Authors: José Luis Sampedro
—¿Estás seguro de que va a ser así?
—Naturalmente. Yo mismo he mandado esconder ese dinero en los fardos y enviar la denuncia.
—Perderás esa suma.
—Me compensa el faro. Había pensado meterles droga, pero aunque ese tráfico no está bien visto, la ley es mucho más dura contra la exportación de moneda. Alguno irá a la cárcel y quizás a las canteras del desierto, de donde nadie vuelve… Vale la pena el gasto; me sale barata la operación.
Están cerca de la isla y la abordan por poniente como cuando llevaron a Bashir. Glauka se siente más tranquila ante la risueña actitud de Ahram, divertido con su triunfo. En realidad, descubre ahora, su resistencia era más bien residuo del mal recuerdo que le dejó el sacrificio de Al-Lat y empieza a pensar que algo se habrá hecho con los restos del animal.
En efecto, una vez que han saltado a tierra y se han acercado al lugar en que se celebró la inmolación, no hay rastro alguno del suceso. En cambio, ladera arriba, sobre la tumba de Bashir, algo nuevo sorprende a Glauka: una estela vertical en pórfido rojo, donde figuran los nombres de Bashir y del oferente Ahram en letras griegas y en demótico, debajo de un relieve en figura de dromedario. El pulido monolito, color de opaco rubí, destaca contra el ocre amarillento de la tierra.
—Es hermoso —murmura suavemente Glauka, después de unos momentos de silencio, asiendo conmovida la mano de Ahram, pero sin atreverse a preguntar más. Ahram, como adivinándola, contesta:
—Y Al-Lat ahí, a sus pies.
«Como un perro dormido ¡Ése sí que es su sitio!», piensa Glauka. Se humedecen sus ojos e intenta besar la mano que ha tomado, pero Ahram lo impide, inclinándose para besarla y abrazándola.
—¡Qué bueno has sido complaciéndome!
—La verdad es que se me adelantó Krito —reconoce Ahram—, pero yo venía a lo mismo.
Le cuenta a Glauka lo sucedido y luego ríe:
—No pensabas estos días que yo era bueno… ¿Me comprendes ahora?
Glauka vacila, le mira solicitando una disculpa. Mientras tanto, se han sentado los dos.
—No —contesta—. No comprendo el sacrificio.
Ahram frunce el ceño pero sonríe y repite, como a una niña pequeña, las razones que allí mismo expuso a Krito días atrás. Glauka se enternece sabiendo lo mucho que le cuesta a ese hombre dar explicaciones o justificarse. Comprende el homenaje que así le tributa, pero le ataja:
—Sí, todo eso lo comprendo, pero no lo acepto. La vida es la vida.
—Hay vidas peores que la muerte.
—Pero la muerte es otra cosa: nada… Por ejemplo, ¿tú preferirías morir antes que quedarte, no sé mutilado, sin poder moverte de la cama?
—¡Naturalmente!
—¿Y yo entonces? Yo te preferiría vivo, como fuese… Uruk hubiera contestado igual que tú antes de quedarse inútil para gozar de su pasión de jinete —añade evocadora—. Sin embargo supo vivir después; lisiado vivía a fondo: ya te lo conté.
Ahram la mira con un punto de enfado bajo la sonrisa:
—Uruk fue tu mejor amante, ¿verdad?
—¡Tonto! Mi mejor amante lo tengo a mi lado. Tú eres el más que amante, el Vértigo, ¿acaso no lo sabes?… Por hacer esa tontísima pregunta te exijo que vayamos a tu cueva, allí donde te vi rezar a tu diosa.
Ahram acepta. Escalan la cresta de la isla, porque junto al mar no hay sendero practicable, y llegan al rellano donde crece el granado, frente a la abertura en la roca. Al revés que en aquella primera tarde ahora el matutino sol, todavía bajo, la ilumina hasta el fondo quitándole misterio pero haciéndola más abierta e invitadora. En la hornacina reina la diosa de la paloma, con su sonrisa enigmática y sus pechos arrogantes.
