Authors: José Luis Sampedro
La esclava rompe el silencio:
—Señora, debo informarte. Jovino me ha dicho que está bajando mucho la reserva de leña para el faro y se oyen críticas contra el señor. Ha venido varias veces por el faro el alabarca judío a ver la situación y eso no había pasado nunca. Están preparando algo.
Glauka agradece el aviso, aunque Ahram ya está informado. En Alejandría se han multiplicado los rumores y las querellas étnicas. Griegos contra egipcios y judíos, romanos contra cristianos, todos un poco contra todos. Los narradores en el ágora y en el emporio avivan esos enconos con sus historias y los panfleteros y epigramistas hacen su agosto. Después de la fiesta de Ahram las burlas dirigidas a los invitados más escandalosos fueron sangrientas, para regocijo de Ahram, pero con gran disgusto del prefecto. El asunto del faro se agrava con esa escasez de reservas de leña. Alguien tiene que estar fallando en las oficinas de Ahram, piensa Glauka, para que no hayan llegado ya los repuestos necesarios. Seguramente no es Soferis, pues ese abastecimiento es, en principio, pura rutina. ¿Han logrado los enemigos de Ahram sobornar a algún empleado?… ¡Y mientras tanto a él no se le ocurre otra cosa, en ese día de dolor, que ir a Tanuris a imponer su autoridad !
La esclava se ha sentado en su sillita y ha cogido el bastidor vertical, continuando un tejido de dibujo egipcio. En Alejandría las damas no lo aprecian piensa Glauka, pero en Roma se han puesto de moda y Eulodia los da a la gente de cualquier barco de Ahram para que se los vendan y seguir reuniendo para su futuro hogar. Es curioso el precio que alcanza esta artesanía auténtica en los comercios romanos de modas; Eulodia ha dado una cifra que ha sorprendido a Glauka, aunque desde luego la mujer es muy hábil y tiene gusto. Pero Glauka no puede contener la impaciencia e inicia la salida. La esclava se levanta:
—¿Te vas, señora?
—¿No lo ves?
—Es que es la hora de la peinadora. No tardará en presentarse.
—Dile que se marche. Hoy quedaré como estoy… ¡Y deja ya de llamarme señora, te lo he dicho mil veces!
Eulodia inclina la cabeza. Glauka suaviza el tono.
—Sabes de sobra que para ti soy otra sierva. Una esclava distinguida; aunque me hayan liberado y lleve cadenita de oro en vez de ajorca. No soy otra cosa.
«No soy otra cosa», murmura su corazón mientras sus pasos la llevan hacia los jardines. «Es buena, pero cuando se le mete algo en la cabeza… ¡como esa manía de suponerme pronto un hijo de Ahram! ¡Como si yo pudiera tenerlo!», y ese pensamiento se le agiganta de golpe, le oprime el corazón…
El calor, insoportable en el jardín, la hace volver sobre sus pasos. Coge otra labor, uno de los bordados al estilo de Psyra, y se sienta en la galería, donde ahora corre algo de aire marino, junto a Eulodia. Ambas ocupadas silenciosamente en sus tareas y sus pensamientos. Eulodia se pregunta qué habrá ocurrido en el entierro de Bashir —¿y dónde ha sido, y cómo?— para afectar tanto a su ama y provocar el súbito reembarque de Ahram.
Entretanto éste ve agrandarse progresivamente la silueta de la isla, a la que se acerca el Jemsu. No ha dicho una palabra desde que embarcó, salvo las necesarias para navegar, y Tinab y los marinos quisieran hacerse invisibles ante la iracunda expresión del patrón; aunque ahora, tras la breve recalada en Tanuris, refleja más dolor que cólera: hasta en las cocinas se han oído sus gritos desahogándose con insultos y reproches a Neferhotep.
Por fin se aproximan a la caleta de la tumba, Ahram se extraña de no ver en lo alto planear algún buitre, siempre rápidos en percibir carroñas.
