La vieja sirena (71 page)

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Authors: José Luis Sampedro

BOOK: La vieja sirena
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Quedaba claro así el ilimitado alcance de la ambición palmirena. Ahram comprendió que Zenobia se lanzaría a la conquista de Alejandría, segunda ciudad del mundo después de Roma y llave del comercio marítimo con las tierras del incienso y de las especias. Los acontecimientos, además, seguían favoreciéndola. A poco de comenzar el año siguiente murió de peste Claudio Gótico, cuando preparaba en Panonia otra expedición contra los vándalos. El reinado de su hermano Quintilo, nombrado emperador por el Senado, sólo duró tres meses frente a los ataques de quien ya había sido bajo Galieno jefe de la nueva caballería, Lucio Domicio Aureliano, al cabo triunfador en esa lucha. Zenobia aprovechó la disputa atacando por Galilea la ciudad de Ptolemaida, muy ligada comercialmente a Alejandría, y Zabdas venció toda resistencia en los llanos de Esdraleón, abriéndose así paso a la ocupación sucesiva de Samaria, Judea e Idumea. En poco más de un mes el ejército palmireno alcanzaba al fin la frontera de Egipto.

Allí le cerró el paso otro enemigo diferente: la inundación anual. Semanas antes se había registrado la primera subida en los nilómetros de las primeras cataratas y ya en el verano el valle y toda la extensión del delta, desde la boca Pelusíaca oriental hasta la Canópica occidental, era un vasto lago donde sólo sobresalían, como islas, las ciudades y aldeas previsoramente construidas sobre las ligeras elevaciones del terreno. El ejército se detuvo porque avanzar por aquel país empantanado hubiera sido una locura.

Ese respiro de unos meses fue aprovechado por las autoridades alejandrinas para aprestarse a la defensa. Aureliano envió a un nuevo prefecto de su confianza, Tenagino Probo, con un séquito de oficiales y dignatarios que incluía a un epistratega distinguido, al mando de la caballería, durante las campañas de Mesia y Panonia. No era sin embargo esa historia personal la que más le capacitaba para la lucha urbana en un asedio y, por otra parte, el prefecto era un rico senador acreditado como avispado comerciante pero cuyo principal mérito consistía en haber sido de los pocos que se negaron a votar la fugaz investidura de Quintilo. Por eso Ahram, con sus aptitudes para la defensa por mar, y su conocimiento de la ciudad y del medio circundante, se convirtió en el asesor principal del prefecto y en uno de los organizadores capitales de la defensa. De acuerdo con el jefe de la Legión Cirenaica se decidió a utilizar esta aguerrida tropa para retrasar el avance desde el brazo oriental del delta, defendiendo una tras otra las sucesivas ramas del Nilo cuando el descenso de las aguas permitiera la lucha, apoyándose para ese despliegue en la base de Menfis, donde empezaba a dividirse el río. Sin esperanzas de victoria, porque las fuerzas imperiales eran inferiores, se pretendía con ello dar más tiempo a la llegada de socorros enviados por Aureliano, enfrentado una vez más con las tribus germánicas. Dificultaba esa defensa la actitud pasiva, cuando no hostil, de los numerosos campesinos del delta, a quienes los sacerdotes egipcios, aliados de Zenobia con la esperanza de recobrar sus anteriores riquezas y preeminencias, habían convencido de que vivirían mucho mejor como dueños de sus tierras bajo un monarca oriental que como simples colonos del emperador romano.

En cambio, dentro de la ciudad eran filorromanos el poderoso clan judío y los griegos de Bruquio, por el miedo a perder sus riquezas en un saqueo y a la ulterior opresión de Palmira, secularmente envidiosa de la prosperidad alejandrina. También los cristianos se aprestaban a la resistencia, pues poco a poco habían logrado mejorar sus situación con la tolerancia creciente de los últimos emperadores; y sus numerosas conexiones con sus correligionarios de todo el Oriente les permitían prestar valiosos servicios de información sobre el enemigo. En cambio los egipcios de Rhakotis, los pescadores del puerto y del lago y, en general, la chusma siempre alborotadora era filopalmirena, por las expectativas del saqueo.

En la ciudad se dedicó el verano a reforzar las murallas, acumular víveres y medios de guerra, intensificar la producción de armas y preparar abrojos de hierro y otras trampas contra la caballería, que constituía la fuerza más temible de Palmira. Los barcos godos hostigaban a los romanos, pero la vía marítima no quedó del todo cortada, pues las naves alejandrinas, sobre todo las de Ahram, estaban hechas a afrontar la piratería. A partir del otoño, sin embargo, la navegación de ambos contendientes se vería reducida a lo más indispensable, como todos los años. Por desgracia la defensa del delta no pudo mantenerse mucho tiempo. Zabdas desató la ofensiva en cuanto las tierras empezaron a endurecerse y, con su política de evitar los saqueos, logró que la población campesina fuera más hostil a los romanos. Zenobia continuó su implacable avance, empujando hacia Canope y luego hacia Alejandría a un tropel de refugiados, entre los que se encontraban los habitantes de Villa Tanuris, cuya defensa era imposible y donde sólo quedaron, con el sacerdote del santuario de Nuestra Señora de las Aguas, los siervos y colonos egipcios que se consideraban respetados por los invasores. Ahram imaginaba el triunfante orgullo de Zenobia cuando ocupase la propiedad del hombre que allí la había agasajado y a quien ella había querido asesinar con tanta astucia. Pero eso le atormentaba menos que pensar en el sepulcro de Bashir, aunque confiaba en que la isla no atrajese el interés de los invasores.

Mientras tanto, sin descuidar sus tareas en la ciudad, Ahram preparaba la isla de Faros como último reducto, por si en ella se podía resistir hasta la llegada de refuerzos, en caso de pérdida del centro urbano. Para ello había hecho traer con tiempo, desde el Campo Esmeralda y los astilleros de Darnis, los mejores artefactos creados por sus ingenieros, especialmente máquinas para lanzar fuego griego sobre el enemigo y, sobre todo, la mejor aplicación del espíritu de fuego: un lanzallamas que, mediante bombeo a presión, arrojaba un chorro de ardiente líquido por un tubo de bronce, mientras el operador se protegía tras una chapa de madera forrada por el incombustible tejido hecho con filamentos del nuevo mineral. «Dragón» era el nombre dado por Ahram al aterrador ingenio, con plena conciencia del mítico espanto producido al accionarlo. Además de esos recursos bélicos, Ahram acumuló vituallas en la Casa, mientras Glauka, con Soferis, le ayudaba en la organización de la resistencia. Una noche Eulodia confió a su ama que en la parte rocosa, a poniente de la isla, cerca de unas cabañas de pescadores que servían de cobertura, existían unas catacumbas cristianas donde podrían ocultarse Glauka y los suyos en caso necesario. El diácono de su comunidad la había autorizado a revelar el secreto y Glauka se conmovió ante tal prueba de confianza, esperando que no fuera preciso ocultarse allí y prometiendo a Eulodia no revelar a nadie ese refugio cristiano.

Ahora Zabdas no pierde el tiempo. Dos días después de la observación realizada desde el faro por los defensores lanza su ataque contra la Puerta del Sol y murallas orientales, desde la torre septentrional del recinto, en el promontorio de Lokias, hasta la meridional, junto al canal del Nilo y el lago. Por suerte es la parte más recia de las murallas y, además, los barrios interiores contiguos están habitados por ciudadanos partidarios de la defensa: griegos del Bruquio y la Neapolis, judíos junto al Nemesion, cristianos en las faldas del Paneum y funcionarios y notables en las elegantes residencias más próximas al palacio que, debidamente reforzado, es el eje de la defensa y alberga el cuartel general.

Sin embargo, como temía Ahram, la desigualdad de fuerzas se impone. Bastan diez días de violentos asaltos para que el enemigo se abra paso e irrumpa por la vía Canópica, obligando al abandono del palacio. Zabdas lo ocupa de inmediato, mientras todavía se defiende el resto de la ciudad, en medio de la confusión creada por los filopalmirenos. Al día siguiente hace su entrada la reina con su hijo, tras unos días de espera en Villa Tanuris. Llega en una litera de campaña espléndidamente adornada, con Vabalato cabalgando a su lado, y una magnífica escolta de arqueros palmirenos a caballo, tras su séquito de oficiales y dignatarios, vestidos unos con la clámide de los jinetes romanos y otros con pantalones persas. Desde la terraza de Ahram se puede ver cómo se iza, a los sones de trompetería y címbalos, el estandarte de Palmira sobre el frontón de la residencia imperial y cómo en la explanada de los jardines se alzan suntuosas tiendas para la oficialidad. En esos momentos Glauka imagina la sonrisa de triunfo de Zenobia contemplando, como ella, la ciudad todavía en lucha y, al otro lado del puerto, la Casa Grande del Navegante, cuya posesión colmará pronto su orgullo. Pero Glauka no puede entretenerse en esas reflexiones porque su corazón sufre sabiendo que Ahram lucha todavía en las calles, si bien con el propósito de retirarse a Faros por el Heptastadio en el último momento. Glauka desea con ansia ese repliegue de Ahram a la isla, para unirse a ella y resistir o perecer juntos. En medio de su amargura no puede por menos de admirar el talento de Zenobia, reprimiendo por todos los medios los saqueos y destrucciones habituales en las luchas urbanas. Tampoco se ha producido ningún gran incendio: Alejandría es una joya espléndida y Zenobia la quiere intacta.

Por eso mismo se frustran las esperanzas de Glauka de recobrar pronto a Ahram, pues Zenobia ha encargado a Zabdas que una punta de lanza, formada por tropas muy escogidas, penetre a lo largo de los muelles para proteger los mejores edificios, situados entre el puerto y la vía Canópica. Cuando Ahram, que combate en torno a la tumba de Alejandro, decide retirarse por el Heptastadio, ya no puede alcanzar su objeto porque el estribo sur del puente está en manos de los palmirenos. A pesar de ello intenta furiosamente abrirse paso con algunos hombres, pero recibe una saeta debajo de la clavícula y otra le hiere en la pierna, impidiéndole andar. Sus hombres, cercados, se niegan a abandonarle y resisten en torno suyo hasta sucumbir; sólo uno logra deslizarse entre los enemigos arrojándose al mar y llega herido a la isla, donde comunica a Glauka la tristísima pérdida de Ahram y sus compañeros. Únicamente la conciencia de sus responsabilidades hacia Malki y los demás impide matarse en el acto a la desesperada Glauka, que se fuerza a continuar frente a la adversidad como el propio Ahram hubiese hecho. Sobreponiéndose a su pena adopta con sus amigos las últimas disposiciones para sobrevivir el mayor tiempo posible bajo el dominio de los invasores, a los que mientras tanto, en pocas horas, ven avanzar a lo largo del puerto occidental, llegar a Kybotos, cruzar la muralla occidental y perseguir a los últimos fugitivos romanos y alejandrinos por entre las tumbas de la Gran Necrópolis y en torno al suntuoso centro de embalsamamientos. Cuando llega la noche no tienen la menor duda de que el asalto a Faros se producirá al amanecer.

Ayudada por Krito, Malki, Artabo y Soferis, Glauka recoge los bienes más valiosos y transportables, junto con algún recuerdo y documentos importantes. Guiados todos por Eulodia, Marsia y otras dos siervas también cristianas, alcanzan en la oscuridad nocturna la entrada secreta de las catacumbas, donde son fraternalmente recibidos. Allí se dan cuenta de que falta Krito, pero están acostumbrados a sus peculiares escapadas y suponen que no tardará en aparecer. Mientras tanto Artabo, convertido en jefe militar del grupo, propone permanecer ocultos unos días y cuando se relaje algo la vigilancia de los ocupantes escoger una ocasión para apoderarse de alguna de las pequeñas embarcaciones concentradas en el puerto y huir en ella a Antiphrae o Darnis, donde se encuentran los astilleros de Ahram. Pero en esa noche horrible todavía cae sobre Glauka otro golpe cruel pues aunque, dada la tardanza de Krito, salen varios a buscarle, no logran hallarle. No pueden explicárselo sino temiendo que, mientras caminaba el último de la fila en el sendero al borde del mar, se haya despeñado por los riscos. En los días siguientes, aún trajeron otras malas noticias los mensajeros cristianos: Assurgal y Dagumpah quedaron muertos en el asalto al Museo por las turbas de Rhakotis, antes de que pudieran impedirlo las tropas enviadas para proteger ese centro científico.

¡Si Glauka pudiera saber que Ahram no ha muerto! Quienes le reconocieron y apresaron le llevaron inconsciente al palacio real donde, por orden de Zenobia, fue asistido por un médico y una sierva constantemente a su cabecera. Cuando recobra el conocimiento, el prisionero comprende, por el lujo de la estancia y las frondas visibles a través del ventanal que se encuentra prisionero en una habitación del palacio, llegando a sus oídos los sones reglamentarios de trompeta. Cierto día, cuando ya le han permitido levantarse, con el brazo izquierdo en cabestrillo y un apósito en el muslo herido, entran dos soldados palmirenos y le conducen, por diversos corredores y estancias, hasta una cerrada puerta que se abre para él.

La traspone venciendo la fatiga de haber caminado hasta allí y consigue dar unos pasos con aire casi marcial: ha visto al fondo del gran salón de palacio, en el trono del prefecto, bajo las talladas águilas romanas, a Zenobia llena de magnificencia, sentada a la oriental con las piernas cruzadas y junto a ella, de pie, un joven imberbe más parecido a Odenato que a su madre. Altivo, sacando fuerzas de su voluntad, Ahram permanece erguido, mirándola de hito en hito, mientras llamea la cólera en su corazón. ¡Ah, si tuviera siquiera su daga! ¡Moriría gustoso matándola!

A ambos lados del trono aparecen varios oficiales y dignatarios de alto rango. Sentada en las gradas, al lado del sitial de la reina, el indignado Ahram reconoce a una Clea sonriente, casi amable. Pero lo que más le sorprende es ver sobre la cabeza de Zenobia el tocado de las soberanas ptolemaicas: sólo más tarde se enterará de que, alegando documentos que ha presentado al Consejo Municipal, la palmirena reivindica su descendencia directa de un hijo de Ptolomeo Auletes y, por tanto, su derecho a heredar de la última Cleopatra la doble corona del Alto y Bajo Egipto. La generalizada convicción de que los documentos son falsos no ha impedido al Consejo rendirse hipócritamente a la voluntad real y acatar a Zenobia, la Pía y Augusta regente de Palmira como soberana legítima. Pero esos detalles le llegarán más tarde a un Ahram, en ese momento preocupado tan sólo por tratar a esa hembra con toda la altivez posible en un cautivo.

Tan arrogante es su actitud que un oficial real indignado, se acerca alzando una fusta y mandándole prosternarse, pero el gesto de la reina impide el golpe mientras Ahram declara con energía:

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