La vieja sirena (42 page)

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Authors: José Luis Sampedro

BOOK: La vieja sirena
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Se me hace tarde, me estará esperando Ahram para ir en barca a Alejandría, he de llevarle el pendiente a esa Clea, no puede esperar más tiempo la visita, me he retrasado por ir a los baños con Xira, su cuerpo extrañamente me recordó el de Ahram, es casi de muchacho, pequeño, delgado, casi sin caderas, los senos diminutos, en cambio grandes pezones, morenos, salientes, puntiagudos, la piel suave, morbosa más que atractiva, pienso que se le nota el odio bajo esa piel, el odio como compañía natural, permanente, no sé… No ha querido pasar aquí la noche, seguía viaje al Este para enlazar con los grupos del delta.

¡Oh Afrodita, diosa madre!, temo a aliados como ella, temo por Ahram, él odia a los romanos pero no de ese modo, él sabe amar, quiere amar, el odio es otra dimensión no la única, y amará cada vez más, ¡sólo le tienta el poder! ¡Oh Diosa Madre, líbrale de esos aliados!, no odia quien lleva un niño dentro, yo no tendré más hijos pero fui madre y lo sé, ya en la aldea, la primera vez que Narso volvió a poseerme tras el parto y la purificación, al abrazarle contra mí cuando me penetraba supe que en el hombre estaba abrazando a un niño, hasta Uruk lo era, aquel huracán tan viril, y tú también, Ahram, a pesar de que me llames «hija mía», todos niños, hasta los más astutos, ansiosos de niñez y de madre sin confesárselo, ¿qué me está pasando?, ayer se me cayeron las tijeras, como allá en la playa, la madre estaba tejiendo, era la única que sabía usar un pequeño telar horizontal, me pidió las tijeras, al dárselas se cayeron en la arena, «mala suerte», dijo porque habían caído cerradas y en punta, como se clava un puñal, las mías cayeron abiertas pero me acordé de aquello, a poco ella murió y no mucho después perdí a Narso y a mi pequeña Nira, ¿qué está ocurriendo qué puedo hacer?, tengo miedo, he de hablar con Krito, no puede abandonarme así.

La barca de respeto de Ahram con sus seis remeros y la popa entoldillada se desliza por las aguas del Gran Puerto, tras haber pasado bajo los arcos del Heptastadio, y se aproxima a la escalinata de mármol por la que descendió Cleopatra y que ahora usan el prefecto y sus oficiales así como los huéspedes más distinguidos. El timonel, de pie a popa, mirando por encima de la toldilla de la camareta, gobierna atento a los botes y chalupas que se mueven por el puerto, aunque todos se apartan en cuanto reconocen la oriflama púrpura y verde enarbolada por la embarcación.

Ahram piensa en la conversación que va a sostener con el prefecto en su primera visita. A su lado Glauka se abanica suavemente y comprueba que en el pliegue de su cinturón lleva envuelto el pendiente que ha de devolver a Clea. El navarca habita en uno de los palacetes de la residencia real, dentro de los propios jardines. En su tiempo fue para uno de los mayordomos de los reyes ptolomeicos.

La barca atraca. Junto al centinela de rigor, dos oficiales de alto rango saludan a Ahram y ayudan a Glauka a saltar a tierra. Él y su hetaira se despiden y uno de los oficiales hace una seña a un siervo que aguarda discretamente apartado.

—Este hombre la acompañará, señora.

Entretanto ha desembarcado también Eulodia que iba sentada en un banco detrás de los remeros. Se pone a la altura de su señora y ambas siguen al siervo que, después de inclinarse profundamente las guía por los senderos del jardín. En su atiplada voz y en sus andares reconoce Glauka a un eunuco lo cual no es frecuente en Alejandría.

En el pabellón del navarca el guía hace pasar a la señora, mientras Eulodia permanece sentada en el portal. Por un atrio con estanque y otras estancias llega al fin Glauka a la habitación donde la espera Clea, que se levanta a su llegada y acude a recibirla. Es un cuarto pequeño, con sillas, mesita y almohadones sobre un diván, que recibe por dos ventanas en ángulo el aire fresco y perfumado del jardín. Las dos mujeres se saludan y se instalan en el diván. Sobre una mesita auxiliar se ven unos volúmenes, manuscritos desenrollados y papiros en blanco, con útiles para escribir. Clea ha querido dar la sensación de que estaba trabajando en sus aficiones literarias.

—Quítate el velo, por favor, señora y ponte cómoda —invita Clea, ayudándola—. ¡Qué cabellera más envidiable! Y un quitón muy acertado.

Glauka se ha puesto un vestido azul pálido con mangas cortas y lleva sólo una fíbula de adorno cerca del hombro izquierdo. Clea, en su casa, viste sólo una túnica muy ligera, aunque no llega a ser transparente. Se disculpa, por el calor, de tan leve indumento, después de que Glauka lo haya elogiado.

Hablan unos momentos de las modas y hacen algún comentario levemente malicioso de algunos asistentes a la fiesta, que Clea ha calificado de espléndida, digna de las mejores de Roma. Glauka se interesa por el retorno de Clea a la ciudad y le pregunta detalles comparativos entre la sociedad romana y la alejandrina. Al cabo Clea, después de invitarla a refrescar, le pregunta por el asunto que desea Glauka exponerle. En ese momento de la charla ya han acordado llamarse por sus nombres.

—He preferido traerte personalmente —responde Glauka— algo que sin duda extraviaste en mi casa. Me ha parecido que eso justificaba el molestarte en tu residencia.

Entrega el pendiente, mientras Clea niega que sea molestia ninguna para ella.

—¡Oh, y yo que lo busqué tanto! —exclama Clea con alborozo—. Cuánto te lo agradezco. Aparte de su modesto valor, es un recuerdo que aprecio muchísimo… ¿Supongo que lo perdí durante la comida?

—Bueno, en realidad lo encontramos abajo, en la cripta. Por eso, dada la alta posición oficial de tu esposo, he deseado que no corriera por otras manos que las mías.

—Una gran delicadeza, que merece aún más gratitud… Justamente, no quisiera habladurías molestas para mi esposo, aunque él se permitiera con el archidikasta lo que ya sabes. En cuanto a mí —la sonrisa se hace desenfadada y confidencial— te confieso que no me importa mucho. Supongo que durante mi estancia anterior en Alejandría oirías comentarios sobre mis gustos. Ocurre que no veo la necesidad de hacer más aburridas nuestras vidas por conformarnos con lo que dispongan quienes quieren refrenarlo todo. Sé que escandalicé a algunas gentes.

—No a mí, ciertamente. Y mucho menos que bajases a la cripta. Te ruego creas en mi más absoluta comprensión y discreción. Por eso te confieso que el pendiente lo encontró realmente la señora Dofinia que fue incluso lo bastante indiscreta como para contarnos a Ahram y a mí la razón de tu conversación con ella.

—¡Ah, Victinio! —Clea ríe sin inhibirse—. Pero esa mujer no tiene maneras; no se puede confiar en ella.

—Discúlpala. Sabía perfectamente que jamás saldría de nosotros. Y yo te lo he mencionado porque no he venido solamente a traerte esa joya sino con el deseo de conocernos mejor. En medio de tantas mujeres de esta ciudad, frívolas y superficiales, hay detalles que te revelan muy diferente, incluso excepcional… No, no te estoy adulando. Tu distinción, tu situación, tu buen gusto… Sí, ya sé que a algunos les parecías escandalosa, pero yo te comprendo muy bien y deseo que nos comprendamos. La vida me ha zarandeado mucho, desde una playa de pescadores. Fui capturada, vendida a un burdel en Bizancio, llevada a un harem y otras experiencias más antes de ser, ahora, la hetaira de Ahram, después de haber estado a punto de morir en el circo. Tú, en cambio, eres nieta de un gran emperador y esposa de un alto dignatario. Debo agradecerte que me hayas recibido aquí a mi primera petición.

