Authors: José Luis Sampedro
¿Y ahora qué pensará? Los dos marineros lo vieron todo, no dejaban de mirarme, volviendo la cabeza cuando creían que yo no les veía, incluso Malki percibió algo, al retorno estuvo más quieto, algo atónito, o acaso cansado de ver tanta mar, todos desconcertados, no me gusta resultar misteriosa, Ahram desconfiará de mí, por eso me ha advertido sobre los espías, ¡pero si no tengo ningún secreto!, he entrado en tu casa porque me has comprado, ansío continuar por el chiquillo, cada día más a mi lado, más mío, ¡de él sí que soy esclava!, y dueña por su bien, ¡es tan sencillo!, pero nadie comprende lo sencillo: mi amor al niño, lo que me salva, regalo de Domicia, a lo mejor es cierto lo de otras vidas, o acaso mi hija, mi niña reencarnada, es igual, ese chiquillo me resucita, hasta él yo no tenía sentidos para nada, volvía a ser de corcho, como después de otros dolores, de otros golpes, pero el corcho flota, la vida no se cansa de reflotarnos, viene otra ola y nos levanta, es misericordiosa, las penas dan realce a las delicias, éstas no lo serían sin aquéllas, y la mano del niño llevándome a otros goces, ¡qué hermosísima la mar, qué poderosa!, siempre agitada y siempre inalterable, ni se seca ni mengua ni se cambia, distinta de la tierra, por fin la inunda el Nilo, acaba de llegar Bashir al galope, Al-Lat echaba espuma por la boca, se posó en la Casa Grande la paloma, es la estación de akhit ya comenzada, pronto llegarán las aguas al delta.
Ahora todo es sosiego, Malki dormita en su tapiz y los señores juegan tras la cena, sin mandarme acostarle, todo ya se relaja, el arpa suena muy suavemente, como brisa en el oído, abajo el susurro de las palmas, las siervas descalzas pisando sobre el mármol, y el rojo del poniente allá hacia Alejandría, exactamente aquel color que me quemó las manos, ¡qué vivo el recuerdo!, yo estaba con la Madre, acababa de llevarme a su cabaña, yo aún confusa por mi abrazo inexplicable, por el impulso que me llevó a derribarla sobre la yacija, no podía expresarme, todo era novísimo, mundo recién creado, y en el rincón del suelo se posaron mis ojos, ¡qué bellísimas piedras, ardientemente rojas!, resplandecientes, ¡cuánta luz interior transparentada!… Salté a ellas, cogí una, la más grande, antes de que la Madre pudiera prevenirme… ¡Qué dolor, aunque la solté en el acto, dejándola caer en el hogar, aquella brasa!… Qué atónita la Madre, más que cuando la derribé, mi ignorancia del fuego, mientras yo contemplaba mi mano dolorida, la carne enrojecía y una ampolla empezaba a levantarse… Fue la primera vez que me mostró su arte curativa, las hierbas que me aplicó enseguida; también mi primer llanto, y mi asombro por aquellas gotas naciendo en mis ojos, resbalando por mis mejillas, estrangulando un raro sonido en mi garganta… Ese cielo al poniente me devuelve a aquella hora, otro de mis primeros pasos, sin infancia ninguna, la Madre me abrazó, no con torpe violencia como acababa de ser la mía derribándola, sino suavemente, con sonidos tranquilos en su boca, música para mí pues aún no eran palabras… Sentí en su cuerpo segura firmeza, todavía hermoso, la única vez que lo vi desnudo, cuando la lavé con mis propias manos y la ungí de aceite perfumado con sus hierbas antes de llevarla ante la caverna de la diosa, incineramos su cuerpo las mujeres solas, como ella había mandado, esparcimos luego sus cenizas sobre aquella tierra, tantas veces habíamos danzado allí para la diosa, la diosa también Madre.
Y ahora el cielo ya es otro, más violeta, pero también me habla, violeta era, casi nocturno, cuando a poco llegó el otro cuerpo, el que me poseería antes que nadie, el que se hizo mío haciéndome suya, su hijo Narso, me miró y volví a sentir la confusión de cuando yo había derribado a su madre, cambiaron sonidos de sus bocas y me di cuenta de que me quedaba en aquella casa, luego supe que ella deseó siempre una hija, y él estaba contento, la mar me había traído aquella mañana y además a él le habían hecho otro regalo, una moneda de plata, la enseñaba orgulloso a su madre, su barca en la mar requerida por una trirreme imperial, le habían comprado su pesca, además de pagarle le regalaron la moneda, efigie nunca vista, de Filipo Augusto, recuerdo del año, el de mi aparición, milenario de Roma, los pescadores no lo sabían, les sirvió para ponerme nombre, puesto que yo ignoraba el mío, todo eso lo supe después, por de pronto aprendí a llamarme Kilia, él fue quien primero me lo llamó, acudí a él, me enseñaron a sentarme, a comer, su cuerpo me atraía, tocó mi mano sana, contempló la otra bizmada por la Madre, pero algo me hizo más daño, el pez que traía en una cesta aún coleaba, tardé mucho tiempo en acostumbrarse a ver morir los peces, esas boqueadas que ya no aspiran nada, impotentes para evitar el derrame de la vida, perdiéndola a golpes, como en la eyaculación pero sin goce, y la evaporación de su belleza, turbiedad en los ojos, opacidad de escamas, los colores perdidos, irisaciones apagadas, ¿cómo podían contemplarlo?, pero a todo se hace la mujer, el hombre, todo sigue adelante paralelo a la muerte…
Narso era diferente de los isleños: había heredado, con la sangre frigia de su madre, un carácter secreto y fuerte. Aquella misma noche, cuando regresó todavía deslumbrado por el extraordinario encuentro con la nave imperial que proclamaba milenarios, descubrió que también era de otra raza la muchacha alojada en su casa. La Madre le explicó lo sucedido mientras aprestaba un pez para la cena, en tanto que la desconocida permanecía sentada, palma arriba sobre sus rodillas la mano quemada. ¡Claro que era diferente! Bastaba para demostrarlo aquella cabellera que el pescador admiraba sin poder apartar sus ojos. Y además el misterio: aquella ignorancia total de su pasado, ni siquiera un idioma incomprensible. ¿Qué edad tendría? Formas ya de mujer, pero ¡tan jóvenes! Mientras él pensaba, con la lenta seguridad de su carácter y el hábito reflexivo de las soledades en la mar, la muchacha contemplaba el torso desnudo del hombre cubierto sólo por un corto calzón, todavía un filamento de alga enredado en los rizos negrísimos del pecho.
Algo dijo la Madre y el hombre soltó una carcajada brotada del vientre, como la ola de fondo que vuelca las barcas. La Madre le miró sorprendida. Él asintió con la cabeza y se dirigió a la desconocida, poniendo las manos sobre sus hombros mientras decía, señalándola con el dedo:
—Kilia, Kilia.
Bajo aquellas manos, solamente posadas un instante, la muchacha sintió en su vientre un dulce calor, una humedad secreta; mientras la Madre notaba un nudo también en su vientre al ver a su hijo abriéndose a otra mujer; pero a la vez se alegraba pensando que esa vez su Narso tendría más suerte. La hermosa isleña que desposó cuatro años antes no había podido darle hijos. Además estaba demasiado pagada de su belleza. Había aceptado a Narso pensando que, por ser la Madre de otras tierras, acabaría sacándola de la isla, donde no podía realizar sus sueños. Cuando comprendió que no sería así desapareció. Luego se supo que había cruzado la isla para embarcarse con un comprador de esponjas que días antes había recalado ante la aldea. Desde entonces el hijo no se había interesado por ninguna otra mujer, hasta que ahora…
Así comenzó la extraña adolescencia infantil de Kilia, así empezaban las memorias de Irenia creciendo bajo las alas de la Madre, gracias a la cual fue balbuceando la lengua, aprendiendo las costumbres y hasta artes que en la aldea se ignoraban: el cultivo del huertecillo de hierbas con virtudes secretas, la capacidad de atraerse a los animales, para lo cual la Madre la encontró sorprendentemente apta, así como para barruntar el tiempo observando las nubes, el viento, el cariz de la mar, el halo de la luna. La aldea se enriqueció así con otro ser más diferente aún que la Madre y el hijo: las ignorancias de Kilia sorprendían, pero su docilidad y su encanto la integraron fácilmente en la comunidad, no sin envidia de las muchachas por aquella cabellera incomparable. Al paso del tiempo las cábalas sobre su origen fueron poco a poco disipándose, ante lo imposible de comprobarlas. Además, como le decía la Madre:
—Eres de otra raza; lo sé. Pero no me importa.
En la cabaña la vida era plácidamente rutinaria en la superficie, pero cargada de intensidad. Para la Madre, por su constante observación de los jóvenes; para el hombre, por aquel lujo increíble de encontrar a Kilia cada atardecer, al regresar de la mar; para ella porque Narso era el más decisivo descubrimiento de cuantos poco a poco iban enriqueciendo su vida. La mera presencia del hombre, el sonido de su voz, el de sus pasos acercándose eran acontecimientos indecibles. Ya aquella primera noche, después de su desnortado abrazo a la Madre, el hecho de oírle respirar en la oscuridad, tendido en el suelo, se sumaba a la embriaguez por el olor viril de la yacija que ella había pasado a ocupar, envolviéndola en emociones arrebatadoras.
Una mañana, cuando todavía la barca de Narso no había desaparecido del todo en el horizonte y las dos mujeres volvían hacia la cabaña, Kilia sintió una humedad viscosa entre las piernas. Se levantó la falda, ya dentro de la casa, y vio un reguero rojizo en sus muslos. Sabía ya lo que era la sangre, sabía que con ella se perdía la vida, y el miedo la paralizó. Pero la Madre suspiró aliviada: llevaba ya la muchacha varios meses en su casa sin menstruación y esa primera vez disipaba sus inquietudes. La explicación tranquilizó a Kilia, pero dejándole una vivencia inolvidable, entre religiosa y maligna; un hecho más de los que mostraban el poderío de la vida sobre los cuerpos, de la luna sobre la sangre: la mujer también con pleamares.
Semanas después, súbitamente, mientras las dos remendaban una red, Kilia se dio cuenta de que ya actuaba como las demás muchachas, con la ingenua astucia deseosa del hombre, pues se descubrió interrogando a la Madre acerca de su hijo, queriendo saber del extraño pasado que a medias había captado en las insinuaciones aldeanas, tratando de averiguar por qué un hombre tan bien plantado no había vuelto a tomar mujer para dar nietos a la Madre. Ésta le miró intensamente y Kilia enrojeció: fue en ese instante cuando se dio cuenta de su candorosa astucia, al verla desenmascarada. La Madre sonrió y, tras un silencio, pronunció suavemente:
—No te preocupes. Todavía va a corretear y a reír por esta casa un nietecillo mío.
Kilia se estremeció gozosamente, al saber que ya estaba todo decidido. Y la Madre añadió:
—Soy muy feliz, hija mía, porque tú no te irás. Al contrario, tú estás siempre llegando, abrazando. No sé de dónde vienes, pero es de lejos, buscando aquí tu destino: por eso no te irás.
Desde aquel instante la vida de Kilia dejó de ser rutina. Una boda era cuestión trascendental en la aldea y el anuncio de la suya despertó la alegre curiosidad general ante un enlace entre dos seres venidos de fuera. Aquello resultaba extraordinario, como si el mundo tuviera otra meta, otro destino.
