Authors: José Luis Sampedro
Parece imposible que alguien haya podido llegar hasta el despacho sin ser estorbado. ¿Dónde estaba Mnehet, habitualmente al alcance de la voz en la antesala? ¿Cómo había logrado el asesino engañar a los guardias de la puerta y pasar entre los escribas de las oficinas sin ser controlado? Ahram se hace estas preguntas mientras, llamando al nubio, ayuda a Soferis a sentarse y procura con su faja contener la hemorragia del secretario, no demasiado abundante. Glauka, todavía agitada por el susto, coopera en el vendaje improvisado. Comparece un sirviente que justifica la ausencia de Mnehet, a quien el propio Ahram —lo olvidó— había enviado en busca de Artabo. Ahram despide al siervo, antes de que éste se aperciba del cuerpo caído tras el diván, pues quiere preparar su propia versión del asunto para ocultar semejante fallo en su sistema de seguridad. Ya llegará el momento de corregirlo y de poner en su sitio a los responsables.
Arreglado el vendaje, Soferis se muestra más repuesto y Ahram examina el cuerpo inmóvil, dándole la vuelta. Un rostro totalmente desconocido. Está muerto.
Al pensar que eso dificultará la investigación Ahram vuelve sobre Glauka toda su cólera, provocada por la facilidad con que un asesino ha podido atacarle en su casa. Todo su orgullo de macho poderoso se resiente de aparecer indefenso frente a la mujer.
—¡Le has matado, estúpida!
El insulto es tan impensable después de haber sido salvado por ella, que Glauka sólo acierta a mirarle atónita.
—¿No comprendes? ¡Ahora no podremos saber quién le mandó atacarme!
—Y si yo no lo hubiese matado tampoco tú hubieras sabido nunca nada más —contesta Glauka dignamente.
—¡Me basto para defenderme, sin necesidad de una mujer! —replica Ahram fuera de sí—. ¡Si aún fueras una esclava te mandaría azotar en el patio, a la vista de todos!
Glauka conoce la violencia de Ahram y, a veces, su arbitrariedad cuando se pone en duda su poder absoluto, pero en esta ocasión le irrita la injusticia y responde altivamente:
—Sigo considerándome tu esclava y puedes azotarme cuando quieras. Pero no en público.
—¿Es que te queda algo de vergüenza?
—La vergüenza la sentiría por ti.
«¿Cómo puede hacerse tan odioso, tan infantilmente odioso?», piensa Glauka mientras siente aferrados sus brazos por las manos de Ahram, que, indiferente a la mirada reprochante de Soferis, la sacude fuertemente hasta deshacer el peinado.
—¿Me crees capaz de azotarte? —casi escupe Ahram—. ¿No sabes cómo te quiero?
—Me haces daño —dice simplemente Glauka, mientras Ahram, tras delatar de ese modo brutal su arrepentimiento, le libera los brazos y la estrecha violentamente contra su pecho. Cuando la suelta, Glauka se retira a su telar en la terraza, oyendo en la salita las órdenes para que venga Hermonio y las primeras conjeturas de Ahram y Soferis acerca del asesino.
Está ofendida por la reacción de Ahram aunque quiere comprenderla porque últimamente han ocurrido bastantes cosas extrañas. La víspera misma Ahram le ha confiado que Tigram el armenio, al que había obsequiado con el banquete hospedándole luego en Villa Tanuris, parece resultar un espía del rey persa, aunque afirme haberse exiliado de Armenia porque allí peligraba su vida bajo Shapur. Pero lo más grave es el problema de los técnicos que están trabajando para Ahram en el Campo Esmeralda. Un mensajero del sur, llegado la víspera, ha traído noticias desconcertantes de aquel centro de investigación. El capitán del destacamento que lo custodia ha muerto extrañamente, sospechándose un envenenamiento. Por otra parte crece allí el descontento entre los científicos por las duras condiciones de vida. Más inquietante aún para Ahram es el hecho de que uno de esos técnicos, dedicado a estudiar aplicaciones para el espíritu de fuego, faltó toda una noche, aunque reapareció al día siguiente. Afirmó que había salido a calmar un insomnio y que se había perdido en el desierto. Las explicaciones del mensajero fueron confusas y demuestran que el sustituto del jefe fallecido no está a la altura de las circunstancias. Ahram ha despachado inmediatamente para reemplazarle a un hombre de la confianza de Artabo, porque si hay sabotaje o filtraciones acerca de los trabajos en marcha las consecuencias pueden ser muy graves.
Glauka permanece en la galería, sintiéndose todavía confusa, temblorosa, inquieta; más por su problema personal con Ahram que por la muerte que acaba de dar al intruso. Comprende la violencia de Ahram pero teme que no se deba sólo a lo ocurrido y a las malas noticias del sur. Le encuentra en los últimos tiempos diferente, arisco a veces, como lejano ¿se estará cansando de ella? Desde su taburete frente al telar, que contempla sin tocar los hilos, oye la voz del mayordomo discutiendo el caso con Ahram y Soferis. Del examen del cadáver no han sacado nada, salvo que está circuncidado, lo que apunta a un asesinato pagado por Oriente, sea el persa o los grupos hostiles de la ciudad. Las ropas no dicen nada. No hay pistas. Tampoco aparecen de las averiguaciones hechas por Soferis sobre la forma en que pudo entrar. Los tres hombres discuten, analizan la situación. Al cabo, Ahram pasa a la galería, contempla unos momentos a Glauka y al fin habla:
—Has sido muy valiente, gracias. Pocas mujeres lo hubieran hecho.
Al oír acercarse a Ahram, Glauka se ha apresurado a manejar la lanzadera, mostrándose enfrascada en su tarea. Ahora le contesta con unas palabras quitando importancia a lo hecho.
—Toma —le tiende Ahram las tijeras ya limpias de sangre, y ella se da cuenta de que las dejó caer inconscientemente después de clavarlas—. Me has salvado la vida.
—Sí pero no tuve cuidado con la suya —no puede evitar decir Glauka.
—No te enfades. Comprende mi reacción. Ahora te repito mi gratitud.
Glauka se encoge de hombros:
—¿Cómo está Soferis?
—Ya le ha curado Assurgal. La herida no es grave. Le he ordenado no contar nada a nadie —añade Ahram.
—Aunque no lo cuente, Soferis lo vio todo.
—¿A qué te refieres? —se extraña Ahram.
—¿A qué? A tu arrebato, a tu violencia conmigo. ¡Delante de él!
Ahram suspira: todas las mujeres son iguales. Dando importancia a lo que no la tiene y al revés.
—Soferis es como si fuera mi hijo, ya lo sabes. Además, ¡te dije que te quería! ¡Me disculpé!
—Sí. Decirlo, lo dijiste. ¿Debo darte las gracias?
«Cuando la conversación toma esos rumbos, el diálogo es imposible», piensa Ahram.
—No, no tienes que dármelas… Te dejo tranquila; he de ver si averiguo algo. Se multiplican las contrariedades. Esto de hoy y lo que pasa en el Campo…
Sale pensativo y por un momento Glauka está a punto de compadecerle, por todo lo que esos hechos significan para él. En el acto rechaza ese impulso. «¡Qué tonta soy! ¿Compadecerle? ¡Si le encantan esos riesgos, para poder vencerlos y encontrarse luego triunfador! ¡Si son su vida!»
No puede quedarse inactiva en la terraza y sale de la casa camino de la torre. La torre y su recinto, la caverna inferior, abierta a las ondas, donde comenzaron… Le entristece también el recuerdo y se desvía. Sus pasos sin objetivo la llevan inconscientemente hasta el banco de los delfines. Allí la encuentra, al poco rato, Krito.
—¿Preocupada, Glauka? No tienes motivos; lo ocurrido no es tan importante.
—¿Ya lo sabes?
