Authors: José Luis Sampedro
Entretanto el esquife ha atracado en el embarcadero principal, junto a los obeliscos. Allí les aguarda la litera que ha de conducir a la señora por las calles y que trajeron los porteadores desde palacio por el Heptastadio. Antes de instalarse en ella Sinuit se asoma un momento a la puerta grande del Emporio, bazar de todas las mercancías del mundo en sus innumerables tiendecitas bajo las bóvedas. Malki quiere corretear por las galerías y hay que retenerle:
—Entraremos a la vuelta. ¡Ya verás qué maravillas se encuentran ahí dentro! —dice Sinuit a la esclava.
Se retiran, rechazando la nube de muchachos que intenta llevarlas hacia las tiendas y, aunque sólo han de recorrer un breve trozo de la calle de Soma, hasta cerca de la tumba de Alejandro Magno, Sinuit se sube a la litera con el niño. Irenia camina al lado, mirando a un lado y a otro, hasta alcanzar el Tetrapilon, la cuádruple puerta ornamental sobre la gran plaza donde se cruzan las dos calles principales: la que han venido siguiendo y la Vía Canópica, que atraviesa toda Alejandría desde la Puerta del Sol a la de la Luna, con un ancho suficiente para seis carros de frente y toda flanqueada por columnas de mármol en cada acera. Los porteadores posan la litera en el suelo y Sinuit se apea con Malki y accede por un pórtico a un patio comercial, formado por numerosas tiendas instaladas en sus cuatro lados. Deja esperándola a la esclava y se dirige con el niño a un sandaliero, para comprarle el calzado que llevará en la ceremonia de su vestidura.
Irenia permanece en pie, no lejos de la litera, adosada a una columna. Se siente aturdida por la agitación callejera y las corrientes y contracorrientes de voces, ruidos, colores y atavíos. Pasan estudiantes camino de la Biblioteca con sus tablas de escribir y sus papiros, egipcios pobres descalzos y con sólo su faldellín, alguna egipcia también pero con el torso cubierto, griegos con su corta túnica, griegas con un ligero quitón elegantemente drapeado, legionarios sin la coraza de servicio, judíos de ropones oscuros, sirios con brazaletes, fenicios de gorro cónico, nubios con una pluma de avestruz en el recogido pelo, gentes del país de Punt con sus colas de leopardo al brazo, un sacerdote de afeitado cráneo e impoluto vestido blanco, y algún persa en viaje de negocios, con sus largos calzones flotantes y su alto gorro, mirando recelosamente por sentirse en país extranjero, en ocasiones enemigo. Y gritos, acentos, lenguajes, saludos, discusiones, manos a la frente y al pecho, inclinaciones y zalemas, insultos, broncos avisos de asneros pidiendo paso para sus recuas. Un torbellino que envuelve a la esclava, haciéndola sentirse a un tiempo suspensa y arrebatada, ahí en el centro de la vorágine. Admira el lujo de una litera con una dama, la desdeñosa arrogancia de un centurión a caballo, la expresión de hastío del alto funcionario envuelto en su toga sobre una silla de mano, camino de algún ceremonial. Algún ocioso que la cree sola se acerca a ver si puede conseguir algo de ella, pero pronto es desengañado.
En la cercana esquina de la plaza, hay un puesto de golosinas y refrescos y, junto a él, un mendigo lacerado espantándose las moscas. Los que beben el agua de granada o la cerveza han reconocido los colores púrpura y verde de la aparcada litera de Sinuit y hablan de Ahram sin reparar en la esclava.
—¿Os habéis fijado en los brazaletes? —dice el vendedor.
—¡Ya lo creo! Será una de las mujeres de Ahram. Para llevar así una pieza de oro, con la de rateros que andan por Alejandría…
—¿Y quién va a atreverse, contra esos cuatro forzudos que llevan la litera?
—No gana el más fuerte, sino el que más corre —estalla otro, provocando risotadas.
—Sí que está buena la delincuencia callejera —interviene de nuevo el aguador, narrando su percance cuando, pocas noches atrás, unos muchachos puñaleros, casi unos críos, le robaron la recaudación del día.
—Esos rateros son de Arabia. Nabateos, sábeos y otros ladrones del desierto. No se debería permitir que entrasen en Egipto.
La esclava pierde interés por la conversación, que ya no se refiere a la casa de Ahram. Son los mismos temas oídos en el gineceo, entre las intriguillas domésticas y otras mezquindades, el problema de los precios o ciertos rumores políticos o escandalosos. De pronto aguza el oído porque un nombre ha llamado su atención.
—Estará comprando media tienda.
—¿Qué importa? ¡Ya puede! El Navegante tiene para eso y hasta para comprar Roma.
—A Ahram no le interesa Roma —sentencia el aguador, dándoselas de enterado—. No está por Roma; en eso es como nosotros. Lo suyo es el mundo: Grecia y los bárbaros, hasta los hiperbóreos. Y Persia, y Nubia y Punt.
—¿Emperador de Oriente?
—¿Por qué no? Dicen que nació el año de aquella estrella que tapó el sol, y un sacerdote de Ptah, que adivina el futuro, le anunció…
La esclava deja de oír porque la señora aparece con un Malki refunfuñante.
—¡Qué cruz de niño! —se queja Sinuit mientras vuelve a la litera—. Todas las sandalias le hacían daño.
Irenia piensa en esos piececitos, siempre descalzos y sin costumbre del cuero o el papiro, mientras sigue a la litera entre la muchedumbre callejera. Como el niño ya no necesita probarse nada, durante las paradas maternas la esclava le entretiene ante los tentadores puestecillos de juguetes, comprándole alguna chuchería con los óbolos que le ha dejado su señora y temiendo siempre que el curioso chiquillo se le escabulla. Así van del perfumista al orfebre, después al vendedor de lienzos, luego al confitero, al tallista y, por fin, al establecimiento de Lisinio, el peluquero de moda, a recoger por fin la concluida peluca. A poco de haber entrado la señora aparece una muchachita para llamar a Irenia, que acude con el niño. Sinuit está sentada en un escabel y a su lado, triunfante, el atildado artesano. Ella ostenta en la cabeza la cabellera de Irenia, transformada en un casquete liso y corto, según la moda de la temporada. A pesar de que la luz no es muy intensa en el pequeño recinto, el rostro de Sinuit resulta aureolado de claridad.
—¿Cómo me sienta? —sonríe complacida la señora.
Irenia ofrece los elogios esperados en ella, mientras experimenta la rara sensación de verse en un espejo con otra cara. Piensa que ahí sólo está una parte de su pelo y se pregunta si el artista no habrá aprovechado el resto para otra peluca, pero prefiere callarse.
La obra de arte es retirada, delicadamente envuelta y puesta sobre su peana, en una caja especial entregada a la esclava. La señora, acompañada hasta la puerta, se dirige a la litera.
—Estoy rendida —exclama con un suspiro—. ¡Qué trabajos!
El niño protesta porque tiene hambre y la esclava le compra unos higos nuevos de Fayum que están, según la vendedora callejera, como la miel. Al fin se ponen en marcha camino del embarcadero, para retornar a la Casa Grande cruzando el puerto.
Cuando, más tarde, deja al niño durmiendo la siesta al cuidado de una sierva, Irenia sale del gineceo y camina lentamente por el jardín privado, admirando al fondo el faro por entre los árboles. Recuerda la conversación escuchada en la calle y se siente envuelta por el poderío de Ahram. En el gineceo le han contado que cuando treinta años atrás llegó Ahram a Alejandría como gerente del riquísimo Belgaddar, su primera casa estuvo dentro de las murallas, al pie del Paneum. Después, al convertirse en socio del fenicio tras casarse con su hija, consiguió una espléndida vivienda más en el centro, entre el Cesareum y el Teatro. Pero murió Belgaddar dejándole todo y empezó la anarquía militar con el emperador Maximino; situación aprovechada audazmente por Ahram para enriquecerse. Al salvar a Roma del hambre en cierta ocasión, abasteciéndola con sus naves, obtuvo el privilegio de poder adquirir parte del oeste de Faros, sobre una antiquísima necrópolis abandonada, y allí edificó su espléndida mansión, disponiendo para su uso privado de la caleta norte entre las rocas, con un pequeño embarcadero, además de la salida principal al sur, frente al arranque del Heptastadio que conduce a la ciudad.
La esclava apenas conoce de todo el edificio el gineceo, el patio de las mujeres y este jardín privado por donde ahora pasea, pero sabe que incluye los aposentos de Ahram, sus oficinas, grandes salones de recepción, con la espléndida galería frente al palacio del prefecto, el ala de la servidumbre, las cuadras y los almacenes, aparte las existencias del muelle y del emporio donde Ahram guarda las mercancías más preciadas: marfil, metales preciosos, púrpura, ámbar, gemas, sederías o incienso, que los escribas de los impuestos y los del monopolio imperial vienen a fiscalizar allí mismo para mayor seguridad. Pero lo que absorbe más el pensamiento de Irenia es el risco más alto de toda la propiedad, colgado sobre el mar, donde está la verdadera vivienda de Ahram: esa torre visible a su izquierda por encima del muro que la cerca y cuidada por Ushait, la hermana menor de Tenuset.
Al alcanzar el borde del acantilado Irenia se asoma a la caleta por donde seis días atrás llegó desde Tanuris en el Jemsu. En un ensanchamiento del sendero, a la sombra de un sicomoro, descubre un pequeño banco de mármol, cada uno de cuyos brazos es un delfín curvándose en el salto. Conquistada por ese lugar de reposo se sienta frente al faro, que recibe el sol de la tarde transformándolo en resplandeciente blancura. Hacia abajo el Jemsu se balancea en la caleta, junto con el bote que les llevó por la mañana a la ciudad y otras dos pequeñas embarcaciones. Al pie de la roca queda una estrecha franja de arena con una casetilla —piensa— para los cuidadores de los botes. Poco a poco el horizonte marino, la dulce sombra, los aromas vegetales y la voz de los pájaros la sosiegan, alejándola de lo que le rodea.
Un crujido de gravilla la vuelve a la realidad cuando una mujer se le acerca por el sendero. Es rubia y viste con elegancia el ligero quitón, ceñido por un cinturón dorado y sabiamente drapeado con fingida negligencia. Lleva un hermoso brazalete de plata en la muñeca izquierda, aunque no tan exageradamente ancho como requiere la moda, y las correas de sus sandalias se trenzan en exquisito dibujo. Camina con ritmo indolente, aunque nada hay en ella exagerado ni artificioso. Al contrario, todo es sabia naturalidad en la apariencia y los gestos de la que… De golpe descubre Irenia que no es una mujer, sino un hombre alto, delgado y de rostro atractivo.
No intenta disimularlo, ni tampoco sus arrugas en el rostro ya maduro. No lleva maquillaje ninguno ni oculta su nuez bajo una gargantilla, ni se arregla el pelo femeninamente. Sólo se permite una cinta azul sobre sus cortos rizos, peinados varonilmente, lo mismo que cualquier hombre se corona de rosas en un ágape. La esclava le identifica inmediatamente pues muchos, desde Bashir, le han hablado ya de Krito, sea con burla, con admiración o con asombro.
—Tú eres Irenia, claro —saluda el recién llegado cuando se detiene frente a la esclava—. ¡Oh, siéntate, siéntate! Y permíteme acompañarte en el banco. También es uno de mis sitios preferidos.
—Yo acabo de encontrarlo, señor, y si estorbo…
—Vamos, deja el tratamiento.
—Sólo soy una esclava.
—Y yo sólo un filósofo. Algo diferente, como ves; ya te lo habrán comentado…
Sonríe divertido y continúa:
—No estaba seguro, al no ver tus cabellos. ¿Por qué te los cubres tanto? Es un bonito velo, pero he oído que esconde algo más bello aún…
—Es orden de la señora. Que nadie vea mi pelo.
Krito lanza una carcajada. Fresca y natural.
—¡Claro, su peluca, la famosa peluca! No quiere que descubran el manantial… ¿De dónde dice que la ha obtenido?
—Del país del ámbar —declara la esclava, confusa por estar revelando secretos de su ama a alguien recién conocido. Pero no puede evitarlo: ese hombre induce a abrirse.
—Vamos, déjame ver. Si te culpan di que te lo ordenó Krito. No se atreverán a castigarte.
La esclava alza los brazos para deshacer el nudo y el filósofo admira la gracia de esa postura, digna de una tanagra. Aparecen los nuevos rizos descendiendo ligeramente, suaves y pesados a la vez, aunque todavía demasiado cortos para poder desplegar todo su esplendor en Canope. El filósofo admira esa dulce textura, ese color entre la miel y el fuego. «¿Será así esta mujer?», se pregunta en silencio.
—Cualquier experto comprenderá que esa peluca no es hiperbórea —continúa—. Allí el rubio es más claro, casi ceniciento. El tuyo es oscuro y luminoso a la vez… Sí —murmura abismado—, oscuro y luminoso… «¿Será así esta mujer?», se repite. Pero sólo dice—: Bashir se quedó corto. Es aún más hermoso.
—¿Bashir?
—Claro, y otras personas, Ushait.
—¡Si no me ha visto nunca!
—Lo sabe por Tenuset… y Ahram.
El hombre la ha mirado intensamente al pronunciar el último nombre, pero ella ha conseguido parecer indiferente. Aunque ha de callar un instante para tranquilizar su voz.
—¿El noble Ahram hablando de una esclava?… ¡Con tantas cosas en que ocuparse!
—Muchas, es verdad. Pero sabe cribar el grano.
La esclava prefiere no pedir aclaraciones. «No es cosa mía, no debo pensarlo.» Se escapa del tema con una sonrisa para desviar también a su interlocutor, que sin embargo se da cuenta.
—¿Y qué han dicho de mí?
—Tu pelo, claro. Tu magia, tus pronósticos, tu misterioso origen… ¿Es verdad que no recuerdas nada antes de ser encontrada en aquella playa?
La esclava narra una vez más su historia y su olvido de todos sus años infantiles.
—Curioso, curioso. En Atenas, en la Stoa, discutimos un caso parecido, pero el niño era mucho más pequeño cuando lo encontraron. Muchos aceptaron la explicación de un sofista, Crátides, que lo declaró hijo de una diosa engañada por un amante mortal…
—¿Y podía ser eso?
—No. ¿Qué clase de diosa sería ella dejándose engañar por un mortal? Aunque nos cuentan cada cosa de los dioses… No, aquel niño sufría una perturbación del espíritu. ¡Si hubiésemos podido conocer a sus padres hubiésemos comprendido mejor!
—¡Si yo hubiese conocido a los míos!… Pero no sé quién soy.
—¿Qué importa? Yo tampoco. Somos dos voces entre dos delfines de mármol.
—En todo caso —bromea Irenia— mi madre no era una diosa. No iba a dejar que su hija fuera una esclava.
—¿Te tratan mal?
—¡No! Vivo muy bien. Ahram es muy bueno.
El hombre ríe:
—Muchos dicen lo contrario… Pero no vives bien. Lo veo. Te falta algo.
«¿Cómo lo adivina?», piensa con asombro la esclava, empezando a comprender lo mucho que este hombre puede aportarle a Ahram. Entretanto el sol sigue descendiendo y el resplandor del mármol erguido enfrente disminuye, se suaviza. Una gaviota que describe círculos en el aire se acerca a ellos y chirría repetidamente antes de alejarse.