Authors: José Luis Sampedro
Malki fue quien lanzó el primer grito. Un clamor de gallo victorioso, porque hacía dos días que el marinero cantor, conocedor de aquellos mares, había asegurado que ya no había más islotes costeros por aquellos parajes. Por eso navegaban más afuera, sin que ninguno se atreviese a confesar el desánimo. Hasta el delfín desaparecía reiteradamente como si quisiera abandonarles, teniendo a Glauka obsesionada, toda ojos, apoyada en la proa, olvidada hasta de la sed.
Y de pronto el aviso de Malki señalando un aislado peñón a estribor, a espaldas de cuantos miraban a tierra. Un islote solitario, lejos de tierra firme, un punto apenas en el horizonte. En el mismo instante reapareció el delfín, saltando en cadena, y pusieron proa a aquella última esperanza. Cambiaron de rumbo en silencio, viendo agrandarse poco a poco la masa picuda y exigua de aquella roca. Un silencio roto de nuevo por la voz de Malki, ahora estentórea: su clarinazo al descubrir la silueta erguida en el peñasco junto a las olas. Una silueta con la chaqueta púrpura, inconfundible, que todos recuerdan de Ahram. Y Malki es consciente, al señalarla, de que ese gesto le convierte en hombre: el hombre que les saca de la angustia.
Pero ¿cómo tan inmóvil?, ¿cómo no gesticula ante el barco que se le acerca? Si temiese enemigos, al menos se ocultaría. El miedo se infiltra en todos los corazones. Nadie duda de que en ese islote se refugió Ahram, pero empiezan a temer que sólo hallarán sus huesos. La acongojada Glauka se refugia sin palabras contra el pecho de Krito. Malki, el descubridor, siente el mismo miedo y se abraza a ellos. El timonel, a una señal de Artabo que, como todos, ha perdido el habla, hace virar el barco en torno al islote. Y al cabo, tras un resalte de la peña que parece dar vueltas lentamente, en el cono de sombra del picacho, se percibe a un ser humano sentado con los brazos cruzados sobre las rodillas y la cabeza apoyada contra ellos, inmóvil, como al margen del mundo. Por unos momentos temen que la muerte le haya podido sorprender hace poco en esa postura. Pero levanta por fin la cabeza, clava la vista incrédulo en la silueta del velero como si le pareciera un espejismo, y al cabo se pone en pie difícilmente y levanta los brazos y grita…
Desde ese instante los acontecimientos se precipitan en catarata. Nadie a bordo, salvo quizás el grumetillo, podrá luego contarlos ordenadamente. Glauka se arroja al mar, nada unas brazas, llega hasta las peñas hiriéndose al escalarlas, avanza los pocos pasos que la separan del náufrago. Glauka llorando, porque los ojos del hombre están hundidos, la boca desaparece entre las barbas, en el pecho esquelético se cuentan las costillas. Glauka riendo, porque es Ahram y está vivo. Glauka volviendo a llorar, porque el cuerpo que abraza no reacciona. Entretanto Malki se arroja también al agua y los marineros atracan, amarran, desembarcan, acuden igualmente.
Alegría en las voces, lágrimas en los ojos. Menos en los de Ahram, ardientes como brasas, abiertos en una impasible mirada de estupor. Prisas generales por alejarse, por regresar, por sentirse pronto en Alejandría. Pero Ahram no se mueve. Contempla mudo el picacho que era su reloj de sol, su dispensador de sombra. Al fin da unos pasos, para acercarse lentamente a una pequeña concavidad tapada con una piedra plana. De ella saca agua en el cuenco de la mano y bebe paladeándola, mientras todos le miran con angustia, temiendo por su razón. Glauka, con lágrimas que casi le impiden ver, se quita el brazalete y lo entrega a Krito, que, rápidamente, lo desliza orgulloso en su muñeca y se sienta despacio sobre una piedra.
Todos se están mirando, indecisos, cuando Ahram parece descubrir en su entorno algo nuevo. Fija la mirada en el velero atracado; se agitan sus facciones, pone la mano como visera en su frente y al cabo pronuncia las primeras palabras. Débil, pero audiblemente:
—¿Jemsu?… ¡No es mi Jemsu!
Luego un sollozo. Y entonces sí, se mueve con propósitos claros, aunque contradictorios. Da unos pasos hacia el velero, pero se da la vuelta hacia las piedras amontonadas por él. Retira de ellas su roja chaqueta, vuelve a caminar hacia el barco y ahora sí: ahora mira a todos, les reconoce, señala con el brazo para embarcar, llama a Glauka, que se acerca y le pregunta en un susurro:
—¿Yo también?
Ahram se limita a abrazarla, después de pasar una mano vacilante sobre el dorado cabello. No habla: todas las palabras derramadas por el solitario le faltan ahora para lo que quisiera decir. Llama a Krito, todavía sentado, que le mira incrédulo y mueve negativamente la cabeza. Ahram se le acerca llevando con él a Glauka, percibe la sonrisa melancólica en el rostro del hombre y le oye decir:
—Es mejor que me quede.