No imagina que, en la isla, alguien ha estado viendo acercarse la vela verdepúrpura del Jemsu. Es Krito que, tan pronto llegaron aquella mañana a palacio después del entierro, tomó sus decisiones sin pérdida de tiempo. Corrió a Rhakotis y al puertito, requirió la ayuda de dos conocidos propietarios de un falucho y con ellos embarcó rumbo a Karu. Una vez allí cavaron en la ladera, más abajo de la fosa de Bashir, ya donde la tierra era casi arena de la playa y allí enterraron el cuerpo y la cabeza de Al-Lat. Terminaron poco antes de llegar el Jemsu y ahora Krito sonríe pensando que, si acaso notaron su ausencia en la Casa, la habrán atribuido a una de sus clandestinas escapadas. Celebra ahora la llegada de Ahram y se alegra de que su propio barco no sea visible porque, a causa del viento, más fuerte que a la mañana, fondearon en una caleta al norte. Pide a sus amigos que se oculten, porque le divierte sorprender a Ahram y él mismo se retira tras una peña.
Ahram queda estupefacto cuando observa que los restos de la camella han desaparecido. Al principio no puede explicárselo pero pronto advierte las huellas de haber sido arrastrado el cuerpo hasta donde lo han enterrado. En ese momento asoma Krito, gritando al saludarle, avanzando hacia su amigo:
—¡No está!
Ahram reconoce a Krito y al principio se siente confuso como si le sorprendieran en un acto censurable, pero pronto su ánimo se ensancha sabiéndose coincidente con alguien a quien quiere y a quien valora muy alto. El abrazo es fuerte, entrañable, emocionado. Krito, que aún sigue asombrado por el retorno de Ahram, miente:
—¡Sabía que vendrías! —y añade, tierno—: ¡Hermano, hermano!
Ahram contesta, conmovido a pesar suyo y casi irritado por ello:
—Pues yo no lo sabía… Pero es que Glauka no ha comprendido nada. ¡Y está tan claro! Lo hice por respeto, por la misma Al-Lat. ¿Cómo iba a ser montada ya por nadie, cómo iba a envejecer sin jinete? Era degradarla, ofenderla, hacerla sufrir con la ausencia de su amo… El propio Bashir me enseñó a sacrificarlos así… Y Al-Lat lo esperaba de mí, ¿viste cómo subió a bordo, cómo se dejó?
A Krito le conmueven más aún tantas palabras, inhabituales en Ahram, para explicar una conducta. Ahram percibe la ternura en el rostro de Krito y se apresura a rebatirla, más bien ásperamente:
—Tú no comprendes, no eres un jinete, un hombre del desierto. Pero es así, y ella no lo ha comprendido, me cree un loco…
Krito le admira más aún, pero esconde sus sentimientos. Lleva a Ahram hacia unas piedras cercanas, le instala y se sienta a su lado.
—Bueno, no son cosas para mujeres, ya sabes… En fin, ya está arreglado.
—Sí, tú también lo pensaste. Allá no los enterramos, dejamos los huesos sobre la tierra, quedan como un monumento. Las aves carroñeras los limpian pronto, el sol los blanquea… Los jinetes pensamos, al pasar, en el jinete que poseyó aquella montura… Pero aquí, cuando ella viniera un día y los viera… Las mujeres no comprenden…
Calla un instante y añade:
—No comprenden, pero ¡cómo lavaba a Bashir, cómo lo ungía! Así acariciará mi cuerpo y yo, aunque muerto, sentiré sus manos.
A Krito le traspasa un puñal: «¿Y yo?, ¿y a mí?». Pero guarda silencio. Ahram se yergue, alarmado, al ver a dos desconocidos.
—Son los amigos del puerto que me han traído.
—Claro, debí suponer cómo habías llegado, pero no pienso más que en él.
Los hombres se acercan, saludan profundamente a Ahram, cambian unas palabras con Krito que les releva de esperarle porque él regresará en el Jemsu. Ahram tiene un gesto hacia ellos, les agradece la ayuda a su hermano Krito, se ofrece para ayudarles en cualquier apuro. Los hombres se retiran, bendiciendo su suerte: ¡la palabra de Ahram es oro en todas partes!
