Los guardianes del oeste (20 page)

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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

BOOK: Los guardianes del oeste
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—¿Acaso soy una simple sierva para que me entreguéis a cualquier hombre que os plazca? —inquirió con aire dramático.

—¿Pones en tela de juicio mi autoridad como tu tutor? —le preguntó el rey de Riva sin rodeos.

—No, mi señor. Embrig ha dado su consentimiento, de modo que ahora sois mi tutor y debo hacer lo que me ordenéis.

—¿Amas a Mandorallen? —Ella echó un breve vistazo al corpulento caballero y se ruborizó—. ¡Respóndeme!

—Lo amo, señor —confesó en un murmullo.

—Entonces ¿cuál es el problema? Lo has amado durante años, pero cuando te ordeno que te cases con él te opones.

—Mi señor —respondió Nerina con solemnidad—, es necesario observar ciertas reglas. No se puede disponer tan groseramente de una dama. —Y tras esas palabras dio media vuelta y salió corriendo de allí.

Mandorallen suspiró y dejó escapar un sollozo.

—¿Y a ti qué te ocurre? —preguntó Belgarion.

—Me temo que mi Nerina y yo nunca podremos casarnos —balbuceó.

—Tonterías. Lelldorin, ¿tú entiendes algo de todo esto?

—Creo que sí, Garion —respondió el joven con una mueca de preocupación—. Te has saltado una serie de formalidades y delicadas negociaciones. Por un lado está el asunto de la dote, el consentimiento por escrito del guardián, o sea tú, y lo más importante: tiene que haber una proposición formal con testigos.

—¿Se está negando por una cuestión de formalidades? —preguntó el rey, incrédulo.

—Las formalidades son muy importantes para una mujer.

Garion suspiró, resignado. Aquello iba a llevar más tiempo de lo que él había calculado.

—Venid conmigo —les dijo.

Nerina se había encerrado en su cuarto y se negó a responder a la amable llamada del rivano. El joven estudió las macizas puertas de roble que lo separaban de la baronesa.

—¡Estallad! —exclamó, y las puertas explotaron hacia el interior y derramaron una lluvia de astillas sobre la dama que estaba sentada en la cama—. Bien —repuso Garion mientras caminaba sobre los escombros—, ahora vamos a resolver este asunto. ¿Qué dote creéis que sería la apropiada?

Mandorallen estaba más que dispuesto a aceptar una insignificancia simbólica, pero Nerina insistió en que fuera una cantidad importante. El rey, algo asustado, hizo una oferta considerable, y cuando ella la aceptó mandó a pedir una pluma y redactó un documento de consentimiento con la ayuda de Lelldorin.

—Muy bien —le dijo luego a Mandorallen—. Pídeselo.

—Estas proposiciones no suelen hacerse de forma tan precipitada, Majestad —protestó la baronesa—. Lo apropiado es que una pareja tenga tiempo para conocerse.

—Pero vosotros ya os conocéis, Nerina —le recordó él—. Adelante.

Mandorallen se puso de rodillas ante la dama y la armadura tintineó al chocar contra el suelo.

—¿Me aceptaréis como esposo, Nerina? —imploró.

Ella lo miró con expresión de impotencia.

—Aún no he tenido tiempo de pensar una respuesta apropiada, mi señor.

—Prueba con un «sí», Nerina —sugirió Garion.

—¿Es una orden, mi señor?

—Si quieres verlo de ese modo...

—Entonces debo obedecer. Os acepto, Mandorallen, con todo mi corazón.

—Estupendo —exclamó Garion mientras se frotaba las manos—. Ponte de pie, Mandorallen, y bajemos a la capilla. Buscaremos un sacerdote y dejaremos este asunto solucionado antes de la cena.

—¿No pretenderéis hacer las cosas con tanta prisa, mi señor? —preguntó Nerina, atónita.

—Lo cierto es que sí. Tengo que volver a Riva y no quiero irme de aquí antes de que estéis casados. En Arendia, las cosas se complican en cuanto uno se descuida.

—No voy vestida, Majestad —protestó la dama mirando su vestido negro—. ¿No me obligaréis a casarme con ropas de luto?

