La vieja sirena (21 page)

Read La vieja sirena Online

Authors: José Luis Sampedro

BOOK: La vieja sirena
7.53Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Eres tú quien prefiere quedarse: me deseas.

Sin preguntar. Afirmándolo. Proclamándolo.

—No pido nada —repuso el hombre gravemente, desde dentro de su propia coraza, consciente, bien lo sabía ella, de sus piernas anquilosadas. Temiendo, porque el orgullo ofuscaba su inteligencia, que eso pudiera importarle a una mujer de verdad.

—No necesitas pedírmelo. Me doy —contestó ella, abriéndose con la mirada para poseerle mediante su propia entrega.

Se habían quedado solos en aquel descampado. Solos bajo el alto cielo acribillado de estrellas, en el círculo intermitente de unos ladridos lejanos. Pero a ella no la hubiera detenido ninguna presencia. Apoyó las manos en los hombros de Uruk y, sin esfuerzo, aquel torso de roca se dejó recostar sobre el viejo tapiz que siempre le servía de lecho. Ella se inclinó despacio, como desciende la cargada nube sobre el campo sediento, y le besó en la boca. Fue plantar en ella una semilla, sentirla luego germinar mientras duró el beso, hundiendo su lengua en él como una raíz, mientras hasta su propia garganta ascendían, desde la carne viril estremecida, las flores y los frutos del beso. Las fuertes manos subieron por los muslos femeninos levantando el vestido y ella hincó una rodilla a cada lado de las caderas yacentes, mientras sus manos subían a desceñir su blusa bordada para ofrecer sus pechos.

¡Qué oleaje de amor! Cabalgó ella sobre las piernas paralizadas, abriéndose al duro y erecto borrén de aquella humana silla de montar. Fue pasión pero también ritual, como el de las sacerdotisas empalándose sobre los falos de marfil en los altares priápicos. Suave balanceo marino al principio, luego trote descuidado y tierno sobre un potrillo juguetón, después galope salvaje, imperioso, frenético, a crines desatadas sobre el incendio de la estepa, rodeados de llamas los jinetes, porque la silla se alzaba violenta, no podía esperar. Fue el vértigo, un momento equivalente a una eternidad, adivinando ella abajo, en la noche, el rostro convulso por el terremoto del placer, acogiendo los gemidos ansiosos y los rendidos ayes y el grito final triunfante; mientras ella misma se alzaba en repetidos pleamares, caía en desplomes momentáneos sobre aquel poderoso pecho, absorbía y se derramaba, sabía y no sabía, se vivía en el otro cuerpo… Hasta que los borbotones del éxtasis la dejaron tendida sobre él, náufraga sobre la playa de su piel, otra vez sus labios bebiendo en los del hombre, golosos todavía pero ya sin sed, por saboreo, por ternura y delicia…

Al día siguiente los cuatro nómadas no encontraron a Uruk. La pareja continuaba su camino, ahora viviendo en desatada catarata. Pero a veces el hombre estaba sombrío; aguardaba melancólico. No podía durar, estaba escrito. Y se desquitaba en la febril desesperación con que la poseía.

No duró. Días después se detuvo junto al corro de espectadores un dignatario a caballo acompañando a una litera rodeada de guardias. La cortinilla del vehículo se descorrió, dejando ver a una dama enjoyada que asomó la cabeza. Estaba velada, pero Uruk la reconoció en seguida, y no sólo por su negra tez, sino por la serpiente que indolentemente asomó también bajo la cortina, balanceando su sinuoso cuerpo. Interrumpió el hombre su canción, avanzó tranquilo hacia la litera como para ofrecer sus respetos y, antes de que nadie pudiese reaccionar, se sostuvo frente a la mujer con una sola muleta y con la otra, fuertemente balanceada, abrió de un golpe la cabeza de Yabora, la asesina de Fakumit. Y acaso también de Ruchaim.

Sólo fueron unos segundos. El gordo dignatario, asustado, azuzó a su escolta contra el vengador, pronto acorralado por los soldados. Uruk los mantenía a raya volteando una muleta sobre su cabeza, lanzando carcajadas: y su risa era más bárbara, más terrible y jubilosa de lo que fueron nunca sus palabras. Luego entonó uno de sus himnos guerreros. Los soldados no se atrevían a entrar en el círculo de muerte creado por la muleta, pero dos de ellos tensaron sus arcos y las flechas se clavaron en el pecho de piedra. Fueron precisas más para que la muleta se hiciera más lenta. Un soldado avanzó y le clavó la espada, pero él también cayó con la cabeza rota. Atacaron otros y Uruk cayó a su vez de espaldas y cesó su canto y su defensa. Cuando los soldados le dejaron por muerto, alejándose para alcanzar al fugitivo dignatario, Nur se acercó a su hombre y pudo oírle, abrazándole:

—¡Todo tan hermoso, pajarita!

Ella nunca volvió a llamarse Nur.

9. En la Casa de la Vida

La mar es buena y el viento propicio; los planes para celebrar la vestidura de Malki pueden cumplirse plenamente. El parque de la Casa parece un hormiguero con los invitados congregándose junto al embarcadero norte, para subir a bordo y zarpar hacia Canope. Los servidores acercan al bote las viandas y bebidas, los músicos ya están en la embarcación. No es el Jemsu, demasiado pequeño para tanta gente, sino un mercante ligero de vela y remo, cuya cámara de popa ha sido ampliada con toldos contra el sol, aunque ya el verano termina. Neferhotep y su mujer son, con el niño, los protagonistas del acontecimiento, junto con Ahram y la segunda mujer del Excelso, con los dos hermanastros de Malki. Sinuit es el asombro de todos y la envidia de las señoras por su incomparable peluca, que estrena para la ocasión y que resplandece como un sol. Otras señoras con sus pequeños y muchos colegas de Neferhotep completan el grupo de invitados, además de los principales colaboradores de Ahram. Todo son voces, movimiento, risas, impaciencia de los niños por embarcarse, despliegue de vestiduras coloreadas, órdenes y recomendaciones de tranquilidad.

Desde el banco de los delfines Irenia contempla esa agitación festiva. Evoca el día, hace tres semanas, en que también se levantó muy temprano y salió del gineceo, ahogada por el ambiente e irritada por el insomnio. Cruzó el patio y el jardín privado y pasó de largo junto al banco donde ahora está sentada, con el propósito de bajar hasta la playita del embarcadero. Como otras veces, buscaba el rumor de las olas, el olor del mar, la caricia suave y rasposa de la arena para sosegarse. Acababa de salir el sol, todavía muy bajo frente a ella, y la colosal columna del faro era una vertical pincelada de sombra, color de luna nueva, mientras en su cima todavía humeaba densamente la hoguera recién apagada. Al fondo, el cielo iba tomando todas las tonalidades de la aurora.

No se dio cuenta de que no estaba sola hasta que no llegó al mismo embarcadero. Al otro lado de la pequeña estructura de madera se encontró sentados, para su sorpresa, a Bashir y al propio Ahram. Se detuvo sobrecogida: ¿habría abusado de la libertad que se le concedía, saliendo del gineceo casi de noche? Por otra parte, ¿qué hacía allí Ahram; cómo reaccionaría? Pero Bashir le sonreía y el propio Ahram también, aunque contestó al tímido saludo preguntando:

—¿Qué haces aquí a estas horas?

—Perdón, señor; no sabía…

—Le gusta el mar —explicó Bashir por ella—. En Tanuris hacía lo mismo.

—Espera, no te vayas —la detuvo Ahram—. Estoy pensando en comprarte a mi hija, ¿verdad Bashir? ¿Qué te parecería?

Un inmenso asombro se instaló en el corazón de Irenia.

—Señor, tu voluntad y la de mi señora bastan. Yo soy la esclava.

—Sí —terció Bashir—, pero Ahram no quiere esclavos a disgusto.

