La vieja sirena (23 page)

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Authors: José Luis Sampedro

BOOK: La vieja sirena
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Kilia contemplaba otro prodigio más en la vida que venía aprendiendo desde su aparición en la playa. Admiraba la ciruela de oro, opalinamente verdosa, con una gota de zumo exudado cuajándose sobre la piel, translúcido como un ámbar tierno. La llevó a su boca, la oprimió, se deshizo dentro, derramándose en miel por la garganta… ¡y qué susto con el hueso, que casi se tragó! La Madre se reía… Como la miel: en Psyra nadie salvo la Madre tenía colmenas; a quienes lo intentaron se les desperdigaron los enjambres. Otro de los poderes de la Madre, una maga según los isleños. La Madre, así había aprendido Kilia a llamarla desde el primer día, o la Frigia, como la llamaban todos porque su difícil nombre extranjero había sido olvidado. Era extraña en muchas cosas: en su amoroso cultivo de la tierra, en su conocimiento de hierbas y enfermedades, en sus inimitables bordados que llenaban sus inviernos y que luego iba a vender a Quíos, en su desdén por el templete de Afrodita y su culto al santuario de la gruta, en su peinado exótico, en su afinada estatura, en su viudez tercamente mantenida para consagrarse a su hijo… La habían tolerado en la pequeña y cerrada comunidad porque la necesitaban; nadie como ella para dirigir a las mujeres, para calmar rencillas, para imponer armonía y para dar ánimo en las calamidades. Nadie había discutido su adopción de Kilia cuando apareció en la playa, era lo natural en aquella Madre.

Su marido, el padre de Narso, había sido también diferente, aunque nacido en la isla. Se había empeñado en cambiar la pesca de bajura que todos practicaban por bordadas más largas, buscando coral cada vez más lejos; pero los mejores caladeros estaban demasiado al sur. Alguien de Samos que hizo aguada en la isla le habló de ostras perleras en el Ponto Euxino y así fue como decidió un largo viaje, él solo, mientras le consideraban loco quienes le despedían. Tardó meses y volvió sin perlas, pero se trajo a la Madre, unida a él —nunca explicaron cómo— en las costas de Amastris, y ésa fue mayor riqueza pues la mujer encarriló su vida y añadió otros ingresos al hogar con su huerto y sus bordados. Por primera vez le vieron feliz sus convecinos, sin aquel desasosiego que le había llevado antes a otros horizontes. Desgraciadamente desapareció en una inesperada tempestad que se llevó también a otros hombres, cuando apenas había cumplido un año su hijo Narso.

Eso lo sabían todos. Lo que ignoraban era lo que aquella tarde, cuando Kilia descubrió el duro interior de la prodigiosa ciruela, iba la Madre a confiar a la que ya dentro de pocos días sería la mujer de su hijo. Kilia acababa de preguntarle, asombrada ante la dulzura del fruto, si aquel árbol se daba también en otras tierras o si era producto único de sus poderes.

—¿Poderes? —rió la Madre—. Es mucho más sencillo que todo eso. Ocurre que estas gentes son de la mar y viven de la mar; pero mi pueblo pertenece a la madre tierra y yo amo a la tierra que me ama. Nuestra diosa es la llamada aquí Cybele; nosotros la nombramos Adgistes, en su templo al pie del monte Dydimo donde yo nací, junto al río Sangario… Es la Gran Diosa Madre, Señora de la Fecundidad, generadora de vida hasta la exasperación y la locura. Los hombres llegan por ella hasta a cortarse el sexo y ofrecérselo; se hacen sagrados y los llamamos Galus. En la Fiesta de la Sangre, en primavera, para adorar a Attis, amante de la diosa, el Archigalus y sus sacerdotes se azotan hasta arrancarse sangre en ofrenda a Adgistes… Cuando se ama se da y se recibe: así nos lo enseña la tierra.

Mientras la escuchaba, Kilia contemplaba otro prodigio: una delgada, diminuta hoja verde emergiendo de la tierra en una maceta. Ante las jaras y los cipreses había supuesto que eran permanentes e inmutables como las piedras. Y ahora de aquella tierra, tan muerta como el polvo, surgía aquel inmenso y pequeño grito verde. Cuando la Madre plantó algo en la maceta, tiempo atrás, ella fue incrédula sobre el futuro de la seca semilla enterrada, dura como un grano más de tierra. Para convencerla, la Madre había puesto al mismo tiempo otras semillas en agua y ahora Kilia se asombraba ante la fuerza vital encerrada en aquellos granitos, capaz de hacer crecer unas manos verdes hacia el sol y unas piernas blancas hacia las profundidades subterráneas.

—Eso hizo el hombre que yo amaba —continuaba la Madre—, amar más a la diosa y castrarse para servirla… Me volví loca, o me volvieron las aguas del Sangario, que llevan al frenesí. Huí siguiendo el río, alcancé el mar, una playa desierta. En ella un bote, Un hombre solo, hermoso como mi Narso, su hijo. Era como tú, llegado de la mar, extraño a la tierra, asombrado ante la tierra. Por eso nos unimos, le seguí, me trajo; fueron bodas del mar y la tierra. Él me enloquecía como el Sangario… Sí, era como tú; por eso te cuento estas cosas, que no he contado a nadie, salvo a mi hijo que te va a gozar y al que vas a gozar… Tienes ojos marinos; cambian de color como cambia el del mar. Y eres extraña aquí. Y has arribado como yo a una playa solitaria… Te reconocí en seguida. Llegabas para mí, para mi hijo… ¡Al fin!

La Madre había hablado apasionadamente. Se levantó de su pequeño taburete, dejando el bordado a un lado, y abrazó a la muchacha, oprimiéndola violentamente contra ella. Las manos que la retenían, curtidas por los trabajos, eran para Kilia dueñas de crear: las más hermosas del mundo.

—Tus ojos… Pasan del azul verdoso a un verde oscuro, casi violeta o gris. Ahora son más violeta, como el mar bajo el crepúsculo.

Volvió a sentarse y guardó silencio unos momentos, como asombrada de sus impulsivas confidencias. La muchacha la miraba como a otra maravilla más, como a la ciruela o la hojita recién nacida. La Madre era un prodigio. Que, hablando, continuaba:

—Te necesitábamos mi hijo y yo. ¡Qué tremenda es esa necesidad! No sé cómo pude sobrevivir; por él, claro. Menos mal que iba a Quíos, cada mes, a vender mis bordados. Me los compraba un tendero y me hacía el amor: se lo compraba yo con mis bordados. No era mi hombre, pero era un hombre.

Kilia admiraba cada vez más a aquella mujer alta, delgada, curtida la cara, resquebrajada la piel, pero con aguda lengua, risa fresca en el recuerdo, ojos vivísimos que miraban a la muchacha muy de frente, muy a lo hondo, queriendo imponerle la lección, la sabiduría.

—Empecé a comprender que la diosa exigiera el órgano viril; empecé a inclinarme ante esa diosa que yo había odiado cuando me quitó a mi hombre. La Gran Diosa Madre; la Única; ya era yo madre también… Mi hijo fue creciendo, empezó a embarcarse con el patrón. Pensé que iba a ser, como tantos aprendices, la mujer de los mayores; aquí se acostumbra, pero en Frigia no. Como era mi tiempo de ir a Quíos le embarqué conmigo. Navegando en medio de la mar, le conté a lo que iba; añadí que el tendero tenía una hija: tendría que ofrecérsela a mi Narso para gozarme a mí. Todo salió bien… Ya comprenderás; no me importaba que mi hijo fuese en la mar como todos, pero que supiera también cómo se es hombre con una mujer; es así como se da la vida… Por entonces murió la Anciana de la isla, que de tarde en tarde llevaba a las mujeres a la gruta reservada para ellas. Me eligieron a mí en su lugar y resucité los olvidados ritos de un culto verdadero, para ofrecer a la Gran Madre un amor nuevo, a cambio de los años en que la odié y la olvidé… Estoy contenta; hoy todas las mujeres de la isla van al templete de Afrodita porque es la costumbre, pero llevan en el corazón a la Gran Diosa Madre; la única verdadera, la más antigua. Afrodita es sólo otro nombre para ella; es una estatua. No es la fuerza de lo profundo.

Declinaba la tarde, las barcas de los pescadores estarían ya cercanas a la playa aunque aún no habían traspuesto el promontorio donde lucían, empequeñecidos por la distancia, los mármoles del templete. La Madre continuaba hablando, como si aquella hora fuera la única propicia para dejar en herencia toda su vida a la próxima mujer de su hijo. Un designio superior a ella la impelía a salir de su concha permanente, a transmitir la antorcha secreta, de mujer a mujer.

—Narso no se casó a mi gusto. Siempre supe que aquella mujer era hermosa sólo por fuera; no tenía sangre dentro. Me alegré cuando se fue; mi hijo volvió a acompañarme a Quíos. El tendero había muerto pero otro le sustituyó. No tenía hija, pero sí una mujer que lo fue de Narso; nadie lo supo nunca… Ahora no tendremos que volver. Mi deseo decae, estoy cansada, no me compensa. Y Narso te tendrá a ti. Tú le colmarás, porque eres como yo. También llegué aquí como por un naufragio.

—¿Naufragio yo? —habló por fin Kilia.

—¿Qué otra cosa pudo ser? Desaparecieron todos y tú te salvaste aunque perdiendo la memoria. Quizás te trajo un delfín; no sería la primera vez que ayudan, todos los marinos conocen ejemplos… Nunca lo sabremos pero llegaste de la mar, con tus ojos de mar. Y Narso lo ha comprendido, os llevaréis bien.

Guardó silencio un momento y continuó:

—¿Quién va a servir a la Gran Madre cuando yo muera? Porque no existe más dios que ella; todos los demás, dioses y diosas, son sus sombras, advocaciones diversas… Quién sabe si ella misma te salvó…

Una primera barca daba la vuelta al cabo. No era la de Narso, pero la anunciaba. La Madre suspiró:

—No le digas nunca que sabes todo esto, hija mía.

Kilia se conmovió porque, aunque ella venía llamando Madre a la Frigia, era la primera vez que a ella la llamaba hija.

10. Los hombres de Ahram

Cinco días después, amaneciendo apenas, desciende Ahram por la escalerita de la torre sorprendiendo a la esclava que, aun cuando ya despierta, no le aguardaba tan temprano. Ushait todavía duerme y Ahram, al verla, se apresura a advertir en voz baja:

—No la despiertes. Dame lo de siempre.

Sobre la mesa, procurando no hacer ruido, Irenia coloca una batea con leche, dátiles y un trozo de la aplastada torta de pan hecha especialmente para él. Ahram rechaza otras frutas y murmura al probar los dátiles:

—¡Qué buenos!

—Ha empezado ya la cosecha y éstos son los primeros, señor —informa la esclava que, al ver contento al amo, se atreve a ofrecer disculpas—. Ushait ha dormido mal.

—Déjala tranquila ahora. No la necesito.

Termina rápidamente y, con un gesto de adiós, sale. La esclava oye cómo le habla al perro y luego el chirrido de la puerta exterior. Queda dolorida; a él no se le ha ocurrido preguntar cómo sabía ella que Ushait no había dormido: también la esclava sufre insomnios en estos últimos tiempos.

Ahram camina rápidamente por el jardín, donde va clareando. Apunta el sol y sobre las frondas se proyecta alargadísima, como gnomon de un gigantesco reloj, la sombra del faro. En la puerta trasera del palacio le aguarda su secretario Soferis, vestido a la griega, como suele, pero con su peluca egipcia.

—Ya deben de estar casi todos —anuncia. Ahram responde al saludo y ambos recorren pasillos y escaleras, cruzan luego las oficinas y aparecen en la galería de levante, ya alcanzada por el sol y toda refulgente con blancuras de mármol. Los hombres allí reunidos interrumpen su charla y reciben a Ahram con respetuosa alegría, felicitándole por su viaje. Luego se instalan, según sus respectivas costumbres, en sillas griegas, en taburetes egipcios junto a pequeñas mesitas o, como el mismo Ahram, sobre tapices y almohadones. Soferis cierra la puerta, que sólo podrá franquear Mnehet, el fornido nubio guardaespaldas de Ahram, para servir refrescos o atender otras peticiones. Luego se sienta a la derecha de Ahram y dispone sus útiles de escriba.

Ahram lanza una sonriente mirada sobre sus acompañantes: Assurgal, el astrólogo caldeo, el ingeniero Filópator, Narbises, contable y financiero, Dagumpah, cosmógrafo de la lejana India, que además trabaja en el Museo y accede así a informaciones oficiales de todo el mundo, y Artabo el piloto, que no siempre puede asistir a este consejo privado, a causa de sus frecuentes navegaciones. A un extremo del arco se sienta Bashir y al otro Krito, que sigue llevando su masculina túnica de estos días. Todos contemplan al Navegante con expectación.

—Sí —anticipa éste respondiendo a las miradas—. Tenemos el acuerdo.

Se oyen frases satisfechas, Ahram continúa:

—Voy a informaros pero, ante todo, ¿tenéis alguna impresión de que se haya divulgado el verdadero destino de mi viaje?

Se miran unos a otros y se producen gestos negativos. Soferis asegura que el secreto ha sido bien guardado. La gente cree que Ahram ha ido, como suele un par de veces al año, al campamento de sus científicos, en el mar Eritreo. El Jemsu, por supuesto, ha viajado esta vez con velas blancas para no llamar la atención.

—Bien. Recordemos entonces el panorama actual. Hace seis años, siendo Galo emperador, Roma empezó a ser cada vez más vulnerable en Oriente, cuando irrumpieron los piratas godos en el Egeo y Galo hubo de pactar con ellos. Como recordaréis, hice entonces un viaje por esas tierras, pasando varios días en Palmira, donde me di cuenta de su importancia comercial y estratégica, muy superior ya a la de ocho años antes, cuando por primera vez estuve allí con Bashir. Al año siguiente Shapur invadió Mesopotamia, y logró instalar a Artavasdes en el trono de Armenia, amenazando así a los puertos romanos en el Ponto. Emiliano sublevó a las tropas de Mesia para proclamarse emperador y Galo fue muerto, pero finalmente el trono se lo llevó Valeriano junto con su hijo, continuando por ahora. El frente de Mesopotamia no se derrumbó porque lo salvó Odenato deteniendo con sus palmirenos a Shapur, lo que reveló la importancia militar de ese príncipe que empezó siendo —¿recuerdas, Bashir?— solamente un noble provinciano a quien nadie hubiera confiado la defensa de la frontera oriental. Fue tras su victoria sobre el persa cuando empecé a relacionarme secretamente con Odenato, según sabéis, combinando mejor nuestros intereses de modo que mis barcos fueron conectando muy bien con sus caravanas, en los puertos sirios y fenicios. Pero ahora se trata de algo mucho más importante: Odenato quiere ser independiente en un reino fuerte y nosotros queremos también que Roma no disponga a su Capricho de nuestros destinos. Necesitamos un ejército de tierra y Odenato precisa nuestro apoyo ante la amenaza persa que, por ahora y ante su resistencia, se ha desviado hacia Siria, con el terrible saqueo de Antioquía el año pasado. Valeriano no puede ayudarle porque los godos han vuelto a piratear y porque en las Galias han aparecido rivales suyos apoyándose en las legiones locales para proclamarse emperadores. Por el contrario, es Roma la que necesita a Odenato en Oriente, hasta el extremo de que pronto será nombrado, según mis noticias, gobernador romano de Arabia con el rango de cónsul además de soberano de Palmira, por su propio derecho.

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