La vieja sirena (29 page)

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Authors: José Luis Sampedro

BOOK: La vieja sirena
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A Afrodita decidió recurrir la sirena para obtener la gracia de vivir como los terrestres, después de haber llegado a la conclusión de que su padre Nereo jamás autorizaría tal propósito. De la diosa podía esperarse más comprensión puesto que había conocido y amado a seres como los que admiraba la sirena. Así fue como una noche de luna, después de haber contemplado cómo en la aldea se extinguían casi todas las luces, e incluso de haber seguido a una de las barcas que a veces aparejaba por la noche para pescar, llevando en la proa una de aquellas luces fascinantes, la sirena se acercó hasta el pie del santuario, deteniéndose allí medio sumergida en el agua.

Mirando hacia arriba, a pocos codos, divisaba perfectamente la estatua, bajo los primeros asomos del alba. Cipreses y mirtos, con sus oscuras frondas, hacían más blanco el mármol. Las tranquilas ondas ceñían la cintura de la sirena y alguna se alzaba a acariciar amorosamente sus pechos, como queriendo retenerla en el elemento que siempre fue el suyo. Un pequeño pulpo pareció pretender lo mismo cuando llegó hasta asirla de un brazo con esa divertida ostentación de sus tentáculos que tanto les encanta. Pero la sirena pensaba en la diosa; se la imaginaba como ella misma en ese instante, a medio emerger del mar, aún blanca de espuma su divina piel, oscuro el musgo entre sus piernas porque la diosa se parecía ya en eso a los humanos. La idea decidió a la sirena. «¡Ahora!», se dijo, y lanzó sin palabras, con todo el ardor de su deseo, la saeta de su petición, sabiendo que Afrodita la comprendería: «¡Hazme como ellos, oh diosa, tú que les gozaste!».

Temió no haber sido entendida cuando, de pronto, algo suave, como una mano invisible, acarició los mirtos e inclinó las cimas de los cipreses. La sirena captó a su vez la respuesta en un pensamiento atónito, teñido de piedad y también de irritación divina ante el descontento de una inmortal con su estado.

—¿Tú sabes lo que pides?

La sirena no quiso argumentar, pero siguió insistiendo. Sin razonar, pura violencia deseosa.

—¡Les he visto, quiero ser como ellos! —clamaba su mente, su pecho, su cuerpo de piel y escamas. Ya no era deseo sino obstinación; «o eso o nada», expresaba su actitud.

—¿No te das cuenta? Perderías la inmortalidad.

—¡No me sirve de nada!

—Te salva de morir. De caer en el río del tiempo que nunca vuelve atrás. ¡Nunca!

—Ellos ríen. Ellos gozan. Quiero vivir como ellos.

—Lo pagan muy caro: son mortales. El tiempo es el viento más implacable: todo lo desgasta, lo erosiona, lo aniquila. Te arrebatará.

—¿Adonde?

—A la muerte… ¿No has visto peces inmóviles flotando vientre arriba para después hundirse en el fondo hasta disgregarse? ¿No recuerdas caracolas vacías? Ése será tu destino si te vuelves como ellos. La vida se paga con la muerte.

—¿Y no vale la pena?

A la sirena le pareció haber percibido un suspiro divino antes de registrar la respuesta:

—Lo ignoro. Los inmortales existimos, pero no vivimos.

—¡Demasiado lo sé! Por eso pagaré el precio. No me niegues su vida. He visto a sus parejas gozarla juntos. Tu has conocido ese goce.

Ahora más que un suspiro: un gemido. Luego una súbita materialización. Junto a ella, en el borde de la roca, una silueta femenina incorpórea y unas palabras que, aun percibiéndolas sólo con su pensamiento, sonaron también en los oídos de la sirena como las voces de las mortales con pechos como ella. Una voz transida de melancolía.

—No, no lo he conocido; lo conocieron ellos, mis amantes. Sólo pude imaginar lo que sentían: éxtasis nunca alcanzados por los dioses con los que gocé.