—Malki empieza otra educación, con un ayo; ya le has ayudado como te pedí y estoy contento. ¿Qué harás tú entonces en Tanuris? Bashir dice que se puede confiar en ti y yo quiero gente así a mi alrededor.

—Nunca seré desleal, señor. Eso puedo asegurarlo.

—Te creo. Krito me ha dicho que está enseñándote letras y a Ushait le has gustado.

—No necesitas explicármelo. Estaré donde mandes.

—Entonces te quedarás aquí cuando ellos vuelvan a Tanuris. Lo arreglaré antes de mi viaje a Palmira —Ahram sonrió, mirando a Bashir—. ¿Recuerdas lo bien que lo pasamos allí, viejo?

La esclava le miró. No comprendía lo que le pasaba. El Poderoso, invisible en su palacio como un dios, era en la playa el mismo que ella vio aparecer por primera vez, confundiéndole con un remero de su propio barco. Descalzo, la sencilla túnica, el turbante, la daga en la faja, el cordón al cuello con su misteriosa medalla… Nadie le distinguiría de Bashir; parecían hermanos. ¡Y estaba preguntándole a una esclava si podía comprarla!… Ahora la miró:

—Puesto que eres leal lo vas a saber. Me voy a Palmira, pero es secreto… ¡Hace quince años que estuvimos allí, Bashir y yo, también clandestinamente!

Bashir se ufanó:

—¡Hemos hecho tantas cosas!

Sin duda las evocaron ellos en el silencio que siguió. Para Irenia fue embarazoso; no sabía si marcharse o no. Bashir lo rompió fingiendo —pero no es hombre para fingir— que algo se le había ocurrido de pronto:

—Ushait va siendo mayor; ¿por qué no la ayuda esta mujer en la torre?

«¿Será posible?», pensó la esclava. Ahram movió la cabeza afirmativamente pero se quedó pensativo.

Sonaron pasos en la arena. Era Tinab, el patrón del Jemsu, que dirigió a Irenia una mirada de asombro y de deseo disimulado. Ahram se levantó y cogió sus sandalias.

—Ya estás aquí. Vamos. Te diré cuándo zarpamos, para que prepares el barco… Te espero arriba, Bashir.

Hizo un gesto de adiós a la esclava y se alejó hacia palacio seguido por el marinero.

Bashir contempló a Irenia, viéndola confusa, con ojillos alegres y sonrisa irónica:

—¿Te gusta mi idea, muchacha?… Puedes sentarte.

Los sentimientos de Irenia se precipitaron en torrente:

—¡Oh, Bashir! ¡Estoy tan contenta! —exclamó casi llorando—. No me gusta el gineceo, me siento un pájaro raro entre las mujeres, me envidian la libertad que me toleráis, mi posición con el niño y se alegran porque se acaba. Codician hasta la túnica que llevo… Tanuris era más tranquilo.

—Sí, esto es una colmena. También con zánganos y abejorros. Pero en la torre será otra cosa. Ushait es muy buena.

—Ya lo sé… ¡Estoy tan contenta!

Se apoderó de la mano de Bashir, que la retiró confuso, pero sin poder evitar que ella la besase.

Sí, aquella mañana cambió su vida, y ahora está recordando los primeros tiempos en la torre, mientras contempla el ajetreo del embarque para Canope. Ya están casi todos a bordo y un último viaje del esquife se dispone a completar la operación. Ahram, recién regresado de Palmira, marcha en ese transporte final.

Se izan las velas y se levantan de un golpe los remos pues, aunque el viento es de popa, quieren llegar antes de que salga la famosa procesión del templo de Serapis. Se mueve el navío, flanqueado a cada lado por la espuma de los remos, vira hacia levante y deja atrás Alejandría.

