Authors: José Luis Sampedro
—Yo no hablé de técnica —ataja Krito—, sino de vivir. No confundamos.
—En todo caso —sigue Filópator— hoy el verdadero poder no está en Roma ni en Ctesifonte, sino en la técnica. Quien domine los nuevos medios dominará el mundo. Roma es poderosa por sus arquitectos, sus ingenieros, sus constructores…
—Y sus juristas —interrumpe el archidikasta.
—Y sus juristas, sí —admite Filópator—; pero la técnica más alta florece hoy aquí, en Alejandría. Con Ctesibio, con Heron, con tantos otros. No nos damos cuenta, pero la clepsidra autorregulada es el germen de los futuros esclavos mecánicos, que liberarán al hombre de las tareas más duras. Y el vapor que hace funcionar el eolípilo será la nueva fuerza.
—¿No es mucha imaginación? —ironiza Lysias.
—¡Son hechos científicamente comprobados! —se amosca el ingeniero que, además, atraído como todos por Clea, es el único que, al compartir el triclinio con ella y el poeta, se ha dado cuenta del juego de piernas entre ambos.
—¿Y seremos mejores con la nueva fuerza? ¿Sentiremos mejor? —interviene Krito—. A mí sólo me importa una fuerza: la que me da la vida; y sólo me interesa la autorregulación de mi organismo… Bienvenida sea la técnica si nos ayuda a vivir más libre y espontáneamente, pero no si ayuda a los romanos y a los persas a construir mayores catapultas o torres de asalto para subyugarnos. No pongo mi esperanza en ningún poder político salvador, sino en que todos los colosos tienen los pies de barro. La decadencia de Persia se comprueba al no poder vencer a Palmira, mucho más pequeña; así como la de Roma no se refleja ahora en derrotas militares, estoy en eso de acuerdo con nuestro noble prefecto, sino en las estatuas.
—¿En las estatuas? —se extrañan varios, mientras Lysias comprende en el acto y asiente entusiasmado.
—Sí, porque los artistas son los hombres más lúcidos y videntes. Comparad las facciones de los bustos esculpidos hoy con los de la época de Augusto. Entonces eran rostros vigorosos y serenos, de hombres y mujeres satisfechos consigo mismos. Ahora la angustia y la incertidumbre los deforman muy perceptiblemente. ¡Y no digamos las estatuas de los héroes y de los dioses! ¡Ah, los dioses! Los dioses, amigos, los dioses: ellos nos dan el secreto de la historia.
Un silencio acoge un tema tan trascendente. El prefecto mira a Krito con asombro.
—¿Quieres decir, Krito, que los dioses gobiernan la historia? —pregunta irónico Serapion, educado en la escuela materialista de los historiadores.
—Los dioses no se ocupan de nosotros; ya lo enseñó así el gran Epicuro. Lo que afirmo sabio Serapion, es que la historia de los dioses es el reflejo de la nuestra. Su emergencia, su vigencia o su desaparición se corresponden con los cambios profundos de la historia humana. Vivimos una época de incertidumbre porque estamos cambiando de dioses. Se desvanecen los de Grecia y Roma mientras emergen otros candidatos a los altares oficiales.
Nuevo silencio, escandalizado en algunos, mientras otros aprovechan para probar las carnes fuertes, el jabalí o el cabrito.
—Sí —continúa Krito—, eso ya ha ocurrido antes. Hay memoria de dioses y diosas olvidados. ¿Qué fue de Hadad el arameo, de Ilumquh la sabea, de Dushora el nabateo, de Yarkhibol el palmireno, de Anath la cananea o de Marduk el babilonio? Todos tuvieron templos y recibieron ofrendas y sacrificios; inspiraron la guerra y las hazañas. Hoy son ruinas y olvido, como serán mañana los que hoy tienen altares.
—No puedo aceptar esas ideas blasfemas —refuta el gimnasiarca—. En tiempos de Sócrates te valdrían la cicuta, Krito, por desorientar a la juventud.
—¡Justamente, porque entonces se creía de verdad en los dioses! Hoy no, y de ahí la desorientación, la decadencia. No hay blasfemos, pero tampoco hay guías ni maestros.
—¡Tú eres el decadente!
—Cierto, porque soy de mi tiempo: inseguro. Pero al menos, lúcido. Yo lo vivo sabiendo; como debe vivir el hombre.
—Yo creo en Isis —rompe tímidamente la voz de Tanufis, haciendo un esfuerzo—. Siento que me protege.
—Al creer en ella, Isis existe para ti —sonríe Krito—. Además cualquier dios desearía existir para tu belleza, hermosa niña… Pero ¿no lo veis? Nos rodean nuevos dioses y aún no sabemos por cuál decidirnos: Mithra, Serapis, el dios de Mani, el de los cristianos, los germánicos, los celtas… ¿No lo veis?… Los dioses de Roma ya no gobiernan.
—Hay dioses eternos y leyes eternas —reprocha el archidikasta— que encarnan la justicia y la verdad.
—¿Leyes eternas? Vivir y dejar vivir, ésa es la única. ¡Y malditos quienes quieren sujetarnos a otras torciéndonos la vida! No conozco verdad, sino verdades. Como los dioses: cada cual la suya. La que hace vivir.
—¿Verdades? —ironiza Filópator—. Entonces también va a resultar verdad ese pobre dios de los terroristas, tan poco poderoso que se dejó crucificar por hombres.
Glauka recuerda que justamente eso la atrajo hacia las femineras: ese dios que, como ella, había elegido la mortalidad. Pero atiende a la respuesta de Krito:
—Para ellos es la verdad, por extraño que te parezca… Y eso me sugiere un juego: ¿cuál es la verdad para cada uno de nosotros? ¿En qué dios creemos aquí?
Como juego se acepta, a pesar de algunas resistencias. Los funcionarios romanos, naturalmente, acatan el panteón oficial, añadiendo la divina personalidad del Augusto César imperante. Lysias se apresura a manifestar su devoción por Afrodita, que también comparte Clea dándole por pareja al poderoso Eros. Se adhieren a ese culto las dos muchachas griegas e incluso Títira, la danzarina de Gades, mientras Tanufis reitera su adoración por Isis. Los alejandrinos reverencian a Serapis y el armenio se acoge al Apolo solar. Ahram reconoce como poder superior a las dos estrellas que encauzan su destino y Krito se confirma en lo que ha dicho: «Yo soy filósofo de la escuela de Epicuro y no me interesan los dioses de los templos, como tampoco yo les intereso a ellos». En el silencio subsiguiente todos miran a Glauka.
—Yo no creo que los dioses mueran, pero sí que se alejan, no sé adónde, fuera del recuerdo de los hombres. Pero yo supliqué a Afrodita y me respondió.
—¿Crees que fue Afrodita? —pregunta suavemente Krito, envolviéndola con la mirada—… Te diré lo que a Tanufis. Las dos acertáis confiando en una misma diosa. Que otros han llamado o llaman Atargathis, Isthar, Ashtarté, Artemis, Venus… En suma, la Gran Diosa Madre. La única, porque tiene su altar en el alma y no en los templos. Porque está en todo lo vivo, porque es la vida misma. Ella no se aleja; sólo nosotros le vamos dando sucesivos nombres.
«Como decía la Madre, la Frigia, en Psyra», piensa Glauka. La Antigua, la Oscura, la Profunda. Evoca las olas infatigables, los galopantes caballos de Uruk, la vibración del universo, que ella vive en el Vértigo con Ahram.
—Sí, ésa es mi diosa; llámala como quieras.
Hay sonrisas y aplausos. ¿Quién osaría declararse contra Afrodita, fuese la Urania, Anadiómena, Corintia, Cipris o cualquiera de sus advocaciones? El prefecto alza la mano sonriente y decreta:
—En mi calidad de simposiarca declaro concluido este debate y ordeno el comienzo de la música. Nada de discusiones históricas, científicas ni políticas; el tema del amor, que acaba de triunfar entre nosotros, será el único para el resto de la noche.
Entre sonrisas y exclamaciones jocosas son ofrecidas las frutas, los helados, los licores, el alcohol de canela y hasta el encendido ponche con sus llamas azules. Al mismo tiempo aparecen muchachas y efebos, así como las danzarinas, al ritmo de sistros castañuelas, címbalos y tamboriles. Tras el grupo, pero quedándose discretamente junto a la puerta, aparece Yazila, como masajista dispuesta a atender los accidentes, en el baile o en los juegos. El prefecto clava los ojos en uno de los muchachos y los aparta rápidamente, aunque no tanto que Ahram no haya podido observarlo. Llama entonces a una de las recién llegadas y le susurra unas palabras, tras las que ella coge de la mano al joven y se acerca con él al prefecto. Ambos se inclinan: dos cuerpos apenas velados.
—Espero, noble Cayo Drómico —explica Ahram— que, si se ha de hablar de amor, aceptes para tu inspiración la doble compañía que te ofrezco.
El prefecto agradece la amabilidad de Ahram, que satisface su secreto deseo con la coartada de la muchacha, mientras la pareja se sienta a los pies del triclinio ocupado por el magistrado. «Ése sería mi dios —piensa Krito al verles—: el que fundiera los dos sexos. Sin duda en el fondo más antiguo de los tiempos reinó un dios andrógino. Un dios total de la vida, con doble sexo, como la doble hacha de la Gran Madre cretense.»
El gimnasiarca, para entrar en el tema autorizado, recita el famoso
Vivamus, mea Lesbia, atque amemus
de Catulo, en cuyo comentario interviene en el acto Lysias. Pero el influjo del vino, el embrujo de la música, la gracia velada y desvelada de las danzarinas y, sobre todo, la carne fácil recién puesta al alcance de las manos reclaman platos más fuertes. Varios han observado la maniobra de Ahram para ofrecer discretamente el muchacho al nuevo prefecto y, aunque nadie se atreve a descubrirla, aun sin querer se desvían las citas poéticas hacia esa clase de placer. Es el propio Lysias quien acaba sacándolo a la luz, después de otras alusiones, al lanzarse a recitar el conocido epigrama de Alceo:
Brota el vello en tus piernas, Nicandro.
No tardará en llegar hasta tu culo
y ya no te amarán ¡goza deprisa!
Tu juventud se va implacablemente.
El prefecto —observa Ahram complacido— se une espontáneo a las risas generales, aunque al mismo tiempo frena imperceptiblemente los disimulados avances del muchacho sentado a sus pies, imponiéndole la discreción. El navarca, animado por el vino pide textos parecidos, pero Krito enfría la charla con un erudito comentario acerca de la métrica del epigrama y el gimnasiarca se le une con dos ejemplos de Calímaco para rendir homenaje, proclama, al «rey de los poetas alejandrinos». El prefecto corta el debate señalando que el tema es el amor y no la preceptiva literaria, por lo que, con el ruidoso apoyo de la mayoría, decide que comience la danza y, con ella, el libre goce de la noche.
El anciano Serapion alega su edad para retirarse, lo que aprovecha también Glauka, excusándose con una creciente jaqueca. El prefecto lamenta esa dolencia y pide antes como una gracia, con la anuencia de Ahram, el privilegio de poder contemplar suelto ese deslumbrante cabello de Glauka, cuyo color y textura considera incomparables.
Ahram sonríe asintiendo y Glauka lee la envidia en el rostro de Clea, pero también otra mirada en los ojos de Krito y por eso vacila, antes de deshacer poco a poco su peinado. Van cayendo sedas cobrizas y ambarinas en torno a su cuello y cuando concluye se queda inmóvil. El prefecto expresa su gratitud en un brindis coreado por todos. Como es un brindis a la romana ofrece después su propia copa a Glauka para que beba también. Así lo hace ella, retirándose luego, envuelta en la ondulación de su melena.
Las danzarinas se alinean para comenzar, Marsia acaba de templar el arpa pero, antes de empezar, propone Krito que Títira —la bailarina de Gades con la que ha conversado frecuentemente durante la cena— ofrezca sola una muestra de su arte. Aceptada la idea la muchacha se levanta y, situándose entre los dos grupos de comensales, inicia unos movimientos para los que el hábil tamboril encuentra rápidamente un ritmo adecuado. Al principio sólo mueve las manos y la cintura; luego empieza a girar muy lentamente, ofreciendo poco a poco su rostro a todos, cambiando de fase como la luna. De pronto Yarko, que ha estado escuchando, hace callar la percusión e improvisa una melodía que transforma los giros de la danza. La flauta es oída por Glauka, alejándose por el pasillo, y la decide a volver hasta quedarse en la puerta, tras la cortina, subyugada por lo que ve y escucha. Al otro lado, ya dentro del salón, percibe a Yazila, atractiva con sus formas morenas envueltas en una tela granate, a juego con su tocado, le molesta esa proximidad. Pero no puede dejar de acudir al imán del aulista.
