La vieja sirena (73 page)

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Authors: José Luis Sampedro

BOOK: La vieja sirena
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Acabó todo. Mejor, estoy deseando. Si me obligan a verlas una vez más vómito. ¡Esa otra víbora pervertida! ¡Queriendo sobornarme! ¿No saben quién soy? Ya sólo sonarán bien para mí unos pasos firmes de soldados. Chocar de hierro y bronce, como me es debido. Y una espada limpia o unas flechas bien disparadas. Pero sólo me llega el arrastre de pies del carcelero. O el silencioso andar de la muchacha. Me cuidó bien la herida. No sé lo que digo, la de aquí es otra. También me cuida; ya no es joven pero es dulce. Empeñada en que coma. ¿Está loca? ¿Para qué? Si mi fin es mañana. Quizás hoy. ¿A qué esperan? ¿Comer? Son capaces de envenenarme; esa arma de mujeres. ¡Soy un guerrero! Da igual.

¡Un guerrero de Roma! Jamás lo hubiera creído. Acabé defendiendo a Roma. No, Roma no; Alejandría. ¡Qué absurdo una batalla aquí! Nunca fue ciudad de guerra, sino de motines. Peleas por dinero, judíos contra griegos, la chusma de Rhakotis… Bueno, ésa al menos mata por el pan. ¡Y por carreras o luchas! Corrompida ciudad. Pero me da pena su destrucción. En cuanto forzaron la Puerta del Sol comprendí que estábamos acabados. Ya lo sabía yo; no había defensa. No, no es ciudad guerrera. Por eso me preparé la isla. Arrollaron a los legionarios: no están hechos a la lucha en las calles. ¡Y el estratega empeñado en sus tácticas! A esa Roma la hubiera vencido yo con Odenato. ¡Y que nos haya hundido esa mujer!

¿Qué quería llevándome ante su trono? ¿Humillarme? ¿No se le ocurrió que yo lucharía hasta hacerme matar? ¿Quiso ponerme el pie en el cuello? Ni ella es Shapur ni yo soy Valeriano. Soy un ingenuo. Quería hacerme daño y me lo hizo. Verme llorar la muerte de Glauka. Espero que no viese mis lágrimas. ¡Glauka, Glauka! ¿A qué esperan para acabar conmigo? Si tardan me quitaré las curas, me desangraré.

Porque Malki ya no me necesita. El único por quien viviría. ¿Se habrá podido refugiar en las catacumbas? Artabo estaba en Faros, se habrá defendido bien. Si Malki no se ha arriesgado demasiado… ¡Es tan decidido el muchacho! Al menos el yerno sirvió para engendrarlo. No durará mucho. Cuando caiga Zenobia caerá él…, si ella no lo elimina antes. ¡Qué tonto creyéndose astuto! Para maniobras municipales, nada más. Coger trigo de impuestos, tetradracmas de sobornos. Si Malki ha logrado llegar a las catacumbas… Si aguanta en ellas sin hacer locuras… ¡Qué suerte que existieran! Se lo debemos a Eulodia. ¿Se habrá salvado ella? A Glauka no le han servido. ¡Y eran para Glauka, lo único importante! ¿Y si está viva? Estas víboras son capaces de engañarme. Valdría la pena salir de aquí sólo para descubrirlo. Me estoy haciendo ilusiones. ¿Acaso es imposible escapar? No apareció su cuerpo. ¿Y cómo lo sé?: sólo ellas lo dicen. ¡Ése sí que es tormento, no saber! ¡Qué generosa Eulodia, revelando las catacumbas! ¿Qué ocurriría? ¿No me hizo caso y no se refugió bajo tierra de inmediato? Le insistí en que cuidase de Malki; a Malki que cuidase de ella. Y Krito de los dos, ¿se habrá salvado? A lo mejor no estaba él tras el dragón; no era un hombre de lucha. Aunque por Glauka él daría la vida. ¡Qué tormento! ¡Si estuviesen vivos! ¡Qué alegría!

Me alegra, sí, pensarlo, aunque yo no tenga escapatoria. ¿Es posible?: imaginar su vida juntos no me hace daño. Me da igual. No, en realidad me alegro. Al menos que sobrevivan ellos. Lo piensa el Ahram de la Roca. ¿Y por qué no han de sobrevivir? El dragón, bien emplazado como estaba, habrá sido eficaz. Les habrá dado tiempo a esconderse. Y las catacumbas muy bien ocultas. ¿Y después? Si yo estuviera allí los sacaba. Aunque fuera en un bote. No habrán avanzado mucho hacia el oeste las tropas de Palmira. El desierto les detendrá. Al menos retrasarles. Hasta con un bote rebasaríamos sus líneas, en una noche sin luna…

Pero ¿qué estoy pensando? ¿Qué tontos planes son éstos? Estás preso, Ahram, aguardando la muerte. Esperándola con gusto porque Glauka no vive. Si Malki se salva vivirá su vida: por lo menos recordará a su abuelo. Tuve tiempo de prepararle, de hacerle hombre. Y Krito le enseñó la palabra; el muchacho será mejor que yo. Puedo irme tranquilo. Encontrarme con Bashir dignamente. Aunque no sé si lo hice todo bien. ¡Qué razón tenía Glauka! ¡Podríamos haber vivido mucho más! Si ella estuviese viva, si yo me salvara… Sueños. Estoy débil. Pero moriré como Bashir querría.

Su sonrisa benévola era odio. Estaba envenenada. En lo alto del trono. Un culo oriental en un trono romano, con las piernas cruzadas. Hermoso culo, es verdad. Pero un saco de veneno. Odio agazapado; y cuando hay odio hay miedo. No, no: yo odié a Roma sin temor. ¿La odié; no era el gusto de tener un gran enemigo? Debería estar todo más claro y no lo está. Ella tiene miedo, le asustó mi profecía. Fue un gozo. «Caerás y sin grandeza.» ¿Cuánto van a durarle sus conquistas? Aureliano atacará por el norte. La sorprenderá por Capadocia y por Siria. Eso es lo que haría un buen general. ¡Pero no voy yo a darle ideas a Roma!… Se me olvida dónde estoy. ¿Me odió siempre esa mujer? ¿También aquella noche en Palmira? Ahora me lo creo, que esa gente usaba hierbas provocadoras de fantasías. ¡Fue tan hermosa la noche! «¡El nuevo imperio!», dijo. De cañas, de papiro. Sólo con que Artabo lograra reunir mis buques, unirse con mis hijos, poner en juego todo lo que tengo, acabaría con el poder marítimo de sus aliados. Salvaríamos a Alejandría. Pensar que he llegado a querer esta ciudad de granujas. De griegos falsos, judíos cobardes, cristianos revoltosos, mercachifles sin redaños… Claro: aquí viví con Glauka. ¡Qué bien la comprendo ahora! Cuando Ahram el Poderoso ya no tiene poder. Navíos, almacenes, emporios, hombres bajo mi mando y no puedo hacer nada. Como en la Roca. Pero aquello era una puerta; empezar de otro modo. Comprendiendo: siempre esa palabra en la boca de Glauka, en sus sabrosos labios. ¡Y qué razón tenía…! Ahora también estoy ante una puerta: pero saldré y no volveré a entrar. ¡Cuanto antes, no aguanto esta inacción, esta incertidumbre! Me ahogo. Buscar tanto el poder para acabar muriendo sin poder. Me da pena la ciudad; sobre todo Faros. El palacio donde hemos vivido. La torre, nuestro nido. ¡Pensar que esos palmirenos subirán a nuestra alcoba! ¿Bajarán a la gruta, la descubrirán? La gruta de Ittara, de Glauka… No, Ittara nunca la pisó. Ittara; todos son recuerdos. La gruta de Glauka, de su diosa, la verdadera. También la mía. Al menos estoy tranquilo. No hice nada que no aprobara Bashir. Él tampoco mató a la infiel, ahora lo comprendo: la amaba hasta perder su tribu, no pudo matarla. Sí, podré ir a encontrarle si es que Bashir está en algún sitio.

Y Clea… ¿Para quién trabaja ahora? ¿Para su nueva ama o para Roma? Quizás para las dos, es muy capaz. Por el interés trabajará para Roma; es demasiado lista para equivocarse. Pero estará liada con la reina: un buen par de putas. ¡Venir a sobornarme! ¿Yo a las órdenes de ellas? ¿Qué se han creído? Seguro que Clea ayudaría a llevar a Odenato al matadero.

Pienso en lo que ya no me importa. Pero me gustaría saber que viven los tres: Glauka, Krito y Malki. Como vivíamos últimamente. Sólo que Malki en mi lugar. No del todo, ellos haciéndole de padres. Y, esperándoles donde sea, yo con Bashir; también Bashir la amaba. Sólo faltan esos pasos de soldados. Pero ahora tampoco son: es la pisada suave. La de esa que viene a convencerme de que coma. Y la verdad es que tengo hambre. Si me envenenan, qué más da. Pero seguro que esta mujer no lo sabe. Es buena, es dulce, me compadece. No tengas pena, mujer: los luchadores estamos siempre preparados. Y no me espera quien yo quería: no me hago ilusiones.

Las suelas de papiro apenas producen sonido pero el oído siempre alerta de un Ahram a la espera de ciertos pasos las adivinan más que percibirlas. En cambio el chirrido de la puerta desmorona el silencio ahogado del cubículo donde ahora está encerrado. Como cada vez, pronuncia una palabra de gratitud a la mujer que le trae un jarro de agua, un cuenco de nabos y un trozo de pan; pero ella no se limita a depositarlo todo en el suelo, sino que se inclina sobre el prisionero.

—¿Eres tú el amo de Eulodia, una sierva de tu esposa?

El asombrado Ahram asiente.

Entonces ven conmigo. Te van a liberar.

Ahram reprime un júbilo instintivo y no se mueve. ¿Será ésta otra manera de matar? ¿Habrán ellas maquinado algo? Prefiere las pisadas claveteadas de los soldados. Además…

—¿Para qué? Nada me importa ya.

La mujer se inclina hacia él. Su túnica se vence hacia abajo por los gruesos pechos redondos.

—Tu esposa vive.

La carne de Ahram se hace toda un súbito temblor inmóvil. Sus oídos repiten la palabra. Aturdido, insiste. La mujer lo confirma.

La alegría se le viene a la garganta en forma de ahogo, a los ojos en forma de lágrimas. Ahora sí, se ve el temblor en las manos. Alza la mirada a la mujer: ese rostro campesino y vulgar resplandece para él de veracidad. Se pone en pie, nervioso, va hacia la puerta adelantándose.

La mujer le retiene, le guía por pasillos oscuros. Pasan junto a un siervo que les dirige una mirada indiferente. Ahram susurra:

—¿Cómo podemos salir así? ¿Y mi centinela?

—¿No le viste junto a la puerta? Dormía a causa de unas hierbas que le di, para que no le castiguen. Pero él lo sabía; es otro hermano.

—¿Y ahora?

—Por el palacio se mueve mucha gente nueva. No se conocen.

«Después de todo, ¿qué importa?», piensa Ahram, cuya mente no cesa de repetir el nombre de una Glauka resucitada. Llegan a una estancia donde hay herramientas de jardinería, macetas con tierra, sacos llenos, un taburete de madera, cuerdas. Una mujer espera, con un manto oscuro que tiende a Ahram. La que le ha conducido se despide:

—Que Cristo te acompañe en tu camino.

Desaparece antes de que Ahram pueda darle las gracias. Se fija entonces en la que le ha recibido y cree reconocerla. Ante la mirada interrogante ella sonríe:

—Sí, me conoces. Soy Xira y estuve en tu Consejo más de una vez. La hija de Porfiria, la feminera… Pero no perdamos tiempo. ¿Puedes cargar uno de esos sacos? Sería mejor. Sólo hasta la salida, para parecer un obrero.

Ahram lo intenta y, aunque débil, la esperanza le da fuerzas. Cruzan el jardín por la parte trasera y menos cuidada del palacio. Son vistos por un siervo que no les da importancia. Llegan a un portillo de la tapia y Xira lo abre. Salen al lado oriental del promontorio de Lokias, frente a las murallas.

—Puedes ya dejar el saco.

Era tiempo. La pierna herida se resentía. Ahram cree que ha vuelto a sangrar un poco bajo el apósito. Descienden por un sendero hacia el mar, cuya visión llena el corazón de Ahram como el aire salino llena sus pulmones. El mar, la libertad.

Un botecillo les aguarda en la orilla y, mientras Xira queda en tierra, el pescador, con Ahram a bordo, se aleja a golpe de remo. Ahram reconoce en él a uno de los que frecuentaban la taberna de Psachys en el Kibotos. El hombre sonríe con una boca desdentada.

—Maneja redes mientras yo remo, señor; tú entiendes de esto. Y tira el manto al agua aunque tengas frío.

El cielo está cubierto y, tan pronto como rebasan el promontorio y viran al oeste les sacude bastante la marejada. Aunque no es tiempo propicio para la pesca otros botes se afanan en la boca del puerto en busca de algún sustento y ellos avanzan sin llamar la atención de los vigías en la torre del faro. Luego se mueven entre los escollos hacia la caleta septentrional de la isla. Ahram, estremecido, contempla su torre en lo alto del acantilado, la poco visible escalerita en la roca y la boca de la caverna. ¡Se tiraría al agua para llegar antes, si no fuese una locura! Al fin doblan hacia el sur y varan en la pequeña playita occidental. Un hombre sentado en el suelo se levanta y corre hacia ellos. Ahram salta del bote, que torna a la mar, y abraza a Artabo apretadamente.

—¿Glauka?

—En la catacumba. Aún no sabe que vives. No quisimos darle falsas esperanzas. No nos lo creíamos, aunque Xira nos lo aseguraba. ¡Cómo funcionan esos cristianos! Se mueven por todas partes.

Mientras caminan adoptando un aire descuidado Artabo escucha a Ahram y luego le informa de los acontecimientos. En las catacumbas, con Glauka están también Malki y Soferis con Eulodia y dos siervas. Krito murió y de los demás no se sabe nada.

Desde las malezas que ocultan la entrada a las catacumbas Ahram puede contemplar el lado oeste de su Casa, con la techumbre derrumbada y las negras huellas del incendio. Pero todo eso no importa nada puesto que, momentos después, abraza en el subterráneo a una Glauka incrédula, estremecida, loca de alegría por el milagro. Durante un rato se abrazan en silencio, se comprueban así vivos y verdaderos, se comunican su ansia interior. Luego Ahram trae a sus brazos a Malki y los tres se confunden. Al fin se calma, sonríen, se contemplan, asombrados aún. Sólo entonces nota Ahram en su carne el tirón de la fatiga, el dolor de su pierna. Se queja, se acuesta. Al ayudarle Glauka descubre asombrada, en el pecho masculino, la medalla que ella perdió en la carrera nocturna hacia el refugio. El hombre quiere devolvérsela pero ella le hace conservarla; junto a él no necesita amuleto.

El diácono cristiano, que contempla la escena sonriente, sabe de pócimas y heridas. Levanta el apósito, declara que ya no es grave, aplica unos remedios. Ahram bebe ávidamente, come algo y, aunque desearía seguir hablando, enterarse de todo lo ocurrido, se deja vencer por el sueño, rendido al cansancio y a tantas emociones.

Despierta más repuesto y conversa con Glauka, sentados ambos junto a una de las menudas aberturas que, en la pared del risco, dejan entrar en la cueva la luz de la tarde, el olor salino, el rumor del oleaje. Sus amigos están a alguna distancia, en la sombra del subterráneo; los compañeros de refugio respetan el aislamiento de la pareja. Ahram ha narrado sus peripecias y sus encuentros con Zenobia y con Clea; ahora es ella la que le pone al corriente de los sucesos y se detiene, sobre todo, en la fabulosa muerte de Krito. Ahram contempla conmovido el tapiado hueco de la catacumba donde se encuentran los restos de su amigo. Toma entre las suyas las manos de la mujer y contempla los magníficos ojos que, a la sedosa luz crepuscular, son más oceánicos que nunca, brillantes como están ahora por la recuperación de Ahram.

—Te amó mucho ¿verdad? ¡Os he recordado tanto en mi cárcel, mientras esperaba la muerte! No había nada más importante que vosotros.

—Y a ti también te amó, Ahram. Incluso antes de amarme a mí.

—Sí. Fuimos entrañables.

—No es eso. Te amó como un amante. Desde el día en que te vio ante los jueces de Samos. Por eso te defendió.

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