La vieja sirena (76 page)

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Authors: José Luis Sampedro

BOOK: La vieja sirena
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Pensado parece un sueño pero lo vivió mi carne y me lo sigue gritando, tú lo sabes, tú que me escuchas tendido ahí en silencio, tú que aún ayer me hablaste, ¡prodigiosas palabras!, iba yo a sumergirme cuando el sol se acostaba, las aguas violeta con reflejos de oro y sangre, «anda, sirenita, busca otro barco hundido, sácame otro perfume, una moneda», sonreías feliz viendo mis juegos, no hallé lo que pedías pero se abrió una ostra para mí, me mostró su tesoro y lo llevé a tus dedos, acariciaste la perla admirando su oriente, pequeña gota sólida de tu famoso hidrargirio, aunque no reflejo metálico sino cálidamente pálido, de seno adolescente, aún oigo tus palabras, «así han sido los días que me has dado: una capa tras otra de sólida ternura, de vigor opalino, de perdurable luz», y me besaste, ¡cómo me besaste!, hablaste como Krito pero aquel beso no podía ser de nadie sino tuyo.

Ahora eres silencio, acabado para todos, vivísimo para mí, tu última pasión fue la más alta de tu vida, ahora lo sabes, descubierta cuando ya te había parecido imposible, cuando la sangre al fin llegada a tus dedos no alcanzaba a tu miembro, ¡qué tortura la tuya viéndote para siempre mutilado del sexo!, ¡qué sorpresa la tuya cuando te abrí otra puerta del amor, cuando me llevaste al Vértigo sin penetrarme!, fue tu resurrección, aceptarla del todo, aprender a gozarla plenamente, y tu hombría volvió pronto, en cuanto olvidaste haberla perdido… ¿Verdad que ahora tus huesos lo recuerdan?, y lo recordarán aunque sean polvo, aquella noche que empezaste eunuco, renunciando a la esperanza, tan pasivo que hasta dormidas tus obsesiones, sin resistirte al reino de la hembra, por eso mis caricias el milagro, te restauraron la erección perdida, y floreció el espino en tu desierto, ¡qué lágrimas doradas dio tu júbilo!, tú que nunca llorabas, cayeron en mi hombro y me quemaban… «Aunque ésta sea la última…», no pudiste seguir, pero no fue la última vez, solamente distinta la cima del prodigio, fue ternura en el fuego, Vértigo en lucidez, Krito hermano de Ahram, hombre y niño cumplido, ¡andrógino mío!… ¡Y yo creyendo saber desde Bizancio todo lo conocible del sexo de los hombres!, no volviste a hablar nunca como antes, aún hace pocas noches desembarcando en Quíos, bajo el parral filtrándose la luna, «ahora te comprendo y comprendo la vida, junto a ti sus misterios son más hondos que nunca y más fecundos, pero los vivo transparentemente, si yo fuese griego te llamaría Aletheia, porque eres la Verdad», ¡creí oír a Krito con tu voz!

Aquella posada donde me dejaste para acercarte a mi isla al día siguiente, ¡cuánto me alegré de no haber ido!, «no hubieses reconocido nada», me contaste a la vuelta, la pueblan otros pescadores, construyeron nueva aldea, sí, habían oído hablar de piratas, pero eso en todas las islas, te pregunté por el santuario, «fui a donde me dijiste, la punta de poniente, sólo quedaban ruinas, un pedestal, columnas, escalones de mármol hasta la orilla, maleza y soledad, un total abandono», ¡qué tristeza!, ¿es que puede morir así la piedra?, pero ¿cómo extrañarme si aquella noche en que imploré a la diosa vi agrietarse los mármoles?, y ahora los hombres buscan otros dioses…, celebré no haber ido, ¿para qué?, ¿para llorar la ruina de aquel mundo, el primero que tuve?

