La vieja sirena (8 page)

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Authors: José Luis Sampedro

BOOK: La vieja sirena
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Salvo la voz infantil, que ensaya ruidos nuevos con sus labios o chilla como una gaviota, nadie habla. Impera el lenguaje del mar y el aire, los susurros del agua tableteando contra el casco y estallando en alguna salpicadura, los chasquidos de las drizas, algún golpetazo de la vela contra el mástil al variar el rumbo… El hombre y la mujer son arrastrados por esas voces, se desentienden de su alrededor y cada uno del otro, se dejan llevar por el universo marino, confiándole su pequeña dimensión humana y su tenacidad para existir. Como el viento resbalando sobre la vela, como el agua contra el casco, así el tiempo pasa sobre ellos, puliéndolos, llevándose algo pero afirmándoles a la vez en su permanencia. Los momentos sin nada, sin sucesos ni gestos, son sentidos como inmensidades…

El niño se cansa, quiere asomarse demasiado a la borda. Ella le retiene y, como el hombre a los timones, vuelve a ser consciente de la hora. El sol ha descendido sensiblemente, el viento rachea más fuerte, sobre el azul se multiplican las crestas espumosas. Ahram da unas órdenes y vela y timón son manejados acordemente para virar. El casco se inclina y el niño alarga la mano al mar como si pudiera tocarlo; el sol les alcanza desde otro lado y a lo lejos se divisa la línea baja de la costa del delta. Las puntas del pañuelo de la esclava se agitan ahora rebeldes amenazando descubrir el prohibido tesoro del cabello, por lo que alza su mano para asegurar su tocado.

Viendo cómo la mira el hombre se avergüenza: no porque pueda parecerle un gesto de coquetería sino aún peor, una resistencia a las fuerzas del cosmos. Se levanta, siempre con el niño en brazos, buscando un sitio donde el viento no le llegue tan de espaldas.

Y es en ese instante, en esos pasos de un costado a otro —el hombre admira la seguridad con que ella se mueve sobre la tablazón balanceante—, cuando ve algo a proa en la mar y, antes de pensarlo, apoya de golpe su mano libre sobre los timones, forzando una desviación del rumbo contra la voluntad de Ahram que, sorprendido, no ha podido impedirlo. Lleno de cólera va a increpar a la esclava, separando del remo, con violencia, la mano femenina, cuando siente contra el casco una alarmante rozadura y comprende que el velero podría haber chocado contra algo sumergido. Suelta entonces a la mujer, mirándola asombrado, mientras ella se sienta de nuevo con la cabeza baja.

—¿Cómo viste ese escollo? —pregunta el hombre, que creía conocer palmo a palmo esta bahía.

—No lo vi, señor… Algo diferente en las olas a proa, o el color del agua, no sé… No tuve tiempo de avisar, por eso empujé el remo… Perdonadme.

—Hiciste bien; no daba tiempo.

Un largo silencio. La playa va estando cada vez más cerca. Al cabo:

—¿Sabes mucho de mar?

—Viví entre pescadores en Psyra. Mis primeros recuerdos son todos de la mar.

Continúa, sin poder reprimirse:

—Y he estado embarcada. Con piratas, poco tiempo. Con los godos, tampoco mucho y, sobre todo, con unos pescadores de coral. Después en tierra. Por Siria, por Cirenaica…

«Con Uruk, con Domicia —piensa ella callándolo—. Lo más luminoso de mi vida, aun en medio del hambre y la persecución.»

—Hablarás otras lenguas, entonces.

—La que aprendí es el griego de Psyra.

—¿Y antes?

—Ya dije; no recuerdo nada.

—Aquí te oigo hablar demótico.

—Por Siria anduve en un grupo con una muchacha egipcia, Fakumit, que me lo enseñaba, y ahora lo voy mejorando.

—¿Latín?

—Lo hablaban algunos cristianos de Cirenaica… También me entendía en arameo, cuando andaba por Asia. Y algo de la lengua de Uruk —concluye, viéndole dispuesto a seguir preguntando mientras continúa llevando el timón—. No sé qué lengua, de desiertos de Asia. Un pueblo de jinetes.

—¿Bactria, Sogdiana?

—No lo sé.

—¿Ese Uruk era tu amo, tu marido?

