La vieja sirena (72 page)

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Authors: José Luis Sampedro

BOOK: La vieja sirena
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—Sólo arrodillaréis a un muerto.

Zenobia sonríe, con una desdeñosa benevolencia más ofensiva todavía que la cólera.

—¿No aprenderás nunca, Ahram? Ya no eres el Poderoso… Bien, veamos qué quieres pedirme. Te he hecho venir para escucharte.

—¿Pedirte? Que me saquen de aquí para ahorrarme tu presencia.

Murmullos airados entre los personajes presentes. Zenobia los acalla con aire divertido:

—¿No quieres además tu casa, tus naves, tus bienes? ¿Ni siquiera tu libertad?

Ahram no contesta, limitándose a un gesto desdeñoso. El olor oriental de los pebeteros le recuerda un ambiente despreciable de alcoba, casi de burdel. Los presentes contemplan atónitos a ese hombre herido, calzado con las sandalias de papiro que le han proporcionado, con la túnica en jirones y desnuda la cabeza, que tan impasible desafía a la dueña de su destino en medio de los mármoles y la púrpura.

Zenobia suspira, falsamente compasiva:

—Te creía más sensato. Si lo fueras, todavía podrías ser Ahram el Navegante, uno de los hombres más importantes del nuevo imperio mundial.

—¿Aceptar tu favor? ¡Jamás, jamás!… Tú caerás, pero sin grandeza… ¿Suceder a Roma tú, la traidora a tus aliados, la embaucadora del persa y de Menio, la asesina de tu esposo, la barragana…?

Calla porque le ahoga la indignación al mismo tiempo que, ahora sí, el militar a su lado le cruza la cara de un fustazo. La reina esta vez no lo impide porque, descompuesta por la ira, medio se ha incorporado en el sillón. Y mientras Ahram llama «¡Cobarde!» al oficial, que echa mano de su espada ella corta esa acción y pálida de cólera, furiosos los ojos, exclama:

—Pues toma este favor mío aunque no quieras. ¡El último de tu vida!

En su mano aparece un brillante objeto redondo pendiente de una cadenita. Lo balancea un instante y lo suelta con impulso de manera que vaya a caer a los pies de Ahram, tintineando sobre el mármol.

Al ver el pequeño disco de oro el herido vacila y su rostro adquiere mortal palidez entre la barba descuidada. La voz se le ahoga y apenas percibe nada entre las lágrimas que trata de reprimir, mientras se inclina a recoger la medalla, idéntica a la suya, que él puso en un cuello adorado. Ahora la cuelga sobre su propio pecho, para reemplazar a la que perdió en la batalla por la ciudad.

—Glauka, Glauka —repite besándola, olvidada ya toda pretensión de altanería. Implora la noticia a Zenobia—. ¿Ha muerto? —y repite, otra vez furioso—. ¿La has matado, también a ella?

Zenobia se limita a hacer un gesto y los soldados arrastran a Ahram fuera de la estancia, mientras ella reanuda las conversaciones con su corte, descartando como nimio el incidente. Es un hombre transtornado por el dolor el que los soldados se llevan escaleras abajo, pues ahora no le conducen a su cámara, sino a un cuchitril del sótano, apenas iluminado por una estrecha abertura. Ahram se deja caer sobre un montón de paja y ni siquiera oye cerrar la puerta. Sólo tiene sentidos para su dolor y hasta más tarde no se le ocurrirá una idea, convertida pronto en obsesión: la de matarse si ha muerto Glauka. Vivir ya no sirve más que para sufrir las vejaciones de Zenobia.

En ese estado, cuando el crepúsculo ha amortiguado ya la claridad de la ventanilla, se abre de pronto la puerta y penetra Clea con una lámpara encendida. Despide al carcelero mientras Ahram levanta la cabeza y pregunta lo único que le importa:

—¿La ha matado?

—No, no la han matado, pero ha desaparecido. La medalla la hallaron tus siervos, que recorrían Faros con los soldados y, reconociéndola, la hicieron llegar a la Augusta. Quizás haya podido huir, aunque es casi imposible porque los barcos godos rodeaban la isla durante la batalla. O quizás se dio muerte; podría estar su cuerpo en la parte derrumbada de tu Casa. O se arrojó al mar.

Aun siendo tan leve la esperanza, Ahram consigue pensar en algo diferente:

—¿Derrumbada mi Casa?

—Contra las órdenes de Zenobia unos bárbaros sirios le prendieron fuego y ardió casi todo el lado oeste.

