La vieja sirena (14 page)

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Authors: José Luis Sampedro

BOOK: La vieja sirena
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Irenia hace callar al portero y, mirando al grupo, encuentra sin pensarlo las palabras de Porfiria:

—Ave María.

Las cabezas próximas se yerguen hacia ella, los ojos se iluminan ante recepción tan inesperada. Un movimiento unánime se transmite incluso a las últimas filas.

El anciano avanza un paso:

—No sé si he oído bien. ¿Serías cristiana, hermana?

—No, pero he vivido con un grupo que me acogió. Quizás lo hayas conocido: el de la Madre Porfiria.

Un joven situado tras el viejo se adelanta impetuoso y alarmado:

—¡Las femineras! ¡Las de la Mujer Divina! —escupe en el suelo e increpa amenazador a Irenia—. ¡Hereje! ¡Sois peores que los paganos!

El viejo le detiene con el brazo y le hace callar con la mirada:

—Porfiria dio su sangre: no la juzgues —y continúa, dirigiéndose a Irenia—: Discúlpale; es joven y neófito… No sé quién eres aquí, pero no venimos a hacer el mal. Sólo queremos reposo a la sombra, agua, algún alimento y, si es posible, alivio para los enfermos. La inundación nos empuja hacía estas tierras y no nos dejarán entrar en Alejandría.

—Soy una esclava, no tengo aquí poder ninguno, pero trataré de ayudaros ante la señora, que está asustada pues el señor está ausente. No sigáis más adelante ni os mostréis violentos —añade, oyendo los gritos belicosos del capataz, que se acerca a la cabeza de sus armadas gentes—. Voy a explicar vuestros deseos.

Irenia retrocede hacia el grupo de jornaleros y, al principio, casi es derribada violentamente por el capataz. Por fortuna un siervo le contiene, recordando la privilegiada situación de Irenia, protegida de Bashir. Ella trata de recordar a ese hombre que Amoptis prefiere siempre las negociaciones, y que la violencia con los recién llegados puede provocar la agresión de otros. Pero lo que más disuade al capataz es esa creencia de que la esclava posee poderes sobrenaturales y desde ese momento la negociación se centra en que él pueda dar a sus gentes la sensación de que no ha cedido ante la esclava, sino que ha sido clemente con el grupo de desgraciados. Incluso da satisfacción a sus seguidores más exaltados encargándoles de vigilar a los terroristas para que no se excedan.

Los recién llegados son conducidos entonces hacia un soto cercano al canal de Canope, donde se les permitirá acampar, e Irenia les promete que recibirán algunas vituallas. Se acerca especialmente a los enfermos, transportados en unas parihuelas, y los encuentra más que nada extenuados; aunque les observa e interroga lo mejor posible para pedir consejo a Tenuset, conocedora de tantos remedios.

Luego corre a tranquilizar a su ama antes de que llegue Amoptis de los campos y entre los dos puedan adoptar decisiones violentas. Camina ya por los jardines, pensando en convencer a Sinuit de que con una pequeña entrega de víveres evitará mayores males, cuando oye tras ella unos pasos tratando de alcanzarla. Se vuelve y ve a una mujer de gruesos pechos, a la que en seguida reconoce como la arpista que canta en la terraza.

—¿De verdad no eres cristiana? —pregunta la recién llegada después de un saludo, caminando junto a Irenia para seguir hacia la casa.

—No, ya se lo he dicho a ellos.

—Pues has hecho lo que un cristiano. Gracias.

Irenia la mira: un rostro redondo, común, de campesina. La piel bastante oscura, ¿mestiza de nubio? Pero ¡qué ojos más límpidos! No hay sonrisa en los labios, está en las pupilas mismas.

—Tú sí que eres de Cristo, ¿verdad?

—Sí, estoy bautizada, pero aquí no lo saben —hay una súplica implícita en las palabras.

—No temas, no lo diré. ¿Cómo te llamas?

—¡Oh, no tengo miedo! —sonríe, también con los labios—. Me llamo Marsia. Cuando supe que llegaban corrí hacia ellos y estaba allí mientras hablabas con el diácono. Luego, cuando llegaba el capataz, temí por ti; es un hombre malo. Pero tú le puedes al peligro. Comprendo ahora.

