La vieja sirena (49 page)

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Authors: José Luis Sampedro

BOOK: La vieja sirena
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—Oh, no, querida. Conmigo, conmigo. ¡Tenemos mucho de que hablar!

Así es como Glauka se encuentra instalada con la reina mientras el niño ocupa, con su aya y la primera doncella, la segunda litera. El cortejo se pone en marcha. Tras un tribuno de la caballería avanza Odenato con el epistratega a su derecha, en representación del prefecto, y Ahram a su izquierda. Siguen el ayudante de Odenato y Mnehet, los hombres de la escolta personal palmirena, las dos literas y otros soldados, cerrando la marcha los siervos de los reyes. A un lado de la litera camina un fornido esclavo nubio llevando, con una cadena de oro, el animal favorito de Zenobia: un guepardo. Al otro lado camina el secretario, un hombre de rostro aniñado que acompaña permanentemente a la reina, cuyas primeras palabras, al instalarse junto a Glauka, son:

—¡Uf! Estaba deseando sentarme. Al saltar a tierra se movió el bote, pisé mal y me rompí un tacón. Necesitaré tu zapatero, Glauka. Y también tu masajista; me duele un poco el tobillo…

Mientras habla se quita el zapato roto —una botita persa del más fino cuero, con adornos dorados— y descubre un lindo pie, menudo y moreno. Glauka asiente y le asegura que la reparación será inmediata, celebrando esas primeras palabras tan poco pomposas, que crean ya un clima muy de «entre nosotras». Se explica mejor por momentos la conocida habilidad de la reina para atraerse adhesiones, y más cuando la oye continuar:

—También necesitaré tu peluquero para antes de la cena. Asistirá el prefecto y toda esa gente, ¿no?

—Sí, majestad.

—No, no; a solas llámame Zenobia. En Roma me llamarán Septimia Zenobia y en mi lengua soy Zenobia Bath Zabbai, pero para ti Zenobia solamente.

—Gracias, señora. Tenemos un excelente peluquero y ya está avisado, con una masajista para el baño que se ocupará de vuestro tobillo: Yazila, es joven pero experta… Estaréis fatigada si el viaje ha sido penoso.

—Todos dicen que fue muy bueno y, la verdad, el barco es magnífico y se ha movido poco, pero no me gusta el mar.

—¿Os mareáis?

—¡No puedo permitírmelo! —sonríe—. Es preciso mostrarse reina también en eso. Mi pueblo admira esas cosas; le queda mucho de nómada y guerrero, aunque Palmira sea hoy una ciudad bastante hermosa.

—Ahram volvió admirado.

Zenobia mira intencionadamente:

—Procuramos tratarle lo mejor que pudimos. Es un hombre extraordinario… Pero tú me pareces digna de él.

—¡Señora…!

—Sí, sí; por bueno que sea tu peluquero no podrá darme tus cabellos. Ahram había tratado de describirme su color, pero es imposible.

Mientras habla, Zenobia saluda gentilmente a la muchedumbre que les vitorea, sacando su brazo y mostrándose con las cortinas descorridas. Glauka en cambio ha cerrado las de su lado y se arrincona para que sólo la reina reciba los homenajes. En la segunda litera el principito, sujetado por su aya, saluda también a la gente como su madre, enterneciendo a las mujeres del público.

Glauka señala a la reina, de vez en cuando, los edificios ante los cuales pasan. Al ver los obeliscos, Zenobia interrumpe lo que está diciendo para hacer un comentario que sorprende a Glauka:

—¡Ah, Cleopatra! Hubiese podido reinar en Roma si hubiese sido menos hembra.

Sigue con sus preocupaciones acerca de su atavío para la cena de gala y, de vez en cuando, lanza una orden a su secretario, que la anota rápidamente.

—¿Me podrán hacer para esta noche un peinado a la romana? En Palmira, como siempre llevamos la cabeza cubierta, descuidamos el peinado. Quiero algo como se ve en las estatuas o en las monedas; no sé lo que estará de moda. He de irme adaptando para presentarme en Roma.

—Tendréis a vuestra exclusiva disposición al peluquero y a la peinadora… que también es hombre. El mejor de Alejandría.

—¿Uno de ésos? He oído decir que aquí no escasean. Bueno, mi secretario es eunuco y me da muy buen resultado.

—Ese peinador es excepcional; logra unas creaciones muy envidiadas. Se lo disputan todas.

Zenobia saluda al público y se vuelve a Glauka.

—Con franqueza, ¿cómo me encuentras?… ¡Tienen tanta fama de refinadas las mujeres alejandrinas !

—Estoy admirada, señora. Sinceramente. Sois toda una reina. Lo seríais aunque no lo fueseis: no sé si dicho así resulta poco respetuoso.

—Es lo mejor que me han dicho.

Glauka se sorprende de haberlo dicho sinceramente y también de la creciente confianza con que Zenobia trata a quien, después de todo, es la hetaira de Ahram. Más tarde, en el ala de huéspedes de la Casa Grande, cuando la masculina peinadora empiece su tarea, descubrirá que Zenobia posee la más espléndida y luminosa cabellera negra que ha visto jamás.

Antes ha tomado la reina su baño encerrándose en la habitación con su doncella, lo que ha sorprendido ligeramente a Glauka, pues no parece que su cuerpo tenga ningún defecto que tema revelar a otra mujer. Y ahora, entregada a la peinadora, ya ungida y perfumada y envuelta en una magnífica túnica, sigue comentando con Glauka.

—Por fin me siento a gusto. El barco, aunque conseguí no marearme, no es para nosotras. Todo estaba muy bien acondicionado, pero era inevitable el olor a pez de la cabina, las rudas tablas, las limitaciones de la comida… ¿Cómo puede nadie sombrearte bien los ojos con ese balanceo? Prefiero el desierto, a pesar de las sacudidas del camello, porque pisas tierra firme; el inconveniente es que hay más inseguridades pues, a pesar de los guardias, un fanático dispuesto a morir siempre puede llegar hasta un rey, ¡y en Palmira no nos faltan fanáticos, con tantas sectas!

Riéndose enumera los templos y las advocaciones: helénicos, fenicios, asirios, maniqueos, zoroástricos, mistéricos, judíos… Hasta de esos nuevos de Cristo empiezan a aparecer por allí…

Glauka la escucha pensando en sus opuestas experiencias: su horrible viaje encanastada en un camello por el desierto, hasta llegar a Astafernes y, en cambio, sus apacibles navegaciones con pescadores y coraleros. La pregunta de Zenobia la sorprende pensando:

—Y tu dios ¿cuál es?

—En realidad no adoro a ninguno… Bueno, estoy agradecida a Afrodita Urania: me concedió algo muy grande.

Apenas lo ha dicho se reprocha ser tan franca con esa mujer. Otra prueba de la habilidad seductora de Zenobia, que tan pronto consigue confidencias. Habrá de estar siempre en guardia. ¡Y eso que la mujer le inspira más recelos que simpatía!

—Pues conviene adorarles. Controlan a la gente, ¿no crees?

—Krito dice que los dioses, si existen, no se ocupan de nosotros —responde, para no seguir confiándose.

—¿Krito?

—Le conocerás. Un filósofo, como un hermano para Ahram. Vive aquí.

La peinadora ha terminado y la doncella se dispone a maquillarla. Ha estado hasta entonces inmóvil de pie, ocultas sus manos en sus mangas, como toda la servidumbre palmirena, en señal de respeto. Glauka se retira a su aposento, donde Eulodia la preparará para la cena de recepción que, sin ser la de los tumultuosos aniversarios ni contar con huéspedes especiales en la cripta, va a reunir bastantes invitados, además de los que oficialmente recibieron a los reyes en el muelle, bajo la presidencia del prefecto. Después de las libaciones rituales se pronunciarán también discursos políticos en honor a la amistad palmireno-romana y se intercambiarán regalos: Odenato ofrece a Ahram el mejor caballo de sus cuadras en el desierto y sedas de las caravanas para Glauka. El príncipe recibirá un cinturón de oro y Zenobia un deslumbrante collar de magníficas esmeraldas.

La cena, impecablemente organizada por Soferis y Hermonio el mayordomo, hubiera resultado aburrida para Glauka, tendida entre el segundo magistrado de la prefectura y el geógrafo Dagumpah, de no ser porque este último es una mina de curiosidades eruditas, siempre interesantes, que compensan su poco agraciado aspecto. Ahora le descubre a Glauka, por ejemplo, que el sexo de las esfinges es diferente en Siria, donde se consideran hembras que en Egipto, donde son machos. La distinción hace reír a los dos hombres cuando Glauka pregunta si alguien ha visto alguna vez una esfinge, pero pese a la respuesta negativa los doctos escritos sobre ese híbrido ser abundan en la Biblioteca.

El programa de la visita está muy cargado. A la mañana siguiente Ahram acompaña a Odenato y sus altos funcionarios a una sesión de trabajo con el prefecto y sus colaboradores, con un orden del día centrado, obviamente, sobre el panorama en Oriente para que Odenato pueda explicarles la situación en Persia. En su última campaña, como es sabido, ha logrado cambiar la balanza otra vez en Armenia, incorporándola al sistema defensivo romano, y si por el sur no ha llegado a Ctesifonte ha sido por querer consolidar lo conquistado antes que extender peligrosamente sus líneas. Shapur, desde luego, no renuncia a sus planes expansionistas, obligando a estar siempre en guardia, pero Odenato piensa que el futuro inmediato será más bien de paz, porque el persa también desea asegurarse sus dominios. Además su victoria sobre Valeriano dos años antes le ha dado un inmenso prestigio, que capitaliza obteniendo vasallaje y tributos de pequeños estados más a oriente, e incluso presentándose ante los monarcas de Indostán como una gran potencia.

Como Roma siempre padece dificultades de tesorería, para afrontar su abastecimiento y su seguridad exterior, el tema es fundamental y por eso el prefecto se interesa por las finanzas públicas y los impuestos de Palmira, especialmente por la famosa tarifa tributaria grabada en un largo muro de piedra de casi cien codos de largo ponderado por todos los viajeros. Odenato le ofrece los detalles posibles y así llega el momento de degustar un refrigerio. La conversación se relaja, derivando hacia cuestiones más personales. Odenato solicita información acerca de la gente importante de Roma, así como de las novedades y espectáculos de la capital, que cada año reanuda su animada vida después del verano. Finalmente abordan el tema de los cristianos, que van preocupando en Roma aunque Galieno por el momento no los persiga, pues siguen ganando adeptos a pesar de tener un dios tan extraño y ritos tan curiosos. Odenato expone que en Palmira son pocos todavía; en cambio se multiplican los maniqueos, y como sus oyentes saben poco de Mani, a quien Shapur favorece en Persia, ha de explicarles unas creencias que en algunos aspectos les recuerdan a todos lo que se dice de los cristianos, de los persas y hasta de los judíos.

Las horas pasan veloces. Los reunidos toman su baño y el almuerzo en la propia prefectura. Por la tarde tras un descanso, se celebra otra reunión en el palacio de Ahram, ya sin asistencia de ningún romano, participando todos los habituales de los consejos de Ahram, que aprovecha para desplegar ante Odenato sus progresos navales y científicos, aunque oculta, como lo ha hecho hasta entonces con todos, el descubrimiento del espíritu de fuego. Odenato queda impresionado por el equipo, en el que se reflejan mundos de la economía y de la ciencia bien distintos de su propia organización, eminentemente guerrera.

La reina y Glauka, mientras tanto, han aprovechado el día para recorrer calles, comercios y monumentos de Alejandría, después de una visita de cortesía a la esposa del prefecto. Glauka admira, una vez más, el talento de Zenobia para hacerse simpática a la gente y hasta para encajar sin alterarse una desagradable contrariedad cuando, en una pared lee un epigrama contra ella calificándola de Reina de los Bosques, en atención al vello que cubre sus piernas, según el libelista.

—Aunque fuese verdad —ríe muy espontáneamente Zenobia—, con eso me igualaría yo a la hermosa Balkhis, la reina de Saba, que tenía la misma fama. ¿Sabes cómo lo averiguó Salomón?

Como Glauka lo ignora ella cuenta la leyenda de que el rey la condujo a una estancia con el suelo de cristal donde Balkhis, al verse tan bien reflejada, creyó que era agua y alzó su vestido temiendo mojarlo. El rey vio sus piernas y comprobó la fama, pero eso no le impidió a ella seducirle con su belleza. Zenobia ríe al contarlo, pero Glauka no puede dejar de pensar en el discreto aislamiento con que la reina ha tomado su baño. Y si es tan sólo eso, ¿por qué no depilarse, como hacen incluso los hombres en el mundo romano?

A la tarde Soferis les sugiere asistir al teatro si les interesa. Está anunciada una atelana titulada El mejor de los amantes y el nudo de la intriga es que el dios Poseidón, desdeñado por una princesa castísima de la que está enamorado y que ama a otro, se venga convirtiendo en asno al adorador de la muchacha. Alejandría está toda alborotada porque el realismo escénico lleva a que el público presencie según se ha anunciado, la penetración de la joven por el asno, a lo que se presta el actor encargado del papel femenino. La incertidumbre del público ante semejante estreno es si esa penetración la hará otro actor disfrazado de asno o si serán capaces de sacar a escena un asno de verdad y prepararlo para desempeñar realmente su papel. Soferis cuenta, riendo, que por la calle se cruzan ya numerosas apuestas.

Afortunadamente para Glauka, que no tiene interés en un espectáculo tan parecido a otros ya presenciados durante sus servicios en el burdel bizantino, la reina prefiere quedarse disfrutando del frescor de la tarde con Glauka en la galería de la fuente, donde los hombres las dejan solas con sus servidores mientras ellos se dirigen al teatro. Pero el argumento de la atelana persiste en la memoria y acaban haciendo confidencias más íntimas que las cambiadas hasta ahora.

—¿Sexo? —suspira Zenobia—. Con la vida que llevamos apenas hay tiempo. No es que para mí signifique mucho, la verdad, pero los hombres le dan tanta importancia… Resultan casi ridículos, tan pendientes de su cosita, ¿no crees?

«¿Cómo me habla así? —se sorprende Glauka—. Quizás se cree tan por encima de una hetaira, aunque sea de Ahram, que nada puede ser usado contra ella… ¡Qué segura está de su poder! »

—Hace dos años —continúa Zenobia— Odenato estaba alarmado por un posible ataque de Shapur, con unas tropas muy superiores a las suyas en infantería, y no pudo ser hombre conmigo durante varias noches. ¿Querrás creer que eso le preocupaba más que Shapur? Y a mí también, la verdad, porque en esos casos los hombres suelen irse en busca de otros estímulos mejores…

Ha caído ya el crepúsculo, las aves duermen ya y sólo el susurro de la fuentecilla llena las interrupciones del diálogo.

Glauka, pese a su intención de mantenerse reservada, no puede resistir la tentación de mostrarse superior.

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