Authors: José Luis Sampedro
—Eso ya son simples maledicencias —ataja Ahram, incapaz de aceptar de golpe tantas traiciones—. Atengámonos a los hechos. Lo importante ahora es lo que pueda hacer la reina. Si responde con acciones positivas, no sólo con palabras, a mis mensajes de ayuda, podemos encontrarnos mejor que antes de morir Odenato. Si, por el contrario, ella se vuelve claramente contra nosotros, actuaremos en consecuencia.
Glauka percibe la amargura en su voz. La ruptura con Palmira representaría volver a empezar los planes de tantos años. Todos son conscientes de ello.
—Yo me temo lo último —interviene con cautela Krito, para no exasperar a Ahram con otro indicio contra Zenobia—. La verdad es que Palmira viene buscando apoyos de todas clases. Me consta que en los últimos tiempos halaga también el nacionalismo cristiano: ahí tenéis al obispo Pablo de Samosata entre sus principales asesores.
—Ya estaba en tiempo de Odenato —rechaza Ahram— aunque, ciertamente, era más bien consejero de la reina. Volvamos a analizar los posibles rumbos que puede seguir Palmira, para ir previniéndonos y evitar sorpresas.
A lo largo de la sesión Dicantro añade otras noticias. En Palmira se han rendido suntuosos funerales a las dos víctimas, con un ceremonial combinando los usos romanos y los persas. Luego Vabalato ha sido ungido «rey de reyes», con una tiara persa rodeada del laurel romano. Eso refleja la voluntad ambiciosa de Zenobia que, dada la menor edad de su hijo, se ha proclamado regente.
—Estamos —interpreta Krito— ante una nueva situación mundial. Ya no se enfrentan el Este y el Oeste, los dos imperios de Roma y Persia, sino lo viejo y lo nuevo. La pugna está entre los dos colosos que declinan y los nuevos pueblos; cooperando éstos, lo sepan o no, con las nuevas fuerzas que emergen dentro de los imperios. Roma, en anarquía interior, sin creer ya en sus dioses, se desintegra y reblandece. Apenas puede rechazar con apuros a los godos, los alanos, los escitas, los marcomanos en el norte y los númidas o los getulos en África. Los bárbaros combaten a Roma con las armas mientras los cristianos atacan desde dentro nada menos que a los dioses imperiales.
—¿Los cristianos? —pregunta Botrys, entre asombrado y desdeñoso.
—Sí, los cristianos; esos que algunos llamáis terroristas. Son pocos todavía, es cierto, pero acaban de nacer y ya crecen año tras año. En cuanto a Persia, parece más sólida, pero Shapur no manda sobre un pueblo, ni lo tiene directamente a su lado aunque lo procure por todos los medios, incluida la predicación sincrética de Manes. El rey de reyes depende de los sátrapas, todos ansiosos del poder supremo, y además, dentro de su imperio estallan las disidencias nacionalistas en Armenia, Parthia, Sogdiana, Karmania. Todos quieren liberarse del yugo… Estamos viviendo el fin de un mundo y el nacimiento de otro.
—¿Y Palmira es el nuevo? —pregunta Ahram.
Glauka disimula su asombro ante el ávido interés de Ahram, quien hasta ahora desdeñaba las visiones a largo plazo de Krito, aunque siempre admirase su sagacidad para los temas inmediatos.
—Zenobia podrá creerlo así, pero yo no porque los dioses de Palmira no han cambiado. Siguen siendo los de hace años: Baal-Shamin y Bel, viejos dioses de Oriente, en templos greco-romanos. ¿Y cuál es el objetivo final de Zenobia? Sin duda el mismo del césar: el poder, el imperio, también conseguidos por la fuerza, por el dinero, por la corrupción y el asesinato. Hará desde ahora cualquier cosa menos cambiar esos dioses. Por el contrario los cristianos aspiran a otro mundo, hablan de paz y de amor entre los hombres. Dudo que lo consigan, porque también son humanos, pero al menos ellos sí viven en su frontera: la frontera de los tiempos, como los germanos y los númidas viven en las fronteras del espacio romano… ¿Zenobia nueva? Me inclino a creer en ese rumor que la acusa, en la mejor tradición de alguna emperatriz romana: el de haber seducido a Menio para asesinar a Odenato, incluso prometiéndole unas bodas para reinar juntos después… si no se las ha prometido a Hormizd, presunto heredero del trono persa.
