—Voy a la ciudad —le dijo Garion a su esposa—. ¿Quieres que te traiga algo?
—Prefiero hacer mis propias compras —respondió Ce'Nedra mientras se alisaba la falda de su bata de raso—. De todos modos, tú nunca haces nada bien.
Él estaba a punto de responder a aquella acusación, pero decidió no hacerlo.
—Como quieras; entonces te veré a la hora de la comida.
—Como mi señor ordene —dijo Ce'Nedra con una reverencia burlona.
—Para ya.
Ella le hizo una carantoña y luego se acercó a besarlo.
—Señora —saludó Garion a Arell con una pequeña inclinación de cabeza.
Los ojos de la joven expresaban risa contenida y lo miraban de forma enigmática.
—Majestad —respondió ella con otra respetuosa reverencia, y volvió a sonrojarse.
Mientras Garion salía de las habitaciones reales, se preguntó qué le habría dicho Ce'Nedra a Arell para provocar todos aquellos rubores y miradas extrañas. Pero, a pesar de todo, se sentía en deuda con la joven rubia, pues al hacerle compañía a Ce'Nedra él quedaba libre para ocuparse de sus asuntos. Desde que Polgara había solucionado los dolorosos problemas de la pareja, su esposa se había vuelto muy posesiva con el tiempo libre de Garion. En líneas generales, la vida de casado le parecía muy bien, pero a veces Ce'Nedra exigía demasiada atención.
El segundo hijo de Brand, Kail, lo esperaba en el pasillo con un pergamino en la mano.
—Creo que esto necesita urgente atención, Majestad —dijo con formalidad.
Aunque Kail era un guerrero, alto y de hombros anchos como su padre y hermanos, también era un hombre estudioso, inteligente y discreto, y sabía lo suficiente sobre el pueblo de Riva como para clasificar las numerosas peticiones, apelaciones y propuestas que llegaban al reino, separando las importantes de las triviales. Poco después de ocupar el trono, Garion reparó en la urgente necesidad de tener a alguien que se ocupara de las cuestiones administrativas y Kail era la persona más idónea para ocupar el cargo. Tenía veinticuatro años y una cuidada barba castaña. Las horas dedicadas al estudio le habían producido una ligera bizquera y un pliegue permanente en la frente, entre las cejas. Como él y Garion pasaban varias horas al día juntos, pronto se hicieron amigos, y el monarca respetaba mucho sus opiniones y consejos.
—¿Es algo serio? —preguntó mientras cogía el pergamino y le echaba un vistazo.
—Podría serlo, Majestad —respondió Kail—. Se trata de una disputa sobre la propiedad de cierto valle. Las familias implicadas son muy poderosas y creo que debemos solucionar este asunto antes de que llegue demasiado lejos.
—¿Alguna de las dos partes tiene pruebas evidentes de propiedad?
—Las dos familias han compartido las tierras durante siglos —explicó Kail, negando con la cabeza—. Sin embargo, en los últimos tiempos ha habido algunas tensiones entre ellos.
—Ya veo —dijo Garion, y reflexionó sobre ello un momento—. Decida lo que decida, una de las dos familias estará descontenta conmigo, ¿verdad?
—Es muy probable, Majestad.
—Muy bien, entonces haremos infelices a las dos. Escribe una especie de declaración oficial que diga que a partir de ahora la tierra que se disputan me pertenece a mí. Dejaremos que mediten sobre ello una semana y luego dividiré la tierra en dos partes, una para cada familia. Estarán tan enfadados conmigo que olvidarán sus propias diferencias. No quiero que esta isla se convierta en otra Arendia.
—Una solución muy práctica, Belgarion —rió Kail.
—Me crié en Sendaria, ¿recuerdas? —respondió el monarca con una amplia sonrisa—. Ah, quédate con un trozo del valle, de unos cien metros de ancho, justo en el límite entre ambas tierras. Llámalo «tierra real» o algo así y prohíbeles pasar por ahí. Eso hará que no se atrevan a cruzar sus respectivas vallas —añadió mientras le devolvía el pergamino, y luego continuó andando por el pasillo, muy satisfecho de sí mismo.
La misión que tenía en la ciudad aquella mañana lo llevó a la tienda de un joven soplador de vidrio, un habilidoso artesano llamado Joran. En apariencia, la visita tenía por objeto examinar un juego de copas de cristal que había encargado para regalarle a Ce'Nedra, pero el verdadero propósito era mucho más serio. Garion había sido criado en un ambiente humilde y sabía que los problemas de la gente común rara vez llegan al trono, por lo tanto estaba convencido de que necesitaba un par de oídos en la ciudad, no para espiar a los que se oponían a él, sino para tener una idea clara e imparcial de los problemas de su pueblo. Había elegido a Joran para aquella tarea.
Después de echar un vistazo a las copas, los dos entraron en una pequeña habitación privada, al fondo de la tienda.
—Recibí tu nota en cuanto llegué de Arendia —dijo Garion—. ¿Crees que es un asunto serio?
—Sí, Majestad —respondió Joran—. Creo que los impuestos han sido mal calculados y están provocando muchos comentarios desfavorables.
—Todos dirigidos contra mí, supongo.
—Después de todo, tú eres el rey.
—Gracias —repuso Garion con frialdad—. ¿Cuál es la causa del descontento?
—Los impuestos son siempre odiosos —observó el artesano—, pero resultan soportables cuando todos los ciudadanos están obligados a pagar lo mismo. Lo que disgusta a la gente es que algunos estén excluidos.
—¿Excluidos? ¿Qué quieres decir?
—La nobleza no tiene que pagar impuestos comerciales. ¿No lo sabías?
—No —admitió el monarca—. No lo sabía.
—En teoría, los nobles tienen otras obligaciones, como preparar y alimentar a las tropas y cosas por el estilo. Pero eso ya no tiene vigencia, pues la corona cuenta con su propio ejército. Si un noble decide dedicarse al comercio, no tiene que pagar impuestos comerciales, y la única diferencia entre él y cualquier otro mercader es que posee un título. Su tienda es igual a la mía y su actividad también, pero él no debe pagar impuestos y yo sí.
—Eso no parece justo —asintió Garion.
—Lo peor es que yo tengo que subir los precios para pagar los impuestos, mientras que el noble puede mantenerlos más bajos y robarme los clientes.
—Eso tiene que cambiar. Eliminaremos esa ley.
—Los nobles no estarán de acuerdo —le advirtió Joran.
—No tienen por qué estarlo —dijo Garion con tono contundente.
—Eres un rey muy justo, Majestad.
—No es una cuestión de justicia —discrepó Garion—. ¿Cuántos nobles se dedican al comercio en la ciudad?
—Creo que unos veinticinco —respondió Joran encogiéndose de hombros.
—¿Y cuántos comerciantes hay que no sean nobles?
—Cientos.
—Prefiero que me odien veinticinco personas antes que cientos de ellas.
—No lo había considerado de ese modo —admitió el soplador de vidrio.
—Pero es mi obligación hacerlo —dijo Garion con sarcasmo.
Durante la semana siguiente, una serie de borrascas procedentes del Mar de los Vientos asolaron la rocosa isla con vientos fríos y cortinas de lluvia. En Riva el buen tiempo nunca duraba demasiado y las tormentas eran tan usuales que los rivanos las aceptaban como parte del orden natural de las cosas. Ce'Nedra, sin embargo, había sido criada en el sur, bajo el eterno sol de Tol Honeth, y el húmedo frío que invadía la Ciudadela cada vez que el cielo se volvía gris y nuboso la ponía de mal humor. La joven reina solía pasar esas temporadas junto al fuego, sentada en un sillón tapizado de terciopelo verde y envuelta en una gruesa manta, con una taza de té y un gran libro, casi siempre una empalagosa novela romántica arendiana que trataba de maravillosos caballeros y melancólicas damas al borde de la tragedia. Sin embargo, cuando el encierro se prolongaba, Ce'Nedra abandonaba el libro para buscar otras diversiones.
Una mañana, mientras el viento silbaba en las chimeneas y la lluvia golpeaba sobre los cristales de las ventanas, la joven reina entró en el estudio donde Garion leía un exhaustivo informe sobre la producción de lana en el norte del reino. La menuda reina llevaba un vestido con ribetes de piel y tenía una expresión de descontento en su rostro.
—¿Qué haces? —le preguntó.
—Leyendo sobre lanas —respondió él.
—¿Por qué?
—Se supone que debo estar informado al respecto. Todo el mundo habla sobre lanas con mucha seriedad. Por lo visto, es un tema muy importante para ellos.
—¿Y a ti te interesa?
—Ayuda a pagar las cuentas —dijo él encogiéndose de hombros.
Ce'Nedra se acercó a la ventana y se quedó contemplando el paisaje bajo la lluvia.
—¿Parará alguna vez? —preguntó por fin.
—Supongo que algún día tendrá que parar.
—Enviaré a buscar a Arell. Tal vez podamos ir a la ciudad y dar un paseo por las tiendas.
—Llueve mucho, Ce'Nedra.
—Me pondré una capa. Además, no creo que un poco de lluvia me haga derretir. ¿Me darás dinero?
—Creía que ya te había dado la semana pasada.
—Me lo gasté; ahora necesito más.
Garion dejó el informe y se dirigió a una cajonera de madera maciza situada contra la pared. Sacó una llave del bolsillo de su chaqueta y abrió el primer cajón. Ce'Nedra se acercó y espió con curiosidad. El cajón estaba casi lleno de monedas de oro, plata y cobre, todas mezcladas.
—¿De dónde sacaste todo eso? —exclamó.
—Me lo dan de vez en cuando —respondió él—. Lo guardo aquí porque no me gusta llevarlo encima. Creí que lo sabías.
—¿Cómo iba a saberlo si nunca me cuentas nada? ¿Cuánto dinero tienes ahí dentro?
—No lo sé —contestó el monarca encogiéndose de hombros.
—¡Garion! —exclamó ella escandalizada—. ¿Ni siquiera lo cuentas?
—No. ¿Debería hacerlo?
—Es evidente que no eres tolnedrano. Esto no es todo el tesoro real, ¿verdad?
—No. Lo guardan en algún otro sitio. Creo que esto es sólo para gastos personales.
—Es necesario contarlo, Garion.
—No tengo tiempo, Ce'Nedra.
—Pues yo sí lo tengo. Saca ese cajón y tráelo a la mesa.
Él lo hizo, quejándose un poco por el peso, y luego observó con una sonrisa de afecto cómo su esposa se sentaba y comenzaba a contar. Hasta ese momento, Garion no había tenido oportunidad de descubrir que la simple tarea de clasificar y apilar monedas constituía un verdadero placer para Ce'Nedra: resplandecía con sólo oír el tintineo del dinero. La joven reina se detenía a mirar con desaprobación las monedas manchadas y las pulía cuidadosamente con el dobladillo del vestido.
—¿No te ibas a la ciudad? —preguntó él mientras volvía a sentarse en el otro extremo de la mesa.
—Creo que hoy no. —Siguió contando. Un mechón de pelo caía caprichosamente sobre su cara y ella lo soplaba una y otra vez con aire ausente, concentrada en la tarea que tenía entre manos. Cogió otro puñado de monedas del cajón y comenzó a apilarlas sobre la mesa, frente a sí. Tenía una expresión tan seria que Garion no pudo contener la risa—. ¿Qué es lo que te hace tanta gracia? —preguntó la joven.
—Nada, cariño —respondió él, y volvió al trabajo con el suave tintineo de las monedas que contaba Ce'Nedra como música de fondo.
Durante el resto del verano, las noticias procedentes del sur continuaron siendo buenas. El rey Urgit de Cthol Murgos se había adentrado aún más en las montañas y el avance del emperador Kal Zakath de Mallorea se volvió más lento. El ejército malloreano había sufrido grandes pérdidas durante la primera etapa de la persecución en aquel terreno accidentado y ahora se movía con extrema precaución. Garion recibió la noticia del estancamiento de la guerra con gran satisfacción.
A fines de verano, les llegó la buena nueva de que Adara, la prima de Garion, le había dado un segundo hijo a Hettar. Ce'Nedra se alegró muchísimo y estuvo a punto de vaciar el cajón del estudio de su esposo con el fin de comprar regalos apropiados para la madre y el niño.
Sin embargo, las noticias que llegaron a principios de otoño no fueron tan agradables. En una triste carta, el general Varana les informó de que la salud del padre de Ce'Nedra, el emperador Ran Borune XXIII, empeoraba con rapidez y les pidió que fueran hacia allí cuanto antes. Por suerte, el cielo de otoño permaneció despejado mientras el barco que llevaba al rey rivano y a su menuda y desesperada esposa se dirigía hacia el sur empujado por una brisa persistente. Una semana después llegaron a Tol Honeth, situada en la amplia desembocadura del Nedrano, y comenzaron a remar río arriba rumbo a Tol Honeth, la capital del imperio.
Apenas habían recorrido unos pocos kilómetros cuando se encontraron con una flotilla de barcazas blancas y doradas, que los escoltó hasta Tol Honeth. A bordo de las barcazas había un coro de jóvenes tolnedranas que arrojaban pétalos de flores sobre la extensa superficie del Nedrano y entonaban un himno solemne para recibir a la princesa imperial.
Garion estaba en la cubierta, junto a Ce'Nedra, y observaba perplejo aquel coro de bienvenida.
—¿Te parece un recibimiento apropiado a las circunstancias?
—Es la costumbre —respondió ella—. Los miembros de la familia imperial siempre son escoltados hasta la ciudad.
—¿Aún no se han enterado de tu boda? —preguntó Garion tras escuchar la letra de la canción—. Le dan la bienvenida a la princesa imperial, no a la reina de Riva.
—Somos un pueblo de provincianos, Garion —dijo Ce'Nedra—. A los ojos de un tolnedrano, una princesa imperial es mucho más importante que la reina de una isla remota.
La canción continuó mientras avanzaban río arriba. Cuando la resplandeciente ciudad de Tol Honeth apareció a la vista, una gran fanfarria de trompetas los saludó desde las murallas. Un destacamento de refulgentes legionarios, con los estandartes y las plumas de los cascos ondeando al viento, los aguardaba en el muelle de mármol para escoltarlos por las amplias avenidas hasta el palacio imperial.
El general Varana, aquel corpulento soldado profesional de pelo muy corto y una notable cojera, los recibió en la puerta del palacio con expresión sombría.
—¿Llegamos a tiempo, tío? —preguntó la joven, asustada.
Varana asintió con un gesto y luego abrazó a la reina.
—Tendrás que ser valiente, Ce'Nedra —dijo—. Tu padre está muy, muy enfermo.
—¿Hay alguna esperanza? —inquirió ella en voz muy baja.
—Siempre queda una esperanza —respondió el general, pero su tono indicaba lo contrario.
—¿Puedo verlo ahora?
—Por supuesto. —Varana miró a Garion con seriedad—. Majestad —saludó con una pequeña inclinación de cabeza.