En cambio no te lloro, todos pasmados de mi serenidad, piensan que el estupor por la tragedia, ¿me esperaban plañidera?, pero he llorado con los ojos de Malki, sus lágrimas sobre mi hombro al verte muerto, el capitán de buque retornado a su infancia, su devastado abrazo buscando amparo, sólo así hubo llanto, ¿cómo llorarte si tú y yo lo sabíamos?, vinimos a lo esperado, tanto que aún anoche tu cuerpo ha sido mío hasta el final, tu hermoso y viejo cuerpo, al alba el mundo vino a despedirte, era tan dulce el aire que salí de la cámara, te despertó mi ausencia y saliste a abrazarme, el barco atracado al peñasco estaba inmóvil, sobre cubierta todos en su sueño, sólo tú y yo vivientes de lo mágico, envueltos por el círculo de basaltos oscuros, la mar hecha un espejo de mercurio, en aquella gran calma universal el sol vino a encontrarte, los riscos se enjoyaron de topacio y de ágata, en las nubes un rosa transparente, el aire azul, divino, luminoso…, tú y yo sentados frente a aquel despertarse la belleza, su despliegue con suaves mutaciones desde la sombra al día, en el silencio susurrante nuestras manos uniéndose, nuestros cuerpos traspasados de embriaguez…

De pronto sentí el rayo: tu mano no era tuya, tu brazo de plomo quebraba mi cintura, tu pecho no era ritmo sino piedra, tu sonrisa detenida para siempre aunque en tus pupilas aún lucía el horizonte… Te tendí estremecida a mi costado, cuidando no hacer daño a tu carne dormida, ¡qué descansada muerte!, fuiste a ella en el momento más hermoso, cuando éramos el centro de una corola mágica, de rocas y de luz, de agua y de reflejos, pero nada podría recomponer mi corazón partido, ya sólo me quedaba el estar a tu altura, ser digna de ti hasta encontrarte de nuevo… Ya te llevó la muerte, también tu enamorada, no te voy a dejar solo con ella, a sus brazos iré para encontrarte, a esa muerte que afila nuestras vidas y así les da sentido, no tardaré en llegar donde me aguardas…

El cuerpo amado yace sobre el tapiz, tocando a través de él una tablazón de navío, como lo quiso siempre. Likos se había ofrecido para ayudar a Glauka a lavarlo y ella hubiese aceptado esa ayuda sólo esa, porque era el marinero cristiano del viaje a la Roca, pero esa carne era sólo suya, así es que la lavó reverente, retirada en la cámara, con agua recién sacada de la mar porque él pertenecía a la mar y había salido a vivirla en aquel último viaje. Previamente Glauka había retirado del cuello de Ahram la medalla encargada para ella, la segunda medalla de Ittara que él acabó llevando y ahora ha vuelto al pecho femenino. Luego le secó cuidadosamente y se dio cuenta, sorprendida, de que aunque sus manos siguieran transidas de amor pasaban sobre aquella carne de otra manera, con serenidad hecha de amargura y de pasión al mismo tiempo. Ungió después el cuerpo con el perfume del ánfora de Cleopatra, comprendiendo al fin para qué se la había regalado el mar de Creta.

Sólo entonces llamó a Malki y a Likos. Entre ambos sacaron el cuerpo a la toldilla, donde el mar y el aire le acariciasen mejor, a través del sudario que sólo dejaba a la vista el rostro. Ella se sentó a su lado en el tapiz y los demás se acercaron en silencio. Ahora Glauka no ve a nadie; sus ojos están fijos en el perfil de halcón del Navegante, más audaz que nunca, más sereno que jamás le haya visto. No percibe ninguna otra cosa, ni siquiera los altos acantilados negros de la isla de Thera, a la que habían llegado la víspera entrando en la oscura corona de basaltos formada por su curva de media luna, cerrada por la isla de Therasia frente a la concavidad y la más pequeña de Apronisi, junto a la cual atracaron.

¡Cuán diferente, aunque el mismo, su amado muerto de su amado vivo! Ahram sigue siendo fuerte y pétreo, pero ahora lejano; presente pero a la vez irreal. Glauka se atiranta en un potro entre dolor y serenidad: dolor de que el Ahram junto a ella sea tan inalcanzable y serenidad de que todo es como es y el dolor es la forma más intensa de sentirse vivo. Más que el placer y el arrobo, porque en el éxtasis se sale de una misma. Ahora se siente toda: sus entrañas son un mundo acongojante, su corazón un aleteo crispado, su carne un desafío frente al destino.

El sol, el calor, imponen su mandato. Glauka se levanta y habla serena. En silencio terminan de coser el sudario, escondiéndose así el rostro, y le amarran a los pies un anclote. Puesto el cuerpo sobre una tabla apoyada en la amura basta inclinarla para que Ahram resbale por última vez hacia su mar. Suena la salpicadura, saltan los círculos de ondas, puede verse aún la blancura oscilando lentamente en su descenso bajo las olas.

Glauka, inclinada sobre la borda, observa cómo se va desvaneciendo el cuerpo en las aguas sombrías, extrañada de no verle detenerse sobre un fondo de algas y madréporas, pues el barco está atracado a tierra. Y ya va a retirarse cuando, de pronto, las aguas se estremecen un momento, sin motivo aparente, dejando escapar gruesas burbujas. Quizás se desprende así el aire envuelto en el lienzo, pero a ella le parece un gesto de aceptación: el océano acogiendo a quien tanto se dio a él toda su vida.

30. Descenso a las alturas

«No le vi tocar fondo —piensa Glauka—, el islote Apronisi emerge a pico. Así no le moverá el oleaje será fácil hallarle cuando vuelva.» Ella sabe que el mar trata los cuerpos más piadosamente que el aire. No se corrompen, no se descomponen, duermen envueltos en líquido, como en el vientre materno, hasta que se deshacen. Solamente dispersa los huesos desprendidos, pero ella acudirá a evitarlo. Tomó esa decisión cuando le vio derribado en el lecho por aquella media parálisis. Cierto, había reprochado a Krito su ir al encuentro de la muerte con el «Dragón», pero junto a su enfermo le comprendió. No siempre ir a morir es rechazar la vida sino darla por hecha, culminarla. Además, ella no pretende precipitar su muerte, sino esperarla junto a Ahram, bajo las aguas. Y, sobre todo, ya se siente muerta desde ese último amanecer del universo que ambos compartieron.

Por eso desdeña el tiempo, pues ya le sobra. No zarparon inmediatamente y ella pasó la noche sobre cubierta, sin necesitar el sueño, anclando en su memoria, para reencontrarla más tarde, la corona rocosa de la bahía, que la luna fue alumbrando con progresivos ángulos, haciendo que a medianoche sólo hubiera hacia el sur un creciente de sombras al pie del farallón y que toda la mar fuera un espejo de plata luminosa. En cambio no se interesa por el alba, no quiere contemplarla sin él, y a los primeros arreboles, en un cendal de nube, despierta a los hombres y les dicta órdenes inesperadas. Dudarían en cumplirlas si no fuera porque esa mujer —tan marinera como ellos, con sus secretos conocimientos, y hasta más— es la de Ahram, la Señora. Largada la amarra e izadas las velas el Samio coge el viento y enfila la boca norte de la bahía, una de las dos que rompen el círculo, entre la media luna de Thera y la isla complementaria de Therasia. Vuelve así la popa al sur, que era el rumbo por todos esperado, y ordena mantenerse hacia el norte, levemente al oeste para pasar entre los y Síkinos, que no tardan en apuntar en el horizonte, como un asomo de tierras bajo los primeros rayos de la mañana.

—¿Adónde vamos? —pregunta Malki.

—A Psyra.

—¡Si no quisiste acercarte desde Quíos!

Ella le mira bondadosamente:

—Eso era antes.

Y dispuesto así su destino deja el mando en manos del joven capitán y se repliega a popa, en la cámara donde todavía, hasta que en pocas horas el viento marino barra esa memoria, huele a la presencia de Ahram, a la intensidad de la última noche, al placer y la muerte mezclados.

Pero el viento no puede llevarse los recuerdos de Glauka. Toda su vida pasa por su mente mientras, tendida donde con él se recostaba, siente en su cuerpo el balanceo de la navegación y oye los chirridos del cordaje, el chapoteo del agua contra el casco, el susurro en las velas. Así se mecía el pequeño y ligero casco de los coraleros que la salvaron y, sin saberlo, la llevaron a los brazos de Domicia. Así chascaban las velas al virar o con viento racheado en la embarcación de Vesterico, que la llevó a su vez a la pasión de Uruk. Así, sobre todo, cortaba las aguas el Jemsu en aquel primer viaje desde Tanuris, con un Malki infantil, juguetón, inconsciente de la vida.