Y fue Narso, con su especial carácter, dispuesto sin duda a no repetir de ningún modo su anterior experiencia, quien hizo tan diferente la boda que llegó a ser duramente criticado, sin que ello le desviara de su decisión. Por supuesto se plegó a los ritos y participó en las tradicionales ofrendas a la tierra y al mar, danzó con Kilia al son de la flauta del viejo Kataris, ya de noche en torno a la hoguera. Pero cuando entraron solos en la cabaña y todos, incluso la Madre, permanecieron fuera, él no se acercó a tocarla ni encendió la lámpara. Kilia, a quien la Madre había por supuesto aleccionado, además de haber oído maliciosas anticipaciones de sus amigas, se sentó en su yacija, incapaz de comprender, sintiéndose humillada. Pero su pesar no duró mucho. De pronto, en la oscuridad y en silencio, Narso se acercó, desnudo como ella también lo estaba, y la tomó en sus brazos. Por primera vez la mejilla de Kilia se apoyó contra el vello viril y su carne delicada sintió el brío de los músculos ocultos bajo la piel del hombre. Ya no le importaba nada, y menos todavía ir hacia lo desconocido en aquellos brazos.
En la playa la hilera de casas estaba tan dormida como las barcas recostadas en la arena y sólo un rodal escarlata señalaba aún las brasas moribundas de la hoguera. Narso llevó a Kilia hasta su barca, la depositó en ella como en una cuna e izó la vela.
La embarcación encaró la bocana de la rada. Al doblar el cabo cambió el viento. ¡Qué intensa su caricia! Todo el cuerpo de Kilia lo bebía a la vez, con su humedad marina ungida de sal. El agua dividida por la proa susurraba como una seda en los costados de tabla, las estrellas brillaban aún en lo alto con más fulgor que nunca y en la oscuridad, a la fosforescencia de las olas, destacaban los blancos cuerpos que pronto la primera luz del alba empezó a tornar blancos y rosados. Al fondo emergía, como un león marino gigantesco, la enriscada mole de la isla de Quíos y por su cima del monte Provation asomó al fin el sol y las carnes se hicieron de oro.
Kilia, tendida, ofrecida así a los ojos del hombre que empuñaba el remo timón y de vez en cuando orientaba la vela, sólo percibía, en lo alto, la blancura del cóncavo lienzo inflado por el viento y el azul entre las cambiantes formas de las nubes. El tiempo no existía para ella, el deseo esperaba gozoso en aquella beatitud, y sólo cuando la proa encalló suavemente en una playa inició un movimiento para incorporarse. Narso empujó el bote arena adentro y enganchó el anclote al tronco de una pinocha oscuramente verde. La arena todavía fresca se hizo toda tibia con el ardor de la pareja, ofreció lecho para ritmos, sacudidas, escalofríos y ardores. Kilia halló su destino tanteando en la oscuridad de ninguna memoria, de ningún proyecto: vivió su sangre, sus latidos, sus cavernas y ríos interiores, su carne, sus sentidos. Vivió el gemido jadeante y victorioso, el abrazo del hombre y su galope en llamas, ardió con él en una misma hoguera. Y el ave que aparece en ese instante se puso a cantar; el huracán que la poseía resquebrajó el orden cotidiano bajo unas nubes largas como pinceladas de oro sobre el pálido azul de la mañana.
Después, tendidos ambos paralelamente, se limitaban a respirar, a sentirse, recobrándose del seísmo mediante tiernas caricias sin precedentes, gestos casi infantiles, candideces que les volvían a la tierra, allí donde se sabe que existen otras gentes, ciertos usos… Ella pensó entonces en el retorno y echó de menos un lienzo para cubrirse al llegar a la aldea. Él la tranquilizó:
—No necesitas nada. Volveremos de noche.
Y se levantó para traer del falucho un bulto que ella había advertido y que contenía provisiones y agua. Pasaron así el día, solos en el universo, bajo el sol, entre las olas, sobre la arena, a la sombra de los pinos. El ave volvió a cantar en aquellas horas, convocando el momento eterno, el arrebato, convirtiéndolo todo en materia vibrante, los cuerpos y las rocas, haciéndole vivir lo que ella desde entonces llamaría el vértigo: asomarse a un abismo insondable subiendo al mismo tiempo a las alturas. Sin palabras para expresarlo, ella balbuceó algunas para que él supiera —aunque sabía y ella lo sabía—, envolviéndole en besos.