La vieja sirena (66 page)

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Authors: José Luis Sampedro

BOOK: La vieja sirena
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En toda la navegación desde la Roca la actitud de Ahram fue impasible y deferente, compartiendo con ella la camareta de popa, donde pasó las noches rendido por el agotamiento y con sueños agitados, mientras ella cavilaba, tratando de comprenderle. «¿Será él capaz de comprendernos a nosotros?», pensó Glauka mil veces, deseándolo con toda su alma, y no tanto por que ello la salvara de la muerte sino porque mitigaría las penas de Ahram, su dolor de enamorado posesivo y la herida de su orgullo. Para los demás esas compartidas noches pasaban perfectamente por ser las de una amante pareja al fin reunida. Ni Artabo pudo sospechar las tensiones que ambos soportaban.

En cambio Malki… Malki turbó con frecuencia a Glauka, con su nueva manera de mirarla. Desde que fue el primero en percibir el islote, emergiendo en el horizonte marino, empezó a asomar en él una personalidad adulta. Sólo él, aún ignorante de los hechos, adivinó que algo extraño se interponía entre su abuelo y su compañera; por eso la miraba como para penetrar en su mente. A su vez, esas miradas le hacían verla de otro modo, descubrirla con sexo, contemplarla como hombre. Además, por coincidencia con el tiempo, durante el viaje cambió la voz del muchacho, se oscureció el bozo sobre su labio, se tornaron más ufanas y aplomadas sus actitudes. Glauka empezó a descubrir en él esa jactancia con la que el macho joven protege su inmadurez interior y se sorprendió viéndole como una réplica del abuelo en su juventud. Verse tan escudriñada por el muchacho y verle a él tan instalado ya en su virilidad añadió confusas turbaciones a sus incertidumbres.

Ahora, mientras aguarda en la torre a conocer su destino, tampoco le asusta la muerte; como no la temió en los calabozos del circo, esperando el zarpazo de las fieras. Ahora, como entonces, sólo siente rechazo ante el dolor, porque perturba la dignidad de la vida. Sabiéndose mortal por su propia voluntad, sólo le entristece la idea de perder el sentirse viva, de que se apaguen las hogueras de su cuerpo y se hielen sus ríos interiores. Se resiste a creer que Ahram sea capaz de alejarla para siempre, con la muerte o la venta; le hace daño pensarlo pues significaría que ella no supo darle todo lo que él le ha dado a ella. ¿Tan poco valdrían para Ahram los años en que se han amado, el amor que aún ella siente, más vivo en este dolor que nunca?

Sus confusos pensamientos se disipan de golpe al sonar en la escalera los bien conocidos pasos. Su corazón se dispara, se desquicia. Deja de oírlos pero escucha una respiración: Ahram se ha detenido a su espalda. Glauka se vuelve, se arrodilla e inclina la frente hasta que en su mirada sólo entran los pies del hombre.

—Así que te arrepientes… Aún esperaba no tener que creerme tu vergüenza.

Glauka se pone en pie y mira de frente al hombre que, a su pesar primero, admirado después, percibe cuánta dignidad hay en ese gesto.

—Te equivocas. Vergüenza, ninguna. Arrepentirme, tampoco. Fuimos y sentimos como hijos de la vida.

—¡Hijos de perra! —se le desata la furia por haberla admirado hace un instante. La sangre le ciega, le arrebata—. ¡Toma, para que sigas sintiendo!

La tremenda bofetada derriba sobre el cercano lecho a la mujer. La mano del hombre roza el pomo de su arma mientras ella le mira impávida, luego se vuelve hacia la alcándara donde cuelga una fusta: cambia el acero por el cuero. Pero de acero es esa mano cuando desgarra de un tirón la túnica femenina y a zarpazos deja el cuerpo desnudo, luminoso en su dulce color de miel. Ante esa carne, traspasada de ternura y de piedad por su verdugo, Ahram vomita los peores insultos, entrecortados por una obsesionada pregunta:

—¿Qué te dio él que yo no tenga? ¡Si no es hombre siquiera, esa zorra de los muelles!