—Como toda la Casa. La traición infiltrada, según dicen en las malas tragedias de ahora: el acero alevoso detenido por el servidor leal. Pero no debe preocuparte; lo ocurrido no es nuevo para Ahram. Toda su vida le han rodeado envidias y puñales. Aunque otras veces asomaban más claros… ¡Quiere que yo indague discretamente por Rhakotis! —sonríe y su tono se hace sarcástico—. «En tu mundo», me ha dicho…
Krito se interrumpe, observa más atentamente a Glauka y continúa:
—Ya veo que no es eso… Te apena algo más. Dame tu tristeza, Glauka; tus horas tristes quiero, esas que no se dan a nadie.
Ante el silencio de la mujer, continúa:
—¿Prefieres que te deje sola?
Glauka niega con la cabeza y Krito se sienta a su lado, sin fijar su mirada en ese rostro de ojos empañados.
—El riesgo lo comprendo, pero su actitud no —concede al fin Glauka—. Me ha maltratado, ¡y eso que maté al hombre!
—¿Tú? No lo han contado así. Dicen que fue el propio Ahram.
Glauka se encoge de hombros y continúa.
—Al matarle borré las pistas, ya ves. Hice mal.
—Vamos, no digas eso. Ahram quiere devolver el golpe; tuvo una primera reacción violenta, ya sabes cómo es…
—No, no lo sé. Desde hace algún tiempo no lo sé. Le encuentro diferente. No se comporta conmigo como antes. No me respeta; hace cosas que sabe me ofenden, no vale la pena contártelas… Porque lo peor es que no soy ya nada en su vida; sólo piensa en sus asuntos, en sus intrigas, en el poder… Cuando yo estaba en Tanuris creía que en Alejandría me encontraría más cerca de él, pero está lejos. Está en el poder.
—No exageres. Ahram siempre está en el poder, en sus asuntos, como tú dices. Y más cuando han intentado matarle. Pero es el mismo para ti.
—No, ya no me quiere. O empieza a no quererme.
—¿No quererte? ¿A ti? —la suave risa de Krito expresa a la vez melancolía y estupor—. Eso es imposible, Glauka.
Glauka se vuelve de golpe y le mira intensamente. Por primera vez desde el suceso, la obsesiva pena deja de habitarla, sustituida no sabe por qué. Krito interpreta esa mirada y se repliega en el acto, con una sonrisa intrascendente.
—Y más imposible aún para Ahram. ¡Si Ahram lo quiere todo! ¿Cómo no va a quererte también a ti?
Se da cuenta de que se ha replegado demasiado, hasta hacer inverosímil la maniobra, y reitera el tema en un tono más ligero.
—Todos te quieren, ya lo sabes. ¡Hasta yo!
Pero Glauka sigue mirándole mientras, vacilando en ese terreno movedizo, Krito calla. «En los ojos de Ahram siempre hay fuerza —piensa Glauka— y ahora ¿qué hay en los de Krito?» Los mira atentamente. No es que sean cambiantes, como los de ella misma, sino indefinibles, entre el azul y el gris. Hay en ellos bondad, sarcasmo, melancolía y desdén, duda y certidumbre, ternura y miedo… Desesperanza, especialmente, sobre un fondo muy complejo.
—¿Por qué has dicho «hasta yo»? —susurra la mujer.
—Ya sabes lo que soy, ¿no? No me lo hagas decir… Lo contrario que Ahram, ese hombre siempre seguro. Con sus sabios, sus técnicos, sus aliados, sus proyectos… El hombre fuerte. Yo soy lo contrario, ya sabes. Soy el de «ese mundo», Rhakotis. El de las fases. «¡Qué lástima!», se dice de mí.
—No. Tú no eres eso; no solamente eso. Debajo del disfraz eres otro… —vacila—. No sé muy bien quién…
Krito vacila también como para decir algo. Pero decide reír y contesta:
—Eso es verdad, lo confieso. Me disfrazo, me encanta disfrazarme. Me gusta darle al mundo la vuelta, moverme por el revés de lo habitual. ¿Sabes que en Roma se celebra una fiesta en la que durante un día los amos hacen de esclavos y los esclavos de amos? —habla de prisa, aliviado por la posibilidad de alejar así el diálogo del terreno hacia el que se deslizaba—. ¡Qué gran idea! Haría falta extenderla a la ley: los ladrones juzgarían a los jueces. ¡Habría que verlo!… Incluso al amor: los hombres serían mujeres y las mujeres hombres… Bueno, al menos esto último lo hago yo; ya sabes, en mi fase femenina: todo el mundo se escandaliza.
—Sí, conozco a ese Krito. Pero hay otro. Una vez me explicaste que hay dos Ahram. Pues también dos Krito.
—O tres.
—Puede. Eres más complejo.
Krito siente que la gratitud le sofoca ante esa caricia. Y provoca:
—¿Cómo son esos Kritos? Dime al menos alguno.
—Conozco a un Krito tierno, dolorido, y tan, tan sensible… En la mar hay un cangrejo incapaz de fabricarse un caparazón y camina en carne viva desnudo, vulnerable, a la merced de un roce, de un arañazo en el coral… Se protege buscando una concha vacía que no es la suya y se refugia metiéndose dentro.
—En suma, un monstruo, un engendro inútil para la vida.
—Si fuese inútil no estaría vivo… ¿Monstruo? Nada de lo que es puede ser monstruoso: desde el momento en que la naturaleza lo ha creado es natural. La vida no produce monstruos; los producimos nosotros.
Krito calla unos momentos antes de contestar:
—¿Cómo no quererte si hasta filosofas?… Pero entonces me he hecho monstruo a mí mismo.
—No te acuses. Y no seas presuntuoso, no eres tanto. Se ve que no has conocido hombres monstruosos como yo.
—En mi mundo abundan… Y también mujeres.
—Los hombres no sabéis gran cosa de los hombres. Y menos todavía de las mujeres. En un burdel es donde los hombres se quitan las máscaras que llevan por la calle, te lo digo yo. Y aun cuando no se las quiten, las putas los conocemos a pesar de ellas.
—No hables así, Glauka.
—¿Te choca? Eres un aprendiz, entonces. La mejor escuela para conocer verdades de fondo es un burdel.
—Pues habré de matricularme en casa de Dofinia, como el niño que va al gimnasio. También tiene travestidos.
—No te escapes por la broma.
—Lo hago para que olvides tus penas —murmura Krito, con una sonrisa que ilumina el silencio.
«¡Es verdad!», piensa Glauka, dándose cuenta de que con él las ha olvidado. Se ha apasionado por ese encuentro de palabras, ese tanteo de descubrimientos, ese asomarse y retirarse ante las honduras de cada uno.
—Además, no me escapo. De ti nunca me escapo —continúa Krito—. No me niego ante ti, ni quiero que escapes tú de conocerme… No puedo más. Me declaro como soy: un amante lesbiano, ¿comprendes? Alguien que sólo como mujer podría hacer el amor a otra mujer, aunque ella fuera la que más hondo ha entrado en su vida… Por eso dije antes «hasta yo»… Y ahora, ¿qué te dice a ti eso?
Se le ha escapado en un impulso. No ha podido evitarlo porque mientras hablaba se le subía a la sangre una erección a la vez que al rostro. Su túnica oculta la primera; pero su rubor sorprende a Glauka, mientras él insiste:
—Sí, ¿qué puede decirle eso a una mujer tan mujer como tú?… ¿No respondes? Yo te lo digo: ¡nada!
Glauka ha callado porque es justamente lo contrario: esas palabras le dicen todo. Como relámpagos, iluminan de golpe mil oscuridades, pero también dejan después en ella sombras abismales. No puede responder ahora a esa confusión suya, pero sí al dolor de Krito, a la desesperanza con que ha mascullado la última palabra.