Authors: José Luis Sampedro
Cruza la ciudad por el Bruquio y la Neápolis, y sigue la Vía Canópica hasta doblar a la izquierda hacia sus familiares callejuelas. En una taberna cena habas hervidas con brotes de papiro y un sarguito pescado a la mañana, desechando la cerveza para tomar en cambio agua de cebada. Acepta con alivio ese ambiente de gentes que se consuelan con pequeños extras de su rutina diaria y juegan al senet o a los dados, mientras comentan sucesos del barrio. Algunos interpelan a Krito, que otras veces se une a ellos, pero en esta ocasión respetan su evidente deseo de soledad.
Krito deambula luego por las calles, que durante un rato se agitan con el reflujo de la plebe, excitada al salir del teatro. Pero las cosas no han pasado a mayores; esa marea retrocede y el barrio queda con su aspecto habitual. La luna menguante da su propia sombra por compañía a un Krito que no encuentra sosiego. De ninguna manera quiere volver a la Casa Grande y en esos casos recurre a su otro hogar permanente: el cuartito de la azotea en casa de la Ursa, un discreto lupanar a cuya dueña asesoró en un proceso que le seguían y donde las chicas y los travestidos son todos amigos suyos. En ese frecuente refugio suele habitualmente reconciliarse consigo mismo, integrándose en el ambiente doméstico creado por ese ganado de figura humana, con su sensibilidad endurecida por un lado y, por otro, desbordada a veces en exageraciones lacrimosas. La Ursa es con él de una lealtad total y alguna vez ese corpachón de grandes tetas, que todavía se disfruta un macho, ha sorprendido al filósofo con su sensatez y sabiduría de la vida. En ocasiones Krito se mezcla con la clientela del patio, si la encuentra agradable, o se acuesta con alguna muchacha, pues todas ellas se alegran de holgar con alguien tan diferente. Otras veces charla un rato con ellas, las convida a alguna bebida y acaba retirándose solo a su desván, para dormir en él o sobre la misma azotea, en noches tan calientes como ésta.
Hoy preferiría la tertulia pero al entrar encuentra sentado a Yarko, el aulista, con su lazarillo al lado. Suele frecuentar esa casa, prefiriéndola a otros lupanares alejandrinos donde también los clientes le pagan para animar fiestas. Krito, cuando le descubrió en uno de ellos, se preguntó más de una vez por qué ese hombre no vendía más caro su arte en mejores escenarios que se lo disputarían. Pero al hacerse amigos Krito le reconoció semejante a él y con un paralelo destino de seres mutilados, aunque de distinta manera. Ahora, al encontrarle en la travesía del desierto que es para él esa noche, siente al fin despertado su interés.
Cuando se dirige hacia el ciego un mozalbete algo turbado por el vino confunde a Krito y le retiene por un brazo para llevárselo a la cama. Pero no está lo bastante ofuscado como para no reconocer, bajo la túnica femenina, al verdadero sexo de un rostro que no se maquilla y suelta el brazo como si le quemase, temiendo que se pueda dudar de su virilidad. Krito y las tres muchachas presentes se ríen; el joven se pica y se dispone a castigar a alguien, pero Ursa interviene. Krito sonríe:
—Eres demasiado joven todavía —le dice—. Ya llegará el momento; no estás mal.
El cliente, instruido entretanto por la dueña de quién es su interlocutor, vacila pero decide tomarlo a broma y alejarse. Krito se acerca al aulista, que ha reconocido contento su voz, y le propone tocar para él. El ciego lo celebra porque cuando trabaja para los clientes suelen pedirle vulgares tonadas o canciones de moda, algunas de las cuales entona el lazarillo, aspirante a futuro cantautor. Krito, en cambio, pide improvisaciones preferidas por el ciego.
Juntos suben a la azotea, adonde se hacen llevar cerveza y unos platitos de nucleus, esas tapas de taberna y de banquetes a base de piñones, sésamos, habas, ahumados, salazones y otras golosinas. Ya es tarde y ha disminuido el ruido callejero; prefieren quedarse solos al fresco, bajo la luna ya próxima al llano horizonte de poniente, entre el lago y el mar. El lazarillo se ha quedado abajo, ávido de curiosear la vida de los burdeles y aprender de paso las canciones nuevas entonadas por un cliente o alguna de las muchachas.
El aulista emboca el doble tubo y se ata la cinta detrás de la nuca. Krito se reclina contra el murete que sirve de barandilla. En la noche empiezan a flotar notas que no son todavía música sino meros sonidos, tanteos buscando continuaciones o temas… El ligero rumor de la calle se convierte en el bordoneo de fondo de la vida, como un ruido de mar o de tiempo. Y de pronto una nota se mantiene, otra la sigue, ambas intensas, puras. Nace una melodía, se echa a volar, retorna como una cinta de colores, salta como el aletazo de un ave, trina como la amorosa llamada de un pájaro… ¡Ahora sí que sabe Krito lo que quiere! ¡Ahora sí que no se oculta nada a sí mismo, ni su inútil pasión, ni el errático rumbo de su vida, ni el origen de todo! Porque de pronto la melodía recuerda a otras, en el modo lidio, allá en Esmirna, en una noche de amistoso simposio, en casa del marido de Kalidea, el opulento mercader. Ella vivía las aventuras que le parecía y había dado esperanzas a Krito, y el joven retórico, poseído de sus éxitos en el foro, y sin haber aprendido nada de su desgraciada aventura ateniense, había puesto su fe en esa mujer, la había idealizado, la había creído desgraciada con aquel marido, había soñado liberarla, llevársela, triunfar en Esmirna, en Roma misma… mientras ella, con su coro de amantes, planeaba la burla escandalosa con que iban a hacer que toda la ciudad se riese de Krito… La melodía continúa, cambia, se transforma, Krito revive las consecuencias de aquello, la maldición interior pesando en su vida, la destrucción para siempre de su capacidad de amar, y recordándolo abre los ojos, se contempla con realismo implacable, se abraza a sí mismo donde está, se acepta reconciliado… Porque es tocando fondo, aunque sea en la amargura y la degradación, donde uno llega a saber quién es, y donde entonces empieza a pisar firme. Y desde lo alto, desde la noche transfigurada por la música, llega al fondo del pozo el bálsamo del arte, despierta la sensatez de la sabiduría, y Krito empieza al fin a estar en paz… Desde ese momento sólo es oído y sentimiento, olvido de los demás, envuelto en música, inundado de música, apacentado en música. Es pájaro, caballo, navegante, planeta. Es corazón latiendo.
Tarda en darse cuenta de que la música ha cesado de que abajo no hay apenas ruido. Oye crujir la vieja escalera de madera por las cautas pisadas de una muchacha y las más fuertes del tardío cliente que la sigue hasta la yacija. Oye una voz reclamando agua. La vida le envuelve de nuevo y ve al aulista, soltándose la cinta que mantenía los tubos contra su boca.
—Amigo, amigo —le dice suavemente—. ¿Qué haces con el viento en esos tubos? ¿Cómo lo alargas, lo trenzas, lo frenas, lo aceleras, lo haces saltar o doblegar?
El aulista sonríe y tantea hasta encontrar el jarro del que bebe un trago.
—Esta noche te confesaré mi secreto… No soy yo quien lo hace; es el mismo viento que está vivo y ama los tubos estrechos con las repentinas portezuelas que se abren y cierran. Sí, te diré mi secreto. Cuando nací, en Tracia, mi madrina fue una maga de hierbas, como llamamos allá a las mujeres con poderes ocultos, y no me regaló nada. Mis padres se enfadaron, pues habían esperado que me diese la vista sin la que nací, pero ella sabía que aún no era el momento. Fue más tarde, cuando ya me apuntaba la barba. Un día se me acercó en el monte y sopló tres veces en mis dedos. Por eso el viento los reconoce y ellos a él; por eso ellos le llaman y él les obedece.