—Sí, mi abuelo fue grande y también mi padre. Pero mi madre, aunque hija de un jefe sármata, fue capturada como tú y yo nací esclava. Además, voy a serte también franca: no soy aún la esposa del navarca; los trámites continúan en Roma, su familia opone dificultades. Sé que no lo comentarás.

—Puedes estar segura —sonríe Glauka—. Y ahora ya conocemos ambas nuestros secretos… Estoy muy contenta, sé que nos entenderemos. ¡Al fin tendré una amiga en esta ciudad!

En ese instante entra el eunuco con una bandeja de refrescos y golosinas, volviendo a dejarlas solas.

—No hay muchos por aquí —comenta Glauka, refiriéndose al sirviente.

—Lo tengo conmigo desde que anduve por Oriente con el epistratega. Es mucho mejor que una mujer; más entendido y más suave. Y como se siente protegido, me es leal como un perro. Él me llevó a Victinio el otro día… ¿Por qué no? Los maridos le resuelven a una muy poco y menos aún los altos cargos, tan ocupados. Claro que un compañero como Ahram es diferente.

—¿Y qué tal Victinio? —se apresura Glauka a forzar más la confianza, puesto que ése es su propósito: intimar, enterarse.

Clea ríe maliciosamente:

—No creas, por poco me falla… Luego bien, pero al principio… Seguro que lo sabes: la inseguridad de estos que viven del pene es mayor de lo que parece… No te lo recomendaría, si es que fuera ése tu problema… ¿Quieres añadir unas hojas a tu bebida?

Lo dice con aire inocente, mostrando una cajita de plata sacada de un cajón de la mesa, pero Glauka comprende que la está explorando, buscando sus flacos. Al ver Clea que la droga es rechazada, no insiste:

—Ahora toma esto mucha gente, no creas. Y es de la mejor calidad.

—No lo reprocho, pero pienso que la droga más excitante es la vida, y que no hace falta otra. Sospecho que tú también piensas lo mismo.

—¡Cada vez me gustas más! —celebra Clea— A mí me excita hasta el eunuco… Bueno, exagero. La vida, sí. Mejor, las vidas, porque yo tengo más de una, ya sabes.

«Si supieras con cuál empecé», piensa Glauka mientras Clea continúa:

—A veces es complicado y trabajoso, pero vale la pena Y no sólo hablo de hombres… o de mujeres, ¿tú no?

Mira inquisitivamente a Glauka, que no se oculta:

—También he conocido eso. En el burdel ocurría, en un harem muchísimo más —vacila un instante no le gusta revelar a esta mujer lo que tanto fue para ella, pero necesita engancharla y continúa—: Viví incluso un amor de amigas muy verdadero… ¿Te sorprende mi franqueza?

—No, yo también estoy siendo franca, por una vez. ¡Descansa tanto!, ¿verdad?… Pero aparte del sexo, yo gozo también de esto —señala los volúmenes manuscritos—. Tuve buenos preceptores y disfruto mucho con la literatura.

—En eso me ganas. Sólo ahora estoy yo asomándome a ella. Gracias a Krito, el filósofo con el que charlaste tanto la otra noche.

—¡Krito! ¡Ya lo creo! Me pareció excepcional Y también vividor de varias vidas, como nosotras ¿Sabes que nos encontramos después de la fiesta en el Museo? Tuvimos otra charla interesante.

Glauka siente una punzada. Estuvo anteayer con Krito y no le dijo nada. ¿Es esto lo que le ocurre a ese hombre? Le duele mucho esa reserva.

—Dichosa tú —continúa Clea— que puedes conversar con él. Yo de estas cosas no puedo hablar con mi marido para nada; sacándole de sus barcos y su marinería… Antes me aburría, ahora me exaspera, pero no molesta mucho. Lo único de que podríamos hablar en común sería de palabrotas y obscenidades tabernarias y en eso seguramente le ganaría yo. Dichosa tú con Krito, porque la mayoría de los escritores son sacos de vanidad y no saben tratar a las mujeres… Claro que hay que ver a esas vacas alejandrinas, egipcias, judías, e incluso romanas, que se creen todavía las respetables matronas de la república y sólo son las tontas del imperio.

—Sí, mi amistad con Krito es una gran suerte. He mejorado mucho desde que me enseña. Es excepcional, digan lo que digan.

—Lo mismo dice él de ti.

—¿Habló de mí?

La extrañeza de Glauka es sincera, aunque luego comprende que el tema estaba indicado. Pero le molesta haber sido objeto de comentarios con esa mujer y que luego Krito no le dijera nada.

—Habló excelentemente. De tu talento, de tu sensibilidad.

Glauka descarta el tema como exageraciones de un amigo. Clea desvía sus inquisiciones hacia la amistad de Krito y Ahram; evidentemente desea saber hasta dónde llega, cuánto puede saber Krito de Ahram. Como es natural, acaban hablando de lo que se anuncia ya un gran acontecimiento: la esperada visita de los reyes de Palmira.

—Otra mujer extraordinaria, ésa sí, Zenobia.

—¿La has llegado a conocer en Oriente? —pregunta Glauka muy interesada.

—Sí, cuando mi marido estuvo en Palmira. Ya antes la vi en Roma, durante su estancia con Odenato, reconocido como rey por Galieno. No la he tratado mucho, claro está; no soy un personaje en Roma.

—Dicen que es bellísima —se esfuerza por reconocer Glauka.

—Más que hermosa es fascinante. Tiene un imperio extraordinario. En Roma causó sensación… Claro que también Odenato —añade maliciosa—. Pero él no es más que un buen mozo. Ella en cambio tiene misterio; tiene morbo, como se dice ahora. Y es muy inteligente.

Glauka prefiere no prolongar el tema y, como piensa que para una primera entrevista ya no puede sacar más, deja que la conservación languidezca sobre ligeros temas de actualidad. Tratan, sobre todo del famoso mimo romano, que ya ha comenzado su temporada alejandrina con éxito, y Clea se revela apasionada del teatro.

—Sobre todo del teatro realista, tal como lo hacen en Roma. Allí se muere de verdad, aunque no los actores principales, claro. Pero si hay una batalla se utilizan condenados para que se maten entre sí como en el circo. Poco antes de venirnos aquí vimos a un cristiano crucificado en escena hasta morir… ¡Era tan emocionante!

Glauka reprime un gesto de rechazo, recordando a Roteph y a sus compañeras. No tarda en despedirse tan pronto como la cortesía lo permite, y quedan en verse de nuevo.

Cuando con Eulodia y el mismo guía retorna al embarcadero le comunican que Ahram sigue reunido con el prefecto, y la barca, que aguarda, tiene orden de llevarla inmediatamente a Faros. Cuando Ahram concluya, una falúa oficial le transportará.

Durante la breve travesía Glauka permanece pensativa. ¿Qué le ocurre a Krito? No es el mismo con ella. Con ese pensamiento despide a Eulodia y en vez de dirigirse a la torre, porque ya el crepúsculo se acerca y el faro se va sonrosando con el sol poniente camina pensativa hacia el banco de los delfines Al acercarse descubre con alegría la silueta del filósofo. No puede reprimir su alegría

—¡Krito!

El hombre se vuelve, sonriente, dando vueltas a una hoja de hiedra entre sus dedos.

—Ave, Glauka. Se me ocurrió que vendrías por aquí después de tu visita.

Glauka se sienta, corrigiendo inmediatamente su expresión:

—Estoy muy enojada contigo. ¡Ir a ver anteayer a esa mujer y no decírmelo!… Y no es sólo eso, llevas una temporada…

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