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Authors: Dominique Lapierre

India mon amour

BOOK: India mon amour
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India mon amour
cuenta cómo, a partir de la asombrosa historia de independencia de la India del Imperio Británico, un escritor se enamora de un país y de su cultura, cambiando para siempre su vida. Cuando Lapierre y Collins llegan a Nueva Delhi para escribir acerca de la India, esto marca el principio de una verdadera historia de amor entre este país y el escritor, ya que desde su primer viaje nacerá una relación fuerte, intensa y franca. Dominique Lapierre desde entonces se dedica por completo a la ayuda humanitaria. Desde aquel primer viaje ha estado muchísimas veces en la India para participar en programas concretos contra la pobreza extrema.

La pluma de Dominique Lapierre traslada a los lectores a un grandioso e inmortal recorrido por los rincones y misterios de este país-continente, absorbiendo toda la vitalidad y el encanto de las personas que conoció allí. India, mon amour es un testimono único que reúne fotografías, recuerdos y reflexiones. Un himno inolvidable a la vida y a la esperanza, unidos por un hilo común que proviene de un proverbio indio: «Todo lo que no se da se pierde.»

Dominique Lapierre

India mon amour

ePUB v1.0

natg y Enylu
26.08.12

Título original:
Inde ma bien-aimée

Dominique Lapierre, 2012

Traducción: Josep Maria Pinto

Imágenes: Broadlands Archives, colección privada del autor, Dominique Conchon, Roberto Dotti y Aliette Lapierre

Nº Páginas: 140

Editor original: natg y Enylu (v1.0)

ePub base v2.0

A James, Gaston, François,

Gopa, Kamruddin, Papu, Sabitri, Sukeshi, Wohab,

y a todos los seres luminosos del mundo

que he tenido el honor de que me acompañen

en los campos de batalla contra la pobreza en la

India y que tanto me han dado

Nota a mis amigos lectores

India mon amour
relata, en texto y en imágenes, mi prodigiosa historia de amor con la India. Evocados en un libro anterior, titulado
Mil soles
, los episodios que narran mi cruzada humanitaria para ayudar a los menos favorecidos se desarrollan aquí en detalle y pretenden ser un homenaje al coraje, al amor y a la esperanza de todos los héroes a quienes dedico este libro, así como a todos aquellos que me acompañan en este compromiso de solidaridad para hacer que este mundo sea un poco más justo.

D
OMINIQUE
L
APIERRE

«Todo lo que no se da, se pierde»

Proverbio indio

Prólogo

Fue en la campiña de Bengala.

Una niña caminaba cansinamente sobre el estrecho dique que separaba dos arrozales. Llevaba una bolsa llena de libros y cuadernos. Volvía de la escuela y seguramente no había comido nada desde el amanecer. Me dirigió una bonita sonrisa y me saludó con la mano.

Hurgué en mis bolsillos con la esperanza de encontrar algo que poderle dar. Sólo encontré una galleta y se la di. Me lo agradeció como si le hubiera puesto la Luna en la mano, y luego retomó su camino.

La seguí con la mirada.

Unos minutos más tarde sus pasos se cruzaron con los de un perro esquelético. Vi que la niña partía en dos la galleta y le daba la mitad al animal.

La India me acababa de dar la lección más bella de todas acerca de lo que significa compartir.

D
OMINIQUE
L
APIERRE

Primera parte

Tras las huellas del mayor imperio
de todos los tiempos

Acababan de servir el postre, una magnífica tarta Tatin. De repente, mi huésped se quitó las gruesas gafas de concha y me escrutó con sus ojitos miopes.

—Y ahora, Dominique, ¿qué tema histórico elegirá para su próximo libro con su amigo Larry Collins?

Aquel hombre de voz cálida había sido mi maestro y modelo durante mis catorce años de reportero en la revista
Paris Match
. Los artículos y reportajes de Raymond Cartier narraban cada semana los acontecimientos del mundo con un brío y una riqueza de información que apasionaban a millones de lectores. Había aplaudido el éxito de
¿Arde París?
y había aprobado mi decisión de alejarme de
Paris Match
para intentar una aventura literaria e histórica como las que a él mismo le gustaba vivir cuando hacía sus grandes reportajes de actualidad.

Después de relatar la guerra civil española en
O llevarás luto por mí
, yo acababa de publicar con Collins
Oh, Jerusalén
. Nuestras largas indagaciones acerca del nacimiento del Estado de Israel y varios meses de difícil escritura nos habían dejado K.O.

—Ya sabe, Raymond, hay pocos temas a los que uno desee consagrar cuatro años de su vida —le dije—. ¿Nos puede sugerir alguna idea?

Cartier frunció el ceño y se me acercó, como si quisiera hacerme una confidencia.

—Querido Dominique, cuando yo tenía su edad, un día fui a un pueblo del norte de la India para entrevistar a un hombrecillo que apenas iba vestido, y que había subyugado a uno de los imperios más poderosos de todos los tiempos. Se llamaba Mohandas Gandhi. ¿Por qué no escriben, usted y Larry Collins, un retrato de la India siguiendo el hilo de su vida? La India representaba en aquella época una quinta parte de la humanidad. El 15 de agosto de 1947, cuando se proclamó su independencia, fue ciertamente uno de los días más importantes de la historia del mundo. De eso hace ya veinticinco años. Gandhi está muerto, pero muchos actores de aquella formidable página de la historia aún deben de seguir con vida. Seguramente los podría encontrar. Dominique, si yo tuviera su edad, ¡esta misma noche cogería un avión a la India!

Querido Raymond, nunca pude agradecerle como habría deseado esta maravillosa sugerencia, porque por desgracia nos dejó poco tiempo después de aquella velada. Sepa usted que me impulsó por los caminos de una prodigiosa historia de amor con un país. Un país al que un tiempo después llamé
Mi querida India
.

¡La India! Un país continente, un inmenso mosaico de pueblos, de razas, de castas, de religiones, de culturas. Un país de mil doscientos millones de habitantes que viven en seiscientas cincuenta mil poblaciones, donde se hablan más de setecientas cincuenta lenguas. Donde se adora a veinte millones de divinidades. ¡La India! La promesa de un perpetuo asombro, de un maravillarse a cada momento, de un auténtico sinfín de espectáculos en los que lo sublime a veces se mezcla con lo atroz, pero donde voy a descubrir que la belleza se impone siempre y en todo lugar. Un país que a menudo me sublevará, pero que jamás dejará de hechizarme, de trastornarme, de revelarme nuevos tesoros, de colmarme con nuevas alegrías. Un país que demandaría diez vidas para penetrar en todos sus misterios.

La aventura india a la que me impulsó entonces la invitación de mi viejo maestro de
Paris Match
durará toda mi vida. Pero comenzó en Londres, de una manera un tanto rocambolesca. Una mañana de un mes de octubre corro hacia la estación Victoria para coger un tren que me llevará al sur de Inglaterra, donde tengo que entrevistar a lord Mountbatten, el último virrey británico de la India. De repente, mis pasos se detienen en Conduit Street, ante el escaparate del concesionario de automóviles Rolls-Royce. El cupé 8 cilindros Corniche verde pálido que exponen es, sin duda, uno de los coches más caros del mundo, cuarenta mil libras esterlinas, el precio de una decena de Alfa Romeos. Pero la belleza de ese coche me sumerge en un auténtico éxtasis. Me quedo largo rato como hipnotizado por la calandra de rejilla cromada que recuerda el frontón de un templo griego.

Una curiosidad irrefrenable me impulsa entonces al interior de la tienda. Del mismo modo que podemos tener ganas de rozar la superficie biselada de una piedra preciosa o de acariciar el hombro desnudo de una mujer hermosa, siento el deseo de pasear mis manos por la carrocería de aquella joya. Espero a que el vendedor esté conversando con un visitante para acariciar las alas de la estatuilla que se yergue en la proa del capó. Doy varias vueltas al coche, antes de atreverme a sentarme en su interior. ¡Qué emoción cuando se cierra la puerta y me encuentro solo, casi acostado, asombrado por el lujo del habitáculo tapizado de cuero y maderas preciosas! Cierro la palma de la mano sobre la bola de madera de olmo de la palanca de cambios, toqueteo los mandos del aire acondicionado automático, los de la radio con ocho altavoces, el del regulador de velocidad. Muevo las dos tablillas de marquetería empotradas en los respaldos de los asientos delanteros para comodidad de los pasajeros instalados detrás. Ajusto el sillón eléctrico en todas las posiciones imaginables. Bien aposentado en mi acogedor asiento, respirando profundamente el embriagador olor a cuero, contemplo a través del parabrisas el largo y esbelto capó, en cuyo extremo se proyecta la graciosa figurita. Me dejo llevar por la ensoñación y oigo el silencio del motor, un silencio tan perfecto que, según se dice, el único ruido que se oye a bordo de un Rolls-Royce es el tictac del reloj.

Y entonces me asalta una idea alocada. ¿Y si me llevo esta maravilla a la India para que descubramos juntos los secretos de ese país continente donde me espera un trabajo de investigación tan enorme? Después de todo, los Rolls-Royce eran los coches preferidos de los marajás. ¡Qué gozada, llevarme una de sus últimas encarnaciones por las carreteras de la India! Una locura, sin duda. Pero, por extraordinario que parezca, su precio se corresponde exactamente con el adelanto que he recibido del editor británico que publicará nuestro gran fresco indio.

Antes de que mis pies abandonen las alfombrillas, mullidas como edredones, para anunciar al vendedor de la tienda que deseo comprar el Corniche que exponen, tengo la precaución de ajustarme la corbata en uno de los cuatro espejos de cortesía y de sacudir el polvo de mi blazer. Aunque no lleve un bombín ni un paraguas para reforzar mi credibilidad, no tengo dudas de que la presentación de mi talonario de cheques me permitirá adquirir esta joya.

El vendedor me mira de arriba abajo con condescendencia antes de dirigirme un glacial «
Good afternoon, sir, what may I do for you?
» (Buenas tardes, señor, ¿qué puedo hacer por usted?). Es un hombre delgado de unos cincuenta años, de tez rosada. Lleva camisa blanca de cuello duro, chaleco negro bajo una chaqueta también negra, y pantalón gris de rayas. Recuerda más al mayordomo de alguna mansión que a un vendedor de coches. Bien es verdad que los coches que vende no son los que compra el común de los mortales. La austeridad de su vestimenta subraya la diferencia. Con aire despreocupado, señalo el objeto de mis deseos.

—Desearía comprar ese automóvil —le digo, adoptando mi acento más «british».

El vendedor suelta un «jo, jo» de estupor. La nuez del cuello le baila arriba y abajo.

—¿Desea comprar ese coche? —se sorprende, marcando fuertemente cada sílaba, como si intentara convencerse de que ha oído bien.

—Exactamente —le contesto.

Y vuelve a emitir varios «¡jo, jo!» de asombro. Parece evidente que es la primera vez en su vida que una persona de apariencia tan joven, y sin bombín ni paraguas ni cuello duro, le dice que desea comprar uno de sus coches. Se frota el mentón varias veces y luego me dirige una pregunta que, en ese momento, me parece absurda.

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