La vieja sirena (16 page)

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Authors: José Luis Sampedro

BOOK: La vieja sirena
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Ahí sentada, ahí la vi por primera vez. Ahí, en el rincón junto al pozo, delante de mi Malki, enfrentándose a Tijón, a sus colmillos. Ahí, temblando de miedo y llena de valor. Aunque Bashir no me hubiese hablado antes yo la hubiera adivinado por su temple; nunca me equivoco con la gente. Un temple que es misterio; esa esclava ha sido hoy mi guía. Nunca tuve interés en ir a esa isla y hoy me decidí. ¿Me empujó ella al anunciarme ayer bonanza? ¿Lo sabía o fue casualidad? Pues allí me condujo, ella llevó el timón aunque yo lo empuñara. A presencia de Ittara, como si supiera lo que fue para mí.

La reconocí en seguida, en la gruta. Ishtar, la diosa de Ittara. Su actitud, su paloma, la gruta misma. ¡Oh Ittara, en la caverna de tu Señora! Toda una vida y parece que fue ayer. Se me fueron los brazos a lo alto, como ella me enseñó. Y como mi madre alzándolos a la estrella del día y de la noche. ¿Cuál será la diosa de esta mujer? ¿Tiene alguna? Desde luego no ese Cristo, hombre o mujer, no le va a su temple. Y ahora le debo mi daga. Un signo del destino. ¡Mi daga! Mi historia, mi vida. Ganada cuando salvé de los piratas el barco mercante de Belgaddar y lo llevé a Tiro. Con eso empezó todo. El mismo Belgaddar me regaló otra daga, una joya de Damasco. Pero era más mía esta del pirata godo, aquel gigante rubio. Más mortal su hoja recta: no degüella como las curvas pero puedo lanzarla y vencer. Falta me hace vencer; hoy me han ganado. Ella estuvo más tiempo bajo el agua y yo antes resistía como mis mejores buceadores. ¡Cómo me asustaste! ¡Ay!, voy teniendo años; aún hace diez hubiese salido ella a respirar antes que yo. Me queda menos tiempo para lograr mis planes, pero no moriré sin acabar mi obra. ¡Si hubiese seguido reinando en Roma Filipo el Árabe! ¡Qué bien nos entendíamos, ambos de la misma raza! Al Valeriano de ahora le viene grande la púrpura. Se equivoca avanzando tanto por Persia. Shapur le deja, no es tan débil; le está tendiendo una trampa. Bien lo sabe otro árabe que vale, Odenato el de Palmira. Está esperando a ver en qué quedan los otros dos rivales. Cada vez me entiendo mejor con ese príncipe que ha frenado ya los avances de Shapur. Otro árabe. Tendré que volver; hace ya cinco años que no voy a Palmira. Todos los informes me dicen cuánto ha progresado la ciudad. Ya era otra cuando fui la primera vez, en tiempos del emperador Gordiano. Y he de conocer a Zenobia; también me insisten en que influye muchísimo desde su boda. Parece que maneja a Odenato. Pero ha de ver esas cosas uno mismo. Y pronto.

Hay mujeres que nos elevan o nos hunden. ¿Qué hay en esta recién llegada, guiándome a esa isla para llevarme a Ittara sin saberlo? La necesito en palacio, con su magia o lo que sea. Ya ha hecho por Malki lo que podía… ¿Magia? Esa calma anunciada, esos delfines, aquel escollo, la gruta en la isla, la daga… Y sus ojos leales pero cambiantes, como la mar… Hay que hacerle el horóscopo; que averigüen cuándo nació, a lo mejor aclaramos algo. Si disipamos las sospechas podrá serme útil. ¡Qué pérdida si se hubiese ahogado esta tarde! Siempre mis estrellas me han ido enviando a quienes me hicieron falta: Bashir, Krito; ahora ésta. Mis estrellas o Ishtar, la de Ittara ¡Ittara!…

También mis sabios descubriendo cosas. Dagumpah ha visto un informe sobre un objeto que apunta siempre al Bóreas. Aunque las nubes oculten las estrellas se podrá navegar. ¿Será verdad? ¡Qué ventaja sobre otros barcos! Triunfo de mis sabios; los romanos no aprovechan a los suyos. Sólo para construir y pleitear, pero no inventan. ¿Será verdad ese polvo del país de los Seresh, ese pueblo de la seda, que según dicen arde como el trueno y como el rayo? Bashir se reía cuando lo oyó, pero el mundo está lleno de misterios. Quien los descubra vencerá. Como ese espíritu de fuego que estamos buscando, escondido en el aceite de piedra, donde nadie lo ha visto aún. No sólo es útil la palabra, Krito; las cosas son útiles. Y las gentes. Esta mujer ha salvado mi daga; no puede quedarse en Tanuris. Descubriré quién es y lo que sabe, y lo que puede revelarnos. Ya en el rincón junto al pozo fue diferente. Pero quizás peligrosa. Esta tarde, en el Jemsu, enardecía el aire. Por eso los marineros se desmandaban. Yo mismo, si hubiéramos estado solos… Cuidado, puede ser uno de sus ensalmos o conjuros, nunca se está bastante en guardia. ¿Quería provocarnos? ¿Por qué no bajó al tambucho? Pero se hubiese movido, nos hubiera mirado intencionadamente. Nada. Más bien parecía —¡absurdo!— que le diese vergüenza. Era una estatua. También irritada, claro. No debí pegarle en la cara, cuando acababa de salvar mi daga. ¿Por qué lo hice? No importa. ¡Cómo se lanzó al agua! Sin pensarlo; aún no había tocado fondo el puñal. ¿Por qué lo hizo? Si no vino con malas artes, es una adquisición.

Ésa es la cuestión: ¿me llevó ella a la isla o no? Bashir me ayudaría a saberlo. No, ya le tiene hechizado. Tampoco es eso; nada está del todo claro. Hasta ahora todo habla a su favor. A favor de esa estatua, con la túnica pegada al cuerpo. Ya no es joven, pero… Y esos cabellos que sólo he visto cortados… No se quitó el pañuelo, pero Bashir dice que le van creciendo de prisa. ¿Otra magia? No se mereció mi bofetada. ¡Y parecía que no iba a ocurrir nada cuando subíamos hacia el risco! Ya me sorprendió el granado, pequeño por el viento pero tan grueso de pronto, tan retorcido. El árbol de Perséfone. Ittara la llamaba Persefasa, otro nombre de su diosa. Ishtar, uniendo mis estrellas de la mañana y de la noche. Ante ellas evoco siempre a mi madre: en el huertecillo trasero de la casa. Ella misma lo cultivaba; había logrado salvarlo de la rapacidad de mi tío. Allí, frente a los altos riscos negros al otro lado del oasis. Justo antes de salir el sol o de ponerse. Me sostenía contra su cuerpo arrodillado y me alzaba los bracitos adorantes hacia el lucero del alba o el del crepúsculo. Siempre un luminar solitario en el pálido cielo, ni noche ni día. «Tu estrella —decía mi madre— tiene dos vidas: Arsu, el dios de la mañana, y Azizu, la diosa de la tarde.»

Ittara fundió las dos en una: la Señora de las Palomas y de las Serpientes, la sublime Ishtar… ¡Ittara, mi última madre, mi primera mujer! Revivida hoy en mí, tan de sorpresa… ¿Qué sabe esta esclava? ¿Me trajo adrede a la isla? ¿Ha sido azar, destino? Ittara de pronto ante mis ojos, como si estuviera ahí, en ese rincón del pozo. Como cuando se sentaba junto al manantial, me ponía frente a ella y repetía su incomprensible oración, también revivida ahora, tanto tiempo olvidada:

Oye mi ruego, Ishtar,

Luna de los Amantes.

De quien no sabe dar

enséñame a recibirlo todo.

De quien no sabe abrirse

hazme llenar…

…¿llenar qué?, ¿cómo era el final? ¡Ay, todavía olvidada! Algo de un instante, de una copa…

Desde la pequeña isla rocosa, emergida a medio estadio de la costa, nunca se habían oído en la playa más que cánticos de alabanza. Por eso cuando la sacerdotisa escuchó gritos amenazantes suspendió su tarea de rellenar las lámparas y salió hasta el pórtico del santuario, deteniéndose en lo alto de las gradas. Por curiosidad, pues no sentía inquietud ninguna, dado lo sagrado de la isla, dedicada a Ishtar desde remotos tiempos a causa del inexplicable manantial que brotaba en la peña.

Enfrente, sobre la arena, unos cuantos hombres lanzaban sus clamores, mientras otros ponían a flote el botecillo permanentemente varado allí para el servicio de la diosa. En el estrecho brazo de mar alguien nadaba furiosamente, alcanzaba ya la isla, corría hacia el santuario. Se le veía en el límite de sus fuerzas. Tropezaba, caía, se levantaba, hasta que logró llegar al pie de la escalinata y allí se derrumbó, doblado sobre las gradas, jadeando angustiosamente. Apenas iba vestido: la desgarrada túnica dejaba ver una lisa espalda suavemente morena. La sacerdotisa descendió hasta el caído que, al rozarle el finísimo lino de la túnica, alzó la cabeza y exclamó con angustia:

—¡Me quieren matar!

Era una cara todavía imberbe. Bajo unos cortos rizos miraban a la mujer dos ojos oscuros donde ella leyó el miedo, pero también el coraje. Eran implorantes, pero tenían razón. Entretanto, el botecillo con los dos hombres estaba a unos cuantos codos de la orilla.

—¡Danos al asesino! ¡Ha matado a nuestro patrón! —gritaron.

—No puedo. Ha alcanzado el asilo de la diosa —replicó serenamente la mujer.

Los perseguidores vacilaron y ella temió un instante la violencia pues, por el habla y las ropas, se veía que eran extranjeros. Pero seguramente allá en su tierra existían recintos inviolables y acabaron por retirarse a la playa. Allí la mayoría del grupo empezó a alejarse tierra adentro; sólo algunos más tenaces se sentaron sobre la arena como esperando coger al fugitivo si dejaba la isla.

La sacerdotisa les volvió la espalda. El muchacho, doblada su estatura de hombre, la aguardaba sentado en las gradas. Aún respiraba fatigado pero ya sus ojos mostraban risueña picardía.

—¿Has matado? —preguntó ella, sin poder apartar la mirada de aquella expresión decidida, aquellos labios finos y apretados pero jugosos, entreabiertos sobre unos dientes relampagueantes.

El joven relató entrecortadamente lo ocurrido. Un mes antes, en el muelle de Tiro, había embarcado de grumete en un pesquero y ahora, al llegar a Sarepta, la pequeña ciudad próxima, habían querido regatearle su primera soldada. Protestó ante el patrón, que intentó pegarle mientras se burlaban los demás y, al defenderse, le había empujado, haciéndole caer de modo que se había golpeado la nuca contra la borda y allí había quedado inmóvil. El muchacho ignoraba si le había matado porque huyó al ver a los demás sacar sus cuchillos. Había corrido por el campo y, ya exhausto, al divisar el islote había nadado hacia él aún sin saber que era sagrado.

La mujer le creyó. No pudo dejar de creer la prematura hombría leída en aquellos ojos, la seguridad del que ni siquiera piensa en mentir.

—Aquí estás a salvo —dijo—. Puedes quedarte hasta que se vaya tu pesquero. ¿Eres de muy lejos? —añadió, porque percibía un acento extrañamente gutural.

—¿Qué importa? Es igual: no tengo casa, no tengo a nadie.

Ya respiraba tranquilo y la sacerdotisa le notó contemplándola por primera vez. El muchacho descubría la lisura de los cabellos femeninos graciosamente recogidos, la delicadeza del rostro, el cuello que lo sostenía como un tallo a una flor, el cuerpo pequeño pero exquisitamente formado, con senos apuntando bajo la túnica y caderas ostensibles. La mirada se detuvo en la sandalia ritual de suela alta y luego volvió a subir recorriéndola como en una caricia, saboreando el descubrimiento. Los ojos ya no eran sólo risueños: relumbraban de vida.

—¿Cómo te llamas?

—Ahram.

—Ven. Tienes los pies destrozados.

Le hizo traspasar el pórtico, que no era acceso al templo, sino a un recinto natural de tierra llana rodeada de rocas oscuras y cubierta por la vegetación de un huertecillo y por algunos árboles. El muchacho se sorprendió: era como su oasis natal en miniatura. Ella le condujo hasta el manantial creador de aquella placentera vegetación y, sentándole a la sombra de un granado, le hizo meter en el agua los pies descalzos, maltrechos por la carrera. Mientras él se aliviaba con la frescura del agua ella se dirigió a una construcción blanca, adosada a la peña, con una puerta y una ventanita. Un pequeño cubo coronado por breve cúpula. Regresó con un cestillo conteniendo queso, pan y algunas frutas. El muchacho comió vorazmente mientras ella, sin escuchar sus protestas, tomó un pie en sus manos y lo lavó con cuidado, examinando las llagas. El otro pie sangraba por una cortadura. Ella aplicó unas hierbas húmedas que buscó alrededor, sujetándolas con unas hojas de anea y anunciando que pronto se cerraría.

Aquella noche el muchacho durmió junto a la puerta de la casita, celda de la sacerdotisa. Antes ella había celebrado los ritos vespertinos del culto a la diosa, con plegarias, genuflexiones y la quema de incienso mediante una permanente lamparilla, en el interior del verdadero santuario: una gruta profunda abierta en la pared rocosa, al fondo de la cual vislumbró Ahram desde fuera —pues sólo ella tenía acceso— la estatua de la divinidad.

Con la mañana siguiente comenzaron unos días que al muchacho le parecieron de ensueño. Ittara, pues ése era el nombre de la mujer, se levantaba como Ahram antes de amanecer y, tras saludar al lucero matutino, practicaba el culto en la cueva sagrada. Ahram, que ya el primer día comprobó la renuncia definitiva de sus perseguidores, fue sabiendo que la sacerdotisa pertenecía a una antigua congregación de la Heliópolis siria, en el famoso templo dedicado a Atargatis por la reina Estratonice, desde donde la destacaban durante todo un año en el santuario, hasta su relevo por otra compañera. Sus vituallas provenían de las ofrendas aportadas por los campesinos circundantes e incluso por gentes de Sarepta y hasta de Sidón o Tiro. Advirtió a Ahram que, salvo penetrar en la cueva, podría moverse libremente, y él le propuso dedicarse a pescar con el botecillo o a coger moluscos en las rocas. ¡Qué triunfalmente regresó Ahram al santuario con su primer pez cogido por las agallas! Aquello le permitió dejar de sentirse un intruso y empezar a considerarse en terreno propio.

Los días llenaban por completo la vida del muchacho con la pesca y el disfrute del sol, de la brisa perfumada por las hierbas aromáticas, de la frugal comida y, sobre todo —era cada vez más consciente de este goce—, de la compañía femenina. Ella se ocupaba de la limpieza del templo, el cuidado de las lámparas y los ritos del culto; Ahram la ayudaba a limpiar el terreno y a cultivar el huertecillo. Cuando ella, por la mañana o al crepúsculo, reaparecía en la puerta de la cueva envuelta en la blancura de su túnica, recordaba el muchacho los luceros que le mostraba su madre en el oasis natal, entre Marib y Timna. Se lo confesó a Ittara en las largas conversaciones que, entrecortadas de silencios, les deleitaban a lo largo del día, mientras el sol desplazaba las sombras de las rocas, o bajo las estrellas en torno a una luna creciente. Entonces ella le explicó que ambos luceros eran sólo uno, la estrella de Ishtar, llamada Venus por los romanos. En esas pláticas el muchacho contaba sucesos de su vida, todavía breve pero ya rica en peripecias. Le hablaba con adoración de su madre, nacida y criada en el lujo de Palmira, pero raptada durante un viaje por guerreros sábeos, de uno de los cuales acabó enamorándose hasta el punto de preferir permanecer con él a ser rescatada por su familia. Explicaba la muerte violenta de su padre, el salvamento de su madre y él por los Abu-Raim y su juramento de odio a los romanos; la muerte también temprana de su madre, las penosas andanzas con la caravana de su tío, su escapatoria de los malos tratos al llegar al puerto de Rhosus, sus primeros trabajillos eventuales así como también sus raterías y, por fin, su embarque en el pesquero con tan desgraciado remate. En esas reposadas conversaciones, mientras comían de las ofrendas, dejadas de vez en cuando por algunos al pie de las escaleras de acceso, las palabras, las miradas, las risas, iban tejiendo tantas afinidades como una antigua convivencia. Poco a poco las miradas apacibles se iban haciendo intencionadas, primero, involuntariamente ávidas después.

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