La vieja sirena (22 page)

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Authors: José Luis Sampedro

BOOK: La vieja sirena
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Por fin, para alivio de los aburridos y de las damas ya expertas en aprovechar la fiesta, concluye la solemnidad y empieza algo que les interesa más directamente, antes de reembarcar y disfrutar del banquete preparado a bordo por los cuidados del propio gran mayordomo Amoptis: se trata de proceder al registro de Malki y sus compañeros, acudiendo a la Casa de la Vida por una entrada diferente, pues serán atendidos personalmente por el escriba superior, evitándose así la larga cola de gentes que tratan de hacer lo mismo con sus hijos por las puertas abiertas al pueblo. Al cabo de poco tiempo Malki ostenta ya su faldellín de adulto y ha sido inscrito con el nombre de «Malki-Ptah-inf-ankh, hijo de Neferhotep y Sinuit», significando el epíteto «El dios Ptah le asegura la vida».

A la misma hora en que los festejantes de Canope comienzan a atacar las golosinas iniciales del festín, servidas en la nave bajo el toldo verde y púrpura, la esclava se encuentra en la torre comentando con Ushait las repetidas ausencias de Ahram, que sólo hace un par de días ha regresado a tiempo para asistir a la vestidura de su nieto.

—¡Cómo iba él a faltar a eso! —explica la mujer—. Malki es su nieto favorito porque Sinuit es la única hija que tuvo con Damira, su esposa más querida. Las anteriores, madres de los hijos que ahora llevan los negocios de Ahram por esos mundos, nunca significaron tanto para él. Además Damira era hija de Belgaddar, el rico mercader fenicio que hizo la fortuna de nuestro amo y que le adoptó cuando era un joven todavía.

Nunca suele hablar tanto Ushait y la esclava decide aprovechar la oportunidad:

—Le conoces bien, madre —exclama dándole este título de respeto—. ¿Llevas mucho tiempo con él?

—¡Uy! Desde poco después de su boda. Mi hermana y yo fuimos de las primeras siervas que tomaron en la nueva casa.

—¿Por qué te confía esta torre?

—Es natural. Porque fui lo que fui y no le fallé nunca. Yo era hermosa, y también Tenuset, pero me prefirió a mí: era más joven —y añade, viendo que la esclava no entiende del todo—. ¿No comprendes? Me llevó a su lecho más que a otras siervas. Luego nos mandó a nuestra tierra, al sur, bien regaladas; pero cuando construyó esta casa nos llamó a las dos, dejando a mi hermana en Tanuris.

La esclava quisiera seguir hablando, aprovechando este torrente de confidencias que le asombra un poco —¿por qué hoy, ahora?—, pero por la puerta entreabierta del recinto aparece Krito. A ella no le sorprende verle esta vez vistiendo un quitón y unas sandalias masculinas: como se ven casi a diario con motivo de las clases sabe que él se encuentra en una fase solar. Pero sí le sorprenden las primeras palabras después del saludo:

—¡Ushait, necesito un conejo! Afrodita Urania te colmará de emociones.

La mujer rompe a reír.

—¿Esas tenemos?

—¿Qué pasa? Necesito un hermoso conejo, macho, gordo y reluciente el pelo. ¡Ah, si fuese blanco! Entonces te ofrecería un ramo de jacintos.

—¿Para qué quiero yo tus jacintos, loco? Dime, ¿quién es el feliz efebo? Lo habrás pescado en Rhakotis, claro.

—Alguien a quien no conoces ni necesitas conocer. ¿Cuándo me lo traerás?

La esclava asiste al para ella ininteligible diálogo, y la mujer se interrumpe para explicarle que el conejo vivo es la ofrenda tradicional con la que un hombre declara su amor a un efebo y su deseo de llevárselo a su lecho. Luego se dirige a Krito:

—Mientras enseñas a la muchacha voy a las cocinas a buscártelo… ¡Ojalá fueras así siempre!

Krito se encoge de hombros, Ushait se aleja y ellos se sientan fuera, a la sombra de la torre, frente al faro ahora resplandeciente bajo el sol de la tarde. El filósofo saca de su bolso un atado nuevo de cañas de escritura, que Ahram hace traer de Cnido para él porque son las mejores, y entretanto Irenia prepara los demás útiles de escribir: tinta, esponja, papiros y piedra pómez para alisarlos. Krito piensa una vez más en el talento de esa mujer que tan rápidamente aprende, pero, a poco de empezada la lección, ese talento no aparece hoy por ningún lado.