Una hora más tarde navegan a la altura de la isla de Karu, que recuerda a Ahram una tarde importante para él y, poco después, ante Villa Tanuris y su caleta. Cerca ya de su destino pasan por delante del templo de Heracles y se acercan al muelle. La esposa del agoránomo de Alejandría, que presume mucho entre los egipcios por su origen griego, y que sabe escribir e incluso compone pequeños poemillas para las ocasiones, recuerda a las señoras que en ese templo Paris y Helena buscaron refugio a su huida de Troya, sin que les concedieran asilo las autoridades, por rechazar su pecaminosa unión, lo que produce reacciones diversas entre las damas, desde la maliciosa sonrisa hasta el asentimiento de alguna bienpensante.

Están ya desembarcando cuando el sonido de trompetas lejanas acaba con los comentarios y anima a apresurarse. La excitación no proviene tanto del fervor religioso cuanto por saber que a la tarde, una vez transformado el rito en expansión popular, la excursión en barcas floridas por el canal facilitará fantasías y locas aventuras como las que han llevado la fama de Canope hasta la misma Roma; pues la romería flotante es testigo de escenas que han contribuido, como quizás ningún otro acontecimiento anual, a difundir por el mundo la idea de que Egipto es una tierra de delicias.

Al fin, entre una muchedumbre que los siervos del grupo van apartando sin mucha delicadeza —aunque, desgraciadamente, no pueden hacer lo mismo con el polvo, que apaga los colores de túnicas y pelucas—, llegan todos al famoso templo de Serapis, donde los sacerdotes declararon diosa a la hijita de Ptolomeo III y a su esposa Berenice. Al grupo de elegantes le impresiona, más que esa efemérides, la fama que tiene el recinto de albergar sesiones de magia y de libertinaje, descritas por los adeptos como debates y prácticas de alta filosofía. Los cristianos condenan el templo y su escuela, y contra ellos se defiende un nuevo jefe de los estudios sagrados, Antonino, que intenta a toda costa restaurar el esplendor del culto y de las creencias tradicionales. De todas maneras, las columnas de granito y de caliza estucada, los artísticos mosaicos y los magníficos baños anejos, situados cerca en dirección al mar, son una visión espléndida. Y es frente al templo, bajo un toldo especialmente preparado por los servidores de Ahram, donde se instalan sobre alfombras y cojines las señoras, tratando de retener a sus polluelos, que amenazan perderse entre el dédalo circundante de vendedores de panecillos, granadas, higos, sandías e incluso pollos y ocas ya cocinados, así como jarras de cerveza nueva.

Quienes han asistido a la fiesta años anteriores y vienen preparados para la báquica excursión por el canal encuentran más bien aburrida la pomposa procesión. Lo más llamativo es la salida del dios, con su porte helénico asimilable a Zeus, pero con su repleta cesta sobre la cabeza simbolizando la fecundidad. Lo transportan veinte sacerdotes sobre unas andas decoradas emblemáticamente y que parecen moverse por sí solas, porque de los cuatro largos maderos que las sostienen penden lienzos pintados que ocultan a los porteadores. Delante, detrás y alrededor del dios caminan otros sacerdotes de afeitados cráneos agitando ramilletes, abanicos o quitasoles, mientras otros sostienen cajas con los atributos canónicos de Serapis. Detrás sigue un buey blanco, con largas plumas de avestruz sujetas entre sus cuernos cubiertos de oro, llevado por otro sacerdote al que acompaña el que inciensa constantemente al buey y al dios. Siguen las bailarinas, soldados, músicos, cofradías de fieles y autoridades, y el cortejo se desliza lentamente entre el estrépito de las trompetas y los tambores, de los sistros y los panderos, de las carracas y de los gritos y vítores constantes de una multitud que sólo calla para trasegar un jarro de cerveza o atarazar de un bocado el pepino, el bocadillo o el manjar que sostienen en su mano.

Other books

Tracking Trisha by S. E. Smith
Resenting the Hero by Moira J. Moore
Earth Girl by Janet Edwards
Dangerous Tease by Avery Flynn
Childish Loves by Benjamin Markovits
Fosse: Plays Six by Jon Fosse
Men Who Love Men by William J. Mann