La vieja sirena (40 page)

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Authors: José Luis Sampedro

BOOK: La vieja sirena
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«No, ninguno me hará gozar jamás. Ni siquiera un Ahram», piensa, negándose a admitirlo, mientras las lágrimas corren por sus mejillas, y una vez más le templan el corazón para seguir siendo implacable impulsora, con su secreta amiga Hipólita, del permanente combate femenino.

Acariciando esa decisión en el pensamiento aflora al fin en su rostro una sonrisa cruel.

17. Roma y Persia

Glauka desciende del aposento en la torre y ve a Eulodia afanada todavía en la limpieza.

—¿Qué haces? ¡Si todo está perfecto!

La cristiana empieza a dar explicaciones, Glauka sonríe: es inútil sacarla del trabajo. El goce de esa muchacha es la perfección en lo humilde. Pero piensa, ¿lo goza siquiera? No, más bien lo hace porque es su naturaleza. Como su serenidad. No necesita construírsela, ni su entrega a la tarea tampoco. Todo brota de ella como las rosas del rosal. Mejor, como las violetas: si se la comparase con una rosa se escandalizaría.

Pero Glauka se apresura para acudir a la reunión extraordinaria del Consejo de Ahram, que esta vez se agranda con diversos informadores de otras tierras. Ahram salió hacia la mansión hace un rato. Ella se ha retrasado por sus vacilaciones en cuanto al atuendo más adecuado. Asisten algunos desconocidos para ella y no quiere darles la impresión de haberse encumbrado por su situación junto a Ahram, ni tampoco la de sentirse intimidada. Al fin se ha decidido por un quitón jonio de lino verde pálido sin mangas, porque ya empieza el calor, sujetado a los hombros con dos fíbulas, espléndidas piezas cinceladas en Bizancio, que constituyen su único lujo. El blanco cinturón también de lino, desaparece bajo los pliegues primorosamente distribuidos. Calza unas discretas sandalias egipcias de cuero, con la punta encorvada hacia arriba. El cabello está recogido hacia atrás en un moño y sujeto con una cinta del mismo lino verde.

Al entrar Glauka en la galería los allí reunidos interrumpen las conversaciones. Las miradas se concentran en ella y, como siempre, nota esa expectación que preferiría no suscitar, pero que sabe agrada a Ahram cuando es tan reverente y afectuosa. Reconoce y saluda con un movimiento general de cabeza a los habituales: Soferis, Filópator, Narbises, Dagumpah, Assurgal y Artabo. Le sorprende ver a una mujer morena, pequeña y delgada, de negros ojos profundos sin maquillar, cuyos rasgos le recuerdan algo. Sin esperar a ser presentada la mujer se acerca a ella y se anuncia sencillamente:

—Soy Xira, hija de Porfiria, señora.

¡Porfiria! Lo que menos podía esperar Glauka, que abraza y besa efusivamente a la mujer.

—¡Qué sorpresa! ¡Nunca supe que tuviera una hija!

—Mi madre lo guardó en secreto. Pensaba que algún día la matarían los paganos y, para que yo pudiera continuar su obra, prefería que no nos cogieran a las dos juntas. Ya te contaré.

—Sí, sí, tenemos que hablar. ¿Cristiana también, claro?

Glauka quisiera seguir conversando con ella, explicarse su presencia tan inesperada, pero Ahram la conduce hacia los demás: Dicantro, geógrafo corintio que acaba de recorrer el Oriente; Sútides el mimo, un hombrecillo medio calvo que fuerza la cabeza hacia arriba para mirarla, porque le aqueja una visible chepa, y muestra así unos ojos inteligentísimos; Bhangu, medio vestido con piel de leopardo, cazador del sur en las tierras cercanas a Punt; y finalmente Tulio Narbonio, un comerciante de las Galias cuya sonrisa es apenas visible bajo sus copiosos bigotes caídos a ambos lados de la boca.

Durante las breves palabras cambiadas con cada uno Glauka se siente escrutada y valorada. Al fin están todos instalados en sus respectivos lugares sobre los asientos o almohadones que les son más habituales. Glauka elige un almohadón junto al ocupado por Ahram, frente al puerto. En ese momento con el sol todavía bajo, el faro deja en sombra la galería y el aire no se ha calentado aún, aunque el día promete ser caluroso. Sopla ligeramente el Noto y en alguna ráfaga los olores del puerto y del estancado lago Mareotis prevalecen sobre los perfumes primaverales del parque. Mnehet, como de costumbre, distribuye en varias mesitas trozos de pescado salado, piñones, bizcochos, pasas y algunas frutas, dejando jarras de agua, de cerveza y de vinos del delta y de Samos. Luego se retira cerrando la puerta.

Ahram da a todos la bienvenida y se felicita de que hayan podido reunirse, porque no siempre es fácil lograr tan amplia concurrencia y porque el momento es muy importante para tomar decisiones. Se interrumpe y pregunta a Soferis:

—¿Está avisado Krito?

—No pude hablarle personalmente, pero envié discreta noticia a dos o tres lugares que suele frecuentar.

Glauka siente así reavivada su preocupación por el filósofo, al que encuentra diferente en estos últimos tiempos. Sabe además cuánto le importa a Ahram su presencia en estas reuniones, porque suele adoptar puntos de vista contrarios, a fin de estimular más la reflexión y provocar ideas.

Ahram espera que llegará a tiempo e invita a Dicantro a que comience informándoles, porque el Oriente es en ese momento el escenario más activo.

El geógrafo se expresa con un acento ático muy correcto y con gestos elegantes, aunque sin afectación. Sus ojos claros y su voz encantan a Glauka. Comienza detallando su largo itinerario que, iniciado con una travesía desde Corinto a Biblos, le llevó luego a Palmira, donde permaneció tres semanas. Siguió luego con caravanas y en embarcaciones fluviales, Éufrates abajo, hasta Orchoe, desde donde cruzó hacia el Tigris, que remontó para llegar a Ctesifonte, permaneciendo un mes en la capital sasánida, no sin algunas dificultades por su nacionalidad griega. Después siguió río arriba hasta Armenia y la cruzó hasta Trapezus, donde embarcó para regresar por mar tras una estancia en Bizancio.

—El momento es, como bien has dicho, Ahram, de gran efervescencia. Por todas partes se percibe, a la vez, poder e incertidumbre. Emergen fuerzas que no han encontrado todavía sus cauces, como el agua en los torrentes dudando en desviarse a un lado o a otro, al mismo tiempo que hay también actividades más controladas. De estas últimas el escenario más claro es Palmira, cuyo reino llega ahora desde Cilicia hasta Arabia, como sabéis, y donde Odenato y Zenobia saben lo que quieren. Persia es otra cosa, Shapur tiene también marcada su meta de expandir el imperio, pero su posibilidad de centralizar sus decisiones es más escasa, ya que el poder de los sátrapas y los jefes locales es aún grande y no siempre responden a las demandas del soberano. Pero lo que más me ha sorprendido es la variedad de opiniones. Para los pueblos las cosas no están tan claras como en otros tiempos; se ofrecen dioses nuevos a la adoración de las gentes, se adoptan modas ajenas, se alteran las costumbres…

Dicantro ha de hacer una pausa por la aparición de Krito, que saluda a todos, presenta sus disculpas y se sienta en el escabel del extremo, junto a Artabo, a pesar de las indicaciones de Ahram para que se acerque a su lado, evitando así cruzar entre todos ellos.

—No sé qué iba diciendo, pero no subestiméis la fuerza y el talento de Shapur, digno de su padre Ardashir, instaurador de la dinastía. Está procurando coger mejor las riendas del país, construyendo nuevas ciudades. Incluso ha fundado una para poblarla con los prisioneros de diversas tierras cogidas al ejército romano en la gran derrota de Valeriano y ha tenido la jactancia de llamarla Ven-Antiok-Shapur «la ciudad de Shapur, superior a Antioquía». He visto tierras que, incultas hace tres años, ahora están produciendo porque se han restaurado regadíos y canales entre los dos grandes ríos del país. El comercio se hace con bastante seguridad y las mercancías extranjeras abundan. Los negocios son prósperos aunque no se excluye la reanudación de los ataques romanos a las avanzadas persas. Hay sectores, incluso estimulados por esas inciertas perspectivas, que se concentran en especular. Los financieros utilizan ahora un documento para intercambiarse dinero al que llaman sheq.

—Habrás de explicarme eso —interrumpe Narbises, siempre atento a lo monetario.

—Estoy a tu disposición. La administración es rigurosa y ahí es donde Shapur hace los mayores esfuerzos para organizar el país y darle una unidad que todavía no tiene.

—Estabas hablando de nuevos dioses cuando entré —interviene Krito aprovechando un silencio.

—Justamente, en eso estaba. Shapur es bien visto por las diversas religiones, porque no ha perseguido ninguna y porque ha surgido un nuevo profeta, Manes, predicando un culto universal que engloba el de los magos, los romanos e incluso las creencias judías y las del nuevo Cristo.

—Conozco algo —dice Krito, para sorpresa de todos—. Manes piensa al estilo de Plotino… Las mismas ideas en el aire, en mentes tan lejos una de otra es curioso —añade, casi hablando para él solo.

—Ese mensaje le viene muy bien a Shapur, que por eso defiende a Manes contra la religión oficial, pues es otro cauce para expandirse en el exterior. Además, como engloba diversas creencias, es útil también para el objetivo unificador de Shapur.

Con el temor de entrar en cuestiones menos interesantes para el afán de Ahram por la acción, Dicantro explica brevemente que Manes acepta la idea de un mundo con el Bien y el Mal en permanente lucha, como los seguidores de Zoroastro, pero además acepta la idea india de la transmigración del alma, incluye a Mithra —tan popular entre los soldados romanos de Oriente— como un destacado espíritu en la lucha por el Bien, acepta el bautismo como los cristianos y rechaza toda clase de ídolos como los judíos.

—En resumen —concluye Dicantro—, aunque hay conflictos, ideas confusas, fuerzas emergentes y Persia no está suficientemente integrada, Shapur es un gran rey al frente de una gran potencia. No hay que subestimarle.

—No lo hacemos —recoge Ahram—. Pero ese gran rey fue derrotado por Odenato.

—Posiblemente le fallaría en ese momento alguno de sus grandes vasallos. Aunque reconozco la potencia de Palmira que, además, ahora es mucho más fuerte que hace dos años.

—Los dos son fuertes —comenta Krito— y eso es bueno. Si Odenato aplastase definitivamente a los persas, podría ocurrírsele pretender una hegemonía excesiva.

—También nosotros seríamos un límite frente a esa pretensión —sonríe Ahram seguro de sí—, aun suponiendo que quisiera volverse contra el aliado que somos. La mar impone sus confines a la tierra.

—Odenato pensará quizás lo mismo. Es decir, que nosotros podríamos volvernos contra él una vez que entre ambos hubiésemos reducido Roma a una pequeña potencia en el Lacio.

Hay gestos de extrañeza ante ese lenguaje. Ahram habla sin disimular su enojo:

—Estamos hablando de un aliado, Krito; siempre tan leal como nosotros con él. No veo para qué razonar como si fuéramos enemigos.

—Me he expresado mal. Sólo quise llamar la atención sobre algo muy sencillo: que el mundo no se reduce a Roma, Persia, Odenato y nosotros. Dicantro, como geógrafo, lo sabe, y Dagumpah mejor todavía, puesto que nació fuera de esa área. Más allá de los sármatas y de los escitas la tierra continúa. Más allá de Persia está la India y el país de Sheresh y quizás otras tierras. Más al sur de Nubia y de Cirenaica el mundo no se acaba. Y más allá de las Columnas de Hércules, hay un océano por el que algunos ya han costeado África y que necesariamente ha de tener otras orillas.

—¿Y qué? —interrumpe Ahram, pensando que Krito empieza a divagar, como al referirse a Manes y Plotino.

—Que de allí pueden venir novedades, en esta edad de incertidumbre, como dice Dicantro.

—Bueno, pero por ahora no hay barrunto ninguno de que vengan. Atengámonos a lo real… Infórmanos tú ahora, Sútides. Dicantro nos ha hablado de uno de los dos déspotas; cuéntanos ahora del otro.

El mimo no tiene la precisión científica del geógrafo ni tampoco la seguridad afirmativa de la juventud, sino el escepticismo de quien conoce la vida. Acaba de llegar contratado al teatro de Alejandría, después de representar en Siracusa, Atenas y Cirene. Piensa estar algún tiempo en la capital, porque en las anteriores ciudades sólo permaneció pocos días, pues no pudo embarcar hasta no abrirse la época de navegación. Glauka le escucha atenta porque su fama rebasa las fronteras del imperio, rivalizando incluso con Saulo Bético, el otro gran ídolo de los aficionados al teatro. Comunica muy fácilmente, con expresivos gestos y afilada palabra. Habla con todo el cuerpo y hace olvidar su joroba, como si ésta no dificultara la flexibilidad del torso.

Su informe no aporta tantas novedades como el de Dicantro a quienes están recibiendo frecuentes noticias de Roma. El desorden creciente del imperio es notorio para todos. Los césares, desde que empezó con Maximino la anarquía militar, se suceden rápidamente unos a otros por las frecuentes sublevaciones de las legiones, con asesinato del emperador reinante. La administración se relaja y todos procuran aprovechar el tiempo que duran en sus cargos fomentándose así la corrupción. Los grandes negocios se logran casi siempre a fuerza de concesiones, subsidios o monopolios. La obsesión en la corte es controlar por lo menos a los pretorianos y contentar al pueblo romano mediante espectáculos, fiestas y repartos de víveres. En ese marco, la plebe procura vivir al día lo más gratamente posible por el medio que sea. El dinero es el único objetivo de todos. La familia se ha degradado, las religiones y sectas se multiplican mientras las ceremonias de la religión de estado se contemplan como meras fiestas y ocasiones sociales. Nada se respeta: poco antes de salir Sútides de Roma una vestal nada menos, de la ilustre familia Julia, se escapó con un limpiador de cloacas dálmata que había entrado en el templo a hacer unas reparaciones. «Bien es verdad —justifica el mimo riendo— que era un real mozo.»

—Todo está así —concluye—. La literatura y el arte por los suelos. La audacia en busca de novedades para impresionar se confunde con el talento maduro a fuerza de trabajo. Lo mismo las ciencias. Los romanos ya no son más que abogados y albañiles, haciendo puentes y calzadas para las legiones y termas y circos para los ciudadanos. Hasta el teatro se hunde: hoy los jóvenes se apasionan sólo por los cantautores, como ese Claudius que tenéis aquí ahora, aunque en su mayoría son mitad malos actores y mitad malos cantantes; defendiendo su impotencia artística con el estrépito de su percusión: tambores gigantes, carracas de dos codos, sistros de madera y cobre, címbalos acompañando a un trompeteo que marca un ritmo coreado histéricamente por la juventud a la cual no se ofrecen otros ejemplos ni ideales… Antaño un buen aulista, tocando solo en Epidauro, llenaba de más alta emoción a una multitud.

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