Glauka calla esperando el mordisco de los latigazos, pero el cuero no cae sobre ella. En cambio las enfurecidas manos, queriendo destruir la compasión visible en la mirada femenina, dan la vuelta al cuerpo tendido y lo ponen de bruces, las rodillas en el suelo, los brazos en cruz, la espalda vulnerable. La arrebatada sangre de Ahram se enciende con esa visión y se agolpa en su sexo al contemplar las nalgas femeninas. Dos manos las apartan y Glauka siente el ariete endurecido tantear en su secreta entrada, encontrarla, y encularla brutalmente con un vaivén frenético, hiriente, ajeno a toda intención placentera mientras la voz sigue agrediendo furiosa:

—¿Te daba esto que tragas, ese cerdo?… ¡Si no lo tiene! ¿Por qué lo hiciste con él?

«Porque no me daba esto, justamente por eso», piensa la mujer mientras soporta el dolor de las embestidas. Las ha recibido peores en otros tiempos, más torpes y más brutales aún, pero no tan despiadadas, y se angustia, sobre todo, porque ese ariete degrada a Ahram más que a ella, golpea los cimientos de su amor… «No te destruyas, Ahram; no nos destruyas», se repite mentalmente en su congoja. Estaba preparada para la muerte o para el perdón, para el látigo incluso, pero no para recibir esa prueba de odio. Cierra los ojos que le escuecen como si llorase sangre: ¡ese odio!… Es su corazón y no su cuerpo el roto, el desgarrado, el violado…

¿Odio? Tras su sacudida espalda oye otro desgarro, un gemido, un llanto de Ahram mientras la posee. Lo llama llanto porque no conoce palabra ninguna para esa desgarradura en la voz, ese quebranto de una garganta humana, ese estertor de cordero en degüello, esa erupción de sangre y no de voz, esa rajadura desde la boca a las entrañas, esa congoja ventral, ese inexpresable derrumbamiento de un hombre que, al fin, se derrama entregándose y deja desplomarse su pecho viril sobre la espalda hembra…

Sólo por un instante, pues el pecho se yergue como si le quemara esa suave piel. Ella, inmóvil, siente a Ahram dar dos pasos atrás, percibe en su carne el peso de la mirada que la escruta, registra el hondísimo dolor de la voz enternecida:

—Tú no, pero yo sí. Siento vergüenza de tu conducta, me arrepiento de mi blandura… La culpa es de la Roca; antes de aquella soledad os hubiera matado a los dos… Cargo con tu deshonra —ahora la voz es contenido sollozo—, pero no puedo verte. Vete… ¡Vete!

Glauka se levanta, se viste rápidamente otra túnica y mira un instante a Ahram. Impávida como antes, pero transida de silenciosa pena. Cuando ha llegado a la puerta oye de nuevo la voz turbada, murmurando:

—Quédate abajo. No vuelvas a subir, pero no traspases la cerca.

Glauka inclina la cabeza en silencio y baja lentamente la escalera. Al pie encuentra a una Eulodia desencajada, temblorosa;

—¡Señora! ¿Qué pasa? ¿Y el amo? ¿Ha…? Ese grito suyo…

Glauka comprende que la esclava no se ha atrevido a decir «muerto» y deniega con la cabeza. Eulodia continúa:

—Pero ese grito… ¡Nunca oí nada igual! ¿Está enfermo?

Glauka vuelve a negar, mientras piensa que algunos morimos en vida, como ella murió en aquella playa donde acabaron con su hija, y continuó muerta en el barco pirata. Pero no dice nada. Se sienta en el poyo de piedra, clava sus codos en sus rodillas mirando la pequeña llama del hogar, recordando las brasas que le quemaron los dedos en Psyra, recordando su vida. Oye la voz cariñosa:

—¡Temía tanto que te matara…! Los gentiles lo hacen, pero Cristo perdonó el pecado.