—¿Estás en lo que estamos, o lo dejamos por hoy? ¿En qué piensas?

—¿Qué pienso? Me quedo sin Malki, sin el niño… ¡Le quiero tanto!

—Compréndelo: ahora cambia su educación. Su ayo es un escriba de buena familia. Le conozco, tranquilízate. Y yo me encargaré de él, más adelante, porque el abuelo no quiere que sea demasiado egipcio.

—¿Y yo? Me quedo sola, sin más tarea que tener a punto la torre con Ushait. Bueno, la estancia de abajo; a la de arriba sólo sube ella.

—Orden de Ahram. Ni yo mismo subo sin acompañarle.

—¿Y qué hay arriba?

—¡Ah, la curiosidad femenina!

—Tú también estarías muerto por saberlo, en mi caso.

—Por eso lo digo: mi curiosidad femenina.

—Por cierto, ¿cómo no has ido a Canope?

—No me han invitado. Estarán cansadas las señoras de mis impertinencias. Para ellas no soy filósofo, sino bufón: creen rebajarme llamándomelo, cuando es una de las tareas más nobles que existen. Yo recojo en el ágora y en Rhakotis las palabras indecentes y luego se las escupo en la cara a esas matronas, que en el fondo se refocilan oyéndomelas. También les ofrezco los libelos más procaces aparecidos en los muros de la ciudad y los epigramas satíricos contra los escándalos sociales. Mi desvergüenza les hace creer que ellas no son tan desvergonzadas… Esa gente es despreciable: quiere ser viciosa y además respetada. A estas horas alguna se estará enredando ya con alguien en Canope. De quienes fueron a la procesión el año pasado se perdieron dos damas que no aparecieron hasta el amanecer. Pero sus maridos eran influyentes y no se dijo nada, salvo en Rhakotis, claro… Que se aprovechen; les queda poco.

—¿Qué quieres decir?

—¿Y tú, la cristiana terrorista, me lo preguntas? ¿No anunciaban otro mundo nuevo tus predicadores, porque éste se desmorona?

—Yo no era cristiana, ya lo sabes.

—Te creo; pero eso no cambia las cosas. Estamos viviendo sobre arenas movedizas; el barco de esas gentes hace agua ya por todas partes y les asedian los tiburones… Ya ocurrió antes en la historia: vinieron del norte los descubridores del hierro y acabaron con la dulzura de Creta. Llegaron los romanos y contaminaron la sabiduría de Atenas y Jonia. Ahora les toca a ellos. Quizás duren todavía porque las civilizaciones se tienen de pie más tiempo por su propia masa, como el hipopótamo herido sin remedio entre los cañaverales, pero el imperio muere de gangrena. El futuro es de los bárbaros: los britanos, los germanos, los godos y, quizás más tarde, porque aún no tienen armas, de los númidas, los garamantes, los de Punt…

—¿Por qué?

—Es el destino de los poderosos. También caerán los otros imperios que nazcan mañana… ¿Por qué? Quizás por lo que llamamos tiempo, simplemente: ese susurro, ese implacable viento del desierto que se lleva a los hombres y los imperios como arenas. Esto ya no tiene vigor ni para la grandeza en los crímenes. Ahora son sórdidos y venales. ¿Leíais las terroristas ese libro antiguo de los judíos?

—Sí, y el nuevo de los apóstoles.

—¿Y no te sorprendía oír tantas barbaridades? El padre sacrificando a su hijo por deseo de su dios, el rey matando al súbdito para gozar de su esposa, las piedras lanzadas contra la pecadora… Y lo mismo entre nuestros antiguos: esos Átridas con sus asesinatos, sus incestos, sus violencias… Pero al menos aquello se hacía con pasión, tenía grandeza… Ahora los emperadores de Roma duran dos o tres años; son asesinados cobardemente por sicarios. Al este, en Persia, duran más los tiranos, pero tampoco hay ya Ciros ni Daríos, aunque Shapur gane batallas. Todavía, cuando yo estuve en Persia…

—¿Estuviste allí?

—Sí, estuve allí tres años; todavía reinaba Ardashir. Hube de refugiarme allí, como tantos otros griegos en el pasado. Pero hablábamos de esas señoras que han ido a Canope: si las frecuentaras te asombrarías. Sus problemas son los trapos, los adornos, las masajistas, la maledicencia, los escándalos… Y las pelucas; ¡qué muerto estaba tu pelo en la cabeza de Sinuit, aunque ella se creyera envuelta en sol! ¡Qué tristeza!

—Hay que comprenderlas. Tú que eres filósofo…

—Por eso: la tristeza está en comprender. Mira los animales, esos peces que a ti te apenan tanto, recién desanzuelados, contrayéndose y saltando hasta morir. Les duele el músculo pero no están tristes, porque no se lo explican, ni lo intentan. La angustia es comprender que nos falta algo y no sabemos lo que es. Hay en nuestros adentros un abismo sin fondo. A veces creemos llenarlo con algo muy deseado pero que, una vez conseguido, ha agrandado el abismo. Ese es el hombre.

Krito calla. La esclava percibe en su mirada hacia dentro la niebla de la melancolía, y también el fulgor del orgullo. La voz continúa:

—Los dioses, en cambio, lo son porque no tienen ese abismo. Son más elementales que nosotros. No les creo capaces de crearnos; al revés, más bien son los hombres quienes crearon a los dioses.

—¿No crees en ningún dios, habiendo tantos?

—Yo pienso como Epicuro. Si existen, es evidente que no se ocupan de nosotros. Hasta sospecho que Epicuro no creía que existieran, aunque no podía decirlo sin peligro. En todo caso me sobran. Mi dios es el ser humano: el hombre y la mujer. Mi dios es el andrógino.

—Te acercas a la madre Porfiria, mi feminera.

—Pero, según me dijiste, ella creía que su diosa estaba pendiente de nosotros, y eso es una ilusión. Si necesitas una diosa, háztela tú… Mira, mi diosa para hoy es ese muchacho y ahora estará llegando a mi cubil.

—¿Tu cubil?

—O mi templo, mi celda; como quieras.

Al decirlo señala hacia la otra punta de la caleta norte, al final del parque junto a la tapia. Entre los árboles y plantas la esclava logra distinguir una casita toda verde.

—¡Ah, sí, allí! Pintada de ese color casi no la veía.

—Es hiedra. Me envuelvo en ella. La planta de Dionisos y de Attis. Símbolo femenino también porque necesita apoyo, no se levanta sola… ¿Qué te parece, para Krito?

Sonríe ante sus propias insinuaciones y continúa:

—Verdor indestructible, pero vulnerable… Te llevaré otro día; no hay ningún arriba con estancia prohibida. Pero hoy no, porque voy a reunirme con mi diosa. Estará al llegar.

Como Ushait regresa ya con un conejo, que se debate en la mano de donde cuelga, la conversación concluye. Krito recoge sus bártulos y se aleja, confiando antes este secreto a la esclava:

—Sí, hay muchos dioses y diosas. Pero si alguna vez necesitas a una invoca a la que quieras. Todas son nombres y formas diferentes de lo mismo.

¿Cómo no voy a estar pensando en otra cosa si me quedo sin Malki? Era mi nueva Nira y me llenaba la vida, ahora sin otra ocupación que el ligero avío de la torre, envidio a las femineras, Domicia con su fe no sentía ese abismo interior, pero yo sí, una inquietud me corroe, no puedo olvidarla aturdiéndome como esas señoras, tiene razón Krito, desconocen su abismo, se reúnen, se reclinan en sus cojines, se empiezan a llenar de golosinas mientras se quejan de que engordan, critican a las ausentes, me recuerdan a la gran pajarera de Astafernes, todo eran colorines y canturreo y despliegue de plumas, peleas por el sésamo o el agua, pero yo no puedo olvidar, ahora mismo tendría que estar contenta, he escapado de Tanuris, de Amoptis y su hija, incluso la torre me libera aquí del gineceo, sólo dependo de Ahram, que es diferente, pero ¿qué soy para él? Sólo me ha comprado por mi supuesta magia, por si puede utilizarla, ¡si supiera que no hay tal cosa!, ¿cómo voy a convencerle?, ¡si no la poseo, si son aciertos sueltos, intuiciones, qué sé yo!, cuando lo comprenda me arrinconará, como a Ushait, ni siquiera eso, ella empezó en su cama, ni siquiera eso, a veces me ha mirado y he pensado… ¡estoy loca!, ¿cómo va a fijarse en mí si lo tiene todo?, ¡si su reino es el mundo!, no es como esa gente, es como los antiguos, los del libro hebreo o los Átridas, ¿lo ha dicho Krito por eso?, fuerte y elemental, sus gustos sencillos, es como esta torre, piedra y mar hasta el horizonte, las rocas y las hierbas alrededor, ahora comprendo este jardín, es lo suyo, como el grito de su bandera verde-púrpura, como esta habitación desnuda, paredes de piedra vista, ¿y arriba?, cualquier día subo, ver el nido del águila, lo prefiere a un palacio aunque sea poderoso, goza andando descalzo como esta mañana, es como Krito, no adora a los dioses de esa gente, ¿cuál será el de Ahram?, ¿la de la caverna en Karu?, ninguna imagen en la hornacina vacía de la torre, ¿y en la cueva?, se le escapó a Ushait ese secreto, existe una cueva prohibida, ¡ni aun ella la conoce!, aquí mismo, debajo de la torre, a ras de la marea, yo no me había fijado en el arranque de la escalerilla, al borde del acantilado, Ahram baja solo, pienso en la gruta de la isla, aquella tarde en Karu, se quitó su camisa cuando se arrojó al agua, vi su medalla al cuello, un disco liso, sin relieves, no me revelaba su dios, nunca lleva joyas, sólo un anillo con una gran esmeralda en los banquetes, dice Ushait que es para ostentarla, para los demás, no tiene manos codiciosas, y sus pies de pescador, posee riquezas pero no es rico, es de otra raza, entonces ¿por qué se afana tanto?, ¡esos viajes, nunca descansando aquí!, ¿a qué aplica su poderío?, ¿a tapar su abismo interior?, ¿o lo llena con una mujer?, ¿a qué ha ido a Palmira?, luego no cuenta nada, dicen que esa Zenobia es bellísima, el otro día me habló Krito de Palmira, un imperio naciente, ¿será de esos que mandarán en el futuro?, una reina seductora, aunque esté casada, a Ahram no lo frena nadie, y él puede seducirla, deslumbra, me ha comprado por mi magia, ¡si al menos la tuviese!, pero no tengo más que soledad, mis amigos quizás no lo son, a lo peor Bashir y Ushait están para vigilarme, Krito para investigarme, ver lo que me saca, como Amoptis en Tanuris, ¡qué orgulloso se pavoneaba esta mañana arreglando el embarque!, discutiendo con Hermonio el mayordomo, y Yazila ya con túnica de mujer, felina al moverse, le sale la sangre nubia, me alegra perderla de vista, enemigos, ¿por qué me hace Krito tantas preguntas?, ¡qué personaje!, tiene ojos femeninos pero mirada de hombre, dentro hay un hombre, además de lo que sea, soy injusta, ellos me quieren, a Krito le gusta hablar conmigo, tantos hombres conocidos y no se parece a ninguno, anteayer me dijo que mis ojos son glaucos, un verde especial, de mar, ya me lo decía la Madre, Ahram no se ha fijado en ellos, acabará comprendiendo que no tengo poderes mágicos, que no soy adivina, una pobre esclava sin infancia siquiera, ¡mi abismo interior enorme!, ¿qué será de mí?, ¡y esperé un cambio en mi vida!, ¡cómo me golpeó el corazón al anunciarme que me compraba!, soy una ilusa, ¿para qué?, ¿qué va a ser de mí?, ¿cómo vivir con un vacío tan tremendo?, tanto desasosiego y no derrumbarme, vivir sin estar ardiendo no es vivir, esta torre está más viva que yo, caldeada por un hombre vivo, concavidad de horno, y dentro yo estoy fría, ¿o no lo estoy?, ¿por qué seguimos adelante sin estar vivos?, ahora comprendo a la Madre, la única que tuve, la Frigia, la de Narso en la isla, la que vio en mis ojos lo que ha visto Krito, era como Ahram, piedra encendida por dentro, como su diosa, la Cybele de su país, la arrebatadora de hombres, un Ahram mujer que me comprendería, me consolaría, ¡yo no soy como las de Canope, Ahram!, aunque no llegue a ti, ¿acaso como Krito?, somos de otra madera, como la Madre, ahora la comprendo, ¿qué va a ser de mí?, ¿acaso Tijón no fue mensajero de nada aquella tarde?, ahora la comprendo, mantenía su fuego dentro porque nunca se sabe, el mar en calma de pronto se revuelve, la vida tiene esquinas y al darles la vuelta la niebla se hace sol, Uruk me llegó así, ahora comprendo, vivía con la esperanza de arder, como aquellas brasas que me quemaron el primer día, se estaban muriendo, rubíes perdiendo el color, volviéndose ceniza, pero les llegó mi mano: fue su vida, ¡y cómo se encendieron, me mordieron, resucitaron contra mi carne!, ¿contra qué carne resucitar ahora?

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