—No lo había pensado —admitió Belgarath—. Supongo que es posible. El sentido parece similar.
Polgara le había enseñado a Misión que no debía interrumpir cuando hablaban los adultos, pero aquello parecía tan importante que el niño consideró necesario desobedecer las normas.
—No son la misma cosa —les dijo a los dos ancianos, y Belgarath lo miró de forma extraña—. El Sardion es una piedra, ¿verdad?
—Sí —respondió el Gorim.
—Zandramas no es una piedra, sino una persona.
—¿Cómo puedes saberlo, pequeño?
—Porque nos conocimos —respondió en voz baja—. No fue exactamente cara a cara, pero... —Le resultaba muy difícil de explicar—. Era una especie de sombra, pero la persona que la proyectaba estaba en otro sitio.
—Una proyección —le indicó Belgarath al Gorim—. Es un truco bastante simple y los grolims son muy aficionados a él. —Se volvió hacia el niño—. ¿Esa sombra te dijo algo?
Misión asintió con un gesto.
—Dijo que iba a matarme.
—¿Se lo has dicho a Polgara? —inquirió el hechicero tras hacer una profunda inspiración.
—No. ¿Debería haberlo hecho?
—¿No se te ocurrió pensar que era algo bastante importante?
—Me pareció que se trataba sólo de una amenaza para asustarme.
—¿Y lo hizo?
—¿Asustarme? No, en realidad no.
—¿No crees que te comportas con excesiva indiferencia? —le preguntó Belgarath—. ¿Acaso la gente te amenaza tan a menudo que hasta te produce aburrimiento, o algo así?
—No. Ésa fue la única vez; pero se trataba sólo de una sombra y no podía hacerme daño, ¿verdad?
—¿Te has encontrado con muchas de esas sombras?
—Sólo con Cyradis.
—¿Y quién es Cyradis?
—No estoy seguro. Habla de «vos», como Mandorallen, y lleva una venda en los ojos.
—Una vidente —gruñó Belgarath—. ¿Y qué te dijo?
—Que volveríamos a encontrarnos y que yo le caía bastante bien.
—Eso es muy reconfortante —observó el anciano con sarcasmo—. No nos ocultes cosas como éstas, Misión. Cuando ocurra algo fuera de lo común, debes decírselo a alguien.
—Lo siento —se disculpó el pequeño—. Yo creí que tú, Polgara y Durnik tendríais otras preocupaciones, eso es todo.
—La verdad es que no nos molesta tanto que nos interrumpas, chico. Así que comparte estas pequeñas aventuras con nosotros.
—Si tú quieres...
—Creo que las cosas comienzan a aclararse —dijo Belgarath volviéndose hacia el Gorim—, gracias a nuestro silencioso amiguito. Sabemos que Zandramas, y perdona la palabra, es una persona: una persona conectada con la piedra viviente que los angaraks llaman Cthrag Sardius. Hemos oído advertencias sobre Zandramas antes, por lo tanto creo que también debemos considerarlo como una amenaza directa.
—Entonces ¿qué debemos hacer? —preguntó el Gorim.
—Creo que debemos concentrarnos en descubrir qué ocurre en Mallorea, aunque eso signifique registrar todo el país, piedra por piedra. Hasta hace un momento, sólo sentía curiosidad, pero ahora parece que tendremos que tomar el asunto en serio. Si el Sardion es una piedra viviente, será similar al Orbe, y no quiero que algo con un poder semejante esté en manos de la persona equivocada. Por lo que he visto hasta ahora, no cabe duda de que ese Zandramas es la persona equivocada. —Entonces se volvió a mirar a Misión con expresión de perplejidad—. ¿Y qué tienes tú que ver con todo esto, muchacho? —le preguntó—. ¿Por qué todos los implicados en este caso pasan a hacerte una visita?
—No lo sé, Belgarath —respondió el pequeño con sinceridad.
—Tal vez deberíamos empezar por ahí. Hace días que creo que deberíamos tener una charla y quizás éste sea el momento adecuado.
—Si tú quieres... —aceptó el niño—, pero no sé si podré ayudarte.
—Eso es lo que vamos a averiguar, Misión, justamente eso.
Belgarion de Riva no estaba preparado para ocupar un trono. Había crecido en una hacienda de Sendaria y su infancia había sido la de un típico chico de granja. Cuando vio por primera vez el trono de basalto en la sala del trono de Riva, sabía mucho más de cocina y de establos que de salas de consejos o tronos. La política era un misterio para él y entendía tanto de diplomacia como de álgebra.
Por suerte, la Isla de los Vientos no era un reino difícil de gobernar. Los rivanos eran gente pacífica, seria, y sentían un gran respeto por el deber y las responsabilidades cívicas. Eso había facilitado las cosas a su alto monarca de pelo color arena durante los primeros y penosos años de su reinado, mientras aprendía el difícil arte de gobernar bien. Como es natural, cometió algunos errores, pero las consecuencias de aquellas tempranas equivocaciones nunca fueron calamitosas. Además, sus súbditos comprobaron complacidos que aquel joven serio y sincero, que había llegado al trono de una forma tan repentina, nunca cometía dos veces el mismo error. Una vez que se adaptó al lugar y se acostumbró al trabajo, podría decirse con justicia que Belgarion —o Garion, como él prefería que lo llamaran— no encontró mayores dificultades para desempeñar sus funciones como rey de Riva.
El joven tenía otros nombres; algunos puramente honorarios y otros no. «Ejecutor de Dioses», por ejemplo, implicaba tareas que no solían presentarse todos los días. El cargo de «Señor del Mar Occidental» no le preocupaba en absoluto, pues hacía tiempo que había llegado a la conclusión de que las olas y las mareas necesitaban poca supervisión y que los peces eran perfectamente capaces de gobernarse sin ayuda. Sin embargo, casi todos los dolores de cabeza de Garion procedían del rimbombante título de «Señor Supremo del Oeste». Al principio, después de la guerra con los angaraks, había creído que aquel nombre era una mera formalidad, como todos los demás; un título imponente pero vacío, que había sido agregado a los otros para completarlos. Después de todo, no le reportaba beneficios impositivos, no tenía una corona o trono especial ni había personal administrativo encargado de sus problemas específicos.
Sin embargo, Garion pronto aprendió que una de las peculiaridades de la naturaleza humana es la tendencia a delegar los problemas en la autoridad. Si él no hubiera sido Señor Supremo del Oeste, estaba seguro de que los demás monarcas habrían buscado la forma de solucionar las pequeñas dificultades por sí mismos; pero mientras él ocupara esa posición encumbrada, todos parecían encontrar un placer pueril en pasarle los problemas más difíciles, los más penosos e irresolubles, para luego sentarse a mirar, con sonrisas confiadas, cómo luchaba para resolverlos.
Por ejemplo, estaba el conflicto que se presentó en Arendia durante el verano en que Garion cumplió veintitrés años. Hasta entonces, el año había ido bastante bien. El malentendido que había hecho tambalear su relación con Ce'Nedra había sido superado y Garion y su complicada esposa vivían en lo que podía describirse como felicidad doméstica. La campaña del emperador Zakath de Mallorea, cuya presencia en el continente había sido un gran motivo de preocupación, se había empantanado en las montañas del oeste de Cthol Murgos y parecía que permanecerían décadas lejos de las fronteras de cualquiera de los reinos del Oeste. El general Varana, actuando en calidad de regente del emperador Ran Borune XXIII, había logrado poner fin a los excesos de las grandes familias de Tolnedra en su vergonzosa lucha por el trono. En resumen, Garion estaba convencido de que le esperaba un período de paz y tranquilidad, hasta aquel día de comienzos del verano, cuando llegó la carta del rey Korodullin de Arendia.
Garion y Ce'Nedra estaban pasando una tranquila tarde juntos en las cómodas habitaciones reales, hablando ociosamente de pequeñas cosas sin importancia, más por el placer de la mutua compañía que por una verdadera preocupación por los asuntos que trataban. Garion estaba repantigado en un gran sillón de terciopelo azul junto a la ventana, mientras Ce'Nedra se cepillaba el largo cabello cobrizo sentada ante un espejo con marco dorado. A él le gustaba mucho el pelo de su esposa; tenía un color fascinante y olía bien, y uno de sus encantadores e inquietos rizos siempre caía, de forma seductora, a un lado del blanco y sedoso cuello. Cuando un criado trajo la carta del rey de Arendia sobre una bandeja de plata, el rey apartó de mala gana los ojos de su hermosa esposa, rasgó el decorado precinto de cera y desplegó el pergamino.
—¿De quién es, Garion? —preguntó Ce'Nedra sin dejar de cepillarse el pelo, mientras se contemplaba en el espejo con una actitud de serena satisfacción.
—De Korodullin —respondió él, y comenzó a leerla:
Saludos a su Majestad, rey Belgarion de Riva, Señor Supremo del Oeste.
Es nuestro ferviente deseo que al recibo de ésta vos y vuestra reina tengáis buena salud y tranquilidad espiritual. Con mucho gusto permitiría que mi pluma se explayara sobre el respeto y el afecto que mi reina y yo os prodigamos a vos y a vuestra Majestad, pero en Arendia ha surgido una crisis, y, como ésta deriva de las acciones de ciertos amigos vuestros, he resuelto escribiros para pediros ayuda.
Con gran dolor hemos visto como nuestro querido amigo, el barón de Vo Ebor, sucumbía finalmente a las graves heridas que recibió en el campo de batalla de Thull Mardu. Su muerte, ocurrida la pasada primavera, nos ha afectado mucho más de lo que podéis imaginar. Era un caballero bueno y leal. Él y la baronesa Nerina no tenían hijos, de modo que su heredero es un sobrino lejano, un temerario caballero llamado Embrig, el cual, mucho me temo, está más interesado en el título y las tierras que en el bienestar de la desconsolada baronesa. Con actitud poco digna de un ser de cuna noble, viajó de inmediato a Vo Ebor para tomar posesión de sus nuevas propiedades, trayendo consigo varios caballeros, sus compañeros de juergas. Al llegar a Vo Ebor, Embrig y sus secuaces se entregaron a todo tipo de diversiones, y en una ocasión, cuando todos habían bebido más de la cuenta, uno de los groseros caballeros expresó su admiración por la persona de la viuda Nerina. Sin detenerse a considerar el dolor de la dama, Embrig prometió la mano de la viuda a su borracho camarada. Mucho me temo que, de acuerdo con las leyes de Arendia, Embrig tiene ese derecho, aunque ningún caballero decente insistiría con tal desvergüenza en imponer su voluntad sobre una pariente en momentos de dolor como aquéllos.
La noticia de esa locura fue comunicada de inmediato a Mandorallen, el poderoso caballero de Vo Mandor, y éste se dirigió allí de inmediato. Ya os podéis imaginar lo sucedido tras su llegada a Vo Ebor, conociendo la valentía de Mandorallen y el aprecio que profesaba a la baronesa Nerina. Embrig y sus amigos cometieron la torpeza de cruzarse en su camino, y, según tengo entendido, hubo varios muertos y un gran número de heridos graves. Vuestro amigo llevó a la baronesa a Vo Mandor, donde la tiene bajo su protección. Embrig, que por desgracia se recuperará de las heridas sufridas, ha declarado la guerra entre Ebor y Mandor y ha ganado a muchos nobles para su causa. Otros caballeros se han unido bajo el estandarte de Mandorallen, de modo que el sudoeste de Arendia se halla al borde de una guerra generalizada. Me han informado que Lelldorin de Wildantor, que siempre ha sido un joven imprudente, ha levantado un ejército de arqueros asturios y que en estos momentos marchan hacia el sur para ayudar a su antiguo compañero de armas.
Así están las cosas. Yo preferiría no tener que hacer uso del poder de la corona de Arendia en este caso, pues, si tuviera que proclamar una sentencia, nuestras leyes me obligarían a fallar en favor de Embrig.
Por todo esto, rey Belgarion, os ruego que vengáis a Arendia y empleéis vuestra influencia con vuestros antiguos compañeros y amigos para sacarlos del borde del abismo donde se hallan ahora. Temo que sólo vuestra intervención podrá evitar el inminente desastre.
Con esperanza y amistad,
Korodullin.
Garion se quedó mirando la carta con expresión de impotencia.
—¿Por qué yo? —preguntó sin detenerse a reflexionar con calma.
—¿Qué dice, cariño? —inquirió Ce'Nedra mientras dejaba el cepillo y cogía un peine de marfil.
—Dice que... —Garion se interrumpió—. Mandorallen y Lelldorin... —De repente se puso en pie y comenzó a maldecir—. Aquí tienes, léela —dijo mientras le entregaba el pergamino, y luego comenzó a pasear de un lado a otro de la habitación, sin dejar de maldecir entre dientes.
Mientras él paseaba, Ce'Nedra leyó la carta.
—¡Oh, cielos! —exclamó por fin, desconsolada—. ¡Oh, cielos!
—Eso define muy bien la situación —observó él, y comenzó a maldecir otra vez.
—Garion, por favor, no uses ese tipo de lenguaje; pareces un pirata. ¿Qué piensas hacer al respecto?
—No tengo la menor idea.
—Pues tendremos que hacer algo.
—¿Por qué yo? —repitió él—. ¿Por qué siempre me pasan sus problemas a mí?
—Porque saben que puedes hacerte cargo de estos pequeños incidentes mejor que nadie.
—Gracias —respondió el monarca con frialdad.
—Compórtate —replicó su esposa, y luego frunció los labios en una mueca de concentración, mientras se daba pequeños golpecitos en la mejilla con el peine de marfil—. Necesitarás la corona, por supuesto, y creo que la chaqueta azul y plateada será lo más adecuado.
—¿De qué hablas?
—Tendrás que ir a Arendia a solucionar este asunto, y creo que deberás lucir tus mejores galas, pues los arendianos se fijan mucho en las apariencias. ¿Por qué no te ocupas del barco? Yo empacaré algunas cosas. —Ce'Nedra miró hacia la ventana, por donde se filtraba la luz dorada de la tarde—. ¿Crees que hará demasiado calor para que lleves una capa de armiño?
—No llevaré una capa de armiño, Ce'Nedra, sino una armadura y mi espada.
—¡Oh, Garion, no seas tan dramático! Todo lo que tienes que hacer es ir allí y decirles que se detengan.
—Tal vez, pero primero debo conseguir que me presten atención. Tendré que tratar con Mandorallen y Lelldorin, no con gente razonable, ¿recuerdas?
—Eso es cierto —admitió ella mientras arrugaba la frente en un gesto de preocupación; pero enseguida le dedicó una sonrisa de aliento—. Sin embargo, estoy segura de que podrás arreglarlo. Te tengo una confianza absoluta.
—Estás tan equivocada como los demás —dijo él un tanto malhumorado.
—Tú puedes hacerlo, Garion. Todo el mundo lo dice.
—Será mejor que vaya a hablar con Brand —respondió el rey con tristeza—. Tengo varias cuestiones pendientes y esto puede llevarme un par de semanas.