Otro silencio y después:

—Quizás valga la pena, pero hace falta tener tu valor… Sea. Y ojalá no lo lamentes.

Dijo así la divina hija de la espuma y su presencia se desvaneció.

En el acto la sirena sintió miedo y eso mismo le hizo comprender que ya no era inmortal, pues jamás una sirena había podido sentirse amenazada por nada. Pero los acontecimientos no la dejaron arrepentirse. Un hormigueo violento se precipitó de su cintura abajo desnudándola de escamas. Un rayo subió desde el fondo de las aguas y divido su cuerpo inferior en dos mitades. Sintió que se hundía y se asió a la roca con los brazos, haciendo un esfuerzo hasta salir del agua y tenderse en seco sobre la piedra. Miró hacia abajo: dos piernas habían sustituido a su cola y en medio un bosquecillo como de algas donde se centraba el hormigueo, irradiándose a todo su cuerpo y removiéndolo tumultuosamente. De su piel adentro, donde jamás había sentido nada, se alborotaban fibras, corrían fluidos, aparecían poros, cavidades, conductos, se entrecruzaban cauces, torrentes, cataratas, latidos, mensajes… Su cabeza era un torbellino, su vientre un paroxismo, su pecho una jaula de arrebatos… Golpes de aire entraban y salían por su boca, levantando sus costillas y, con ellos, nuevas sensaciones aromáticas violentaban su olfato, rumores desatados asaltaban su oído… Descubría, en contraste con su acuático ambiente opalino, la sutileza transparente y sensual del aire, con las vaharadas del ciprés y de las rosas, del romero y de la sal marina, de la humedad y de la tierra seca…

El mundo entero se había puesto en movimiento. El asentado universo se estremecía todo y parecía recién hecho porque se mostraba haciéndose a cada instante. El mundo había roto sus cadenas. Los cipreses antes inmóviles eran llamas verdes estremecidas por su vibración interna y no por el viento; las hierbas se estiraban hacia lo alto en un impulso diminuto pero irrefrenable, las nubes se formaban y deshacían incansablemente. Todo era mutable, poroso, lleno de bocas ávidas respirando, el cosmos era un tórax aspirando, expirando… Poco a poco amanecía y todo eran luces, temblor, fulgores, movimiento: hasta el mármol y las rocas vibraban inmóviles. El mármol se había tornado de apolíneo en dionisíaco, de rotundo en misterioso, de aplomado en vacilante; y estallaban en su superficie pequeños deterioros, sombras de futuras grietas, advertencias de desmoronamiento.

La nueva mujer abría sus ojos maravillados al descubrimiento de aquella vibración universal sin saber —porque nada recordaba ya de su pasado marino— que estaba sintiendo el tiempo como ni siquiera lo sienten los humanos, acostumbrados a él. Flotaba en el tiempo, en esa corriente que se lleva poco a poco a la flor como a la roca, a la nube como al hombre. Nada permanecía, todo transcurría inexorablemente. Hasta mirando hacia el mar se veía casi la evaporación de las aguas, el envejecimiento de los delfines en cada salto, la disgregación de las esponjas… Todo implacablemente arrastrado, pero ardientemente resistiendo: todo en estado de vida, existiendo y acabándose a la vez.

En ese río fue la mujer consciente por vez primera de la energía y el dinamismo de su cuerpo. ¡Qué éxtasis, qué milagro! Un instinto le impulsó a erguirse vertical en la roca y alzar los brazos prorrumpiendo en grito, y así hubiera seguido, clamando su vivencia de la vida —por pura voluntad ascensional, como los cipreses y las columnas— de no ser porque no había aprendido el equilibrio y sus piernas vacilaron obligándola a sentarse, jadeante además, embriagada de aire, de perfumes, de sonidos. Y también de los colores, que el amanecer iba desplegando ante sus ojos.

Así sentada se concentró en vivir, en sentir las bocanadas en su garganta, en percibirlo todo: la aspereza estimulante de la piedra contra sus dedos, el golpe aromático del mirto, la caricia de sus cabellos contra su cuello a cada movimiento del aire. Percibir, sobre todo, un ritmo interior que prevalecía sobre todas sus encrucijadas: un lento pero imperioso paso que no supo explicarse hasta no verlo en la venita latidora de su pulso: tac-tac-tac… Entonces oyó el grito sincrónico de un pájaro: tit-tit, tit-tit, tit-tit. Su sangre y la del mundo latían torrencialmente emparejadas, su vida y la del universo se entrelazaban.

Ahora su pensamiento descendía a su garganta, pero no surgían sonidos suficientes. Ninguno alcanzaba la intensidad expresiva de su sangre, su piel, su cuerpo. No cabía en sí misma, temía estallar, necesitaba derramarse, unirse a quienes iba buscando. Desconfiando de sus piernas se lanzó al agua y sus brazos —pues no ella— recordaron movimientos que lograban desplazar el torpe resto del cuerpo. Le costó mucho trabajo cruzar la caleta, temió hundirse a veces, pero logró alcanzar la playa. Y allí dio unos torpes pasos y cayó exhausta, sin conocimiento, vencida más aún que por el esfuerzo por la violencia de las sensaciones.

Sólo algo más tarde unas mujeres descubrieron un bulto sobre la arena.

13. Proceso en Samos

El día empieza a clarear cuando Glauka se levanta cuidadosamente para entornar la ventana y evitar así que Ahram se despierte. Vuelve junto al lecho pero en vez de acostarse se sienta en un taburete contemplando el cuerpo dormido. Ya lo conoce bien, pero no se cansa de admirarlo: el suave color tostado, los músculos y tendones revelando puntos óseos, el recorrido de canales venosos, las islas y praderas del vello, la postura relajada y alerta a la vez… Piensa que anteanoche ella dormía mucho más blandamente, recién cogido el sueño, cuando la despertó una caricia y abrió los ojos al júbilo: ¡Ahram, recién llegado del viaje interminable! Ahram, que apenas se había detenido en la Casa lo indispensable para alegar su cansancio y volar a encontrarla en la torre.

No hubo sueño para ninguno. Fue preciso reponer aceite en la lámpara dos veces, porque para su ansia de verse no les bastaba el resplandor del faro, no demasiado intenso en un mes ya cerrado a la navegación comercial. Los abrazos sólo se interrumpieron para las palabras. Resumir todo el largo viaje para Glauka: ir y volver al Campo Esmeralda, sobre la costa del mar Eritreo; salir de nuevo por el canal del Nilo al Mare Nostrum («¡Y pasaste de largo frente a Alejandría… Malo, no te quiero», interrumpe Glauka, perdonando con besos); travesía a Corinto, luchando contra el Bóreas, para encontrar allí al hijo delegado en Atenas; de Corinto con viento favorable a Messina, donde acudió el que lleva los negocios en Ostia y Roma; luego a los astilleros de Darnis, y a los laboratorios de Antiphrae, y al fin a casa… «¡Más de siete semanas fuera… más de siete semanas!», se queja Glauka, para olvidar las lamentaciones en el abrazo.

Naturalmente, la mañana de ayer fue para el sueño. Y la tarde, claro, Ahram en la Gran Casa, conociendo problemas e informes, contando a los suyos lo más importante del viaje. Luego, en la torre, otra noche de amor más tranquila, de la que está a punto de despertar Ahram.

Por el resquicio de la ventana penetra un filo de aire casi frío. Ha empezado el mes de Tyby, entrado ya el otoño, y lo que más preocupó a Glauka en la última semana era que Ahram siguiese en la mar cuando ya había terminado la estación y sólo por motivos inaplazables salían las naves de puerto. Ahora todo ha pasado y lo que la domina es la curiosidad por conocer la sorpresa anunciada por Ahram, aparte de los regalos que le ha traído: otro espejo aún más grande, perfumes para quemar del país de Punt y un maravilloso cinturón de Corinto, hermosa labor de plata con gemas engarzadas.

A primera vista no parece extraordinaria esa promesa, piensa Glauka examinando una vez más el ánfora sellada en que viene contenida. Seguramente no es un vino, ni siquiera muy exquisito, porque ni Ahram ni ella son grandes bebedores, aunque él acompañe en los brindis a sus huéspedes y beba con sus amigos. Ha de ser algo nuevo, una creación de sus ingenieros.

—¿Intrigada? —interrumpe Ahram abrazándola—. Pues vas a ver ahora mismo y luego bajaremos al puerto.

—¿Bajaremos? ¿Yo contigo? —pregunta Glauka, porque Ahram siempre ha ido solo.

—Pues claro… Y ahora verás.

El hombre se mueve como un oficiante sagrado y ella disfruta viéndole tan hondamente feliz, en estado de gracia, como un niño. Él coge una copa de piedra y la coloca en el alféizar de la ventana, hacia fuera, sobre el ancho espesor del muro. Se acerca al ánfora y rompe el sello con su daga. Luego, con cuidado, vierte una porción de líquido en la copa. Glauka comprende que no es para beberlo, ese líquido transparente, ligero aunque algo untuoso, y de olor desconocido. Tampoco parece medicina. Se vuelve para interrogar a Ahram, pero ha desaparecido. Pronto asoma por la escalera trayendo del fogón un encendido tallo de papiro.

—Vas a ver… ¡No te acerques!

Aproxima el papiro ardiente al líquido y una súbita llamarada salta de la copa, llenando la ventana. Glauka retrocede asustada: jamás vio nada desatando tan violentamente el fuego. Como para pensar en la magia o los demonios.

—¡Dioses! ¿Qué es eso?

Los ojos de Ahram brillan sobre su sonrisa.

—Le llamamos «espíritu de fuego»… ¿Conoces el aceite de piedra?

—¡Sí, pero es diferente! Negruzco, espeso, no arde… —replica ella, recordando esa sustancia que afloraba en tierras de Armenia y que algunos usan como ungüento.

—Pues de ese aceite lo hemos obtenido. Es su fuerza y sale destilándolo. Como se saca el espíritu de vino.

Cierra el ánfora y la vuelve a su sitio, junto a la maqueta de la pentarreme. Al apagarse la llama enjuaga la copa y la guarda. Se viste y calza. Mientras conduce a Glauka escaleras abajo, procurando no despertar a Ushait, sigue explicándose.

—En uno de mis viajes supe que ciertos pueblos de Persia rociaban con aceite de piedra las piras funerarias, para que ardiesen mejor. Decidí hacer estudiar ese aceite por mis alquimistas: el fuego es tan poderoso como el oro… ¡y ya ves!

«El hombre triunfante —piensa Glauka—. Y también el niño con su juguete.»

Afuera el cielo ya está esperando al sol en una delicada aurora otoñal, armonía de rosas, amarillos y azules. Pasado el portillo de la cerca se les incorpora Mnehet, el guardaespaldas nubio de Ahram, y les sigue a corta distancia. Para sorpresa de Glauka no van hacia la aldea de pescadores sino que caminan a lo largo del gineceo y los almacenes, a la espalda de la Casa, hasta la puerta principal, en cuyo embarcadero les aguarda con un bote Tinab, el patrón del Jemsu. Ahram explica que van al muelle de pescadores, en Kybotos, donde desemboca el canal del lago Mareotis. Mientras atraviesan el puerto Eunosto Glauka vuelve al tema:

—¿Y qué se puede hacer con ese espíritu de fuego?

—¡Mil cosas, para la guerra o la paz! Por ejemplo, el faro funcionaría mucho mejor que con leña.

Por encima del Heptastadio se ve la alta torre, todavía humeante.

—¿Lo vas a proponer?

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