En realidad no, ¿por qué?

—Pensé que tal vez éste fuera un sitio agradable para parar a comer.

—Si te parece —dijo Belgarath mientras echaba un vistazo alrededor—, el lugar no está mal.

—Bien.

Durnik se dirigió al carro con expresión pensativa y sacó un ovillo de cuerda fina y encerada de una de las bolsas. Ató con cuidado un gancho decorado con varias hebras de brillantes colores al extremo de la cuerda y buscó a su alrededor hasta encontrar una rama fina y flexible. Cinco minutos después, estaba de pie en un peñasco que se proyectaba sobre la laguna, estudiando con atención el agua turbulenta, al pie de la cascada.

Misión se acercó a la orilla de la laguna a mirar a Durnik. El herrero había lanzado el anzuelo en el centro de la corriente principal, para que la turbulenta agua verdosa llevara la carnada a lo más profundo.

Después de una media hora, Polgara los llamó.

—Misión, Durnik, la comida está lista.

—Sí, cariño —respondió su esposo, abstraído—, un momento.

Misión, obediente, se acercó al carro, aunque sin dejar de mirar hacia el agua. Polgara le dedicó un rápido vistazo con expresión comprensiva, y colocó la carne y el queso que había cortado para él sobre un trozo de pan, para que pudiera llevárselo a la orilla de la laguna.

—Gracias —se limitó a decir el pequeño.

Durnik continuó pescando, concentrado, y Polgara se acercó al agua.

—Durnik —lo llamó—, la comida.

—Sí —respondió él sin desviar la vista del agua—. Ya voy. —Y volvió a arrojar el anzuelo.

—Oh —suspiró Polgara—, supongo que todos los hombres tienen al menos un vicio.

Media hora después, Durnik saltó desde el peñasco en que se hallaba hasta la orilla y se quedó mirando el agua turbulenta mientras se rascaba la cabeza con expresión de perplejidad.

—Sé que están ahí —le dijo a Misión—. Intuyo su presencia.

—Aquí. —El pequeño señaló un profundo remolino junto a la orilla.

—Creo que están más lejos, Misión —respondió Durnik con tono dubitativo.

—Aquí —insistió Misión, señalando el mismo lugar.

—Si tú lo dices. —El herrero lanzó el anzuelo en el remolino—. Sin embargo, sigo creyendo que están en la corriente principal.

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