La vieja sirena

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Authors: José Luis Sampedro

BOOK: La vieja sirena
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En el siglo
III
d. C., una misteriosa mujer de origen desconocido recorrerá los territorios de un imperio que se desmorona hasta llegar a Alejandría, donde conocerá a dos hombres que marcarán inexorablemente su destino: Ahram, el Navegante, un hombre de acción sediento de poder, y el filósofo Krito, poseedor del don de la palabra, hombre y mujer a un tiempo.

José Luis Sampedro

La vieja sirena

ePUB v1.2

fco_alvrz
10.07.12

Título original:
La vieja sirena

José Luis Sampedro, 1990.

Diseño/retoque portada: Enylu

Editor original: fco_alvrz (v1.2)

Corrección de erratas: Betatron

ePub base v2.0

Agradecimientos

A mis primeros lectores, por sus observaciones al manuscrito: Dai, Lourdes, María, Montse, Pepa y José Ricardo. Y sobre todo a Gloria, por la ayuda y los ánimos que me ha dado en los dos años finales de mi trabajo.

Finalmente, a mi circunstancia: cinco ambientes en A que se hicieron refugio. Alhama de Aragón, Alicante, Aranjuez, Aravaca y la principesca hospitalidad de Andorra.

J.L.S.

A Glauka,

lucero de la tarde

I. La esclava

(257 d. J.C.)

La Eternidad está enamorada

de las obras del Tiempo

W. Blake

1. La tierra de los dioses

Durante la tibia mañana de la primavera egipcia, ya próxima al verano, el mercado de los terceros días en Canope es una continua vibración de luz, color y vocerío. Acribillan el aire los más contrapuestos olores y los gritos de los mercaderes, que pregonan sus géneros sentados sobre esterillas de papiro trenzado. «Paso, paso», claman constantemente quienes intentan moverse en la aglomeración, más densa hoy porque muchos campesinos han levantado sus cosechas y distraen el ocio impuesto por la inundación anual, que no tardará en ser anunciada desde el gran nilómetro del sur, en la isla Elefantina. Algunos aprovechan para ponerse en manos del barbero sangrador, pasar el tiempo con el juego de la serpiente, o detenerse ante el charlatán de las hierbas mágicas para casos de amor o de dolencias. Incluso se permiten el lujo de pedir agua de cebada al aguador, que anuncia la bebida con el tintineo de sus cascabeles, porque están contentos: al fin salió de los campos la plaga de los escribas fiscales, que presenciaron la siega como cuervos expectantes, para evaluar a la vista de la mies los impuestos exigibles.

Hacia el mediodía hortelanos y mercaderes van recogiendo sus puestos. Los olores acres o dulces, fermentados o aromáticos, se avivan al remover los géneros: habas, lentejas, ahumados peces del delta, vísceras y carnes, pequeños higos de sicomoro junto a los más jugosos de la higuera, dátiles, pistachos, caracoles, miel de abejas salvajes cogida en los oasis nubios, sésamo, ajos y tantos otros artículos no comestibles: pelo cabrío, lino, cueros, herramientas, leña, carbón, aperos, sandalias y sombreros de papiro. La plaza se vacía pero en las callejuelas adyacentes permanecen abiertas tiendecillas con mercancías más selectas: desde las sedas y transparentes linos para plisar hasta la orfebrería, pasando por los amuletos y los perfumes, la plata y el lapislázuli del Sinaí, el ámbar importado y los cosméticos, las pelucas para hombre o mujer y los cinturones de última moda. Por una de esas vías, la que baja desde el otero coronado por el muy famoso templo de Serapis, desciende un jinete montado en un asno cuya alzada y lustroso pelo demuestran la calidad del personaje: un hombre maduro de tez clara, ojillos astutos y labios delgados que, de vez en cuando, comprueba la correcta colocación de su negra peluca. Un esclavo abre paso a la cabalgadura y otro camina al lado llevando el bastón y las sandalias de su señor; tres porteadores caminan detrás, con los fardos de géneros adquiridos en el mercado.

La sonrisa del jinete delata gratos pensamientos. Ciertamente, las palabras oídas en el templo no han podido ser más prometedoras, disipando sus temores de que el nuevo Padre de los Misterios no le dispensara la misma protección que el anterior, recientemente fallecido. La comunidad sacerdotal piensa a largo plazo y no ha alterado los planes previstos en defensa de los divinos intereses; ni tampoco ha olvidado los servicios prestados por el jinete desde que era un joven escriba en el santuario. «Ten paciencia, hijo mío —ha dicho el Padre—, el tiempo trabaja para el cielo. El sacrílego expolio de las tierras de Tanuris, perpetrado por el emperador Caracalla hace cuarenta y dos años, se corregirá con tu ayuda. Serapis recobrará esa propiedad y tú ya no serás tan sólo el mayordomo de tu impío patrón, sino el administrador vitalicio de esa hacienda en nombre del templo.» El jinete mandará en Tanuris y acabará construyéndose en la colina junto al canal una tumba digna de un escriba nacido en la casta sacerdotal, con un bello sarcófago donde seguir viviendo en el mundo de Osiris. Su mente se recrea acariciando los medios adecuados para abreviar el proceso de recuperación y no olvida las posibilidades de su hija Yazila que, apenas cumplidos los diez años, ya promete convertirse en una doncella de encantos muy codiciables. ¡Si logra que el joven amo se fije en ella…!

Entre tanto el esclavo guía ha sacado a la comitiva del área del mercado, acercándola a las orillas del canal de Alejandría, donde se concentran las placenteras actividades que han hecho de Canope uno de los más lujosos balnearios y centros de diversión de todo Egipto. Desde los pabelloncitos ribereños y casas de placer y desde las embarcaciones de recreo pintorescamente decoradas, llega el tintineo de los címbalos, el ritmo de los tamboriles y la melodía de cítaras y flautas. Algunos bateles transportan a excursionistas alejandrinos, pero la mayoría pertenecen a los ricos financieros y a familias de la alta sociedad, cuyos nombres aparecen en los libelos callejeros o en los epigramas eróticos estampados nocturnamente sobre ciertos muros de la capital.

Como un servicio público más, en esa zona se encuentra una de las mejores cuadras de esclavos para la venta, especializada en jóvenes de ambos sexos educables para el placer. El dueño se levanta presuroso de su sombreado asiento en el pórtico al reconocer a un habitual comprador: el Gran Mayordomo de la Villa Tanuris, propiedad de Ahram el Navegante y habitada por su yerno Neferhotep. El jinete detiene su montura para escuchar condescendiente las zalemas del mercader, pero responde impaciente a los elogios del género disponible, pues no tiene intenciones adquisitivas. El vendedor insiste:

—Echa al menos una mirada, noble Amoptis. Tengo una auténtica rareza, lo nunca visto. ¿Cómo, si no, me hubiese atrevido a detenerte?

Ante un gesto del jinete su bastonero se apresura a arrodillarse para colocar las sandalias junto al asno y ayudar a su amo a desmontar y a calzárselas. Entregándole luego el bastón, le sigue por el pórtico hasta el patio, donde se queda esperando a que Amoptis vuelva a salir.

En una estancia aparte de los dormitorios comunes y sobre un poyo cubierto con estera de papiro reposa una mujer que se incorpora al ver entrar a un posible comprador y, con la indiferencia de la costumbre, deja caer a sus pies el manto que la cubre. Las oblicuas rayas de sol cernidas por una celosía doran en el acto la tersa blancura de una torneada cadera que, sin embargo, no llega a provocar el interés del visitante, pues Amoptis prefiere las formas andróginas a ese cuerpo esbelto con pechos erguidos y bien puestos, cuya arrogancia reside más en su adivinable densidad que en su volumen. Además no es una carne joven: ha rebasado ya los veinte años y por eso el mayordomo lamenta haber entrado y mira con reproche al viejo vendedor. Pero éste lo esperaba y, sin una palabra de excusa, sonríe pícaramente y arranca el velo que cubría la cabeza femenina.

De golpe, una cascada increíble se derrama hasta los desnudos hombros y enmarca el rostro con una dorada claridad próxima al fulgor del cobre recién cortado. No es una pelirroja de las mal vistas por la superstición egipcia: esa viva mata de seda, que serpentea a cada movimiento en largas ondas, como de mar tendida, tiene el rubio profundo, fuerte y dulce del ámbar antiguo, de la miel reciente. Amoptis, fascinado, se aproxima y acaricia el prodigio con mano estremecida, mientras la mujer permanece indiferente. Por primera vez contempla el rostro femenino: le asombran unos ojos entre verdes y grises, que le hacen sentirse culpable de atrevimiento aunque no le miran siquiera. No, no le están viendo; ajena a todo como si estuviese sola, esa mujer ofrece a la contemplación masculina una figura que ahora resulta admirable: la plenitud discreta de los labios, la delicada nariz, el grácil cuello sobre los redondos hombros, el cárdeno color de unos pezones levemente apuntados, la lisura del vientre con la perfección del ombligo, la ternura del pubis, y las largas, llenas, estatuarias piernas de rodillas impecables. Amoptis desearía, como es natural en esos tratos, comprobar por su propio dedo si la mujer es virgen pero, inexplicablemente intimidado, vuelve de pronto la espalda a la esclava y camina hacia la salida. Le sigue el asombrado vendedor, que cierra la puerta tras él.

—¿No le ha gustado a tu nobleza?

—Supongo que a su edad no será virgen.

El vendedor hace un gesto de impotencia:

—Si lo fuera, y además joven, lo tendría todo. Pero, señor, ¡esa cabellera…! ¡No he visto otra igual en mi vida!

Amoptis lo reconoce y, en ese instante, concibe una idea que puede granjearle más influencia sobre su señora y además —aunque no se lo confiese a sí mismo— librarle de su ridícula inhibición ante una mera esclava. ¡Absurdo sentimiento en el Gran Mayordomo de Neferhotep, yerno de Ahram el Navegante, gracias a cuya influencia es miembro del Consejo Municipal de Alejandría!

Amoptis inicia el trato desdeñosamente.

—No vale gran cosa. Sólo me sirve su cabellera; si me la vendieras suelta te dejaría el cuerpo.

Y como el vendedor le mira extrañado, concluye:

—Para ofrecer una peluca a mi señora. Le encantará deslumbrar con ella a las damas de Alejandría.

Convenido al fin el precio —no muy alto porque al vendedor le ha sido preciso reconocer que ella tiene ya veintitrés años y es una terrorista cristiana—, Amoptis vuelve a entrar en el cuarto, donde la mujer se pone en pie, adivinando el resultado.

—Alégrate: has tenido suerte con tu nuevo amo —comienza el vendedor—. Nada menos que el poderoso Ahram…

Amoptis le hace callar con un gesto y manda desnudarse a la mujer.

—Vuélvete y dóblate —ordena imperioso, descubriendo así la armonía de la espalda femenina, casi cubierta hasta la cintura por la cabellera.

La mujer obedece, inmovilizándose en ángulo recto, con las manos apoyadas en sus rodillas. Amoptis se acerca a las sugestivas nalgas y, con humilladora brutalidad, hurga entre las piernas obligándolas a separarse. Aparentemente se limita a cumplir con la costumbre pero en realidad ejerce una venganza por haberse sentido intimidado ante ella, aunque para eso haya de tocar impuros repliegues femeninos, poco atractivos para quien se inició en el sexo con viriles traseros adolescentes en la escolanía del templo. Ordena luego a la esclava que se vista y le prohíbe descubrir sus cabellos mientras él no lo disponga: quiere sorprender a la señora.

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