Authors: José Luis Sampedro
Lo peor es que ella no puede ofrecerles los motivos de su certeza: la información del delfín. No puede revelarles cómo su pasado de sirena le ha permitido obtenerla. Habla de una corazonada, como las que otras veces inspiraban sus anuncios de tormentas; alega haber sentido en la gruta como un mensaje de la diosa —cuya estatua allí conocen sus dos oyentes aún sin haberla visto nunca—, razona que si nadie sabe de Ahram en ninguna tierra es porque ha de buscársele por la mar… «¡Todo menos la inactividad! », acaba gritando exasperada.
Los hombres respetan su desolación, pero no se convencen, no pueden creer en tales arrebatos femeninos aunque los comprendan. Krito la apoya con razonamientos: ha pasado demasiado tiempo, no hay rastro en ninguna región posible, algo hay que hacer. Sugiere una muy discreta expedición que llegue por lo menos al reino de Kombo, último paradero conocido, y de paso costear islotes de un posible naufragio, pues ya lo más verosímil es un accidente en el mar. Esto último es lo que ellos piensan también, pero Artabo expone la dificultad de esa búsqueda pues conoce bien el mar Eritreo y su gran número de islotes y peñascos. Glauka alega además que ha visto un delfín junto a la cueva, sin duda un signo de la diosa porque nunca se acercan tanto al puerto, y en lo extraordinario del hecho han de convenir los dos hombres.
—La diosa le ha enviado a guiarnos —afirma categórica.
—¿Desde el mar Eritreo? ¿Cuándo se ha visto a un delfín en aguas dulces, por todo el canal y por el Nilo?
—Eso mismo demuestra que es un mensajero, cuando la diosa le ha hecho posible ese trayecto.
La miran incrédulos. La idea de que el dolor la vuelve loca flota en el ambiente. Glauka insiste en que el delfín les será propicio, como a tantos otros, según la creencia de las gentes de mar.
Krito la apoya con un solo argumento: serán culpables si dejan pasar más tiempo sin intentar nada. Redobla su elocuencia la ilusión de que sean Glauka y él quienes acaben salvando a Ahram a pesar de todos. Su oratoria y su hábito de persuadir le hacen muy convincente, ¿quién se negará a acudir en auxilio de Ahram?… Pero ¿cómo?, ¿adónde?, se lee en la expresión de los oyentes. Glauka acaba exigiendo:
—Bien, si no estamos de acuerdo, dadme un pequeño barco con un par de hombres. Iré yo sola a buscarle.
En ese instante aparece Malki, a quien han informado de la anormal entrada en la Casa de Glauka y Krito y acude asustado. El muchacho, sobre cuyo labio aflora ya el vello de su incipiente hombría, se alinea con Glauka apenas se entera de la situación: si ella zarpa la acompañará. Lo peor que puede pasar es que el viaje resulte inútil, pero no habrán abandonado a su abuelo. Los dos oyentes escépticos empiezan a sentirse culpables de inacción y el debate se endereza a favor desde ese momento. Se repasan los mensajes recibidos, se consideran las noticias y las posibilidades, se tiene en cuenta —aún sin valorar su significado ese informe sobre la extraña agresión palmirena… Viendo ceder las resistencias Glauka se vuelve arrolladora y ciñe con el brazo los hombros del muchacho, que la mira como refugiándose en una esperanza, pero al mismo tiempo como el hombre dispuesto a protegerla. Desde ese momento están ya todos de acuerdo.
Empiezan a planear los detalles. Muy contra su voluntad, Soferis habrá de permanecer en Alejandría. Artabo aportará al viaje su gran experiencia marinera. Por algún tiempo se discute la presencia de Glauka, pero ésta no cede: recuerda sus adivinaciones del clima y las aguas, insiste en el delfín, y advierte que se vestirá de hombre, con un turbante cubriendo sus cabellos, cortándolos si hiciera falta. Zarparán discretamente en un navío ligero, sólo con la tripulación indispensable, más dos hombres aguerridos, y con Glauka y Artabo embarcarán también Krito y Malki. En Alejandría se dirá que ella está enferma sin salir de la torre, como una recaída de su anterior y notoria dolencia, y Eulodia se encargará de mantener la ficción.
Desechan el Jemsu, demasiado conocido, y Artabo propone un buen velero disponible en Antiphrae, con poco calado para bordear aguas costeras. Un barco seguro y maniobrable que él ha utilizado para viajes rápidos, aunque no lo sea tanto como el Jemsu.
Al terminar la reunión Glauka y Krito regresan a la torre y bajan a la cueva con Malki, que la desconocía. El delfín tarda en aparecer, sumiéndoles en la inquietud, mientras explican a Malki su creencia de que es un enviado de la diosa. Esa idea arraiga en Malki cuando, al aparecer el animal, ve a Glauka nadar junto a él y ofrecerle carne de crustáceos traídos a la torre por Eulodia. El muchacho, fascinado, se entusiasma con la esperanza de recobrar a su abuelo en la aventura.
A la tarde del día siguiente llega el velero. Embarcan en él todo lo necesario. El delfín permanece en las inmediaciones de la embarcación, fondeada frente a la gruta, desde donde suben ellos a bordo al caer la noche. En la proa Glauka contempla una luna creciente. Malki se acerca a ella, seguido por Krito, que asegura:
—Creo en ti, Glauka. Traeremos a Ahram.
Piensa, mientras tanto: «Le encontraremos, sí. Y entonces seré yo quien no vuelva».
A sus espaldas chirrían las jarcias al izar las velas. Pronto una brisa favorable le impulsa hacia levante, para entrar en el brazo Canópico del delta, en cuyas aguas dulces avanza el delfín precediéndoles para asombro de los marineros, que así se convencen de ir guiados por la diosa de Glauka. Luego remontarán el Nilo y pasaran el mar Eritreo por el canal Ptolemaico, ese «estrecho muy largo» recorrido por el delfín anteriormente.
La luna brillaba en lo alto cuando llegaron a la altura de la isla Karu, donde duerme Bashir para siempre. «¡Ayúdame a encontrar a Ahram, tú que ahora ya comprendes!», invoca Glauka con fervor recordando aquella mirada buena.
A proa, más veloz que el barco, salta un trozo de ola, un lingote de luna, un prodigio de fuerza y elegancia, un delfín agilísimo.
¡Y no poder hacer nada, no poder hacer nada! ¡Nada!… Es peor que una cárcel esta roca. No hay guardias que burlar ni rejas que romper. Nada. Me golpeo la cabeza pensándolo. Peor que una cárcel.
Aunque esta cárcel me ha salvado. No, primero me salvó el delfín. A veces no parecía un delfín sino una voluntad, en aquel torbellino de agua y noche revueltas. Cuando nada me importaba sino respirar. Respirar y flotar, flotar y respirar. Pero a veces un empujón cuando me hundía… El delfín, sí, el delfín…
¡Sobrevivir, he de sobrevivir! Ellos se alarmarán, me buscarán, me encontrarán. Los amigos… Y los traidores también. Sobreviviré hasta sin nada. Menos mal que no es llano este islote: ese picacho me salva de quemarme al sol. Dándole la vuelta en torno sigo a la sombra. Pegado a él a mediodía. ¡Estaría ya achicharrado si hubiera soportado los rayos a todas horas!
Estaría muerto. Pero sobrevivo, gracias a las tormentas de esta época, como la que a poco me aniquila. Llenan de agua dulce las oquedades de la roca. Benditos nubarrones, no hubiese aguantado estos días sin beber. Conozco la sed. Aquel año, persiguiendo con Bashir a los kashires por el desierto de Thanuit. ¡Nuestras lenguas hinchadas, nuestra piel reseca!, pero nos rascábamos y nos reíamos. Orinábamos a la vez, para ver quién soltaba unas gotas más. Nos reíamos. Y los cogimos, a los bandidos. Recuperamos lo nuestro y nos quedamos con lo suyo.
Dos semanas ya… ¡Si me parece un mismo día! Pero están contadas, ahí en la piedra, a raya por fecha. Más el tiempo que estuviera sin sentido. La gaviota me creyó muerto y su picotazo me despertó, me puso en marcha. Pero tampoco estoy vivo: no hacer nada es estar muerto.
¡No! ¡Estás vivo, Ahram! Te veo, te oigo, me hablas… Nunca hablé tanto como aquí, yo solo. No es bueno, los locos hablan solos. Pero también son elegidos por los dioses, o por los demonios. Otros se vuelven mudos; no dicen una palabra en años. ¡Cuidado Ahram!, no puedes volverte loco. Has de ser más astuto que nunca. Ahora, sobrevivir. Luego, los traidores. Todos, los de fuera y los de dentro. ¡Los de dentro…! Mis dos luceros, quizás ahora jodiendo juntos en mi propia casa… Me rompo la cabeza… ¿Cómo no los maté cuando me lo dijo ese maricón de muelle? A él y a esa víbora calentada en mi hogar. ¿Cómo pude estar tan ciego, dejarme engañar así? Si he de abatir a Roma, he de ser más astuto. Y abatiré a Roma; ésta es otra de las ocasiones en que otros sucumben, pero Ahram no. Mis dos luceros no son ellos. No están en Alejandría sino ahí, en lo alto. Protegiéndome.
¿Y si no me engañaron? Krito, con su palabra, es capaz de cambiarlo todo. Y él sí que está loco; siempre lo estuvo. Está loco: no sabe vivir, ni aprovechar la vida como todos los hombres… ¿Hombre? ¡Un escupitajo! Y ella, si no mintió Krito, ¿puedo creer ya nada? ¿Fue siquiera sirena? ¿O es eso por lo que me castiga ahora la diosa: por poseer una sirena? Sus hombres anteriores fueron aniquilados: el de Psyra, el bárbaro, el cristiano… ¡Pero no eran Ahram! ¡No eran Ahram! Y mi diosa no me castiga: impidió que me quitasen mi amuleto. Éste, lo toco, sobreviviré.
El pescador que me recoja aquí hará su fortuna. Alguno navegará por estas aguas. Volveré, averiguaré, me vengaré. De todos los traidores, también los de fuera, los falsos aliados. Porque ya no tengo dudas; al menos descubrí la trampa. La mano palmirena actuaba en mi Campo. Pero ¿qué persiguen con eso Odenato y Zenobia? ¿Les habrá comprado Roma? ¡Si con el César no pasarán de esclavos coronados y yo les daba todo el poder sobre la tierra! No puedo comprenderlo, se me va la cabeza…
…Ni siquiera mi daga, ¡ladrones! ¿Por qué no me quitarían también la medalla?… Para identificarme; tenían orden de entregarme. Hice bien en saltar al agua cuando el barco capeaba el temporal y no me vigilaban. Más mía la muerte en la mar que la humillación antes del asesinato. Y ahora es la vida aunque sin daga siquiera. Cortar el pez con el filo del mejillón, su concha gigante mi cuchillo. Y no poder hacer nada, bajo el sol dando vueltas. Como mi cabeza: otra vez hablando solo. ¡Qué inmóvil la mar, aunque siempre agitada! Mi carcelera. Quería tragarme aquella noche. ¡Pero si soy su amigo! ¡Si me hice hombre de mar! Creí poder nadar bien con las manos atadas. Ya lo hice otra vez, en Rodas, pero la mar estaba tranquila. En la tempestad yo era un trozo de tabla. ¡Qué impotencia, zarandeado por las olas! De pronto el aire estaba debajo y la mar encima; abría la boca para respirar y entraba sal mojada… Gracias al delfín. ¡Y yo que nunca había creído las leyendas marineras! Su lomo a veces me levantaba. Un delfín mandado por Ittara, seguro… Entonces, ¿por qué sólo me trajo a este islote perdido? No cacé a la gaviota picándome, pero encontré su nido. Los huevos me salvaron, mi primera comida. Y los otros, después. Pero he acabado con todos, ya sólo moluscos. Y peces, si la tormenta deja alguno boqueando en un cuenco de la roca…
…El espía que seguí era un cebo, atrayéndome a la tierra del incienso para acabar conmigo allí donde los palmirenos infiltrados. Porque eran palmirenos; y el que mandaba después el barco, cuando me capturaron la segunda vez, también; los otros a sueldo. Compraron al jefe del Campo, no lo comprendo. ¿Qué necesidad tenía de venderse a Palmira? Podía robarme de cada envío unas cuantas esmeraldas y acabar rico. Pero la gente quiere más que la riqueza. Y los tontos científicos: ¡tanta sabiduría e incapaces de defenderse! Sólo sirven para ser utilizados, con sus ideas y sus máquinas. Rodeado de traidores, y también dentro. Menos Bashir, mi hermano. Pero Bashir murió, no me acordaba. Y Malki. No estará ya pensando en heredarme: ése es de mi raza. Aunque quiere mucho a Glauka, a ésa, y ya es un hombre. No, Malki es mío. Al pescador que me saque de aquí le haré rico. ¡Caeré en Alejandría como el rayo! No es posible, seguro vendrán a buscarme. Ellos: Soferis, que fue mío, Artabo, que me debe la vida… ¡No todos pueden ser traidores!…
…Estas algas no son las otras, las de ayer, ¿o anteayer?, ¿o más atrás?, las finas y largas que me hicieron daño. Qué horas pasé, el vientre se me iba en agua. Siempre es un riesgo, pero los cangrejos me huyen. Han aprendido mucho en pocos días. Y sin tormenta no hay pez dejado en seco. Las comía aquel extraño remero amarillo de ojos rasgados que nos trajo la mala suerte en la expedición a Trítera… ¡Cuántos años hace! No tan mala suerte, al menos para mí; fui el único en salvarme. Era entonces el lucero de mi madre. Había perdido a Bashir, aún no había vuelto a encontrarle. Si Bashir viviera ya estaba llegando en mi busca. No soltaba la presa nunca. ¡Y cómo seguía las pistas! Pero eso era en la tierra, en su desierto…
Luceros… Ahora engañándome. Hasta a Bashir engañó Glauka. ¡Cómo hablaba de ella! Enamorado claro. Pero no me la hubiera tratado de quitar. ¿Qué ha podido ver ella en ese desgraciado sin cojones? No puede darle nada, no tiene nada: ni riquezas, ni poder, ni hombría… Está vivo gracias a mí. En cambio Bashir en la isla al pie de la palmera. Ella le engañó. «La mujer que necesitas», me repetía. Claro, enamorado, ciego. Como yo también ciego. Tuve que haberlo sospechado antes, cuando aquel brazalete que le obligué a tirar a la mar. Me advirtió mi olfato, como me avisa frente a los enemigos, pero no quise oírle: ella me arrebataba. Me arrebataba, capaz de enamorar a cualquiera: ésas son las peores. ¡Como Zenobia, otra igual! Ha tenido que ser ella, más que Odenato. Sólo deberíamos tenerlas para la cama. Para gozarlas, para servirnos. Creí que Glauka era distinta, como lo era Ittara. ¡Qué diferencia Ittara, perdiendo su vida por mi amor, el de un chiquillo entonces! ¿Cómo pude caer en la trampa de Glauka? Y ahora en la de Zenobia. ¿Acaso ellos no están contra Roma como yo? ¿Quieren excluirme, creyendo que ya no me necesitan? ¿Creen que con la tierra les basta y no precisan mis naves? Aunque no es Zenobia, ella es diferente, piensa como un hombre aunque sea tan mujer. Me ha traicionado Odenato, es más torpe; seguro que la reina ni sabe que él me había mandado capturar. ¡Tendría celos! ¿Sospechó algo de mis intenciones cuando pasaron por Alejandría? ¡Podía habérmelo dicho como hombre, cara a cara, sin estas traiciones!…
…¡Qué sabrosas las lapas, al principio! Ahora me repugnan. Cuando con la piedra las machaco, ¡qué asco! Se remueven, blancuzcas, amarillentas, terrosas… ¿Pensarán algo? ¡Cómo va a pensar una lapa! Lo malo no es hablar solo; es decir locuras. Aplastado no se piensa. Pero yo estoy pensando aunque alguien me ha aplastado. Ha roto mi cáscara, mi coraza, y estoy aquí, sin poder escapar, removiéndome. ¡Maldita gaviota, qué pez ha cogido! No hay manera de agarrar una; ni haciéndome el muerto. Sí, soy una lapa pero pienso… ¿Qué digo? ¡Me voy a volver loco! Imposible, sobreviviré. Es el no hacer nada; eso es lo peor, me trastorna. Tener fuerza, ideas, proyectos y no hacer nada, ¡qué tormento! Lo demás lo soporto bien, como otras veces. El sol, el hambre, el vendaval… Las he pasado peores. Pero ¡no hacer, no hacer! Mis barcos navegando ahora mismo, mis mercancías recibidas en un emporio, mis técnicos en sus trabajos… A lo mejor en este momento mi jardinero se preocupa por un rosal con las hojas mustias… Pero ¡qué hacéis, inútiles! ¡Estoy aquí, en un peñasco del golfo Eritreo! ¡Yo, vuestro amo el Navegante! Metido en una grieta de la roca, esperando el sueño que no llega, ¡ojalá durmiera todo el día! Aquí solo esperando, resistiendo… Ya no tan solo, al menos esa compañía: el medio muñeco que hice con una piedra sobre otra. Con mi chaqueta puesta, moviéndose al aire: si alguien navega cerca creerá ver a un ser humano. Podría yo estar al otro lado del picacho y no ser visto. Entonces mi salvación pasaría de largo. No puede ser, no puede ser. Pero nadie en estas semanas. ¿Dónde estará esta roca? ¿Tan lejos de tierra firme, de poblaciones, de aldeas? ¡Como en otro mundo, en otro mundo! ¿Estaré vivo?. . .