—Y yo todavía llevo mi traje de guerra —replicó Mandorallen—. Un hombre no debe casarse vestido de acero.

—No me importa en lo más mínimo lo que llevéis puesto —les informó Garion—. Lo que importa son vuestros corazones y no vuestros atuendos.

—Pero... —balbuceó Nerina—, yo ni siquiera tengo un velo.

Garion le dedicó una mirada larga y firme. Luego echó un rápido vistazo a su alrededor, cogió una servilleta de encaje de una mesa cercana y la colocó sobre la cabeza de la dama.

—Estás encantadora —murmuró—. ¿A alguien se le ocurre algo más?

—¿Un anillo? —sugirió Lelldorin, vacilante.

—¿Tú también? —preguntó el rey mientras se volvía a mirarlo.

—Deben tener un anillo, Garion —afirmó Lelldorin con tono defensivo.

El rivano reflexionó un momento, se concentró e hizo aparecer un anillo de oro de la nada.

—¿Servirá esto? —preguntó enseñándoles el aro.

—¿No tendré dama de honor? —añadió Nerina en voz baja y temblorosa—. Está mal visto que una mujer noble se case sin una dama de rango apropiado que la anime y apoye.

—Ve a buscar a alguien —dijo Garion.

—¿A quién? —preguntó Lelldorin, desconcertado.

—No importa quién sea. Tú trae una mujer noble a la capilla..., aunque tengas que arrastrarla por los pelos. —Lelldorin se marchó a toda prisa—. ¿Aún falta algo más? —les preguntó a Mandorallen y a Nerina en un tono que indicaba que estaba a punto de perder la paciencia.

—Es costumbre que un amigo íntimo acompañe al novio, Garion —le recordó el caballero.

—Lelldorin y yo estaremos allí —respondió el rey—. No permitiremos que te desmayes ni que te escapes.

—¿No llevaré al menos unas pequeñas flores? —pidió la baronesa con voz quejumbrosa.

—Desde luego —respondió Garion en tono falsamente sereno, mientras se volvía a mirarla—. Extiende la mano —añadió, y comenzó a hacer aparecer lirios con suma rapidez y a depositarlos en la mano de la azorada dama—. ¿Tienen el color adecuado, Nerina? —le preguntó—. Si te apetece, puedo cambiarlo. Tal vez preferirías que fueran púrpura, verde pálido o azul intenso.

Entonces comprendió que con aquellos métodos no llegaría a ninguna parte y que ellos continuarían presentando objeciones indefinidamente. Estaban tan acostumbrados a vivir inmersos en una tragedia colosal, que no deseaban o no podían renunciar a aquel triste entretenimiento. La solución estaba en sus manos. Sin intención de dramatizar, pero consciente de las limitaciones intelectuales de los personajes implicados en el caso, Garion desenvainó la espada.

—Ahora vamos directamente a la capilla —anunció—, donde vosotros dos vais a casaros. —Señaló las puertas derruidas con la punta de la espada—. ¡Adelante! —ordenó.

Así fue como una de las mayores tragedias románticas de todas las épocas tuvo un final feliz. Mandorallen y Nerina se casaron aquella misma tarde, mientras Garion los vigilaba con la refulgente espada para asegurarse de que no surgía ningún obstáculo de última hora.

En líneas generales, Garion se sentía bastante satisfecho de sí mismo y de cómo habían salido las cosas. A la mañana siguiente partió hacia Riva orgulloso y de buen humor.

Capítulo 10

Sin embargo —decía Garion mientras él y Ce'Nedra descansaban en el salón alfombrado de azul la misma tarde de su regreso a Riva—, cuando volvimos al palacio de Mandorallen y le dijimos a Nerina que podían casarse, ella puso todo tipo de objeciones.

—Yo creía que lo amaba —observó Ce'Nedra.

—Y así es, pero ha estado inmersa en una gran tragedia durante todos estos años y se resistía a cambiar de situación. No quería renunciar a su noble papel de víctima.

—No seas sarcástico, Garion.

—Los arendianos me sacan de mis casillas. Primero ofreció una dote..., y muy grande.

—Eso parece razonable.

—No lo es teniendo en cuenta que tuve que pagarla yo.

—¿Tú? ¿Y por qué debías pagarla tú?

—Soy su tutor, ¿recuerdas? A pesar de su lenguaje florido y su aire melancólico, regatea como un vendedor de caballos drasniano. Cuando acabó de hacerlo, me había vaciado la bolsa. Luego quiso una carta formal de consentimiento, un velo, una dama de honor, un anillo y flores. Mientras tanto, yo me iba poniendo cada vez más nervioso.

—¿No olvidas nada?

—Creo que no.

—¿Mandorallen no tuvo que hacer una declaración amorosa? —preguntó Ce'Nedra inclinándose hacia adelante, muy interesada—. Estoy segura de que debe de haber insistido en que lo hiciera.

—Tienes razón, casi me había olvidado de esa parte.

—¡Oh, Garion! —exclamó ella con tono de desaprobación mientras meneaba la cabeza con amargura.

—Eso fue antes, poco después de la cuestión de la dote. Bueno, Mandorallen le pidió que se casara con él, yo la obligué a decir que sí y...

—Un momento —dijo Ce'Nedra con firmeza, alzando su pequeña mano—. No vayas tan rápido. ¿Qué le dijo él exactamente?

—No lo recuerdo bien —confesó el rey mientras se rascaba una oreja.

—Haz un esfuerzo —insistió su esposa—, por favor.

—Veamos... —Garion intentó recordar con la vista fija en las vigas de madera del techo—. Primero ella se quejó de que le hiciera la proposición antes de que «tuvieran tiempo para conocerse», palabras textuales. Supongo que se refería a los encuentros clandestinos en sitios secretos, los poemas de amor, las flores y las miradas pueriles.

—¿Sabes una cosa? —dijo Ce'Nedra, con una mirada fulminante—. A veces puedes llegar a ser insoportable. Tienes tanta sensibilidad como un trozo de madera.

—¿A qué viene eso?

—No tiene importancia. Cuéntame lo que sucedió después.

—Bueno, le dije que no toleraría ninguna de esas tonterías, que ya se conocían y que debían seguir adelante.

—Eres encantador, ¿verdad?

—Ce'Nedra, ¿cuál es el problema?

—Olvídalo. Continúa con la historia. Cada vez que me cuentas algo, te vas por las ramas.

—¿Yo? Eres tú la que me interrumpe continuamente.

—Sigue de una vez, Garion.

—No hay mucho más —dijo el monarca encogiéndose de hombros—. Él se lo pidió, ella contestó que sí y luego los llevé a la capilla.

—Las palabras, Garion —insistió ella—. Las palabras exactas. ¿Qué dijo él?

—Nada que hiciera temblar la tierra. Fue algo así como: «¿Accederíais a aceptarme como esposo, Nerina?»

—Oh —balbuceó Ce'Nedra, y Garion notó, sorprendido, que un par de lágrimas asomaban a sus ojos.

—¿Qué ocurre? —le preguntó.

—No tiene importancia —respondió ella mientras se secaba los ojos con un minúsculo pañuelo—. ¿Y ella qué contestó?

—Dijo que no había tenido tiempo para pensar una respuesta apropiada y entonces yo le ordené que se limitara a responder «sí».

—¿Y?

—Entonces dijo: «Os acepto, Mandorallen, con todo mi corazón».

—Oh —repitió Ce'Nedra, y volvió a llevarse el pañuelo a los llorosos ojos—. Es hermoso.

—Si tú lo dices —agregó él—. A mí me pareció un poco largo.

—A veces eres imposible —lo acusó su esposa, y luego suspiró con añoranza— Yo nunca recibí una proposición formal —dijo.

—Claro que sí —replicó él, indignado—. ¿No recuerdas aquella ceremonia en que entraste a la sala del trono con el embajador de Tolnedra?

—Yo hice la proposición, Garion —le recordó ella, mientras se echaba hacia atrás la brillante melena rizada—. Yo me presenté ante el trono y te pregunté si me querías como esposa. Tú te limitaste a aceptar y eso fue todo; pero nunca me lo pediste a mí.

—Debo de haberlo hecho —dijo él mientras intentaba recordar con la frente fruncida en una mueca de concentración.

—Nunca.

—Bueno, como de todos modos nos casamos, ya no tiene mucha importancia, ¿verdad? —Ella lo miró con frialdad y él enseguida captó el significado de aquella mirada—. ¿Es realmente importante? —le preguntó.

—Sí, Garion, lo es.

—Muy bien —suspiró él—, entonces será mejor que lo haga.

—¿Que hagas qué?

—Que te proponga matrimonio. ¿Te casarás conmigo Ce'Nedra?

—¿No se te ocurre una forma mejor?

El la miró larga y fijamente. Tenía que admitir que era muy atractiva. Llevaba un vestido de color verde pálido, lleno de volantes y con algunas puntillas, y se hallaba sentada con elegancia en un sillón, enfurruñada y descontenta. Garion se levantó de la silla, se aproximó a ella y se arrodilló con un gesto teatral. Le cogió una mano entre las suyas y la miró con expresión suplicante, intentando imitar la estúpida mirada de adoración de Mandorallen.

—¿Alteza imperial, me harías el honor de aceptarme como esposo? —le preguntó—. Me temo que sólo puedo ofrecerte un sincero corazón enamorado y una devoción absoluta.

—¿Acaso te estás riendo de mí? —inquirió ella con desconfianza.

—No —dijo él—. Querías una proposición formal, así que acabo de hacértela. ¿Y bien?

—¿Y bien qué?

—¿Aceptarás casarte conmigo?

Ella lo miró con expresión divertida y los ojos brillantes. Luego extendió el brazo y le acarició el cabello enmarañado.

—Lo pensaré —respondió.

—¿Qué quieres decir?

—¿Quién sabe? —sonrió ella—. Podría recibir una oferta mejor. Ahora levántate, Garion. Si te quedas en el suelo, estirarás las calzas en las rodillas.

—¡Mujeres! —exclamó el rivano abriendo los brazos mientras se ponía de pie.

Ella lo miró con los ojos muy abiertos y aquella expresión que en otras épocas, antes de que él aprendiera a reconocer su falsedad, solía hacerle temblar las piernas.

—¿Ya no me quieres? —preguntó con engañosa y temblorosa voz infantil.

—¿No dijimos que no volveríamos a hacernos eso el uno al otro?

—Ésta es una ocasión especial, cariño —respondió ella. Luego rió, saltó de la silla y le rodeó el cuello con los brazos—. ¡Oh, Garion! —exclamó—. ¡Te quiero!

—Eso espero —respondió él mientras la abrazaba y la besaba en los labios.

A la mañana siguiente, el monarca se vistió con ropa informal y llamó a la puerta de la salita privada de Ce'Nedra.

—¿Sí? —contestó ella.

—Soy Garion. ¿Puedo pasar?

El joven había asimilado tan bien su educación sendaria que, a pesar de ser el rey, siempre pedía permiso antes de entrar en las habitaciones de los demás.

—Por supuesto —dijo ella.

Garion penetró en la pequeña y barroca salita de su esposa, una habitación decorada en rosa y verde pálido con tapicerías de raso y cortinas de brocado. Arell, la dama de compañía favorita de Ce'Nedra, se puso de pie con torpeza para hacer la acostumbrada reverencia ante el rey. Arell era sobrina de Brand, hija de su hermana menor, y era una de las damas nobles que servían a la reina. Se trataba de la típica mujer alorn: alta, rubia y rolliza, con trenzas doradas recogidas sobre la cabeza, ojos azules y una tez tan blanca como la leche fresca. Ella y Ce'Nedra eran casi inseparables y se pasaban el día riendo y murmurando. Por alguna razón, Arell se ruborizaba cada vez que Garion entraba en la habitación. El joven rey no acababa de comprender aquella actitud, pero sospechaba que Ce'Nedra le había contado ciertas cosas que deberían haber permanecido en secreto, cosas que hacían ruborizar a la joven cada vez que lo miraba.

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