A lo largo del día la nave pasa entre la marmórea Paros y la vinosa Naxos, donde Dionisos encontró a Ariadna. Luego, entrada ya la tarde, dejan a babor Mykonos y enmiendan el rumbo hacia levante para acogerse durante la noche a una playa de la abrupta y desolada Ikaria.

A media tarde del siguiente día avistan las montañas de Quíos, con su crestería rocosa. Entonces se desvían hacia el noroeste para alcanzar la meta del viaje y allí, en Psyra, fondean cerca del santuario frente a la nueva aldea. Desde cubierta Glauka contempla unas cabañas análogas a las que ella conoció, unos fuegos de hogar como los que la calentaron y revive momentos, felices y dolorosos, alzados desde los removidos posos de su mente. Luego se vuelve a la amura de estribor y contempla enfrente, en el empinado promontorio, unas manchas blancas, verticales algunas, entre los lentiscos y los cipreses. Más blancas todavía, tras la luz declinante del ocaso, cuando luego el plenilunio llena de resplandor los mármoles en esas ruinas del santuario.

Los hombres aguardan sin comprender. Glauka llama a Malki a la cabina y le declara su propósito, aunque sin poder revelarle que regresará a Thera ella sola bajo las olas. La razón que le ofrece para quedarse en Psyra es la de retirarse del mundo volviendo a sus orígenes, a fin de acabar su vida donde la comenzó. En vano Malki trata de retenerla, insistiendo en que él la necesita, como todos en la Casa, y en que ella no conoce a las nuevas gentes de la isla… Lo más que ella concede es la posibilidad de cambiar de idea y regresar a Alejandría si, pasado algún tiempo, la decepciona su nueva vida; por ahora no quiere estar en lugares donde haya vivido con Ahram y donde todo le recuerde su pérdida. Malki se rinde al fin y la deja sola en la cámara, sintiéndose abandonado y herido en el fondo por creer que él no significa nada para ella. Deteniéndose un momento en la borda para que los compañeros no vean sus lágrimas, acude a comunicarles la decisión y, tras discutirla en vano, se entregan todos al sueño, esperando despedir a Glauka al día siguiente.

Pero Glauka rehúye las despedidas, después de haber dicho ya su adiós al que sigue siendo en su corazón el moreno muchachito de Tanuris, con su amuleto a la cintura. Con todo sigilo, alta ya la luna, Glauka desciende por la escala y se deja envolver por las aguas tranquilas, braceando despacio hacia el santuario. Recuerda así las veces que ha nadado para Ahram desde que se sumergió a rescatar la daga: encontrándole una concha, un encarnado coral, un pomo de perfume, una moneda… hasta que, por último, ella le ofreció una perla y él se la agradeció con las más conmovedoras palabras.

Llega a las escaleras; un peldaño está roto y la hierba crece entre las junturas. Sube por ellos, recordando cómo tuvo que arrastrar su cola en otro tiempo, y se detiene frente a las columnas ahora blanquísimas de luna, casi vibrantes bajo la plata líquida, como aquella otra noche decisiva. Un súbito temor le oprime el pecho: el visible abandono es mucho más grave de lo que había supuesto oyendo a Ahram. No sólo las plantas invaden el recinto, y hasta una higuera ha logrado nacer entre dos sillares disjuntos; no sólo faltan las flores, frescas o ya secas, habitualmente ofrecidas a la imagen de la diosa, sino que, trágicamente, el pedestal se encuentra vacío: Afrodita Urania ha abandonado también el santuario. Glauka busca en vano la estatua, por si acaso yace derribada, pero alguien se la llevó, profanando el lugar y aniquilando así las esperanzas de Glauka. Su corazón acongojado se hiela: ¿a quién invocar, qué divinidad comprenderá su petición si no es la misma que la atendió entonces?

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