—El de la servidumbre —murmura Ahram para sí mismo.

—Sí pero, por desgracia, también el de los almacenes y los archivos. ¡Con el interés que yo tenía por enterarme de muchas cosas importantes gracias a tus documentos! —suspira la dama, mientras con la mano levanta cuidadosa el borde de su túnica para que no arrastre por el sucio suelo.

Poco a poco Ahram recupera su personalidad.

—Me das asco, déjame… ¡Sirviendo a esa zorra al final!

—Nada de al final. Desde antes de conocerte trabajábamos ya juntas, éramos compañeras de «Las Amazonas», en contra de los hombres, que nos oprimen, nos desdeñan, abusan de nosotras. Una poderosa sociedad secreta extendida por todas las grandes ciudades y dirigida por Zenobia; ahora no me importa revelártelo. ¿Qué creíais, que las mujeres somos tontas y débiles? Pues ahora estás a nuestros pies, como otros muchos. Sólo Krito descubrió algo de nuestra organización.

Ahram recuerda súbitamente, con nuevo dolor esperanzado.

—¡Krito! ¿Qué ha sido de él?

—Tampoco aparece. Algunos pretenden haberle visto en tu torre poco antes del dragón. Pero nadie se ha atrevido a entrar allí. Creen que ese lugar sigue embrujado por la magia de tu mujer —añade con voz incrédula.

—¿El dragón?

—Una patrulla nuestra, al ocupar la isla, se dirigió a tu torre, acercándose por la puertecilla de la cerca. A partir de ese momento su relato resulta increíble. Dijeron que allí les atacó un espantoso dragón por cuya boca salía una llamarada de varios codos de larga, que abrasó en un instante a varios soldados. Los demás echaron a correr ante semejante monstruo nunca visto, que al mismo tiempo lanzaba rugidos espeluznantes. Más tarde un capitán indignado por la cobardía de los soldados, se atrevió a un nuevo ataque, pero sus hombres fueron rechazados por el mismo animal llameante. Esa vez, sin embargo, dispararon una nube de flechas y una acertó a entrar por el único ojo del monstruo. Aunque la bestia no volvió a echar fuego y aunque vieron caer a un hombre junto a ella no se atrevieron a acercarse por miedo a malignas influencias.

—¿Qué hombre? —pregunta Ahram pensando en Artabo o en uno de sus capitanes.

—Cuando volvieron al día siguiente, venciendo sus temores, el hombre había desaparecido, por eso siguen temiendo a la torre embrujada, aunque ya no se oye un ruido ni una voz. Sólo se trajeron a palacio una extraña máquina desconocida.

Después de unos instantes Ahram exclama, entristecido:

—Pues si no puedes decirme nada de Glauka ni de ninguno de los míos, déjame en paz.

—Escúchame, testarudo necio, pues no pienso permanecer mucho rato en este lugar hediondo. Vengo a hacerte comprender tu situación a pesar de que me desdeñaste y me despreciabas, como a todas.

—¡A Glauka no!

—Glauka… Otra mujer más, que ni siquiera supo unirse a nosotras, cuando lo intenté. El talento y los dones de media humanidad femenina siguen sin utilizarse por culpa vuestra. Y valdríamos todas más que vosotros, si se nos diese la misma educación. Tu Krito nos hacía un homenaje vistiéndose de mujer, fue el único en comprender… ¡Glauka! ¡No llegó a nada más que a conformarse con ser tu hetaira!

Ahram se contiene para no declarar el origen divino de su compañera. Clea continúa:

—Óyeme bien: es tu última oportunidad. La admirable acción de Zenobia es el fruto de nuestros planes, los nuestros. Hasta ahora los habíamos desarrollado desde la cama, la única arma que nos dejáis, pero ya habrás visto que podemos dirigir la lucha en campo abierto, derrotando incluso a Roma. Odenato, como también tu Glauka, se contentaba con poco, con ser vasallo del césar, y ni aliado contigo hubiera pretendido ser otra cosa. Sólo era un buen capitán a las órdenes de sus amos. Zenobia ha jugado con todos. Ha negociado en secreto con Shapur sin saberlo Odenato y, ante tu testarudez, decidió eliminarte en Punt, como ya adivinarías, a pesar de tu torpeza. Ahora tiene suficiente fuerza como para crear, desde una Palmira engrandecida, un gran imperio mandado por orientales, con el granero egipcio en sus manos y las costas protegidas por sus aliados godos, con base en Alejandría, el primer puerto del mundo. Ése es el plan genial que Odenato se resistió a seguir, cuando le fue comunicado. Por consiguiente tenía que morir, antes de que lo revelase a Roma…

Clea hace una pausa significativa y continúa:

—Mírate en ese espejo: todavía puedes salvarte, desgraciado. He intercedido por ti, aunque no lo creas, porque puedes ser útil, como lo fue Odenato hasta su error. La Augusta te daría el mando de las naves palmirenas y más recursos para tus astilleros; te permitiría agrandar y perfeccionar la flota con tus ingenieros hasta que limpiases de piratas el Egeo, porque esos bárbaros no sirven más que para el saqueo y ya no nos hacen falta. Serías el rey del mar y tendrías más poder que nunca. Es una oferta magnífica: no te la mereces.

Ahram la mira intensamente y recuerda que alguna vez ese rostro odioso le pareció bello:

—Voy a hacerte una súplica, ya ves… Dime, por lo que más ames, si amas a alguien…

—A Zenobia —sonríe maliciosa.

—Por ésa, pues, dime si de verdad sabéis o no algo de Glauka.

—No sabemos nada, ya te lo he dicho. Creemos que murió despeñada al intentar huir por mar, pues la medalla se encontró en el sendero rocoso de la orilla y ella no hubiera dejado de recogerla. No ha podido escapar y no aparece, aunque se ha recorrido la isla palmo a palmo.

Ahram ha escuchado atento, más alerta que nunca a detectar falsedades. Se convence de que la mujer ha sido sincera y su cabeza se derrumba sobre su pecho. Sólo dice, lentamente.

—Vete.

—¡Piénsalo bien! ¿Vas a ser más torpe que tu yerno?

Ahram alza la vista, intrigado:

—¿Neferhotep?

—Sirve a la Augusta. Ocupará un alto cargo de la administración palmirena en Egipto. No será faraón, como le habían ofrecido los sacerdotes, pero…

—¡Ese imbécil…!

—Sabe moverse entre burócratas. Y no nos traicionará —se oye una complacida risita femenina— porque le dejo a veces llegar hasta mi lecho. Come en mi mano, como un gorrión.

—Querrás decir que bebe en tu coño —exclama violento Ahram—. ¡Vete!

Clea da un puntapié en el muslo herido del hombre tendido sobre la paja y exclama, dando a la vez unas palmadas:

—El imbécil eres tú, desgraciado.

Abre el carcelero y cierra la puerta tras Clea. Ahram queda en la oscuridad. Comprende que va a morir y se alegra de dejar este mundo de traiciones y locuras. Espera firmemente que Ittara no le engañe, que sus luceros estén vivos o que en otro mundo le esperen Glauka y Krito. Krito fue el defensor de la torre, piensa Ahram: sólo él haría esa magnífica locura.

Muertos, muertos, de repente sola, no tengo ni siquiera el sentir de mi dolor, sin Ahram, sin Krito ahí yacente, en esa hornacina, como un cristiano más sin serlo, en estas catacumbas, todavía anteayer tendido a mi lado, ¡yacía lo mismo que después del amor!, su rostro más sereno aún, casi feliz. ¿Te dieron esa expresión nuestras manos? Te lavamos y ungimos nosotras dos, Eulodia quería hacerlo sola, que yo no sufriera viéndote, no lo consentí, retiré de tu muñeca mi brazalete, lo único que me queda de vosotros pues perdí la medalla de Ahram, tu cuerpo como en la gruta, en la noche de tu entrega, delicado, enjuto, angélico, tus caderas escurridas, tu delicado sexo deseable, los pezones menudos tan besados, mordidos, pero sólo uno, el otro un horrible agujero, el del hierro que te traspasó, ¡horror, horror!, ¡esto me faltaba vivir!, retornar al principio, la misma mano de hielo apretándome el alma otra vez, como en aquella playa, nueva en la mortalidad, ante el cadáver de mi hija, ahora el hierro fue piadoso con tu rostro, eras tú, Krito, en las playas de la muerte, ¿vivimos para esto?, nunca me arrepentí de adentrarme en la vida pero ahora… demasiado de una vez, no puedo soportarlo, me habéis abandonado cuando yo no estaba a vuestro lado, al de ninguno, es demasiado, aunque tu me dirías que es hermoso…

Porque Ahram está muerto, acabaron con él, ¿cómo pudo esa sierpe engañarlo tantos años?, a mí ni un instante, en cuanto la vi desembarcar aquella mañana, su sonrisa engatusadora, pero los labios de crueldad sensual, Ahram acabó conociéndola, al asesinar a Odenato se desenmascaró, supo que ella lo ambicionaba todo, que trataría de llegar hasta aquí, volvió a ser nuestro jefe de siempre, gracias a él resistió más la ciudad, ¿por qué no he muerto a su lado?, sólo me retiene Malki, qué entereza tan joven, un hombre ya, luchando al lado de Artabo a la entrada del Heptastadio, hubo que obligarle a retirarse, un león como Ahram, cuando llegó el superviviente de la ciudad quiso ir a rescatar el cuerpo de su abuelo, costó disuadirle, claro que lo mataron, si se hubiera salvado habría llegado aquí, ¿lo habrán profanado? ¡Ojalá no le reconocieran los soldados!, capaces de decapitarle y llevarle a Zenobia la…, no puedo ni pensarlo, se ahoga mi corazón, ¿y para esto fuimos a buscarle a la Roca?, ¿para esto aquel viaje con la angustia en el alma?, no, no fue para esto, fue para lavarnos Krito y yo de aquella noche, de aquellos encuentros, ¡no!, ¿qué es eso de lavar culpas?, no hubo ninguna, hasta él lo comprendió, que todo era limpio, que el verdadero amor nunca es culpable, el mundo le obedece, duele, retuerce, destroza quizás pero no ofende, el Amor siempre es verdad y si no, no es Amor, Ahram sabía, llegó a saberlo, ésa fue su grandeza pensando como pensaba, siendo de la raza que era, capaz de comprender, comprendiste superándote, nos abrazaste sin decirlo como nosotros te abrazábamos, no te quitábamos nada, mi piel fue siempre tuya pues era tu dominio, tu posesión exclusiva, para Krito era sólo una puerta, la entrada a mis adentros, que también eran tuyos porque los sacabas a mi piel, afloraban bajo tu mano, sacabas mi alma a mi carne, la devorabas y poseías allí, era otro Amor, tan verdad como el de Krito, tú apoderándote de mí, Krito ofreciéndose a mí, tú llevándome al Vértigo, Krito recibiéndolo de mí, tú el fuego, Krito el aire, tú perdido en el poder, Krito en la palabra, y yo trayéndoos a la vida, a la Diosa Madre, como a unos hijos, lo comprendiste en la Roca, y ahora que los tres lo teníamos todo me dejáis sola… Hasta tú, Krito, el nunca combatiente… ¿Cómo te fuiste?, ya que no estuve junto a Ahram haber estado a tu lado, lo sospechó Eulodia, oíamos por las aberturas al mar el fragor de la lucha, los gritos, los aceros chocando, de pronto aquella voz horrísona, jamás oída a hombre alguno, «¡Es Krito!», dijo ella, te reconocí entonces, ¿cómo podías clamar así?, recordé el invento de Filópator, la bocina estentórea, luego un resoplido estremecedor, y aullidos de dolor en otras voces, llegó la noche, todo había callado, y Artabo salió a explorar, Malki se empeñó en acompañarle, las nubes tapaban la luna, yo les seguí aunque se negaron, no quisimos a nadie más, era esencial no ser vistos, llegamos hasta la torre, claro, era el lanzallamas y la bocina, al lado Krito boca arriba, una flecha en el pecho, moribundo, aún me reconoció cuando tomé su mano, expiró al besarle, le trajimos aquí, Eulodia desolada, me abracé a ella ante el yacente, «no llore, señora, ya descansa», lo dijo muy bajito, su boca en mi oído, confesándose, «perdóneme, señora, yo le amaba», «llámame Glauka, hermana», «le amaba sin faltar a mi Jovino, quise llevarle a Cristo, se negaba dulcemente: Sé que mis dioses mueren —me respondía— pero no me pidas que yo los mate, son los de Epicuro y son hermosos, ¿quién era Epicuro, señora, y qué decía?», yo la abracé más fuerte, ¿qué importan Epicuro ni los dioses?, «No me pidas eso —repite Eulodia palabras de Krito—, que los mate tu Cristo, que ahora nace tan fuerte, yo moriré donde he vivido, bajo esos dioses míos en los que no creo, ¡y cómo sonreía diciendo eso!, ¡era el hombre más bueno del mundo!», en tu recuerdo revivía, Eulodia, tus palabras me lo hacían presente, su sonrisa incomparable, aquella que le llenaba el semblante de desolación y de esperanza, de triunfo y de melancolía, la sonrisa del hombre viviendo a fondo pero sin interés, apasionado y despegado, su sonrisa antes de amar, que luego en el amor se hacía distinta, definitiva y celeste, sin sombra alguna, como incrédula de que el prodigio fuera tan sencillo… Ahram no sonreía en el amor, jadeaba bramaba, mordía, besaba y callaba, cuando su boca estaba en mi piel o en mi boca, sus ojos clamaban, y yo ahora sola, sin dar ni recibir, yo sin la vida… revivo mi tiempo entre las femineras, comprendo al Cristo-Mujer crucificado, yo igual, quise vivir y he vivido, pero cuánto dolor para saber del todo para que la carne sienta la hondura de la vida, ¿saber qué?, lo que sabe Krito muerto, lo estampado en su rostro sereno, que yo le amaba, que le amo como a Ahram, de otra manera pero la misma vida, allí los mártires igual de serenos, aunque una fiera garra hubiera abierto su pecho, pero allí al menos tuve a Domicia, aquí nada, ya ni siquiera el sentir, parece imposible sobrevivir a tanto, pero ésa es la palabra: sobrevivir, quien no está a todas horas sobreviviendo no está en realidad vivo, lo humano es sobrevivir en la conciencia de la muerte, el resto sólo existe, los tigres y los montes, los peces y las sirenas, tiene razón Krito, tenía razón, allá en lo oscuro los cristianos son semillas, su dios está emergiendo bajo tierra, en estas catacumbas, sus raíces desquiciarán los cimientos de los templos, derribarán a los dioses de ahora, ¿qué mundo vendrá?, ¿será humano?, a veces me lo parece, veo a estos fieles aquí en torno, tranquilos en la catacumba bajo la tormenta, sabiendo que la muerte les ronda, refugiados en sus rezos, como cuando yo vivía con Domicia, pero también recuerdo sus disputas, sus pugnas internas por si su dios es uno o trino, sus insultos a la Mujer Divina y a Porfiria y sus fieles, por si es perdonable o no el haber sacrificado a Júpiter durante las persecuciones imperiales, cuando los recuerdo tengo miedo, temo que traigan otro mundo parecido, pienso que todos los dioses del hombre son iguales, todos acaban haciéndose inhumanos en cuanto triunfan, incapaces de comprender al hombre, insensibles a la vida porque no la viven, porque sólo el hombre, sabedor de su muerte, vive de verdad, y eso es lo que acepté al vivir, que me desgarrara la soledad, y habré de seguir por Malki y también porque sí, la vida es porque sí, la vida a pesar de todo, ¿por qué fuiste a la muerte, Krito?, ¿crees que a mí ella no me tienta?, pero es la gran blasfemia, la gran aberración, me siento rota y vacía, pero la vida es la vida hasta en el circo de Roteph, hasta en la hoguera, comprendo que no quisieras vivir sin Ahram, yo tampoco, pero haciéndote matar no habrás sufrido tanto como yo haciéndome vivir, te sentirías heroico, ¿y el vivir cotidiano abandonada?, ¿y el vivir muriéndome?…, perdóname: hubo más, tu delicadeza, tus escrúpulos, siempre los sentías, te pesaban y ahora te han empujado, si Ahram ya no puede tenerme tú también renunciabas a mí, pero la vida no es tan exquisita, es demasiado fuerte para eso, no le importa nada, es porque sí, somos suyos porque sí, nos anima porque sí, a pesar de que hoy he muerto, de que nunca más seré Glauka, al menos seré la abuela la que aún le hable a Malki de su abuelo, yo sin vosotros no volveré a ser Glauka, me retiraré a la torre si Malki me deja, o a la celda de Krito, o con mi hermana Eulodia si ella quiere, sólo pediré poder visitar la torre, la alcoba de Ahram, el espacio donde reinó el lagarto, poder bajar a la caverna marina, contemplar allí a la diosa, sentarme en el banco de los delfines, oíros a los dos en el susurro del viento, en el ritmo de las olas, veros tocados del sol entre las ramas, ¿podré soportarlo?, ¡que se acabe pronto!, me duele tanto que no estoy segura de que te equivocaras, Krito, quizás vivir exige también a veces buscar la muerte, no estoy segura de nada, salvo de que oleré a Krito en la tierra mojada, que oiré a Ahram en el viento marino, de que debo seguir, por Malki, por Ahram, por ti, Krito, para que viváis en mí los dos, aunque ya no seré Glauka, Zenobia la mató también a ella, acabó con los tres, abrázame hermana Eulodia, estoy muy sola, pero la vida es porque sí, estoy muy sola…

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