—¿Tú que sabes? —brota, ronca y rápida, por primera vez imperiosa, la palabra de Ahram.
—¿Y tú?
—Yo tampoco, todavía. Por eso.
Se miran inmóviles, los tres. Glauka, interiormente temblorosa. Ellos llenos de confusas emociones pero resueltos. Malki desembarca de nuevo —todos están ya a bordo— y corre hacia el trío.
—¡Vamos, vamos! —exclama, ordena más bien, siendo otra vez el hombre decisivo.
Le obedecen. Ahram hace embarcar a Glauka y luego a Krito. Después, suavemente, empuja al nieto delante de él por la plancha tendida a tierra. Despacio, despacio, ya sin mirar atrás.
La pisada de Ahram se hace más firme al hollar la movediza tablazón de la cubierta. Se sitúa junto al timonel y su voz aunque débil, electriza a los hombres que retiran la plancha e izan las velas. Un obediente viento las hincha y empopa el barco hacia el alegre retorno. Nadie se interesa ya por el delfín que salta en vano. Todos miran a lo alto y hacia delante.
No todos. Hay quien mira hacia adentro, hacia la incertidumbre renacida. Glauka, viendo a Krito acariciar orgulloso la pulsera en su brazo, se niega a pensar que el hombre se ufana así del signo de su muerte. No quiere pensarlo; se entrega a la fatalidad, dolorida y serena, ahora que ya han salvado a Ahram.
Malki, sentado al pie de su abuelo con las piernas cruzadas como un escriba, percibe las diversas actitudes. No las comprende, pero advierte oscuramente —con su nueva intuición de hombre— un mar de fondo en los corazones. Ve que Krito y Glauka evitan mirarse; nota que su abuelo calla en vez de contar a todos su aventura. Artabo y los marineros respetan el silencio…
Ahram le llama y Malki se pone en pie junto a su abuelo, que apoya la diestra en el hombro del muchacho, ya casi tan alto como él. Glauka y Krito, que les observan, se preguntan si con ese gesto Ahram engrandece al muchacho o si además apoya en él sus debilitadas fuerzas.
Artabo, siempre práctico, saca una paloma de la jaula y ata un breve mensaje a su pata antes de soltarla: que Soferis sepa cuanto antes la feliz noticia. La paloma se remonta, queda suspendida un instante mientras se orienta, y pronto emprende el vuelo hacia donde sopla el Bóreas. Pronto se confunde su blancura con las nubes, pero en el corazón de todos sigue aleteando como un canto de resurrección.
El mar es otro mar. Como si el océano hubiera esperado a que su hijo Ahram estuviese a salvo, anoche descargó la primera tormenta del otoño, acabando con la estación navegante. A la mañana ya no llueve, pero el jardín encharcado y alguna rama tronchada son testigos de la borrascosa noche. Las olas grises, desatadas, se estrellan violentas contra las rocas de Faros y su retumbar llega hasta las ventanas de la Casa, donde se ha multiplicado la vida desde la arribada de Ahram en la tarde precedente. Mientras que en el puerto ha decaído el movimiento y en muchas embarcaciones atracadas hay hombres cubriéndolas ya para el invierno, en la Casa, aletargada durante la ausencia del amo, se ha despertado la actividad. Y en la galería, los consejeros habituales de Ahram aguardan impacientes el comienzo de la reunión, comentando entretanto alguna novedad, porque ni es Mnehet el siervo que les atiende, ni se encuentra allí Glauka, que solía recibirles. La ausencia de Krito no llama tanto la atención, porque son frecuentes sus retrasos. Con todo, la curiosidad se centra sobre todo en conocer detalles de la aventura de Ahram, comunicada sucintamente por Artabo.
Aparece Soferis y, poco después, Ahram, al que de inmediato rodean ofreciéndole parabienes. Aunque el cuerpo enflaquecido y las mejillas hundidas bajo la barba pudieran inspirar compasión, el recuperado vigor de la mirada y de la palabra, junto con el erguido porte, imponen su autoridad de siempre.
Una vez instalados todos en el semicírculo de divanes y tapices, Ahram resume las peripecias de su viaje hasta el Campo Esmeralda así como los problemas allí encontrados y las soluciones dadas. Soferis interviene para precisar que desde entonces las noticias enviadas por Kutsadis confirman la plena normalidad de la situación. Ahram continúa describiendo su estancia, involuntariamente prolongada, en el reino de Kombo, donde los informes del rey Mlango le permitieron, aunque tardíamente, seguir tras el provocador introducido en el Campo, cruzando el mar desde el Punt africano hasta las tierras árabes del incienso. Los consejeros se ven luego sorprendidos al saber que los sabotajes fueron maquinados por Odenato, y que el saboteador dejó pistas, para hacerse seguir hasta las tierras de Saba, donde había sido preparada una trampa a fin de capturar al Navegante. Narbises, Filópator y Dagumpah, sin atreverse a creer lo que oyen, piden una y otra vez pruebas de acciones tan incomprensibles, pero acaban aceptando las tesis de Ahram, porque los hechos condenan claramente a Odenato. Sólo queda la posibilidad de que Zenobia sea ajena a la intriga y exista todavía un medio de ganarse a Palmira, aunque todos lo consideran difícil. Concluye Ahram contando cómo logró salvarse de la captura en tierra, gracias a las amazonas de la reina sabea, aunque luego cayese de nuevo en manos del marino cuyo barco alquiló y que obedecía secretas órdenes de Palmira. Al descubrirlo Ahram y comprender que le llevaban prisionero no vaciló en aprovechar una borrasca para arrojarse al mar, aun con las manos atadas, cuando un relámpago le permitió divisar una tierra que le pareció un promontorio. El resto es el retorno del islote, historia ya contada por Artabo. La inexplicable actitud palmirena acapara los comentarios mientras los hombres beben cerveza o hidromiel. Luego Ahram es informado de que su prolongada ausencia de Alejandría ha sido justificada por Soferis como un viaje a Hispania, para ampliar el área comercial del Navegante. Tan sólo el prefecto pidió discretamente aclaraciones, temiendo quizás que Ahram pasase por Roma e informase acerca de la administración de Egipto, pero fue pronto tranquilizado. En cuanto a los demás acontecimientos de importancia, cada consejero comenta para Ahram aquellos que le incumben y ninguna novedad es digna de un debate.
Vuelven entonces al tema candente: el ataque de Odenato. Soferis comunica que desde la corte de Palmira han seguido llegando durante esas largas semanas los informes propios de un aliado; a veces conteniendo incluso detalles vitales sobre las fuerzas armadas o los proyectos estratégicos, como si Odenato fuese ajeno a la agresión contra Ahram o como si de esa manera quisiera fingir inocencia. En consecuencia todos estiman que, mientras no se decida y prepare un eventual contraataque o una ruptura, lo mejor es continuar esa correspondencia con la misma normalidad; puesto que, según esa conducta, Odenato cree que no ha sido delatado y que Ahram le sigue conceptuando un fiel aliado. Tiempo habrá para la ruptura abierta si conviene y, entretanto, la cuestión principal, largamente debatida es el oscuro motivo del ataque palmireno. ¿Ha decidido Odenato pasarse verdaderamente al servicio de Roma? Pero entonces se hubiera detectado algo en la actitud del prefecto hacia los asuntos de Ahram. ¿Acaso ha pensado que el futuro es Persia y ha pactado con Shapur? ¿Qué otros móviles han podido inspirar esa conducta, a primera vista poco inteligente y no sólo alevosa?
El debate continúa manejando los informes de los agentes propios en todo el Oriente, surgiendo el curioso dato de que Clea, conocida tiempo atrás en Alejandría como esposa del navarca, reside ahora sola en Palmira y visita con cierta frecuencia el palacio real, pero el hecho sólo merece un breve comentario, recordando que Krito siempre supuso en esa dama actividades políticas. Llega al cabo un momento en que los presentes creen advertir el cansancio en un Ahram que incluso llega a cerrar los ojos. Se resuelve entonces simular que Ahram desconoce a su atacante y continuar a la expectativa, aunque muy en guardia, y los consejeros van poco a poco despidiéndose. No adivinan que Ahram no está distraído sino que, sobreponiéndose a su cansancio, se concentra en analizar con ansiedad las voces de sus acompañantes, para detectar el tono delator de una traición. Su última aventura le hace desconfiar de todo y de todos, incluso de esos leales de toda la vida. Cuando han marchado suspira en secreto porque no ha logrado detectar ningún fallo, ninguna muestra de temor a ser descubierto, ningún falso entusiasmo. ¿Es que todos siguen siéndole fieles o es que su fatiga y sus años le hacen ya menos avisado?
—¿Dónde está Glauka? —pregunta por fin a Soferis, que le mira en silencio.
—¿No está en la torre?… Estará entonces en el gineceo o por el jardín.
—La quiero en la torre. Mándale aviso.
Soferis asiente, asombrado una vez más ante Ahram. ¿De qué fibra está hecho ese hombre, reclamando a una mujer en su lecho después de tan graves peripecias? Recuerdos de su adolescencia le aseguran la potencia amorosa del Navegante y, pese a los años, hay en su carne como una resonancia de aquellos fuegos.
Dócil, al recibir la orden Glauka se traslada a la torre para aguardar a Ahram, que entre tanto, mientras saborea algunos manjares —más exquisitos para él después de sus privaciones—, es informado por Soferis de las muertes de Amoptis y de Yazila en extrañas circunstancias. Al cruzar la puertecilla Glauka es recibida por un Tijón que, aun cuando achacoso ya, se incorpora con alegría. Ella le acaricia y se pregunta, melancólica, en qué actitud se va a presentar Ahram. Inquietud, más que melancolía, muestra la expresión de Eulodia, mientras Glauka sube la escalera hasta esa alcoba, donde no se ha atrevido a entrar desde que embarcó para rescatar a Ahram. «¿Acaso será la última vez que pise esta cámara de amor?» Ese repentino pensamiento rompe su corazón y humedece sus ojos, más por los sufrimientos del hombre que por el suyo propio, pues, sintiéndose inocente, acepta de antemano su destino.