—¿Qué?

—Lo que dicen de ti.

—¿Algo malo? —ahora es la esclava quien sonríe.

—Tus extraños poderes —sonríe a la vez la muchacha.

Han llegado a la casa y se despiden amigas. Irenia se pregunta si habrá más cristianos entre la servidumbre de Villa Tanuris, aunque ya lo sospecha. ¿De qué grupo, de qué secta? Éstos, le ha dicho el diácono anciano, son del obispo Cipriano, al que acaban de desterrar a Curubis porque quiere una iglesia africana, independiente de Roma. ¡Qué extraño, tan diversos creyentes para un solo dios!

Lo urgente es llegar antes que Amoptis y convencer a la señora. Lo consigue, con la condición de que los terroristas prometan marcharse de la finca antes de cinco días. Luego ha de dar de comer al niño, que después se queda dormido. Irenia, fatigada por las emociones del día, baja sola hasta la playa.

El mundo ya no es el de la mañana. El cielo, cóncavo como el de un horno, es todo una veladura blanca. El mar es de mercurio, llanamente tranquilo, sin un rizo ni una onda; sólo una difusa luminosidad chispeante. Del viento ni un susurro en las palmeras… ¿Dónde están las rompientes? ¿Se ha detenido el mundo? Y ¿a qué espera?

Ante tan expresivo reflejo de su alma Irenia se reclina, se abandona a la arena. Alcanza una pequeña caracola vacía y se imagina como ella, avanzando por su propia oquedad, espiral adentro.

7. La sacerdotisa

La esclava, que ha intentado en vano dormir un poco durante la siesta del niño, baja de su desván para hacerse cargo de él hasta la comida última del día. Al pasar por las cocinas le extraña ver a Bashir, porque suele regresar a la Casa Grande antes de la séptima hora, y le asombra más aún que sólo conteste a su saludo con un gesto cuyo significado no logra captar. «¿Qué le pasa? ¿Qué ha querido decirme?», piensa. Pero sale al patio del pozo y luego, por la escalerita, asciende hasta la terraza.

La sorpresa la paraliza. Reclinado entre almohadones junto a la sillita baja donde se sienta Sinuit a lo egipcio, Irenia descubre a Ahram jugando a las tabas con Malki. ¿Cuándo ha llegado? ¿Cómo no se sabía? Ahora comprende el gesto de Bashir. Así es, él ha llegado y en la caleta se divisa el Jemsu, flotando sobre unas olas hoy agitadas… Es Ahram, ¡y ella permanece descortésmente inmóvil, bajo el estallido de esas cavilaciones, en el rellano final de la escalera! Cruza las manos sobre su pecho y se inclina profundamente. Su mano derecha, sobre su seno izquierdo, siente el golpeteo de su corazón. «¿Por qué estoy tan nerviosa?», se pregunta, mientras avanza hasta un rincón en espera de órdenes, pues el niño no parece muy dispuesto a separarse de su abuelo. Ahram no reprocha a la esclava su torpe aparición. Está sacando de una bolsa colocada junto a él una curiosa redoma llena de cristales de colores, que forman variadas combinaciones al moverla. Apenas ha empezado Malki a familiarizarse con el juguete cuando el abuelo saca también un espejo curvado y lo coloca ante los ojos infantiles provocando, con gran sorpresa suya, el asustado llanto del pequeño.

—¡No llores! —ordena entre confuso e irritado—. Es que este espejo alarga la cara.

—¡Es feo! —grita Malki, mientras la madre se inclina, se mira en el espejo, pone cara de asombro y luego se echa a reír.

—Tiene razón el niño, padre. ¿De dónde has sacado eso? ¡Parece un vidrio tapado!

—Una idea de mi gente, un espejo deformante. Y fíjate, es mejor que los de plata: han descubierto algo nuevo, que untan tras el vidrio… ¡Basta, Malki! No tienes motivos para llorar. Dentro de nada ya llevarás vestido y un hombre no llora… Toma, te traigo otra cosa más bonita.

De la inagotable bolsa extrae un curioso tocado que coloca en la cabeza infantil, cambiando el llanto en sonrisas. «Una tiara persa», explica a la madre, a la vez que llama a Irenia para que cuide de Malki.

—Todavía lloriquea, Irenia —dice, mientras ella toma de la mano al niño—. Aunque lo noto menos caprichoso. Sigue cuidándomelo; vas bien. Y ahora no te lo lleves todavía.

Con la redoma llena de cristales y admirando la tiara, la esclava entretiene al pequeño hasta que llega Yazila y se une a ellos. Le encanta oír mientras tanto la voz grave de Ahram, tranquilamente imperiosa, preguntar a Sinuit para seguir los acontecimientos de Tanuris: el catarrillo de Malki en la decena anterior, la muerte del semental vacuno, el extraño pez arrojado a la arena por el mar, la subida de la inundación en la boca canópica del Nilo, los arreglos dispuestos por Amoptis en las canalizaciones, la ausencia de su yerno que lleva dos días en Alejandría, la incursión de los terroristas…

Al escuchar esta noticia Ahram alza súbitamente la cabeza en gesto de alerta. La hija le habla de su miedo, de cómo ocuparon cinco días un soto cerca del canal. Se excita al contarlo pensando en imaginarios peligros, se lleva la mano a la frente, le amaga otra vez la jaqueca y se retira llevándose a Nufria para que la ayude a acostarse y le ponga lienzos húmedos en la frente, diciendo al retirarse:

—Dispénsame padre. Este calor… Ya deberíamos estar en Alejandría: se lo repito cada día a mi Nefer.

Ahram calla un momento e interpela a la esclava:

—¿Qué pasó con los terroristas? ¿Hicieron daño?

—Ninguno, señor. No se movieron del soto y se conformaron con algunos alimentos. Incluso el diácono que les guiaba curó a un pequeñín en la aldea.

—Te gustaría hablar con ellos, con los tuyos… —insinúa.

—No son los míos. Ya dije que no he sido nunca cristiana. Viví con un grupo, nada más.

—¿Y no te dieron ese baño sagrado que dicen que les lava?

La mirada de Ahram ahonda en la esclava mientras ella le amplía detalles de su vida con las femineras. De pronto la interrumpe:

—¿Es cierto que el romano te echó a un estanque con morenas y no te destrozaron?

La esclava se ve obligada a confesarlo, temerosa siempre de que le atribuyan poderes mágicos. Ahram, sonriendo, estira su pierna izquierda y repliega con las manos su túnica, mostrando una pantorrilla muy morena en la que se aprecia la fea cicatriz de una dentellada.

—Así me mordió a mí una, y eso que pude sacar la pierna del agua inmediatamente, con la bestia agarrada a mi carne, retorciéndose en el aire. Bashir le cortó la cabeza de un tajo pero allí seguían clavados sus dientes y casi me desgarraron más al arrancármelos de mi carne mientras los ojos de aquella cabeza seguían mirándome ferozmente… ¿Cómo te libraste tú? ¿O no estaban hambrientas? ¿Te protege algo? ¿Un amuleto?

Los ojos son más taladrantes que nunca. Ella los afronta con lealtad, jurando que no, aunque no puede explicarse su salvación.

—Otras veces me pasaron ya cosas parecidas —continúa y se arrepiente en el acto, pero ante Ahram le es imposible ocultar nada—. También un marrajo nadó a mi alrededor sin dañarme… No sé, cosas de la mar.

—Ya sé que te gusta la mar. Apruebo que bajes a la playa con Malki —continúa Ahram después de un silencio—. Quiero que sea como yo. Pero, ¿te atreverías a navegar mañana, con esa marejada? —concluye, señalando el oleaje gris sucio que se ve desde la terraza rompiendo violentamente, allá contra el promontorio.

—Mañana estará en calma —asegura la esclava mordiéndose la lengua en el acto, asustada de la espontánea seguridad con que lo ha dicho. Se da cuenta de que está fomentando sin querer la creencia en su magia. ¿Qué le pasa?

—Ya veremos —responde con calma Ahram mirándola con fijeza, en un silencio que a ella le parece comprometedor, mientras él continúa, cambiando de tema—. No sé por qué les llaman terroristas siendo tan pacíficos la mayoría. Roma todavía no sabe lo que es el terror… Pero, ¿cómo se puede adorar a un dios tan débil que se deja crucificar por sus propias criaturas? ¡Bah!, yo no seguiría nunca a estos flojos dioses de ahora. Los antiguos eran fuertes; sobre todo las diosas.

En ese momento irrumpe Neferhotep, recién llegado de Alejandría, y Ahram, deseoso de tratar ciertos asuntos, dispone que se lleven al niño fuera de la terraza.

A la mañana siguiente Yazila despierta sobresaltada. Alguien la sacude para arrancarla del sueño y, como ve que apenas ha empezado a clarear, teme algo grave. Se incorpora inquieta.

—¡Pero mira! —insiste Irenia, agitándola excitada—. ¿No lo ves?

Yazila se acerca a la celosía. El mundo es el de siempre.

—¿No te das cuenta? ¡La mar en calma, las palmas no se mueven!

La muchachita mira con asombro a esa esclava tan distinta de la Irenia siempre tranquila, que murmura desconcertada:

—Y ahora qué le digo… Me preguntará cómo lo supe…

Yazila se enfada ante otra rareza más de la mujer intrusa y se acurruca de nuevo en su yacija. Irenia la deja por imposible y desciende a refugiarse en la playa desierta. En el centro de la caleta el Jemsu inmóvil parece un extraño insecto sobre una lámina de estaño líquido.

Más tarde, al aparecer ambas con el niño en la terraza, es Ahram quien desde allí contempla el mar, ya transformado por el sol en un zafiro rayado de oro. Al oír pasos se vuelve. El contraluz impide a la esclava interpretar su expresión mientras pronuncia unas palabras que tranquilizan a la mujer pero la decepcionan. Ella le suponía sorprendido.

—Sabía que tendrías razón: el viento se calmó anoche.

Ella se inclina sumisa como para hacérselo perdonar. Al menos el tono ha sido cálido. Pero, ¿qué vendrá luego, qué hay detrás?

—Esta tarde navegaremos un poco. Más lejos que el otro día. ¿Has estado en Karu? Nunca he fondeado allí.

No, la esclava no ha estado en esa isla que divisaron en el paseo anterior hacia poniente, en dirección a Alejandría. Pero ¿qué importancia tiene?

—¿Qué hay en ella? —pregunta, para no mostrar desinterés y para no hablar más de la calma anunciada.

—Está deshabitada, pero dicen que hay restos de un templo. Ya veremos. Con esta mar el paseo le gustará al niño. Tenemos que hacerle marinero.

Después de la siesta del chiquillo la esclava lo baja al embarcadero detrás de Ahram, que viste un corto calzón de marinero y ha cambiado su túnica por una camisa púrpura cuyo abierto cuello deja ver un cordón sosteniendo algo pendiente entre la tela y el pecho velludo. Se sienta a popa del esquife con Malki al lado y ve remar al Navegante con la facilidad de una antigua costumbre. Por decisión de Ahram, Yazila se ha quedado en tierra, muy a su gusto, pues la intranquiliza el mar. Abordan el velero, suben a cubierta y se instalan los tres a popa, como en el anterior viaje, mientras los dos marineros y el grumete remontan el esquife. La esclava espera fervorosamente que no ocurra nada excepcional esta vez. Ahram da unas órdenes y chirrían los motones; el patrón, Tinab, iza la vela mayor, después el foque. Levan el ancla y el barco empieza a moverse, navegando a un mástil. El pesado aire del jardín queda atrás, el promontorio se desliza hacia popa, una suave brisa les acaricia. El casco cabecea, coge impulso, enfila hacia alta mar. Ahram, empuñando el remo timonero, observa atento cómo coge el viento la vela. A Irenia le parece un sueño repitiendo el viaje anterior y sus labios se curvan en una ligera sonrisa de beatitud.

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