Authors: José Luis Sampedro
Aquella sirena era diferente de sus hermanas, las inmortales hijas de Nereo. Ya era único y sorprendente su cabello, no precisamente de un rojo coral, sino del suave dorado de las escamas en algunos peces, ni rubio ni oscuro como en las demás. Y, sobre todo, su comportamiento era extraño, pues se cansaba de entretenerse como ellas, observando los pulpos, admirando las actinias o los cangrejos ermitaños, jugando con los peces, moviéndose entre las algas para sentirse acariciada por las ramas flexuosas. Se interesaba en cambio por objetos que a sus hermanas les parecían ajenos y, sobre todo, permanecía largos ratos inmóvil, sin emitir ningún pensamiento que ellas pudieran captar mentalmente, pues las sirenas no necesitan articular un lenguaje. Todo eso era tan anómalo que a veces les parecía a las nereidas de otra especie y, si no pensaban que estuviera enferma, es porque tal idea es ajena al mundo de los inmortales.
Se interesaba especialmente —no sabía desde cuándo porque ellas ignoran el tiempo— por aquel gigantesco animal parecido a un mejillón, con su extremo frontal puntiagudo, y por las crías que parecía llevar sobre su lomo. Era un animal de superficie, incapaz de sumergirse, pero en cambio sus crías se hundían a veces en el agua, divirtiéndose en coger coral y esponjas. Poseía una gran aleta dorsal extrañamente colocada de través, que a veces plegaba quedándose el animal inmóvil. Entonces solía desprender un largo filamento con una uña al extremo, mediante el cual se agarraba a alguna roca o a la arena del fondo. Otras veces despedía toda una trama de filamentos en los que se enredaban los peces que, al replegarse ese extraño órgano, desaparecían en el vientre del animal, seguramente por constituir su alimento. Por su enorme tamaño parecía congénere de esas ballenas descritas por alguna sirena viajera procedente del lejano oeste, allá donde las Columnas de Hércules.
Las crías no tenían caparazón alguno. Eran casi blancuchas, inermes, vulnerables, algo mayores que una sirena y, sobre todo, increíblemente torpes. Constantemente habían de asomarse fuera del agua para volver a sumergirse y eran muy malas nadadoras porque, si bien su torso era como el de los tritones, con cabeza y brazos, en cambio de la cintura para abajo les faltaba la cola indispensable para moverse eficazmente. En vez de ella movían acompasadamente dos apéndices, pero sin eficacia, pues el agua se escapaba entre ellos en vez de impulsarles con su resistencia. Fijándose bien, entre esos apéndices mostraban además una minúscula colita, con una bolsa adyacente, sin duda germen —pensaba la sirena— de su futura cola natatoria, cuando su crecimiento les llevara a una fase intermedia, como la de otros animales marinos antes de poseer el gigante caparazón de adultos. Para la sirena no tendría sentido decir cuándo, pero llegó un momento en que empezó a notar la necesidad de ayudar a aquellos seres indefensos y torpes en su testaruda recogida de coral y esponjas. Les aguardaba en su caladero y les observaba oculta entre las algas. Les dirigía pensamientos pero ellos no sabían captarlos; no tenían siquiera la percepción de los delfines y los peces, con los cuales era fácil entenderse. Y con tan escasos medios asombraba su tesón en recoger día tras día algo tan inútil como el coral. ¿Hubiera sido ella capaz de salir todos los soles al aire —que sólo conocía cuando asomaban en los plenilunios— para coger piedras arrastrándose sobre los islotes? Conocer el motivo de aquella conducta se convirtió para la sirena en una obsesión. ¿Acaso necesitaban el coral para subsistir? Porque aquellos seres eran mortales como los peces y las plantas: todas las sirenas conocían el lugar donde se descomponía lentamente, rodeado por los restos de sus crías, uno de aquellos cascarones flotantes, hundido en una noche de cólera de Poseidón.
Para ayudarles se dedicó a arrancar ella misma esponjas y ramajes de coral, amontonándolos en el fondo sobre el cual solía inmovilizarse el gigantesco animal. Cuando éste apareció, dejó caer el filamento con la uña que le sujetaba al fondo y empezaron a saltar al agua las crías, la sirena aguardó escondida cerca de donde había dispuesto su cosecha. Al cabo de un buen rato —sin duda tenían mala vista— una de las crías divisó el pequeño montón y se acercó lo más aprisa que pudo, con ademanes que la sirena interpretó como expresiones de alegría, mientras recogía la mayor cantidad posible antes de remontarse a la superficie. Aquello, aún sin comunicarse, estableció un vínculo entre el mortal y la sirena, que desde ese momento repitió el juego y consiguió acostumbrar a aquella cría para que acudiera siempre al mismo sitio.
De ese modo introdujo algo, interesante y nuevo, en su eterna y monótona existencia. Quiso enriquecer la experiencia y seguir a distancia el cascarón flotante cuando, a punto de ponerse el sol, el animal erguía su aleta dorsal, desenganchaba del fondo su uña y se alejaba. En vano trataron sus hermanas de impedirle aquel morboso acercamiento a seres tan diferentes. Ella siguió al extraño animal hasta verle entrar en una caleta cerrada por dos promontorios rocosos, a lo largo de cuya playa existía como una hilera de nidos de donde salieron crías semejantes a las del animal para recibir el cascarón, sacarlo fuera del agua y vaciar los peces que llevaba dentro. Así se dio cuenta de que lo flotante era sólo un objeto y que las supuestas crías eran los verdaderos animales de la tierra.
Ocaso tras ocaso siguió a la barca y, al hacerse de noche, se acercaba hasta poder observar sin ser vista desde la orilla misma. Descubrió así que aquellos seres no eran tan torpes. Sus dos apéndices, tan inservibles para nadar, resultaban utilísimos para correr por la playa y entre sus nidos. Pero su más sorprendente proeza era la luz que conseguían crear y que salía por los agujeros de los nidos. Una noche consiguió verles producir esa luz en la misma playa cuando tres de aquellos seres se juntaron en torno a unos ramajes secos, sin duda algas terrenales, manipularon agachados y, de pronto, la luz nació como un múltiple surtidor rojo y amarillo, agilísimo, danzante, deslumbrador. La desconocida maravilla encantó a la sirena; y seguramente era también muy valioso para los terrestres porque empezaron a dar vueltas cogidos de las manos. La sirena hubiese dado mucho de su divinidad por ser capaz de crear a voluntad una flor tan grande, tan luminosa, tan alegre como la que aquellos seres conseguían plantar en la arena cuando querían.
Descubrió además que aquellas criaturas lograban entenderse, aun cuando fuera por un medio mucho más tosco que la comunicación mental de las sirenas. De sus bocas salían ruidos que provocaban acciones en respuesta. El aire de la playa era infinitamente más rico en sonidos que el de los islotes desiertos y, por supuesto, que el silencio total de las profundidades marinas. La sirena pasaba noches enteras tumbada en la arena con su barbilla apoyada en las manos y, medio cubierta por el oleaje, escuchaba encantada algo muy distinto de los graznidos de aves y el rumor de rompientes conocidos por ella. Los terrestres añadían al mundo palmadas con las manos, chasqueos de los dedos y sus voces: ¡oh, sus voces, qué riqueza, qué variedad! Sobre todo la risa, ¡qué sorprendente milagro!… Se ayudaban además de cosas: la sirena se asombró la primera vez que vio a uno acercarse a la boca la punta de una caracola vacía y oyó una profunda resonancia de oscuro viento. Una de las noches, en que también encendieron la flor luminosa con su penacho de volutas grises subiendo a lo alto y bailaron en torno, uno de los terrestres empezó a golpear algo retumbante mientras otro acercó un palo a su boca e hizo brotar de él la más maravillosa melodía jamás escuchada por sirena ninguna…
Por contraste con aquella vorágine de colores y ruidos, de olores y movimiento, la vida submarina resultaba gris y muda, opaca, vacía, interminablemente repetida en torno a pocos estímulos. La sirena empezó a compadecerse de sí misma en vez de tener lástima de los terrestres, sufriendo como una condena eterna su condición de inmortal. Y llegó hasta odiar esa condición cuando descubrió la exultante vida de la pareja humana.
Fue una noche en que brotaron en la arena muchas luces danzantes, llameando como cabelleras al viento. Se habían vaciado todos los nidos y los terrestres estaban en la arena, grandes y pequeños, abrazándose, girando, riendo… Sobre las llamas giraban palos con bultos ensartados de los que ellos arrancaban pedazos llevándoselos a la boca, alternando con un agua roja que también recibían en los labios y a veces se les derramaba por la barbilla. La luna, en lo alto, parecía presidir sonriente aquella agitación. La sirena se acercó más que nunca, arriesgándose a ser vista, pero nadie miraba hacia el mar. Avanzada ya la noche algunos se dejaron caer sobre la arena y allí permanecieron acostados y otros fueron retirándose a sus nidos, hasta quedar en la playa sólo varios cuerpos tumbados, entre montones de rojizos restos de las apagadas luces.
Pero no todos volvieron a sus nidos. Algunos desaparecieron emparejados más allá de la playa, hacia donde comenzaban a erguirse monte arriba las grandes algas terrestres. Una sola pareja tomó el camino del promontorio oriental, pasando así muy cerca de la sirena pero sin verla porque, cogidos de la cintura, se miraban obsesos el uno al otro. El sendero seguía por una cornisa de roca y a lo largo de ella fue siguiéndoles a nado la sirena, escuchando los ruidos de sus bocas, interrumpidos por algún chasquido, una succión, un chillido próximo a la risa, un jadeo de la más ronca voz. Dieron la vuelta al cabo y descendieron hasta una estrecha banda de arena, fuera de la vista de la playa.