Glauka hunde la frente en sus manos y, al fin rompe en desgarradores sollozos, pensando que quizás el hombre sufriría menos si la hubiese matado. Sollozos que, sobre todo, son su parte en el dolor de Ahram, la descarga de la tensión… Eulodia, sin comprender nada, no se esfuerza por calmarla; intuye que ese llanto es necesario. Solamente murmura:

—Señora, el amo es bueno… Es bueno…

Así le vi la primera vez, cuando me interpuse entre su nieto y el perro enfurecido, hace nueve años, también entonces me postré de rodillas como anteayer y también mi mirada se posó en sus pies de hombre de mar, cuando aquella tarde entró en mi vida, aquel de entonces me hubiese matado, hubiese empuñado su daga sin vacilar un momento, me hubiera hecho menos daño así que oyéndole llorar, que escuchando a mi espalda, mientras me penetraba un tigre en agonía… Aquél me hubiese matado, pero éste es otro, el de después de la Roca, él mismo lo dijo anteayer, ni siquiera ha dado importancia a la presencia de Clea en Palmira, ya sospeché siempre de esa espía, quién sabe si facilitó informes sobre la Casa Grande al asesino que intentó apuñalar a Ahram, despechada porque Ahram no le duró nada, mucho despreciar a los hombres pero ansiosa por encontrar uno de verdad, y ahora Ahram casi no la ha recordado… Es otro Ahram, quizás ahora sea más el mío, pero no me atrevo a la esperanza… ¿Cómo ha vivido esas semanas? Contó los detalles, pero lo esencial no es eso. He de comprender al hombre a solas en la Roca durante semanas, he de devolverle a él, a mí. ¡Qué importan mis terribles horas últimas, estos dos días prisionera en la torre, alimentada a la fuerza por Eulodia viéndole marchar temprano y volver tarde, sabiéndole arriba desde mi destierro aquí abajo! ¡Dos noches destrozada, en vela, peor que muerta, rechazada por él!… Aunque, claro, no me ignoraba; fui incapaz en mi dolor de sospecharlo, pero lo sé ahora. Sé que también velaba él. Aunque ¿acaso sé nada? Sólo que ahora no es el mismo, que ha pasado por la Roca, como la llama él, esa puerta en su vida… ¿Una puerta hacia dónde? Repaso sus palabras, he de retenerlas para volver a aprenderle, para llegar más adentro, para ayudarle a reconstruirse… Fatigosa y dulcísima tarea, pero sólo así llegaré hasta su centro, será más mío que el otro Ahram, el que hubiese matado.

Vergüenza… ¿de qué?, ¿de expresar la vida, de responder a ella como la flor al sol?, ¿de vivir sin robar nada a nadie?… «Manchar el nombre», ¡nefastas palabras!, ¡mentiras en un trono o en un libro sagrado!, honor, honras: siempre son fúnebres, asfixiando la vida, al menos en la Roca no significaban nada, allí donde no había jueces, ni libros santos, ni otros hombres ciegos, allí donde sólo la piedra y el mar, el viento o los cangrejos, allí ha empezado a comprender, al menos eso ha hecho por él la Roca… Y mucho más ha hecho, él no lo sabe aún pero yo lo he sentido en su abrazo de esta madrugada, cuando al fin me llamó, ¡qué galope mi corazón subiendo la escalera!… ¡pobrecito mío, qué acongojado estaba!, increíbles lágrimas en sus ojos, ¡qué dolor verle impotente para reprimirlas!, pero no las ocultó, fue valiente al desprenderse así del antiguo Ahram, el que —estoy segura— murió al castigarme anteayer. Todavía no sé bien cómo siente, ni qué futuro nos aguarda a los tres, pero en todo caso es verdad lo que me repetía: ha traspasado una puerta, un umbral de su vida. Quiere interpretar ese golpe de timón en su historia, el marino cristiano le dijo a bordo que el islote era el último de los llamados «farallones de Jiraq» y ahora necesita saber quién era Jiraq, qué dios o marinero, obsesionado por conocer el secreto sentido de la Roca, si alguien habla del islote, del peñasco, en el acto corrige: «No, la Roca, la Roca de Ahram», su puerta de segura piedra.