¿De dónde brota esa música, lenta y voluptuosa como el cuerpo de Títira acelerándose poco a poco? ¿De dónde es esa danza cada vez más ondulante desde su centro inmóvil? ¿Cómo puede sugerirse tanto deseo con tan mínimos gestos? ¿Qué misterioso entendimiento hermana la melodía del ciego con el cuerpo juvenil? La música y la mujer están cargadas de secreta sangre, de fuego escondido, de sabiduría… El cuerpo ondea como un gallardete en la brisa, las manos tendidas gritan el ansia, las caderas se despliegan esperando… La música provoca a la mujer, que la sigue y la enciende; una y otra se enlazan como serpientes, como amantes… Glauka, fascinada, sólo se retira cuando la muchacha se deja caer, tendiéndose, abierta, como una amante agotada de placer.
Esperándome junto a la ventana, la luna en sus cabellos, comprendo el capricho del prefecto, pero ella es mía. ¡Qué sonrisa en su rostro! Hubiese querido escaparme antes, qué aburrimiento tanto verso. Palabras y palabras, pero el prefecto no se marchaba. Es cauto; el muchacho le encantó, aunque no se atrevió a demostrarlo ni siquiera al final, cuando todos eligieron pareja. Se lo haré llegar; que me lo agradezca, aunque su debilidad parece ser más el dinero que el sexo. Veremos, nunca se sabe; a lo mejor se encapricha y nos enteramos de cosas por el muchacho. ¿Y si lo usa para informarse sobre nosotros? Hay que ir con cuidado, no me fío de esos jóvenes egipcios sacados de la aldea. Cuando salen listos son alacranes debajo de una piedra, por mucho que se les haya favorecido antes. Es cauto el prefecto y sabe encajar; contestó bien acerca de Odenato. Como se conocen, el príncipe me informará. Y también Sútides, sobre cómo consiguió el cargo: los emperadores no confían Egipto, su mejor finca, a un cualquiera. Ya iré calándole.
Clea me da pena, pero se lo ha buscado. Se lo creyó demasiado. El nuevo destino es peor. Claro que el navarca no estaba a la altura de los problemas de Alejandría: no le cabe una escuadra en la cabeza. Y Clea no me sirvió gran cosa como espía. Al menos no ha sido molesta; cuando vio que ya no me interesaba por ella dejó de insistir y se dedicó a otros. A Firmus le habrá sacado más. ¿Y cómo la conseguiría el tonto de Neferhotep? También con dinero, claro. Sigue viéndola todavía, aunque ahora su máximo interés está en los sacerdotes de Canope, esos intrigantes en busca de un faraón, dirigidos por Antonino. No vale tanto esa mujer; con ella se equivocó Krito. Pero hoy ha estado perfecto, parecía que nos hubiéramos puesto de acuerdo para observar al romano. Fue lo único interesante en medio de los versos, cuando le hizo hablar de Cartago. Me da la impresión de que a Roma le interesa el África interior. Llegan tarde, ya estamos nosotros. Habrá que resolver el mando en Egipto. Cuando llegue el momento; no es urgente. Parece que se habla menos de ese falso faraón del sur. Es un arte en Krito: animar un diálogo. Lo llevó muy bien, con los dioses, la técnica, la situación mundial. Tengo que volver al Campo Esmeralda, ver qué están haciendo mis sabios. Últimamente han llegado pocas noticias. Por cierto: advertir a Filópator. Se entusiasma con la técnica, pero no hay que darle ideas al romano. Que no piensen ellos también en inventar; que sigan haciendo puentes y calzadas. Prefiero dejarles creer que sólo busco esmeraldas y fabricar el oro de los alquimistas egipcios.