Ahram vuelve a sentarse y Krito a su lado.
—No pienso más que en él… Era mayor que yo, pero estaba fuerte.
«Ahram no se da cuenta de cómo envejecemos. Ni ve apagarse a su propia hija», piensa Krito, que ha comentado el estado de Sinuit con Glauka. Los dos hombres callan. Por el sur dobla un cabo de la isla el velero que ha traído a Krito, emproando el rumbo hacia Alejandría. Sus dos tripulantes saludan con la mano pero Ahram no se da cuenta de nada.
—Le estoy viendo como la primera vez —murmura Ahram, hablando como para sí—. Su mano en la mía fue lo primero; su mano más fuerte. Me acababan de encadenar al mismo remo que él en la trirreme romana, me habían cogido en un barco de piratas, a los que me uní cuando escapé de… de otra isla. Sí, yo tendría quince años, preferí ser pirata antes que otra cosa, ¡cuánto aprendí con ellos de luchas en la mar!… A los romanos les dije que yo estaba prisionero; no me creyeron, pero no me mataron, prefirieron reservarme para el remo, me encadenaron y entonces su mano en la mía. Y ni le había visto, estaba ciego de rabia por haberme dejado cazar por Roma, por estar cautivo como un animal enjaulado empezaba a preferir que me hubiesen matado… «Vamos, muchacho, no es tan duro. Y todos los males se acaban… Mira alrededor si no es peor.» Eso me dijo. Por el ojal de salida del remo se veían cadáveres flotando todavía sobre las olas… Entonces volví la cabeza y vi su mirada, su cara: un hombre leal, entero. Así fue siempre.
Ahram calla unos momentos. Krito no dice nada, no se mueve. Ahram de pronto le mira, le habla a él.
—Me salvó la vida. Como tú. Estoy aquí gracias a vosotros. Él, de otra manera, claro —sonríe y a Krito le asombra tanta ternura en esos labios. Raramente se le ha mostrado Ahram así—. Fue al fugarnos aprovechando un descuido, en un atraque para hacer aguada. Nos persiguieron monte arriba y yo era más veloz. Nos alcanzaban por mantenerme yo a su paso, ya entonces Bashir cojeaba, y me obligó a huir mientras él se quedaba a detener a los romanos… Pensé que le matarían, que no volvería a verle. De entonces es su cicatriz. Menos mal que no podían prescindir de otro remero… ¡Qué alegría cuando volví a encontrármelo, seis años después! ¡Qué alegría! Lo entendí como señal del cielo; ya no volvimos a separarnos. Entonces ya trabajaba yo para Belgaddar, ya le había salvado el barco que le hizo favorecerme, todo eso que tú sabes… Pero encontrar a Bashir fue lo más grande… ¡Él me enseñó a remar en aquella trirreme! A cómo doblar el cuerpo para cansarse menos, a cómo apoyar los pies, a empuñar el madero, a arquear la espalda cuando el cómitre te alcanzaba con su látigo desde la pasarela… Y ahora… ¡Ay, hermano, hermano!
Clava los ojos en el removido rectángulo de tierra bajo el cual yace Bashir.
—Mandaré labrar una piedra. Sólo su nombre y el mío… Y algo, ¿no?
Con su mirada pide ideas a Krito, su hombre de la Palabra.
—¿Cuál era su dios? —pregunta Krito, sorprendido ahora de no haber hablado nunca de ello con Bashir, aunque comprende la razón.
—El desierto. Yo me hice de la mar, pero él fue siempre de piedra, de Petra. El dios de su gente es Baal-Shamin, me lo dijo cuando vimos el templo a ese dios en Palmira, en nuestro primer viaje… —sonríe a sus recuerdos—. ¡En aquellos tiempos nada nos importaba y nadie podía con nosotros! Yo era más mujeriego y nos metíamos en unos líos… Él, en cambio, de pronto se hartó de nomadear, se casó con una mujer de su tribu, aunque yo le aconsejé en contra. Duró poco con ella, tuvo mala suerte, y Bashir no supo ser un verdadero hombre del desierto… ¡La única vez en su vida! Se enterneció…
Hace una pausa y continúa:
—No, no creía en ese dios ni en ninguno. Su dios era la suerte, el destino. No necesitaba nada, ni a los dioses.
—Entonces manda esculpir en la losa a Al-Lat, su montura.
Ahram le mira con ojos felices y asombrados.
—Oh, Krito, siempre aciertas. ¡Qué fácilmente lo pones todo en su lugar!
Oprime su mano la del griego y piensa como siempre: «¡Lástima tus desvaríos!», pero desecha la idea si no fuese tan diferente quizás no daría siempre con su palabra en el blanco.
Tienen el sol enfrente, enorme, rojo cerca del mar, trazando en las aguas una raya rosada, mordido por el pico del mástil del Jemsu, a punto de besar el horizonte.
—Volvamos —sugiere Krito, haciéndose por una vez el que manda.
Y de la mano avanzan hacia la embarcación, suben a bordo, se sientan con la vista en la proa, allá hacia Alejandría.
Ha empezado a soplar el céfiro de finales del mes Phaophi cuando el falucho de Ahram navega de nuevo hacia la isla Karu sobre un mar cobalto que ha vencido ya el matiz amarillento de la inundación anual. Sentados en la popa junto al timonel, Glauka y Ahram contemplan cómo sube y baja la proa por el balanceo del casco y divisan ya la silueta de la isla.
Glauka se ha resignado a esa visita, forzada por Ahram, aunque supone que le espera una sorpresa grata. Se pregunta inquieta en qué podrá consistir, pues el sacrificio de la camella, ocho días antes, le da una idea de lo que Ahram puede considerar adecuado. Se pregunta asimismo si tendrá algo que ver con las consecuencias de la colérica visita de Ahram a Tanuris, tras el entierro en la isla, para castigarles por el trato dado a Bashir. Afortunadamente no puede concentrarse en su incertidumbre porque Ahram le está explicando cómo triunfó al fin de los conspiradores que pretendían arrebatarle el suministro de maderas al faro. Dejó tranquilamente que las reservas se agotasen hasta el punto de que al fin le llamara el prefecto, alarmado e iracundo, para plantearle el problema de no poder encender el faro dos días después: situación sin precedentes, que los libelos y pintadas callejeras venían anunciando para excitar a la plebe, por instigación de los enemigos de Ahram. Ya los agitadores se frotaban las manos alegremente cuando Ahram desplegó sus cartas. En primer lugar, presentó pruebas al prefecto de cómo cierto funcionario egipcio de su administración había sido sobornado para retrasar los pedidos periódicos que aseguraban el suministro. Seguidamente ofreció con aire contrito renunciar en el acto a su concesión y ponerla en manos de quienes mejor pudieran desempeñarla. El prefecto aceptó esa dimisión creyendo que los intrigantes estarían encantados de hacerse cargo del asunto pero, como el propio Ahram sabía, tan repentina decisión les cogió desprevenidos pues habían contado con el escándalo del faro apagado unas cuantas noches, para hundir definitivamente al Navegante, y el buque fletado por ellos acababa de salir del puerto y no llegaría en esos dos días. Ahram, en cambio, tenía un carguero de reserva fondeado en una cala próxima y pudo traerlo en una sola jornada convirtiéndose así en el salvador de la situación cuando el prefecto, sin otra posibilidad, volvió a confiarle el servicio. Y ahora concluye Ahram regocijado, a ellos les aguarda un buen disgusto, pues al prefecto le ha llegado la denuncia de que exportan ilegalmente moneda, como se demostrará mañana mismo cuando descubran en unos bultos suyos, listos para embarcar, una fuerte suma en tetradracmas de Galieno y en sólidos de oro.