Su puerta, no sabe bien cuál, me lo descubrían anoche sus palabras en los descansillos del amor, yo exhausta de la tensión nerviosa más que del espasmo, pero colmada por el Vértigo revivido, hablábamos al final, refugiada yo en sus brazos como él en su Roca, Ahram mi puerta, mientras en la ventana cuajaba el gris de otro día lluvioso, su voz en la playa de mi oído como sus manos en mi cadera, «El último farallón, ¿comprendes? El final de una serie la frontera del mundo. Mi frontera…» ¡qué noche de ardor y confidencias! «Los primeros días allí sentí sólo coraje, impotente coraje. Indignado conmigo: ¿cómo se ha dejado Ahram engañar así? Indignado con todos los traidores… Quiero decir con los palmirenos, fueron ellos aunque no sepamos por qué…» (vaciló antes de decir «traidores», pensaba también en Krito y en mí). «Después recordé el delfín, me había llevado a la Roca para probarme. También para probaros a vosotros, si me buscabais o me abandonabais. ¡Cavilé tanto en aquella soledad!… ¿Sabes?, por eso te he llamado ahora, porque los tres superamos la prueba» ¡Cómo me ceñían sus brazos al decirlo, tiernísimos y fuertes!

¡Qué trabajo le cuesta comprender, atravesar sus nieblas!, ya es un milagro al menos que lo intente, que no se niegue a ver. «Sí, fue una prueba. Como pasar la efebía, los exámenes a los muchachos en el gimnasio. Ya soy efebo, ya puedo ir a la lucha» (adiviné en la oscuridad su sonrisa y entonces fui yo quien apretó su cuerpo acariciando al efebo, al muchacho, al niño refugiado en mí, ¡qué regalo brotando de la vida cuando todo parecía destruido!). «Nunca pude ir al gimnasio. Mi escuela fue el remo, los piratas, la sangre, el oro del comercio y las caravanas. Nunca pasé por iniciaciones como Malki… Ahora ha sido mi prueba y aún no es tarde, ¿verdad que no lo es?»

¿Cómo responder sino besándole?, poniendo en sus labios con los míos el sello que el gimnasiarca estampa en la lista de los admitidos, besándole para curar su inseguridad, porque, ¡le cuesta tanto! «Me da vergüenza abrazarte. Me he vuelto blando, lo sé» (cuchillada de angustia). «¿Será eso hacerme viejo?… Te lo advierto, me mataré antes de ser un trasto inútil, cuando ya no pueda poseerte como esta noche… ¡Ha sido como aquella vez, la primera! ¿Recuerdas?» ¡Cómo no recordar!, mi otra puerta, la que me abrió la memoria de sirena, ¡amor mío, volviendo al principio de la vida, dando los primeros pasos como un niño!… «Quiero decir, no sé explicarme: hago lo que siento pero no lo que debo. Me avergüenzo… ¿Tú ves en mí a un hombre, un hombre-hombre?». Me indignó esa necia duda, le di un cachete cariñoso, no digas tonterías… «Si volviese a mi tribu me sentiría deshonrado», la dichosa honra, «pero prefiero ser traidor antes de que tú lo seas; es decir, lo seáis vosotros, porque yo soy más fuerte, puedo cargar con eso…», calló, vaciló, se forzó a hablar: «nunca pedí perdón a nadie; ¿deseas que te lo pida?», «¡no, amor mío, ya te lo di», no comprende, no ha aprendido, ignora los mil rumbos de la vida, él mismo lo dice, «¡Qué extraño!, por primera vez obro como nunca. Sin un plan, sin saber por qué ni para qué, sólo porque lo siento…», intenté explicárselo, irritada por su obstinación, con una viveza que él llama «pasión» y claro que lo es: tonto, estás comprendiendo el amor, abriéndote a la vida, era antes cuando errabas, ibas adelante y adelante sin saber hacia dónde, sin paladear el camino, calla, no me discute, me besa, ha sido tierno en la noche, tierno como no lo era, como mi corazón, que nunca tuvo miedo de ser blando, ni quiso ser de piedra… Palabras, ternura, confesiones, caricias, silencios abismados en la paz de nuestros cuerpos juntos, tendidos, mientras el día crecía, disipada la lluvia, un anuncio de rosa y amarillo, la claridad primera deslizándose por la ventana, un amanecer líquido, fragancia de tierra mojada, de las palmeras felices aromas del otoño, el mundo comenzando, resonancias de la mar, abajo, eterno… Es verdad, la Roca fue una puerta, hemos sido probados, ahora me embarca Ahram en otra navegación, la misma siempre…

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