—Era nuestro jefe. Éramos seis divirtiendo a la gente. Fuerza, juegos de manos, danza, contar historias…

Están a la altura del promontorio y Ahram enmienda el rumbo. Al fin fondean, arrían el chinchorro; rema el marinero para llevarles al embarcadero, donde nadie les espera. Sólo en la terraza Sinuit les da la bienvenida agitando un pañuelo. Irenia aguarda, con el niño a su lado, a que el amo emprenda la marcha, pero Ahram se vuelve, la mira con dureza, habla incisivamente.

—Has de saber una cosa. Por cuatro veces metieron espías en mi casa. En el servicio, entre los correos y los escribas. Descubrí a los cuatro y murieron horriblemente. ¿Me has oído? Horriblemente.

No hay respuesta. Sólo un extrañado —más bien dolorido— asombro en los ojos femeninos.

—La última vez fue una mujer. Como tú. Adivinó que había sido descubierta y entonces casi consiguió apuñalarme. Llevo la cicatriz. La drogaban, ¿sabes lo que es eso?; era una fanática. También la llamaban terrorista, aunque no era cristiana. La dejé sin droga dos semanas; sufrió increíblemente, nunca vi a nadie padecer tanto. Acabó dándome lástima y la hice desollar.

Ahora es ella quien le mira casi con desprecio —no, con pena— desde una indescriptible altanería, pero el gesto no resulta ofensivo aunque el hombre se repliega interiormente. Luego se irrita consigo mismo, pues no tiene por qué reprocharse nada. No es más que una mujer y, además, esclava.

—Quería que lo supieses —lanza bruscamente—. Ya está.

Y emprende el camino hacia la casa, seguido de Irenia, que casi arrastra de la mano a Malki, que ya va teniendo sueño.

¿Cómo lo vio? ¡Era imposible! ¡Ni el hombre a proa, ni yo mismo! ¿Cómo lo sintió, lo adivinó? Cuando yo miro a alguien como a ella después, no pueden engañarme. Penetro en los corazones por los ojos. Los suyos son cambiantes, como la mar. Ella dice la mar, como yo. Los vi limpios, sin escollos en su fondo. Pero, ¿cómo adivinó? ¡Esa mujer, esa mujer! Tiene razón Bashir, no es como todas… Y le he confiado mi nieto, ¡cuidado! Asia, Cirenaica, hablando tantas lenguas, piratas, godos, juglares, cristianos… ¡Y todo eso siendo aún joven! No recordar su origen, ¡imposible! Eso es lo más grave: ¿por qué lo oculta? Pero yo lo sabré. Mis agentes seguirán investigando; cuando vuelva el de Quíos podrá decirme algo. Que indague también Krito; en los bajos fondos se sabe todo. He de estar en guardia. Aunque mi instinto no me alarma; siento más asombro que peligro. Malki la quiere, ¡qué gracioso está ahí, jugando con la chica esa! Irenia habrá bajado a las cocinas. ¿Quién le pondría ese nombre equivocado? Algún cristiano pacífico, claro. A mi Sinuit todavía le inquieta que haya vivido con terroristas. A mí no me preocupan; si acaso serán un riesgo para Roma. Resultan mis aliados sin saberlo. ¿Sería posible utilizarles mejor? Adiestrarles para luchar. Son organizados y muy leales entre sí; dentro de cada grupo no se traicionan. Son débiles, pero no tanto; esta mujer no lo es. ¿Qué dijo esta mañana, antes de embarcarnos? ¡Ah, sí: del perro, de Tijón! Que tuvo miedo, pero que el perro estaba hermoso, lleno de fuerza porque se había hecho libre. Algo así dijo. ¡Extraña idea para una esclava!, pero, ¡qué verdad! La fuerza nos da la libertad y la libertad nos hace fuertes. Eso no es cristiano, ¿qué será ella? ¿Sería posible movilizarles? ¡Qué fuente de información, además! Sus sacerdotes viajan mucho, se escriben, están en todas partes. Tendré que estudiarlo con mi gente y hablar con Odenato. Mi agente en Palmira insiste en el poder de ese príncipe, y en el de Zenobia, su mujer, más aún. Ya le han hecho cónsul los romanos, podría aspirar a emperador. No sería el primer árabe en serlo. ¡Cuánto valía Filipo! ¡Qué bien me entendí con él en Roma! Asesinado como todos, la púrpura de Roma es venenosa, mejor el poder sin signos. Odenato me gusta; he de volver a Palmira, cuidar ese frente. Los tiempos van desmoronando a Roma; ya no es tan poderosa. Reforzaré mis acuerdos con Odenato, realizaré el sueño de toda mi vida. Acabaré con Roma y sus odiosas legiones. No dominarán el mundo ni el persa ni el cesar, sino Palmira y Alejandría: la tierra y la mar.

Esta mujer no es espía romana, seguro, no es ese estilo. Claro que podrían haberla comprado, pero no la veo vendiéndose. Su mirada arrogante cuando le hablé de traidores. No me alarma, pero no la comprendo. ¿Qué raza es la suya, qué estirpe? No parece cristiana; ¡no con esos cabellos, creciéndole tan de prisa! ¿Cómo serán cuando le lleguen a los hombros? Comprendo que mi hija los cortase. Son rubios muchos bárbaros, pero no de ese matiz suyo. ¿Naufragaría de una nave goda? Cada vez llegan más al sur desde el Ponto Euxino. También podría entenderme con ellos, otra fuerza frente a Roma. Sus ojos ¿entre verde y gris? ¿O azul y gris? El cuerpo tan esbelto. Debí mandarle que me mostrara su espalda, ¿por qué no lo hice? ¡Me ocurren unas cosas! Sus pechos hermosos cuando se enfrentó a Tijón, tan erguidos. Es de esas falsas delgadas que desnudas sorprenden. Buen bocado, seguro, pero no se trata de eso. Por ahora. Es justamente el arma de las espías: deslumbrarnos para que bajemos la guardia. No funciona conmigo. Bashir le vio la espalda, sorprendido de los verdugones tan pronto curados. Parecía mágico, en una piel de marfil, dijo, de seda, diferente de todas. Por lo visto ella además anuncia el tiempo. Se salvó de las fieras, la llevaron a la villa del prefecto, de donde ya no salen, según el informe. Para una orgía, claro. ¿Por qué la soltaron luego y la vendieron? Y ahora, ese escollo adivinado… Mi hija la cree maga por haber hallado el amuleto. Eso sería peor que una espía; contra esos poderes no valen los míos. Es preciso observarla; cuidar de Malki. Bashir me tranquiliza y Tenuset está muy atenta. Otra especie de mujer, ¡qué fidelidad! Me siguió queriendo aún después de dejarla por su hermana. Tengo suerte, me rodean leales de por vida. Y sin hechicerías. Hablaré con Assurgal, que consulte los astros, siempre servirá de algo y para eso le tengo. Podemos someterla a pruebas sin que esa mujer se dé cuenta. Amoptis empeñado en que usa de malas artes, pero yo también tengo las mías. No me fío de él, podría acusarla para disimular. ¿Y si es mentira que la haya comprado y me ha metido en casa una espía de los sacerdotes? Amoptis es de ellos. Bashir lo aclarará en Canope. A ella no la veo entre esa gente; en cambio ese mayordomo trapacero se crió en un templo y lo lleva en la sangre. El clero de Canope me odia y quisiera Tanuris. Al menos Amoptis es eficaz y sólo roba lo normal en un administrador. ¿Pretende algo con su hija Yazila? Conozco esas tácticas, no me sorprenderán. En cambio me intriga esa Irenia, me resisto a llamarla así. Mi hija preocupada por el niño en la playa, pero Malki ya empieza a nadar y esa mujer no es imprudente. Al contrario, ¡qué sensación de aplomo! Que Malki navegue como yo, aunque nací en el desierto. Viene a ser lo mismo, nómadas como en la mar, olas de arena como las de agua. Y la libertad, ¡sobre todo la libertad! Depender de uno mismo y no de nadie. ¡Qué bien navegaba el Jemsu esta tarde! Filópator es un genio. Me acuerdo de mi primer barco, también Jemsu. No era como éste, un casco corriente, pero único: mi barco ya, mi primera libertad. Soñaba con él cuando me encadenaron en la trirreme los romanos. Galeote con Bashir al mismo remo, nuestras manos emparejadas, bogando sin descanso. Un barco es tan hermoso como un camello. Barcos anchos para llenarse de ánforas o fardos; barcos finos, largos, de guerra, de viajes. ¡Qué fiesta verlos entrar en la mar botándolos desde las arenas! O en las esclusas de Rodas, donde el agua va subiendo poco a poco alrededor y los pone a flote. Viene a buscar el casco, a llevárselo en brazos, como la madre al niño, para que el barco nos lleve en los suyos. Como ahora ella, que entra en la terraza para coger a Malki, feliz en cuanto la ha visto.

Y Sinuit lamentándose, todos hablando del calor. No es para tanto, en el desierto se siente más sobre la piedra requemada, bajo la piel de camello de las tiendas. Aquello es calor; aquí lo molesto es el aire del sur, trae toda la putrefacción del lago y el canal. Menos mal que soplan rachas desde la mar. Fue en la isla donde me hice amante de la mar, ¡qué desesperado llegué! Un muchacho sin aliento, escapando de la muerte, ya me alcanzaban. Aquel bote varado, dispuesto para la diosa, la de Ittara, la mujer que mi estrella me tenía preparada en la isla. ¡Qué extraño! Hace tiempo que no la recordaba, ¿por qué ahora? Estar muy atento a estos signos, son avisos. Ittara sola en la isla, el bote en la playa como esperándome. No pudieron seguirme, no podían pisar el islote sagrado. Ella me tuvo a salvo, ella y su diosa en la caverna. Viví entre las olas y sus brazos, su amor le costó la vida. Antes de mi llegada vivía sola: triste porque se acababan las consagradas a la diosa, pero con el orgullo de servir a la más antigua y alta divinidad. A la madre de todos los dioses y del universo. ¡Ittara, Ittara! Nos sentábamos juntos frente a la mar. ¡Qué doradas auroras, qué ocasos encendidos! Solos la mar y el sol, la mar yacente absorbiéndolo, el sol penetrándola, como entre Ittara y yo amándonos en la arena. El amor sacrílego que le costó la vida… ¿Por qué lo recuerdo ahora?

¿Lo vi o lo sentí? ¿Me lo dijo una sombra en la mar o la gaviota encabritándose y virando de un aletazo? Algo pasó en mí sin yo saberlo, entre mi cambio de sitio por el viento y mi empujón a los remos, en medio eso: lo de otras veces, un hueco muy adentro, no es corazonada ni angustia, sino de pronto sentir en ese hueco que algo me falta, o quizás saber lo que nadie sabe. ¿Habré vivido antes otra vida?, los egipcios creen en ella, porque aquí toda vida es posible, Fakumit me lo explicaba, los cristianos también, pero no es vida sino su paraíso y eso no me dice nada, en el país de Uruk creían en sucesivas, inacabables vidas; ¡cómo se reía él de esas creencias! ¿Habré sido antes otra, quizás otro, acaso un animal? ¿La gaviota que seguía al Jemsu? ¡Qué velero! ¡Comprendo a Ahram amándole, porque el barco también le ama, como la mar! Al timón, abiertas las piernas sobre las tablas, esa mirada abarcante que de pronto se clava, como la del águila descubriendo su presa, más que hombre de mar es de fuego, fuego inextinguible, es la libertad, atento a la vela y a las olas, feliz jugando con ellas. Cuando el viento racheó indeciso unos momentos y él se anticipó a la ráfaga, ¡qué risa triunfante!, así reía Uruk, otro Ahram de no tener las piernas rotas, la misma condensación de hombría.

No era escollo, sino mástil de naufragio, barco hundido: ignoro cómo lo sé, Ahram tenía razón incrédulo ante un escollo, le parece imposible, delante de Alejandría los hay, como la isla de Faro y otros islotes visibles, pero no aquí, este fondo es de arena, en Canope empieza el delta, la boca más occidental del Nilo, no insistí en lo de la nave hundida, ni le dije lo otro, que su carga fue de aceite, ánforas bien estibadas, siguen allí abajo, selladas de origen… ¿Cómo lo sé? Me asusto de mí misma… ¿Cómo decírselo?, bastante impresionado quedó, al oír el roce contra el casco se llevó la mano al pecho, tocó algo bajo su túnica, sin duda un amuleto, he visto en su cuello el cordón, supersticioso como Uruk, como todos pero más los débiles, Astafernes y sus miedos, ¿cuáles serán los dioses de Ahram?, y sin embargo un hombre tan entero, tan de roca, violento su arrebato, su mirada de cólera, ¡qué garra su mano quitando la mía del timón!, menos mal que sintió la rozadura, igual me hubiese tirado a la mar, ¡qué peligroso!

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