Otra sorpresa para Glauka, el apasionamiento de Krito y, sobre todo, que Ahram no lo haya rechazado sino casi compartido, a juzgar por su expresión. Desde su tremenda vivencia solitaria en la Roca Ahram ha cambiado sin duda sus criterios de valoración. Ahora resulta claro que esos cambios afectan incluso a lo que ha sido el motor de su vida: el poder y la venganza.
Por eso cuando, tras haber terminado el debate se han retirado todos, Glauka respeta, inmóvil, el largo silencio meditativo de Ahram que, finalmente, lanza un suspiro:
—Aún podría salvarse todo, pero esa mujer va a deshacerlo de un golpe… ¡Ahora que se acercaba el momento!
Glauka espera. La voz de Ahram habla más para sí mismo que para ella aunque —y eso la emociona— no sonaría si ella no estuviera presente.
—Aunque alguno lo crea, nunca pensé en enfrentarme directamente contra Roma, ni siquiera contando con el ejército de Odenato. Además no se trataba de aniquilarla, como ella hizo con Cartago, sino de convertirla en una potencia menor, reducida a Italia. Siempre conté con que se desintegraría, desde que empezaron a enfrentarse los generales unos contra otros. Mis armas nuevas, mis barcos, los recursos de Odenato eran sólo para rematarla y para crear la nueva potencia oriental y marítima: Palmira con Egipto, dominando frente al césar y al persa… Ahora llegaba el momento: Galieno atacado en varios frentes, sus generales actuando por su cuenta en las Galias y en Oriente, disturbios estallando en Roma, los cristianos y los de otras sectas multiplicándose, los dioses del Olimpo tambaleándose… Y justo ahora nos falla Palmira por la locura de Zenobia…
Guarda silencio, suspira de nuevo y se dirige a Glauka, cambiando su mirada hacia dentro por otra de intensa adoración:
—Si no estuvieras tú a mi lado, habría de pensar que Zenobia, como esas nubes, ha apagado mis luceros: hace varios días que no puedo verlos ni al amanecer ni en el ocaso…
Glauka alza sus ojos hacia unas tormentosas nubes, visibles al disiparse la neblina; mientras Ahram concluye:
—Pero te tengo a mi lado: siguen encendidos.
Y en su voz no suena el entusiasmo, la seguridad, ni la posesión sino una indecible ternura nunca hasta ahora percibida por Glauka en esos labios.
Glauka sonreía durante el Consejo. No le conocía yo esa sonrisa. ¿Acaso es nueva o yo no se la había visto? Los años la hacen aún más hermosa. Más mujer y, al mismo tiempo, más secreta, más sirena, lo que fue. No, no son sólo los años. ¿Será algo que no tenía, que yo no le daba? ¿Será posible que se lo deba a Krito? Podría preguntárselo y me contestaría. Sí, ella me diría la verdad. Pero jamás, no quiero saberlo, nunca. Seguro que se ven, que se abrazan… que la folla ¡maldita sea!, aunque sea en la casucha de él, esa casucha verde… ¿Qué digo casucha? No es más lujosa la torre donde yo la amo, donde ella es mía… ¿Es aún mía? No del todo, a medias. Mejor no pensarlo; que sea feliz. Según ella no es mía a medias sino del todo; para Krito otra Glauka. La casita y la torre se parecen: hay pocas cosas dentro. No le gusta la abundancia de cosas; en eso es como yo. La pareja y nada que distraiga, ¿para qué más?… No creo que se vean mucho, siempre sé dónde está ella. Son discretos, lo reconozco. Es que de lo contrario me vería obligado a… acabar con todo. ¡Ante la gente no podría permitirlo!
Y ante mí… ¿por qué lo consiento? A veces lo comprendo, a veces no. ¡Qué misterio, las mujeres!
Esa Zenobia, implacable, cruel, jugando con todo el mundo: con el persa, con el godo, seduciendo a Menio, claro, ¿por qué no?, mintiendo a cada palabra. ¡Capaz hasta de escribirme aquella embustera carta pidiendo ayuda para una «débil mujer»! ¿Débil mujer? ¡La muy puta!, debí darme cuenta antes. No fue cosa de Odenato la trampa armada en Punt contra mí. Era buen guerrero. Mataría frente a frente, sin esas maquinaciones. Ahora me explico aquel emisario amistoso que llegó a mi regreso: Odenato era sincero… ¡Perdóname, viejo camarada! No tuviste con tu compañera la gran suerte que tuve yo. Porque Glauka conoció pronto a la reina, me advertía constantemente. Gracias a ella no he ido ahora a Palmira; a que por fin me mataran. Glauka siempre poniéndome en guardia; no se engañó ni un momento. Tampoco me ha engañado a mí, nunca. ¿Por eso la consiento?… ¿Y Clea? Cuando la supe en Palmira creí que había ido tras Odenato y que era su concubina, después de haberle entusiasmado aquí. Pero tras el crimen continúa, según Dicantro, tan amiga de Zenobia. Seguro que le ha ayudado en todos sus manejos: tal para cual.
Y ahora, ¿qué hará Zenobia? Sus primeras acciones me lo dirán. Su ejército, que venció a Shapur, estaba derrotando a los godos. Si se une con las naves piratas, ¿podré yo solo defender mis naves, con menos puertos amigos? Mis naves y mis almacenes y mis emporios… ¿Habré de acercarme a Roma como ella se arrima a Shapur? ¿Y retirarme del Quersoneso, del Ponto Euxino y hasta de Bizancio, atacada ya y reconquistada?… ¡Acercarme a Roma, después de una vida entera combatiéndola! ¿Y el odio, madre mía? El odio que tú me enseñaste, el odio eterno que juré ante tu lucero de la mañana, la solitaria estrella de diamante. ¿Y el odio, sí? Miro mi pecho y no lo encuentro… Quizás por eso no mato en mi propia casa. Por eso la beso a ella con el mismo amor, por eso me cruzo con él y no me arde la sangre… ¿Por eso?… Otro Ahram nació en la Roca, se me ha metido dentro. ¿Acaso quiero negarlo? Estaba escrito. Para eso fue todo el viaje; para eso mi diosa envió al delfín a conservarme la vida: para embarcarme en otro viaje. Un viaje dentro de mi corazón. Para descubrir a otro Ahram. ¡Entonces es posible esa otra Glauka! Esta mañana en el Consejo a ratos yo me desentendía. Como si todo eso, los godos, Zenobia, no fuese contra mí, contra mi poder acumulado en estos años, con tanto esfuerzo. Pierdo barcos, desciendo escalones. En la ciudad todos continúan sonriéndome pero son otros, y otras sonrisas. Aguardan mi decadencia. ¡Ah, no me entregaré, no cederé, aún estoy vivo! La sangre no me arde como antes, pero sigue corriendo por mis venas y nadie podrá derramarla. Pero yo me desentendía hoy como si fuese igual todo. Me resulta increíble; ciertamente soy otro. ¿Me dejo llevar porque se agrieta mi poder o acaso se agrieta porque no lo defiendo bien, porque me dejo llevar? Aún disfruto apretando las riendas, sintiendo el tirón de los caballos rebeldes, pero no me intereso como antes. ¿Son los años? Algo pesarán pero no son ellos. Es el otro Ahram, el que no les mató hace un año. Hoy miraba a mi gente y a ratos era como si un velo le quitase realidad a todo. Hasta esa otra traición, la de mi yerno, esa víbora cobarde de Neferhotep, me deja frío. Pues ya no dudo: ese imbécil aspira a ser faraón, o al menos gran ministro. El Ahram de antes le quitaría hoy mismo todo lo que le dio, pero ¿qué importa? Que siga disfrutando Tanuris; no quiero dañar al padre de Malki y, además, no me asusta el Antonino ni los sacerdotes metidos en la conspiración… Sí, todo es menos real. Excepto Glauka. Ella más viva y verdadera, más hermosa. El mundo se reduce a ella la que se pone a Krito como un vestido, como una ajorca en su tobillo, esa ajorca de esclava que reemplazó por una cadenita de oro para recordarme que es mía aunque yo la libertase. ¡Si se supiera su fuerza, su poder sobre mí! Pero no me siento esclavo por eso; al revés, así la siento más mía, ¡qué asombroso! He necesitado llegar a los sesenta y cinco para descubrir esas complejidades de la vida. No es sólo cuestión de determinar quién manda y de mandar cuando se tiene el poder. La vida es más enrevesada. Más rica, dice Glauka.
Vida, ¿cuál llevará Malki? Él también es real, es verdadero, aunque de otra manera. ¡Malki!, de toda mi raza tú eres el único al estilo de Ahram. Lo descubrí en aquel viaje de retorno. Tu sueño era profundo como el mío, pero también te alertaba el más mínimo cambio alrededor: el ruidito diferente, hasta la corriente de aire. A veces me sentía mirado por ti como por mí mismo; te dabas cuenta de todo. Olfateabas lo que ocurría entre nosotros, entre tu Glauka y tu abuelo. ¡Y eso que aún no habías vivido el amor! ¡Ahora sí, qué orgulloso estoy! Dídima le contó a Glauka tu manera de ser macho por primera vez… ¿Qué vida será la tuya? Desde Maximino, hace más de treinta años, anda todo trastornado por los emperadores militares. ¡Se matan por la púrpura, como perros por piltrafas, esos odiosos romanos!… ¡Bravo, he dicho odiosos! Sí, pero no como antes, no con las tripas… Treinta años que me vinieron bien para acumular poder contra ellos; pero para ti yo quisiera otros tiempos, como el de los Severos. Había asesinatos, siempre los habrá, pero ellos duraban más; podíamos hacer planes con la esperanza de llevarlos a cabo… ¿Qué vida será la tuya? Esta mañana Glauka también te miraba, seguro que pensaba esto mismo. No te preocupes; yo te dejaré bien preparado para pelear, para que seas como tu abuelo y sepas sobrevivir. Y me gusta esa esclavita que ahora te llevas a la cama, no creas que no me entero.
Glauka, ¿qué verá en Krito? ¿Qué otra cosa le da él? ¡Cómo le cuidó durante su enfermedad! También eso me ha hecho quien soy ahora; haciéndome ver a Krito de otro modo. Así me acostumbré otra vez a su presencia: visitándole con ella en su cubil, como él dice. No consintió en ser atendido en la Casa, con médicos más a mano. «¡Médicos!», escupía con sarcasmo. Yo tampoco creo mucho en ellos, viejo amigo… ¿Es posible, he pensado «viejo amigo»?… Sí, verle mal fue bueno para los dos. Supongo que le agotó la navegación, o le perjudicaron los alimentos durante el viaje, no está acostumbrado a vivir a bordo. Si no hubiera enfermado quizás yo no hubiese tolerado tan pronto esa relación… No lo sé, pero él estaba allí, en su yacija, al borde de la muerte día tras día, mi salvador en Samos, el amigo de siempre, el… también eso: el amado por Glauka… Imposible odiarte. Me acosaban los recuerdos, toda una vida juntos. Fuiste mi lucero de la mañana, el único hasta que vino ella. Desde entonces pensé contar con dos, pero Ittara me enseñó que son el mismo. Visitándote con Glauka lo recordaba: ¿seríais uno en mí?… Yo miraba tu cuerpo tendido y no era la carne que he despreciado tanto porque se degradaba en Rhakotis, porque se dejaba encular por los chulillos del puerto… Sé que ahora también has mudado esas costumbres, pero ya antes, visitándote, tu carne no era la misma. Has cambiado como yo. No estuviste en la Roca, pero hiciste el viaje. Y te ha cambiado ella. ¿Es ahora tu lucero? Eras otro, eres otro y yo también, nos espera igual destino: ella, llegar a ella, vivir en ella. Es curioso: estando tú allí tendido, como muerto, íbamos los dos a verte y éramos uno viéndote: ¡qué extraños compañeros !…