El más desnudo de ambos —la oculta observadora ya conocía su uso de pieles sobre sus cuerpos sin escamas— despojó del todo al otro, causando gran asombro en la sirena, que, a la naciente luz del alba, descubrió un tórax como el de ella misma, con dos hermosos pechos nunca vistos en los buscadores de coral. En cambio su entrepierna estaba lisa, sin colita ni bolsa, aunque poco pudo examinarla la sirena porque ya ambos se habían acostado en la arena. En el acto se entregaron a un juego inexplicable para los ojos que les contemplaban, impresionante por su furiosa violencia y fascinante por su intensidad. Se agitaban abrazados, por momento como enemigos en lucha; se movían como la llama de luces rojizas, con iguales contorsiones y vaivén. La sirena envidió aquellas piernas que antes le parecieron torpes, pues servían para enlazarse tanto como los brazos, para apoyarse en el suelo y arquearse, y para ceñirse sobre la otra espalda y atraerla. Poco a poco aquella doble unidad serpenteante se acomodó a un movimiento acompasado; subía y bajaba el que estaba encima y el ritmo iba poco a poco acelerándose. Cambiaban exclamaciones, jadeos, gemidos, susurros, suspiros, mordisqueos, chillidos y ayes que a la sirena, sin comprenderlos, le estremecían su torso de carne y erizaban sus pezones. Lo que al principio le pareció un juego ahora le resultaba una agonía: el jinete afanándose frenético, los músculos del cuello contraídos; la montura sacudiendo la cabeza a un lado y otro, semicerrados los ojos, crispados los labios. Hasta que de pronto lanzaron un gemido triunfal y el jinete se contorsionó en un espasmo y se derrumbó sobre el otro cuerpo como si se hubiera desangrado de golpe.
Jamás, en el mundo verde y silencioso de la sirena, ocurría nada capaz de transfigurar así los rostros. Si aquello era una lucha ninguno había sido vencido puesto que cesó por agotamiento, según indicaba la jadeante respiración. Mejor dicho, habían vencido ambos, pues sus rostros mostraban una sonrisa a un tiempo desmayada y triunfante. ¡Cómo envidió la sirena sus máscaras inefables, sus figuras inmóviles pesando sobre la tierra! Pasado un rato la montura pasó los dedos suavemente sobre el pecho de su jinete con un gesto que arrebató a la sirena y al que no supo darle nombre. Sólo sintió en su corazón la puñalada de serle negado aquello por toda la eternidad.
En aquel instante renegó para siempre de su divinidad, envidió a los seres capaces de tanta exaltación y decidió pedir a un dios propicio esa misma manera de estar viva.
—Fui sirena —pronuncia temerosa junto a la oreja adorada—… ¿Me oyes? Fui sirena.
No puede callarlo. ¡Es la vida que está viviendo! Imposible no gritarla.
Ahram vuelve la cabeza sobre la almohada. ¡Qué cerca le quedan esos ojos glaucos, ahora claros y profundos!
—Necesito que lo sepas, darte todo lo que soy… Sirena de verdad, en la mar, con mi cola de pez… Luego me hice mujer —concluye con un suspiro. Ya está, es irremediable. ¿Ha hecho bien? Trata de interpretar la expresión de ese rostro, a contraluz de la ventanita.
El hombre al principio sólo había recogido en su oído la miel de la voz. Ahora ha captado el sentido y reacciona en tono alerta, incrédulo.
—¿Cómo has dicho?
Aún podría ella echarlo a broma. Pero ni se le ocurre. Rápidamente, en pocas palabras, explica que lo había olvidado, que por eso no sabía de su infancia, pues no la tuvo.
El hombre se incorpora sobre el codo, inclinado hacia el cuerpo tendido a su lado. Clava la mirada en esos ojos, ahora un poco asustados, implorantes. El pecho viril se acerca y oprime suavemente el seno derecho; la boca bajo el bigote desciende a los labios desnudos, se demora en ellos un cálido instante, sin penetrar con la lengua, solamente rozando con ternura:
—En ti todo es posible… Tenía que ser así.
Ella teme que él lo tome todavía en sentido figurado. Insiste, aporta detalles: el tiburón y las morenas respetándola, su marca a fuego y sus cicatrices desapareciendo, sus aciertos en la mar, su resistencia bajo el agua… El hombre siente verdaderas sus palabras; no duda de que ella está convencida. ¡Pero es tan increíble! Acepta las palabras aunque lo prudente será seguir averiguando.
—¿Por qué dejaste de serlo? ¿Te castigaron los dioses?
—¡No, se lo pedí a Afrodita y me lo concedió! Conocí a los hombres viéndoles coger coral, supe cómo eran, descubrí que ellos vivían, vivían más que yo, y preferí ser mujer… —baja la voz, acerca su boca al hombre—. Les vi amándose, como nosotros anoche, como hace un rato. Quise vivir ese amor. ¡Y por fin lo he logrado! ¡Ahora! ¡Con tu amor único me has hecho recordar!
El hombre piensa en quienes la gozaron antes y ella se da cuenta por la incertidumbre en los ojos que la miran. Protesta:
—¡No pienses en otros; nunca fue como ahora! Si hubiera sido así, yo hubiera recordado mucho antes. ¿Comprendes? ¿O crees que mentía cuando te decía haber olvidado mi pasado?