—Comprendo —dice Krito, mientras piensa de qué triste o alegre historia personal será transmutación defensiva esa leyenda.
—No, no comprendes —continúa Yarko, cambiando su tono ligero en otro melancólico—, porque aún no he terminado. Después de soplar en mis dedos la maga tocó mi corazón con su mano izquierda y me dejó una cicatriz para siempre. Por eso el viento y mis dedos sólo saben tocar como has oído.
Y ahora Krito sí comprende que en la vida de Yarko hubo otra Kalidea. Se acerca al aulista y abraza a su hermano en lo irremediable.
De pronto una exclamación general brota de la admirada muchedumbre y todos contemplan cómo el ligero trazo que era el humo del faro, elevándose vertical en un caluroso día sin viento, se transforma en una columna oscura y densa. Es la señal: el vigía el hombre de más aguda vista en toda la ciudad, ha divisado en el horizonte la inconfundible vela verdepúrpura del mayor navío de Ahram. La Sopdit, una cuatrirreme expresamente enviada, con lujosos acondicionamientos especiales, al puerto sirio de Simyra para traer a Odenato y Zenobia, reyes de Palmira y gobernadores romanos de Oriente. La ciudad entera, tan ávida siempre de fiestas como de revueltas callejeras, se agolpa a lo largo de los muelles, desde el embarcadero del palacio real hasta la entrada del Heptastadio. Un viaje regio, con todo su fasto, es siempre un acontecimiento y mucho más si se trata de alguien tan admirado como Odenato, el baluarte oriental contra el persa, el que venció donde fue derrotada Roma. Acompañado, además, por una mujer ya legendaria como es Zenobia, de quien se cuentan grandezas en voz alta y secretos en voz baja, explotados éstos desde hace días por los libelistas.
Los preparativos son espléndidos; nadie recuerda nada parecido desde que el propio Valeriano hizo una escala de unas horas camino de su desgraciada campaña oriental. La real pareja será recibida por el prefecto con todos los dignatarios en el embarcadero de refulgente mármol, desde donde en literas y a caballo se trasladarán a la mansión de Ahram a lo largo de los muelles. La carrera está cubierta por una cohorte de la legión
XIV
de Alejandría: de esa manera, al recibirles en las gradas de su palacio, el prefecto compensa el hecho de que se alojen luego bajo el techo del Navegante. El prefecto no ha descendido aún de sus aposentos, pero en el embarcadero se encuentran ya el archidikasta, el dioiketa que administra las finanzas, varios procuradores y con sus brillantes corazas destacando entre las blancas togas civiles, el epistratega, el navarca y otros militares de alto rango. Ligeramente detrás aguardan los personajes alejandrinos: sumos sacerdotes de diversas religiones, alabarca judío y jefes de otras comunidades, gerentes del emporio y el puerto, representación del Consejo de la ciudad, gimnasiarca, principales estudiosos del Museo y de la Biblioteca, algunos grandes mercaderes entre los que se encuentra Firmus el banquero, cronistas oficiales y otras personalidades. Ahram destaca en primera fila vestido con su sencillez habitual y su daga en la faja, pero con una extraordinaria esmeralda en el turbante y unas botas de gacela del desierto. Más apartado, el grupo de su casa que llevará a los viajeros: una reducida escolta de honor y dos literas sobre fuertes asnos de alzada, en una de las cuales, con las cortinillas echadas, aguarda Glauka para recibir a Zenobia.
La tarde ya no es tan calurosa como en pleno verano y el interés del acontecimiento hace menos fatigosa la espera. Las embarcaciones fondeadas han sido obligadas a concentrarse entre el Timonio y el Heptastadio del Gran Puerto e incluso las menores han sido desplazadas al puerto Eunosto para facilitar la maniobra de entrada al imponente tonelaje de la cuatrirreme que, por supuesto, no podrá atracar. Al cabo, la gente ve descender las escalinatas de palacio al prefecto, magnífico en su toga púrpura orlada de oro por ostentar la delegación imperial, y ello hace suponer próximo al navío, seguramente avistado ya desde las terrazas. Al cabo se perciben las velas de Ahram por detrás del faro, casi fláccidas por la falta de viento, y en seguida asoma la proa y el alto casco; impulsado por las cuatro filas de remos moviéndose en perfecta sucesión, avanza levantando encajes de espuma a cada banda. La multitud ve en esa aparición el inmenso poderío de Ahram sobre todo cuando detrás aparece la trirreme de guerra romana que escolta por cortesía a la nave y que, aun cuando más ligera, no tiene la imponente altura y volumen de esa Sopdit, conocida en todo el Mare Nostrum, desde el Ponto Euxino hasta las Columnas de Hércules.
De repente todos los remos quedan en alto, perpendiculares a los costados. La nave sigue avanzando hacia el muelle, desde donde ha salido ya, con Ahram y el navarca a bordo, la gran falúa de ceremonia usada por Ahram, con sus doce remeros y su entoldado a popa. Se oyen voces de mando a bordo y la caída de las anclas; el buque acaba por inmovilizarse aunque su mole tranquila con un ligero balanceo perceptible en el mástil, sigue dando la misma impresión de fuerza que durante su avance.
Se ve a Ahram y al navarca subir a bordo, por una escala especialmente construida para comodidad de Zenobia, y luego desciende con ellos la pareja real y el principito Vabalato, instalándose bajo la toldilla. En la proa se yergue un oficial sosteniendo el estandarte de Palmira: dos palmeras de oro cruzadas sobre fondo azul y una leyenda aramea. Rápidamente la falúa atraca en el embarcadero, donde el prefecto es el primero en besar a Odenato, saludándole a la oriental, y en inclinarse ante Zenobia.
Mientras la primera autoridad va nombrando a los personajes presentes, en medio del trompeteo de los tubícines, el resonar de los atabales y el aleteo del centenar de palomas a las que se da suelta en honor de Zenobia, Glauka contempla a los recién llegados por entre las cortinas de su litera. Zenobia la sorprende por su mediana estatura y su figura oriental más bien opulenta; pero en sus movimientos reconoce un porte majestuoso y regios ademanes, propios evidentemente de una soberana. Odenato en cambio es todo un guerrero, un caudillo de ejércitos. Alto, de complexión fuerte y movimientos marciales, su cabeza se vuelve a un lado y a otro con gesto de ave rapaz que le asemeja a Ahram. En la mano izquierda lleva, colgada de la muñeca por una correílla, una pequeña fusta o bastón de mando con la que frecuentemente se golpea la pierna, cubierta por un calzón largo al estilo parto.
Durante la ceremonia la falúa realiza más viajes hasta el navío para traer al aya del niño y a otros componentes del séquito de los reyes, así como su impedimenta. Glauka contempla a Vabalato, cuyos cuatro años de edad le recuerdan al pequeño Malki de su llegada a Tanuris; pero éste iba desnudo, mientras que el pequeño príncipe camina orientalmente ataviado, muy serio delante del aya. Distraída por la conversación tarda en darse cuenta de que los reyes avanzan ya hacia las literas, acompañados de Ahram y el prefecto. Entonces se apresura a descender de su puesto y a esperar la llegada de la pareja, ante la cual se inclina profundamente, hasta que una mano la mueve a erguirse. Es la de Zenobia y, al contemplarla de cerca, se explica Glauka la fama de esa mujer, por el fulgor de los ojos oscuros y los dientes blanquísimos, en unas facciones que expresan a un tiempo sensualidad y altanería femenina: es una hembra segura de su imperio. La voz es grave y acariciante cuando, al serle indicada a Zenobia su litera y querer Glauka retirarse a la segunda, exclama la reina: