Authors: José Luis Sampedro
Cuando el bote en que remaba la mujer varó en la arena la playa estaba desierta. ¿Qué benévolo dios había encendido para ella la hoguera que le señaló Vesterico desde el barco? A pesar de que las playas y el remo le eran familiares tuvo miedo un instante y miró hacia el mar. Pero ya había desaparecido el fanal de popa del navío.
De entre los pinos que llegaban hasta la arena empezaron a acercársele unas sombras. Cuatro figuras extrañas: una con cuatro piernas, otra al parecer sin cabeza, otra toda pintada de negro, la última una muchachita de brazos y piernas desnudas, con un tocado egipcio. La rodearon con curiosidad, la acercaron al fuego, le ofrecieron alimento y bebida. Así comenzó un largo viaje en el que la mujer pasó a ser el quinto vértice de una estrella errante: aquel grupo de juglares que recorría el Asia Menor entreteniendo a las gentes para ganarse la vida.
Uruk, el jefe, era el de las cuatro piernas: andaba con muletas desde que una caída de caballo le había dejado lisiado. Recitaba historias y cantaba extrañas melopeas de su estepa natal; ofrecía también números de fuerza pues, para defenderse compensando su invalidez, había desarrollado un torso y unos brazos de Hércules. Pero la fuerza de aquel hombre de Sogdiana se percibía sobre todo en su tártara cabeza de caudillo nómada, su larga cabellera, los bigotes espesos y caídos, los ojos ligeramente oblicuos y entrecerrados de tanto escrutar horizontes y mirar con dominadora penetración.
La figura al parecer sin cabeza, porque se cubría con un bonete casi prolongado en su negro manto, era un judío llamado Ruchaim. Delgado y alto, de labios finos, pálido, grandes ojos oscuros, enjutas las mejillas, largos y agilísimos los dedos, susurrante la voz, hondos los silencios. De su hombro colgaba una bolsa, sobre la que apoyaba la cabeza al dormirse, con un libro envuelto en seda verde que leía religiosamente a solas, después de lavarse las manos. Contribuía al espectáculo con sorprendentes juegos de magia y adivinaciones, tan inexplicables que impresionaban al círculo de espectadores y a veces hasta los atemorizaban.
Yabora era nubia, y por eso había aparecido junto a la hoguera como pintada de negro. Tenía un cuerpo flexible y ejecutaba danzas provocativas y contorsiones acrobáticas, dejándose envolver por una serpiente a la que cuidaba, guardándola en una gran cesta. Se envolvía en telas abigarradas, ceñidas a la cintura por un cordón de pelo de elefante, del que pendía una bolsita con amuletos. Reía fácilmente mostrando entre sus gruesos labios unos dientes blanquísimos. Era la amante del judío y buena compañera, salvo durante ocasionales accesos de depresión o de furor.
Fakumit, la muchachita de largos y delgados miembros, llevaba poco tiempo con el grupo, desde que Uruk se la arrebató a dos marinos sirios que trataban de llevarla como esclava a Bizancio. La habían robado de su casa, cerca de Sais, pero ni su melancólico y constante recuerdo de sus padres ni los abusos de todas clases a que la sometieron sus raptores habían borrado de su rostro una cautivadora expresión de inocencia, ni tampoco alterado los gestos infantiles de su alargado cuerpo adolescente, donde apenas apuntaban los pechitos. Yabora había quedado encantada con su incorporación, pues adquiría una compañera con quien hablar en egipcio, y empezó en seguida a enseñarle acrobacias para hacer un número juntas, así como pasos de danza en los que Fakumit exhibía una gracia instintiva.
En su desamparo, el encuentro de Kilia con los juglares fue providencial. Uruk llevaba ya tres años volviendo periódicamente a las mismas villas, cuando celebraban fiestas, que eran las ocasiones más provechosas. Incluso en las etapas del camino, acampando en pequeñas aldeas, lograban llamar la atención del público, atraído por el cuerpo negro y ondulante de Yabora, danzando al son de la flauta de Ruchaim y los dos tambores de Uruk. Seguían las acrobacias de la nubia con Fakumit y los números de magia del judío, para terminar con Uruk, que había ya dado antes algunas muestras de su fuerza, desafiando a veces a algún espectador. Concluía recitando y cantando, acompañado por sus manos en los tambores, epopeyas de luchas entre tribus o de amores desgraciados y venganzas sangrientas, que sabía adaptar a cada público halagando sentimientos locales. Hablaba varias lenguas, pero solía hacerlo en el arameo que casi todos entendían, y la gente quedaba seducida por su voz grave, como de cítara baja, capaz de expresar desgarro, angustia, pasión o terror. Modificaba su voz para encarnar a distintos personajes y los hombres sentían arder su sangre escuchando la versión de los combates, mientras en las mujeres vibraba el bajo vientre cuando se transformaba en seductor aquel hombre a la vez vulnerable y violento. Todos olvidaban su invalidez porque, aun con sus piernas inútiles, estaba más vivo que los demás.