—Ella te hizo llegar a mí —murmura Ahram—. Ella y mi destino… ¿Sabes? —añade en súbito impulso—, no quiero dejarla sola. Nos la llevaremos a nuestra gruta, bajo la torre. Traeré aquí una copia.
Permanecen abrazados por la cintura hasta que Ahram se desenlaza y ella, comprendiendo, retrocede un paso. Ahram alza sus brazos orantes y guarda silencio unos momentos. Luego se vuelve a ella con la sonrisa de un niño cogido en falta:
—No es por la diosa, ya sabes. Es por todo: mi oasis, mi madre, mi niñez… No te enfades, sirenita, diosa mía.
—Y también por Ittara. Es hermoso.
—¡Tú eres hermosa!
—¿Sigo siéndolo?
—¿Qué dices? —replica abrazándola. Y de repente—: ¡Bajemos a la caleta de la daga perdida! ¿No tienes calor con este sol de fuego? ¡A ver si sigues resistiendo en el agua más que yo!
Bajan casi rodando la pendiente, despojándose ya de sus vestidos, conservando ambos únicamente sus amuletos, secretas medallas bajo el oro. Están solos; el Jemsu sigue atracado, esperándoles, al lado de poniente. Dejan sus ropas sobre las piedras —«¡y la daga!», advierte Glauka— y se arrojan al mar.
¡Claro que ella sigue resistiendo más tiempo, aunque se cuida muy bien de forzar su capacidad! Pero en esta ocasión no es motivo de miedo sino de juego. Los cuerpos se persiguen, se entrelazan, se emparejan, disfrutan del suave oleaje, se hunden y emergen como niños retozando. En una carrera dan la vuelta a un farallón y aparece una caleta aún más pequeña, final de una torrentera, concha dorada besada por la espuma. El deseo irrumpe en Glauka desde su pasado de Psyra: es Narso quien la acompaña. Como cuando la desposó y la raptó en su bote. Es Narso quien la sigue hasta la playa, quien proyecta sobre la arena una sombra viril junto a la suya, quien la abraza, le mordisquea una oreja, le ciñe un pecho con su mano, la fuerza suavemente a tenderse —cumpliéndole así el deseo—, la encuentra abierta, la goza rindiéndose a ella.
No, no es Narso, es más que Narso. Es otra especie humana. Narso fue la revelación del sexo, el estallido natural, su tumultuoso borbotón. Ya Uruk fue más, pero el arrebato se quedaba en la carne. Por eso ella continuó buscando, y ahora piensa que su origen de diosa marina esperaba también ser satisfecho llegando más cerca de la Diosa Madre. Eso es lo que sólo con Ahram alcanza: ser más que sirena y mujer, condensada en una fibra tensísima y vibrante, en un olvido que lo abarca todo. Ser cima en el abismo, surtidor eterno y sin descanso, Vida. En el Vértigo ella es Vida tras un creciente incendio hacia un lento decaimiento feliz. No, no es Narso, quizás ni siquiera es Ahram sino un milagro; pero Ahram logra dárselo.
Reposan en la arena, escapando del sol con breves retornos a las ondas. Se hablan como hace tiempo que no se confesaban, percibe feliz Glauka. Alcanzan raras cotas de mutua entrega pasando de lo trivial a lo comprometido, ahondando en las confidencias. Glauka le revela que ha hecho el amor con Clea una de las veces que se han visto después de devolverle el pendiente. Lo confiesa con una excusa innecesaria: «Era orden tuya, entrar en su confianza, intimar para descubrir sus secretos». Ahram ríe a su vez y se finge celoso al preguntar si valía la pena. Glauka decide irritarle a sabiendas de que para él no hay amor sin pene: «Tú te crees que sólo vosotros nos dais placer; pero Clea es muy hábil». «¿Y cuál de las dos hacía de hombre?» «¡Ninguna, ¿qué te has creído?, no os necesitamos.» Glauka admite que no ha percibido nada sospechoso en Clea, por lo que respecta a los intereses de Ahram; lo suyo es el goce venéreo. Ahram sigue el juego reconociendo que Clea es una experta. «Me consta, porque yo también he hecho el amor con ella.» «¡Ah!, conque ésas son tus visitas al navarca», exclama Glauka dando un empellón al hombre, aunque en el fondo no es cosa tan de broma para ella.
Al retorno de otra zambullida, Ahram le dice gravemente:
—Bashir te quería.
Glauka recuerda aquellos ojos entre sus arruguitas. Y, sobre todo, aquellos gestos que Bashir reprimió junto a ella más de una vez.
—¿Te lo dijo?
—Nunca. Pero lo sé. Él y yo nos lo sabíamos todo.
Ha de ser cierto. Ella se sentía envuelta en cariño y no del todo paterno. Es cierto. ¡Admirable Bashir, conmovedor Bashir, tan acogedor en su rudeza!
—¿Entonces Tenuset? Porque ellos se amaron. Estoy segura.
—Contigo era distinto.
«Como tú eres distinto de todos. Un solo amor no basta para vivir el Amor», piensa Glauka, e inmediatamente queda perpleja ante algo que en su interior…
El silencio, sin embargo, parece otro más de los que han alternado antes con las palabras o las caricias y acaba coronando una intimidad entregada y abierta, como en los primeros tiempos. Glauka se deja inundar por la felicidad y flota lejos de sus propias honduras.
El sol está en lo más alto y Ahram propone el regreso. «Ya está pensando en sus asuntos —se dice Glauka resignada—, ya se me aleja.» Pero ¡ha gozado tanto, han sido horas tan plenas!
Se visten y, ante los ojos del ya algo inquieto Tinab, aparecen coronando la cresta de la isla. Se acercan al falucho y embarcan.
—Llegaremos demasiado tarde para almorzar, Glauka. Si te conformas con galletas y cerveza, Tinab nos dará algo.
El patrón asiente: nunca les falta. Glauka sonríe encantada:
—Será un banquete.
La travesía es una delicia. El mar algo picado, con repuntes de espuma, resulta excitante y, a la vez, facilita la transición al mundo cotidiano. Efectivamente Ahram va pensando ya en sus cosas y, al llegar, se queda en la Casa. Glauka continúa hacia la torre por su sendero favorito de la orilla y se queda algo sorprendida al ver a Krito en el banco de los delfines. «¿Sorprendida, por qué?», se pregunta. «¿Por qué Krito, en ese lugar habitual, me sobresalta como una aparición?»
—¿Qué te pasa? —saluda Krito— ¿No me reconoces? Hay humorística sorpresa en su voz, pero también una gota de melancolía.
—¡Qué cosas tienes! —ríe Glauka, sentándose a su lado aunque no era su propósito—. No esperaba hallarte aquí.
—Has venido en el Jemsu, ¿no? Lo he visto llegar… Estarás contenta.
—Sí, la estela de pórfido es preciosa. ¿Fue idea tuya?
—La piedra es de Ahram. El dibujo mío.
—Krito, ¿por qué no me dijiste que fuiste aquella misma mañana a enterrar a Al-Lat?
¿Por qué se inmuta Krito? ¿Por qué calla unos momentos?
—¿Te lo ha dicho Ahram? Ha hecho mal. Yo no pensaba decirlo.
—¿Por qué?
Krito no la mira. Su voz se ahonda.
—¿Para qué? Todo es inútil: no hay más que verte.
Súbitamente Glauka se siente culpable de su felicidad. Es preciso decir algo, en el acto, pero no puede mentir y tiene miedo de herir sin querer. El silencio se prolonga. «¡Habla tú, Krito; tú, el señor de la Palabra!», pero el silencio continúa. El arranque de Glauka es angustiado:
—¡Qué bien lo pasamos viendo a Sútides la otra noche!
Suena tan absurdo que Krito sonríe, también absurdamente. La antevíspera acompañó a Glauka al teatro, para aceptar la invitación de Sútides el día del consejo. Ahram hubiera querido ir también, en homenaje a su agente, pero los problemas del faro le retuvieron. Se divirtieron, en efecto, y luego Glauka acudió con Krito a saludar al artista, que desde la escena la contempló más de una vez con ojos de admiración, lo que al día siguiente había provocado un malintencionado epigrama anónimo.
—El espectáculo era feroz —continúa Glauka, es preciso seguir hablando—. ¡Esos generales que hablan de defensa y de paz mientras compran armas y más armas! ¡Esos políticos negociando la paz mientras azuzan a su pequeño aliado contra el del contrario para guerrear por delegación! Todo el mundo lo comprendía: es lo que está pasando con la ocupación persa de Armenia y con la romana de Edessa, disfrazando de ayuda la presencia de sus tropas.
—Sí —reconoce Krito—, lo hizo muy bien. Por eso el epistratega apenas aplaudió. Aunque tampoco mucho el público.
—Tienen miedo. Además, los aduladores no podían aplaudir si la autoridad no lo hacía.
—En parte es eso, sí; pero también es otra cosa… La plebe prefiere hoy a los cantantes. A un Claudius, por ejemplo, le aplaudirían aunque atacara a la autoridad, e incluso más. Prefieren el ritmo, el estrépito, moverse al compás con la formidable percusión; en suma, aturdirse. Vivimos un tiempo en que se desea ser deslumbrado cuando lo que importa es que nos iluminen. Se valora más la técnica que la sabiduría… Perdona, hoy no tengo el don de la oportunidad. Mis pedantes reflexiones caen con toda justicia en el vacío…
Glauka va a protestar, pero él la ataja.
—Lo cierto es que Sútides estuvo genial en la sátira y eso mismo molestaba al epistratega. Después de todo es un militarote que ahora disfruta de una prebenda civil porque, según parece, su mujer consiguió despertar el interés del emperador.
—Sí, estuvo genial —reconoce Glauka cautamente—. ¿Cómo se puede llegar a ser tan eficaz, conseguir un lenguaje tan hiriente?
—El odio —pronuncia Krito sencillamente—. El odio es un maestro.
«Como Ahram contra Roma. Como Xira —piensa Glauka—. Así de eficaz.» Y se resiste doloridamente.
—¿Mejor que el amor?
La voz de Krito brota igualmente dolorida:
—¿Qué amor? ¡Hay tantos!
«Hoy el de Ahram, era el Amor», piensa ella, temiendo que se le note el pensamiento, mientras Krito continúa, sin advertir nada, tan adentro está metiéndose:
—Hay amores que hieren, otros que dañan sin querer, otros se gozan, otros se sufren… Si pudiéramos elegir… Pero no está en nuestras manos. Ni siquiera sabemos lo que desearíamos, ni cómo somos. . . Recuerda, Ahram degolló a Al-Lat por amor…
—Me lo ha explicado y lo comprendo, pero no es verdad. ¿Por qué no comprende él o lo intenta al menos?
—¿Comprender? A veces es lo que más daño hace —y ahora sí que hay amargura en esa voz, al añadir, exasperada—: Bashir hubiese hecho lo mismo que Ahram, Ahram lo hizo y tú no lo comprendes, pero si no lo hubiera hecho no sería Ahram. ¿Te gustaría que cambiara?
«¡No!», grita interiormente todo el cuerpo de Glauka, pero contesta:
—¿Cómo puedo quererle siendo así?
Krito la mira cruelmente. Ella no le conocía esa mirada.
—Planteas mal la cuestión. No se trata de cómo podrías quererle sino si podrías dejar de quererle.
—Cierto; no podría —reconoce Glauka, tan rápidamente que sólo después se da cuenta de que en aquel nuevo mirar de Krito, duro e incisivo, brillaba una extraña chispa de esperanza, ahora apagada de repente.
—Pues eso remata la cuestión —concluye con voz neutra, superficialmente serena, como en un debate intelectual.
Por un momento ella siente una incomprensible necesidad de justificarse, de explicar. Trata de acercarse a ese hombre sentado junto a ella: