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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

Los guardianes del oeste (2 page)

BOOK: Los guardianes del oeste
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Transcurrieron varios siglos más y en una ciudad sin nombre de los confines del mundo, Zedar, el apóstata, encontró a un niño inocente y resolvió llevarlo en secreto a la Isla de los Vientos, donde esperaba aprovecharse de su inocencia para robar el Orbe de Aldur de la empuñadura de la espada del rey de Riva. Todo salió según sus planes y Zedar huyó con el niño y el Orbe hacia el este.

Polgara, la hechicera, había estado viviendo en una granja de Sendaria con un niño que la llamaba tía Pol. Ese niño era Garion, un huérfano, último descendiente del linaje rivano, aunque ni siquiera él conocía su identidad.

Cuando Belgarath se enteró del robo del Orbe, se dirigió a toda prisa a Sendaria para pedirle a su hija que lo ayudara a buscar a Zedar y a rescatar el Orbe. Polgara insistió en que el chico los acompañara, de modo que Garion fue con ellos. El niño creía que Belgarath era un simple narrador de cuentos que a veces visitaba la granja, y lo llamaba abuelo.

Durnik, el herrero de la hacienda, insistió en ir con ellos. Pronto los siguieron Barak de Cherek y Kheldar de Drasnia, a quien llamaban Seda. Con el tiempo otros más se unieron a la búsqueda del Orbe: Hettar, el señor de los caballos de Algaria; Mandorallen, caballero mimbrano; y Relg, un fanático ulgo. Más adelante, la princesa Ce'Nedra, que había reñido con su padre, el emperador de Tolnedra, Ran Borune XXIII, huyó del palacio y se unió a ellos, aunque sin saber nada de su misión. Así se completó el grupo anunciado por la profecía del Códice Mrin.

La búsqueda los condujo al bosque de las Dríadas, donde se enfrentaron al grolim murgo Asharak, que desde hacía tiempo espiaba a Garion. Entonces la voz de la profecía le habló a Garion, éste atacó a Asharak con el poder de su Voluntad, y el fuego lo consumió por completo. De ese modo el chico descubrió que tenía el poder de la hechicería. Polgara se alegró mucho y le dijo que a partir de entonces se llamaría Belgarion, como correspondía a un hechicero, pues sabía que los siglos de espera habían acabado y que, tal como estaba escrito, Garion reclamaría su derecho al trono de Riva.

Zedar, el apóstata, se alejó de Belgarath y entró imprudentemente en territorio de Ctuchik, sumo sacerdote de los grolims occidentales. Al igual que Zedar, Ctuchik era un discípulo de Torak, pero a lo largo de los siglos habían vivido como enemigos. Cuando Zedar cruzaba las montañas desiertas de Cthol Murgos, Ctuchik le tendió una emboscada y le arrebató el Orbe de Aldur y el niño cuya inocencia le permitía tocar el Orbe y no morir.

Belgarath siguió las huellas de Zedar, pero Beltira, otro discípulo de Aldur, le dio la noticia de que Ctuchik tenía al niño y el Orbe en su poder. Los demás miembros del grupo se dirigieron a Nyissa, donde Salmissra, reina del pueblo que adoraba a las serpientes, ordenó que capturaran a Garion y lo llevaran a su palacio. Sin embargo, Polgara lo liberó y convirtió a Salmissra en serpiente para que gobernara a su pueblo con esa forma eternamente.

Cuando Belgarath volvió a unirse a sus compañeros, los guió en un arduo viaje hacia la oscura ciudad de Rak Cthol, construida sobre la cima de una montaña en el desierto de Murgos. Emprendieron el difícil ascenso hacia la cima para enfrentarse a Ctuchik, que los aguardaba con el niño y el Orbe. Entonces Belgarath se enfrentó a Ctuchik en un duelo de hechicería; pero éste, desesperado, empleó un hechizo prohibido que se volvió contra él y lo destruyó sin dejar rastros.

La destrucción del mago causó tal conmoción que hizo temblar los cimientos de la ciudad de Rak Cthol en la cima de la montaña. Mientras la ciudad de los grolims se convertía en escombros, Garion tomó en brazos al pequeño que llevaba el Orbe y lo puso a salvo. Luego huyeron seguidos por las hordas de Taur Urgas, el rey de los murgos. Una vez en las tierras de Algaria, los algarios se enfrentaron a los murgos y los vencieron. Por fin, Belgarath se dirigió a la Isla de los Vientos para devolver el Orbe al lugar que le correspondía.

Allí, en la sala del trono rivano, durante la celebración del Paso de las Eras, el niño a quien llamaban Misión le entregó el Orbe a Garion y éste se subió al trono para colocar la piedra en su sitio: la empuñadura de la gran espada del rey rivano. Mientras lo hacía, el Orbe empezó a arder, y la cuchilla de la espada se encendió con un frío fuego azul. Así fue como todos supieron que Garion era el verdadero heredero del trono de Riva y lo llamaron rey de Riva, Señor Supremo del Oeste y guardián del Orbe.

Poco tiempo después, en cumplimiento de los acuerdos firmados después de la batalla de Vo Mimbre, el chico que había venido de una humilde granja de Sendaria para convertirse en rey de Riva se casó con la princesa Ce'Nedra. Sin embargo, antes de que la boda tuviera lugar, la voz de la profecía le indicó que fuera a la habitación de los documentos y tomara una copia del Códice Mrin.

Entonces descubrió que estaba destinado a coger la espada de Riva y enfrentarse al mutilado dios Torak para matarlo o morir él en el intento, decidiendo de ese modo el destino del mundo. Torak había comenzado a despertar de su largo sueño con la coronación de Garion y en aquel encuentro se determinaría cuál de las dos Necesidades o profecías triunfaría.

Garion sabía que podía invadir el este con un gran ejército, pero a pesar de su temor, decidió que debía arriesgarse solo y partió acompañado únicamente por Belgarath y Seda. Un día, al amanecer, escaparon de la Ciudadela de Riva y emprendieron el largo viaje hacia el norte, rumbo a las oscuras ruinas de la Ciudad de las Tinieblas, donde yacía Torak.

Mientras tanto, la princesa Ce'Nedra fue a ver a los reyes del Oeste y los convenció de que se unieran a ella para distraer a las fuerzas angaraks, con el fin de que Garion llegara sano y salvo a su destino. Con la ayuda de Polgara, cruzó los territorios de Sendaria, Arendia y Tolnedra, levantando un poderoso ejército para enfrentarse a las huestes del este. La batalla tuvo lugar en la llanura que rodeaba la ciudad de Thull Mardu. Atrapado entre las fuerzas del emperador Zakath de Mallorea y las del rey loco de Murgos, Taur Urgas, el ejército de Ce'Nedra estuvo a punto de ser aniquilado. Pero Cho-Hag, jefe supremo del clan de los jefes de Algaria, mató a Taur Urgas, y el rey Drosta lek Thun se cambió de bando y concedió tiempo a las tropas del Oeste para que se retiraran.

Sin embargo, Ce'Nedra, Polgara, Durnik y el pequeño Misión fueron capturados por Zakath, quien los envió a la ciudad de Cthol Mishrak. Cuando Garion y sus amigos llegaron allí, encontraron a Polgara llorando sobre el cadáver de Durnik, el cual había sido asesinado por Zedar.

En un duelo de hechicería, Belgarath enterró a Zedar en lo más profundo de las rocas. Pero, para entonces, Torak ya se había despertado por completo. Los dos destinos que se habían opuesto desde el principio de los tiempos se enfrentaron en la ruinosa Ciudad de las Tinieblas. Y allí, en la oscuridad, Garion, el Niño de la Luz, mató a Torak, el Niño de las Tinieblas, con la espada encendida del rey rivano; y la siniestra profecía se esfumó en el vacío.

UL bajó a buscar el cuerpo de Torak acompañado por los seis dioses vivientes y, entonces, Polgara les suplicó que le devolvieran la vida a Durnik. Los dioses aceptaron de mala gana, pero como no era conveniente que ella superara las habilidades del herrero, le concedieron poderes a él también.

Luego, todos regresaron a la ciudad de Riva. Belgarion se casó con Ce'Nedra y Polgara con Durnik. El Orbe volvió a estar en el lugar idóneo para proteger el Oeste y la guerra de siete mil años entre los dioses, reyes y hombres llegó a su fin.

Al menos eso pensaban los hombres.

Capítulo 1

La primavera llegaba a su fin; la temporada de las lluvias había llegado y pasado, y la escarcha había desaparecido del suelo. Los húmedos campos marrones se desplegaban bajo el cielo, calientes por el sol y cubiertos por la suave tonalidad verdosa de los primeros brotes que empezaban a despertar del sueño invernal. Una hermosa mañana, muy temprano, cuando el aire todavía estaba fresco pero el cielo prometía una jornada radiante, el pequeño Misión partió con su familia de una posada en uno de los barrios más tranquilos de la bulliciosa ciudad portuaria de Camaar, rumbo a la costa sur del reino de Sendaria. Misión no había tenido nunca una familia y la sensación de pertenecer a un grupo era nueva para él. Todo lo que lo rodeaba parecía alterado, incluso eclipsado, por la sensación de formar parte de una pequeña comunidad de gente unida por el amor. El propósito del viaje que habían emprendido aquella mañana de primavera era a la vez simple y profundo: se dirigían a su casa. Misión tampoco había tenido nunca un hogar y, aunque jamás había visto la cabaña que los aguardaba en el valle de Aldur, ardía en deseos de llegar allí, como si cada piedra, árbol y arbusto del lugar hubiera estado grabado en su memoria y en su imaginación desde el día de su nacimiento.

A medianoche, un pequeño chaparrón había caído sobre el Mar de los Vientos, pero se había calmado de forma tan súbita como había empezado, después de lavar las calles grises de adoquines y los edificios con techos de tejas de Camaar, aprontándolos para recibir el sol de la mañana. Mientras avanzaban despacio por las calles en el recio carro que había construido Durnik dos días antes, Misión, acurrucado entre los sacos de comida y herramientas, aspiraba el aroma suave y salino del puerto y contemplaba el resplandor azulado de la mañana entre las sombras de los edificios de tejas rojas. Por supuesto, Durnik conducía el carro, y sus fuertes manos morenas llevaban las riendas con la misma destreza con que hacían todas las cosas, como si a través de aquellos arreos de cuero transmitiera a la pareja de caballos la absoluta seguridad de que estaba al mando y sabía exactamente lo que hacía.

Sin embargo, la yegua gruesa y tranquila que montaba Belgarath, el hechicero, no parecía compartir la reconfortante segundad de los caballos del carro. La noche anterior, Belgarath se había quedado hasta muy tarde en la taberna de la posada, como era habitual en él, y aquella mañana cabalgaba sumido en una especie de sopor, sin prestar la menor atención al camino. La yegua era nueva, aún no había tenido tiempo de acostumbrarse a las peculiaridades de su dueño y era obvio que estaba nerviosa por la falta de atención del hechicero. A menudo alzaba los ojos, como para comprobar si el bulto inmóvil que llevaba encima pretendía que siguiera al carro o no.

La hija de Belgarath, conocida por todo el mundo como Polgara, la hechicera, observaba el patético progreso de su padre por las calles de Camaar, reservándose sus comentarios para más tarde. Estaba sentada junto a Durnik, con quien se había casado unas pocas semanas antes, envuelta en una capa con capucha y un vestido de lana gris. Había dejado atrás los trajes de terciopelo azul, las joyas y las capas ribeteadas en piel que solía usar en Riva y había vuelto a su sencilla forma de vestir casi con alivio. Polgara no se negaba a usar ricos vestidos cuando la ocasión lo exigía y, cuando lo hacía, parecía más elegante que cualquier reina del mundo. Sin embargo, tenía un exquisito sentido de la oportunidad y aquel día llevaba ropa sencilla porque era lo más apropiado para un viaje que había deseado hacer durante innumerables años.

A diferencia de su hija, la forma de vestir de Belgarath dependía exclusivamente de su comodidad. El hecho de que sus botas no hicieran pareja no era indicativo de pobreza o de descuido, sino que era fruto de una elección consciente. Encontraba cómoda la bota izquierda de un par, mientras su compañera le hacía daño en los dedos, y la bota derecha —de otro par— resultaba muy satisfactoria, pero su compañera le rozaba el talón. Lo mismo ocurría con el resto del atuendo. No le importaba llevar remiendos en las rodillas de las calzas ni ser uno de los pocos hombres en el mundo que usaba un trozo de cuerda como cinturón. Además, lucía muy satisfecho una túnica tan arrugada y llena de manchas de comida que ni siquiera las personas menos delicadas se habrían atrevido a usarla como bolsa de basura.

Las enormes puertas de madera de roble de Camaar estaban abiertas de par en par, pues la guerra desatada en las llanuras de Mishrak ac Thull, centenares de kilómetros al este, había terminado. Los grandes ejércitos que se habían alzado para seguir a la princesa Ce'Nedra habían regresado a sus casas y una vez más había paz en los reinos del Oeste. Belgarion, rey de Riva y Señor Supremo del Oeste, estaba sentado en el trono del palacio de Riva, sobre el cual el Orbe de Aldur volvía a ocupar su lugar. El dios mutilado de los angaraks había muerto y la amenaza que había representado para el Oeste durante siglos y siglos había desaparecido para siempre.

Los guardias de la ciudad apenas prestaron atención a Misión y su familia. Éstos abandonaron la ciudad y tomaron la ancha y recta ruta imperial que conducía a Muros y a las altas montañas nevadas que separaban Arendia de las tierras de jinetes de Algaria.

Bandadas de pájaros giraban en círculos en el aire luminoso, mientras la pareja de caballos que tiraban del carro y la paciente yegua se esforzaban por subir la alta colina que conducía a Camaar. Los pájaros cantaban y trinaban, como si los saludaran, y revoloteaban en torno al carro con alas temblorosas. Polgara alzó su hermosa cabeza hacia la radiante luz para escucharlos.

—¿Qué dicen? —preguntó Durnik.

—No dejan de parlotear —dijo ella con voz grave y una sonrisa dulce—. Los pájaros lo hacen a menudo. En líneas generales, dicen que están contentos de que haya llegado la mañana, de que brille el sol y de que sus nidos ya estén listos. Casi todos quieren hablar sobre sus huevos. Los pájaros no se cansan de hablar de sus huevos.

—Y también estarán contentos de verte, ¿verdad?

—Supongo que sí.

—¿Crees que algún día podrás enseñarme a entender su idioma?

—Si tú quieres, lo haré —respondió ella con una sonrisa—; aunque no es una información muy práctica.

—Tal vez no sea mala idea aprender unas pocas cosas que no sean prácticas —replicó él muy serio.

—¡Oh, mi querido Durnik! —rió ella mientras apoyaba una mano sobre la de su esposo—. Eres un verdadero encanto, ¿sabes?

Misión, acurrucado detrás, entre las bolsas y cajas de herramientas que Durnik había seleccionado con esmero en Camaar, sonrió y sintió que estaba incluido en aquella profunda y cálida relación de afecto. El pequeño no estaba acostumbrado a recibir cariño. Había sido educado —si es que puede llamarse así— por Zedar, el apóstata, un hombre que se parecía mucho a Belgarath. Zedar se había acercado al pequeño en un callejón de una ciudad olvidada y se lo había llevado consigo con un propósito concreto. El apóstata se había limitado a vestirlo y alimentarlo y las únicas palabras que le había dirigido habían sido: «Tengo una misión para ti, pequeño». El niño nunca había oído otras palabras, y cuando los demás lo encontraron, sólo sabía decir «Misión», de modo que decidieron llamarlo por aquel nombre.

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