Así, de pueblo en pueblo, dejaron atrás la costa donde se les había unido Kilia y avanzaron por Pérgamo hacia la famosa Vía Real de los antiguos persas, que les llevó hasta Sardis, en el valle del Pactolo, el río de las arenas de oro.
Por el camino Kilia, deseosa de hacerse útil, empezó a acompañar a Uruk en sus canciones amorosas, con su voz seductora que se complementaba muy bien con la del sogdiano. Además adquirió un nuevo nombre porque Ruchaim, después de consultar su libro y elaborar combinaciones cabalísticas con las letras-números de «Kilia», rechazó esta denominación por inadecuada, y también la de Falkis. Los demás propusieron otros nombres hasta que Uruk, hasta entonces silencioso, decretó:
—Te llamaremos Nur, luz. La llevas en tus ojos.
Uruk le contó después que la diosa de la luz, en su tribu, era una deslumbradora pajarita blanca. No se sabe en qué tierras del sur pasa el invierno tras las más altas montañas, hasta que reaparece en primavera. Muy pocos tienen la suerte de verla, porque su extremada blancura es cegadora, pero cuando se consigue, porque ella se deja mirar, es siempre anuncio de grandes cosas.
En la rica urbe comercial de los libios permaneció el grupo durante las peores semanas del invierno, montando de vez en cuando espectáculos en la gran plaza de las caravanas, hasta que reemprendieron su ruta cruzando Cilicia, de nuevo hacia el mar, camino de Antioquía. A veces, en una etapa, un rico mercader o un alto funcionario provincial oía a Uruk desde su mula o su caballo y le llamaba a su palacio para que recitase por la noche durante un banquete. Kilia se admiraba entonces, al acompañarle, de la impresionante dignidad racial en que se envolvía Uruk con sólo mirar, erguirse y templar los tambores, hasta parecer más bien un invitado de su huésped que un asalariado. Lograba convertir la pretenciosa cena provinciana en un acontecimiento y, tras las celosías de lo alto del patio, se percibía el brillo de ojos femeninos y se escuchaban suspiros hasta que, al final, estallaban los tambores de guerra para la canción con que invariablemente terminaba el recital. ¡Mágicos tambores! Bajo aquellos dedos y puños lo expresaban todo; el galope a vida o muerte del fugitivo, la carga de caballería, el lanzazo mortal, y también el susurro del viento en las hojas como un roce de los dedos sobre el parche, y hasta ese silencio que se sigue oyendo; y la tempestad y el trueno, la amenaza y el perdón.
Desgraciadamente, otra tempestad se iba incubando lentamente dentro del grupo, bajo la convivencia en fraternal camaradería. Nur identificó la situación un día en que Yabora, en uno de sus accesos, sacó del pecho un puñalito y se lanzó contra Ruchaim para clavárselo aunque, al llegar junto a él, se echó a llorar y se dejó caer al suelo, retorciéndose desesperada como una serpiente herida. Durante aquellas semanas de Sardis, en medio de la riqueza y la molicie lidia, Fakumit había madurado su feminidad como un capullo que se abre y atraía irresistiblemente a Ruchaim. Cuando danzaban juntas el contraste era arrebatador: si la nubia seducía por sus lúbricos movimientos, la egipcia cautivaba con una pureza aún más voluptuosa. La inocencia es terrible cuando se desencadena, precisamente porque provoca ignorándolo, y el público se le entregaba por completo. Yabora, que era la amante de Ruchaim, observaba en éste los mismos efectos y sentía cómo se le alejaba; de ahí sus devoradores celos que estallaban en gestos de violencia o de rencoroso abatimiento. Uruk veía venir la explosión final pero no encontraba solución ni tampoco le movía demasiado a evitarla su visión fatalista de la vida; aparte de concentrar su atención en Nur desde el mismo día del encuentro. No le había dirigido la menor insinuación pero la rodeaba de atenciones tan delicadas que a veces prefería negar ser el autor de ellas. La mujer, sin embargo, sabía bien quién había reparado durante la noche sus gastadas sandalias o quién había puesto la flor —no la había traído el viento ni se le había caído a Fakumit, como pretendía Uruk— hallada junto a su rostro cuando se despertaba alguna mañana. Viviendo esa doble evolución avanzaban por montes y valles: una pasión crecía, otra se desmoronaba, otra se reprimía.
La explosión se produjo súbitamente, cuando estaban cerca de la Nicópolis siria, no muy lejos ya de Antioquía. Cierta mañana se despertó Nur y se encontró sola con Uruk, que la estaba mirando, sentado con las piernas cruzadas, con la roqueña serenidad de su rostro cuando no cantaba o reía apasionado.
—Se han ido —dijo solamente.
—¿Quiénes? —preguntó ella, todavía a medio despertar, constatando el vacío de la tienda en que solían dormir las mujeres.
—Los tres. Primero el judío, antes de medianoche, con Fakumit. Más tarde Yabora, llevándose su serpiente y el asno. Para alcanzarles mejor, supongo.
—¿Les dejaste?
—Son libres —repuso, encogiéndose de hombros—. No había remedio; no podíamos seguir así… Pero acabarán mal.
Uruk hablaba siempre con seguridad. Como si supiera lo que está escrito. O como si lo decretara él.
—¿Qué haremos ahora?
—Seguir viviendo. Cantaremos juntos y yo recitaré mis historias. ¿O prefieres no seguir conmigo? Piénsalo —concluyó mirándola intensamente.
—No tengo que pensar. Y quizás pueda yo cantar y bailar sola, para ofrecer algo más.
—Seguro.
En la misma Nicópolis bailó Nur por primera vez y los hombres del público se dividieron entre los que gustaban más de sus baladas de amor, acompañadas de una danza tranquila pero picantemente seductora, y los que preferían las gestas guerreras de Uruk.
Días después, en una aldea se confirmó el fatal destino pronosticado por Uruk, pues allí cerca había sido hallado apuñalado el cadáver de Fakumit.
—Cuando encuentre a Yabora la mato —anunció sencillamente Uruk.
Nur seguía recibiendo las atenciones del hombre, sin que él manifestara sus sentimientos de ninguna otra manera. Al mismo tiempo ella se daba cuenta de que Uruk aprovechaba discretamente, con algunas espectadoras, las ocasiones eróticas que se le presentaban. No podía Nur comprender la actitud pasiva hacia ella, pero no se atrevía a dar el deseado primer paso, inhibida a su pesar por el miedo de herirle en la conciencia de su invalidez. Seguían adelante como hermanos; fue en Antioquía donde se encontraron.
Habían llegado a mediados de primavera a la espléndida ciudad del Orontes, en plenas fiestas y mercados, y estaban actuando una tarde cuando se unieron al tupido círculo de espectadores cuatro hombres cuyos casacones y altas botas les caracterizaban como caravaneros de la seda, de los que llegaban cruzando las estepas con la preciada mercancía hasta Palmira y luego hacia los puertos de levante. De pronto Uruk empezó a recitar acompañado de sus tambores y ellos mostraron su asombro en un sobresalto. El más viejo lanzó un grito y Uruk, sentado en el suelo de espaldas a los recién llegados, volvió la cabeza en un gesto de jubilosa incredulidad. Los hombres le señalaron con el dedo, vociferando. El público asistía interesado a la inesperada escena mientras ellos cuatro saltaban prodigiosamente sobre las filas de espectadores acuclillados y, entrando en el corro, rodeaban a Uruk y le alzaban entre dos. Los cinco se abrazaban entre carcajadas y gritos; la gente permanecía en su sitio, dominada por la curiosidad. Al fin Uruk anunció al público que sus amigos iban a ofrecerles la danza consagrada en su país a los dioses subterráneos de los pastos y las aguas. El viejo se sentó junto a Uruk y sacó del pecho una flauta de caña, mientras el tambor empezaba a resonar. Los otros tres danzaron, a veces sueltos, otras encadenados por los hombros, enfrentándose y alejándose, persiguiéndose, simulando un combate en el que relucían los puñales, amagándose sin herirse, desmelenándose en un sagrado frenesí. Y siempre golpeando rítmicamente la tierra, hiriéndola o invocándola con los pies como si el suelo fuera la piel tensa de un tambor; saltando, volando, cayendo, arrodillándose, con ritmo, con ritmo, al latir de la sangre, más de prisa, más de prisa, obedientes a los tambores con que Uruk provocaba la exaltación del mundo, incitados por la irresistible melodía de la flauta, entregados, rendidos, hasta derrumbarse sin aliento… Siguió un largo silencio, con los tambores mudos, los hombres en tierra, los oyentes prendidos en el sortilegio, hasta que la gente empezó a desfilar como sobrecogida, sin una palabra, sin pensar siquiera en lanzar al corro las monedas habituales, conscientes todos de haber participado en algo sagrado.
Los danzantes reaccionaron y se acercaron a Uruk, discutiendo con él para convencerle de algo. Al fin se fueron, con aire a la vez feliz y contrariado. Nur interrogó a Uruk.
—Mañana volverán a ver si lo he pensado mejor y me voy con ellos.
Resumió entonces su historia, que nunca había revelado antes. Era el hijo mayor e indiscutible heredero de un khan de la estepa, pero sufrió una caída del caballo tan infortunada que perdió el uso de las piernas. Inútil como hombre en un pueblo de jinetes prefirió desaparecer y ganarse la vida como lo hacía. En su ausencia se había averiguado que su hermano segundo había dado al caballo unas hierbas enloquecedoras y, además, había sobornado al curandero que, apretado por quienes sospechaban de tan extraña caída, reconoció haber tratado mal al herido deliberadamente. Era el momento para Uruk de volver triunfalmente con los suyos.
—¿Te irás? —le preguntó Nur.
Uruk la miró largamente y contestó:
—¿Tú qué prefieres?
Además de su deseo del hombre, tanto tiempo reprimido, Nur estaba todavía llena del espíritu de la tierra evocado por los danzantes, de la galopada frenética en la estepa, de la violencia desatada en las sequías y el rayo. Pensó que la pasión de Uruk estaba prisionera de él mismo como torrente helado en el invierno y ella se sintió agua libre y desatada. Por eso dijo: