La vieja sirena (24 page)

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Authors: José Luis Sampedro

BOOK: La vieja sirena
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Murmullos de aprobación y asombro acogen esta inusitada exaltación de un caudillo fronterizo.

—Cuando el año pasado Odenato tomó por esposa a la princesa Zenobia le envié, como sabéis, una caravana de regalos, pero me pareció más prudente, de acuerdo con él, no asistir a la ceremonia. Según mis agentes esa mujer tiene una gran personalidad. No es otra esposa más sino que ejerce una influencia grande, sabe despertar adhesiones en el pueblo y colaborar con su marido en el engrandecimiento de Palmira. He hecho este viaje para conocerla y tratar directamente: los astros, según Assurgal, eran favorables para el encuentro.

—Tengo además el horóscopo de Odenato —interviene el astrólogo con su sonora voz— y es compatible con el tuyo, señor. Desgraciadamente nuestros agentes no han podido averiguar la fecha de nacimiento de la princesa.

Hay risas comprensivas en el consejo. Nadie se interesa mucho por el nacimiento de otra hembra más en un harem oriental.

—He estado en Palmira sólo cinco días, porque fui y volví por rutas desviadas, pero han sido suficientes. He visto…

—¿Has vuelto a aquella casa de placer, entre la Fuente Monumental y el Teatro? —interrumpe Bashir, mostrando al reír su mella en la dentadura.

—No he ido a eso ni he tenido tiempo —sonríe Ahram—. Apenas he salido de palacio, junto al templo de Baalshamin.

—No ha salido del palacio porque Zenobia es muy hermosa —murmura en voz baja Krito a su vecino Artabo, un marino vestido al estilo de Ahram, recio y de mediana estatura con tranquilos ojos negros y mentón pronunciado.

—Sí, muy hermosa —confirma Ahram, que lo ha oído, a la vez que con un gesto pone fin a la broma—. Tiene unos dientes blancos y unos ojos negros que llenan de fulgor su cara. Pero lo importante es su talento. He asistido a una reunión del Consejo de gobierno, y he admirado la discreción de la reina en no quitar protagonismo a Odenato, así como su acierto al sugerir mejores soluciones para asuntos complicados. Más tarde, cuando los tres a solas debatimos los términos de nuestro secreto acuerdo, intervino mucho más y con una visión muy amplia. Odenato es sin duda un caudillo pero ella, aunque sea una mujer, tiene el cerebro de un emperador.

—¡Vienes seducido! —se atreve a decir el obeso Narbises, uno de los más antiguos colaboradores de Ahram, asegurándose una vez más su peluca a la egipcia.

—Vengo encantado de haber tratado con dos personas excepcionales. Ella te daría a ti lecciones de negocios, Narbises… Pero lo principal es que he despejado la duda que me impulsó a visitarles. Ante ese consulado ofrecido por Roma, importaba aclarar si Odenato se convertía o no en servidor del imperio. No olvidemos que ya hubo un emperador árabe, Filipo.

Ahram deja transcurrir unos momentos y continúa, triunfante:

—Pues bien; definitivamente no. Odenato piensa como yo. Quiere acabar con Roma sirviéndose de Roma. Y hasta de Shapur si le hiciera falta. Es un oriental, como nosotros. Y Zenobia también, incluso más encarnizada. Por eso hemos llegado a un acuerdo. Aún falta estipular los detalles, pero el pacto está sellado. Al fin he hallado mi complemento: un general con tropas como yo lo soy de mis navíos. Odenato será el ejército y yo la fuerza naval, para acabar con esta situación de que entre Roma y Ctesifonte decidan nuestra suerte. Odenato conoce la fuerza militar de Persia y pronostica una derrota romana. Seremos libres todos nosotros: los griegos, los egipcios, los africanos, los armenios; todos. Y nos organizaremos para no volver a estar sometidos.

Parece como si en la galería hubiese brotado una luz, que no es la del sol, ya en las alturas. Los rostros resplandecen de ilusiones.

A continuación Ahram entra en detalles y se pasa a un debate conjunto con sugerencias y objeciones. Algunos tienen más reservas que otros, unos son más audaces que prudentes, pero al acabar la mañana existe ya un consenso satisfactorio en cuanto a las líneas generales de acción, que los presentes se encargarán de ir impulsando según sus competencias. Filópator, el alto y nervioso ingeniero de largos dedos huesudos, revisará los planes de investigación en el secreto Campo Esmeralda; Narbises estudiará las repercusiones financieras del plan; Artabo revisará la flota de Ahram y su posible aplicación militar; Dagumpah asegura con su frágil voz que explotará a fondo sus contactos informativos en el Museo y el Serapion; Soferis, por su parte, utilizará con el mismo fin la red propia de agentes e informadores, creada por Ahram bajo la cubierta de sus numerosas representaciones comerciales en todo el Mare Nostrum y en las grandes ciudades. Ahram les oye satisfecho: llevan años ya trabajando juntos y demostrando la eficacia de su bien articulada organización.

—Esta debilidad romana en Oriente nos ofrece una oportunidad, porque sin duda tiende a agravarse. El centro del imperio ya no es Roma; allí está sólo el espectáculo pero no la fuerza. En las fronteras es donde se juega su destino; donde las tropas destronan o proclaman emperadores; donde son derrotados o donde vencen al germano o al persa. Por eso la frontera es nuestro campo y en ella tenemos a Odenato, que nos necesita a nosotros en la mar para el abastecimiento, el transporte y la guerra naval. Además nosotros somos superiores a todos en algo apenas usado: la técnica. No puedo anticiparos nada pero los sabios de Filópator nos preparan sorpresas. Repito: el futuro se juega en las fronteras.

—En todas —dice suavemente Krito—. Porque dentro del imperio hay gentes fronterizas, como los cristianos o los esclavos. Y dentro de cada ser humano también hay fronteras, la vida se crece siempre en las fronteras.

Sus palabras, cuyo alcance escapa a algunos, no suscitan comentarios, aunque hacen reflexionar a Ahram. Se levantan todos muy animados por las perspectivas.

Se van retirando y Ahram retiene a Krito, después de despedir a Bashir, que sale a comer algo, antes de partir con encargos a Villa Tanuris. Los dos amigos se acomodan ante una mesita para disfrutar relajadamente de un almuerzo, contemplando la espléndida perspectiva del puerto, el palacio de los Ptolomeos al fondo con sus jardines, las naves fondeadas o en movimiento y, por supuesto, la maravilla del faro que ahora, con el sol ya en el cenit, se alza en todo su blanco esplendor.

Ahram añade a su información en el consejo privado algunas anécdotas del viaje y de Palmira, con sus impresiones acerca del ejército de Odenato y de las personas que allí ha conocido, especialmente la pareja reinante. Pero a veces parece distraído y acaricia el pomo de su daga. Krito adivina por eso alguna preocupación más honda, pero prefiere abordar otro tema susceptible de interesar a Ahram.

—Conozco en Alejandría una persona a la que deberías tener en cuenta. Una mujer interesante.

—¿Quién?

—Ya la conoces. Se llama Clea… ¿No recuerdas? La esposa de Drómico, el epistratega.

—¡Ah! ¿Una morena delgada, con el pelo corto como el de un muchacho? ¿Y qué tiene de interesante?

Krito sonríe. Lo que le choca a Ahram le atrae a él.

—Para empezar, el marido. Es muy tosco, ya lo sé, pero es el epistratega. Conoce todo el despliegue militar romano en Oriente y se le pueden sacar cosas. A él… o a ella.

—¿Por qué a ella?

—Porque podría resultarle divertido. O convenir a sus intereses. Es una mujer especial, aunque vosotros no lo notéis. En Rhakotis corren rumores.

Ahram sonríe y da una palmada en el brazo de su amigo:

—¡Ya salió tu Rhakotis!

—Sí, mi gente. Nosotros nos interesamos por lo que a vosotros no os parece importante. Sólo miráis al nivel de los banquetes, los despachos o los emporios. De ahí para arriba. Incluso tú, a pesar de tus comienzos… Os sorprendería descubrir lo que se sabe en Rhakotis de vosotros, gracias a la gente de escaleras abajo, incluyendo las cloacas.

—Reconozco que sueles saber muchas cosas. ¿Y esa Clea?

—Pues resulta que le gusta el mundo de Rhakotis, a pesar de su posición social. Saborea la vida en directo, por así decirlo. Aparece por aquellos sitios alguna noche, con acompañantes varios, hombres y mujeres. Y es muy inteligente; de eso me he dado cuenta en un banquete de los vuestros… Una mujer con talento y atrevida, ¿por qué no tantearla?

—Puede. Mira, hazlo tú.

Es lo que Krito había pensado, pero Ahram no toma así las decisiones.

—¿No quieres informarte antes por los agentes de Soferis, como acostumbras?

—Si tú confías en ella…

—¿Yo? ¡Ni por un momento! —replica Krito, cada vez más extrañado—. Mi propósito era que ella llegase a confiar en mí o en ti.

—Pues ya te digo: inténtalo. ¿Por qué no probar?

«No es propio de Ahram —piensa Krito— ese desentenderse de algo que concierne a sus más vitales planes.» Le mira un instante y le pregunta, en otro tono más íntimo, tiernamente:

—¿Qué te preocupa?

—¿Qué quieres que sea? Palmira, mis proyectos, ya sabes.

—¿Y por debajo de todo eso?

—Nada —la respuesta es seca.

—Nos conocemos hace tiempo, Ahram. Ya hemos hablado de Palmira, de la situación aquí, de muchas cosas… Y ni siquiera me has preguntado por la esclava. Aprende muy de prisa y…

—¿Has averiguado algo nuevo? —interrumpe Ahram.

—Nada que la acuse, ni que levante sospechas.

—Entonces déjame en paz. Tengo preocupaciones más importantes.

—Las mismas que cuando me preguntabas por ella, días atrás.

—¡Basta! —corta Ahram con ojos furibundos—. Estoy harto de esa mujer. ¡Bashir y tú pendientes de ella! Que si es ideal para Malki, que la meta en la torre, que aprende bien… ¡Basta! Si seguís así acabará cargándome.

Suavemente responde Krito:

—En ese caso resulta fácil librarte. Regálamela.

El asombro crispa a Ahram. Su voz pasa de la ira al desprecio.

—¿Regalártela? ¿Una mujer… a ti?

—A mí. Y no volverías a verla. Si es bruja o vino con malas intenciones, el daño caerá sobre mí.

—¿Y por qué te interesa? ¿Para otra peluca con su pelo?

—Su cabello es muy hermoso, cierto, pero valen más sus ojos. Glaucos, ¿te has fijado?

—Claro que no… ¿Y dónde la tendrías? ¿En tu palacio?… ¡Ah, ya!, en una casucha de Rhakotis, poniéndola a trabajar para ti… Si necesitas dinero, pídemelo, como siempre.

—Puedo ser aquí un parásito, pero nunca fui un chulo de mujeres… Me prometiste algo a tu vuelta si tenías éxito. Pues bien, dame ese algo.

—No. Eso no. Quiero descubrir antes quién es y lo que pretende. No tengo por qué regalártela.

—Entonces véndemela.

—¿Eres rico? ¿Has estado atesorando en mi casa?

—No seas grosero. Te la pido por tu bien, porque te preocupa desde que llegó. Le tienes miedo.

Ahram se levanta tan bruscamente que derriba la mesita. Y ruge:

—¿Miedo? ¡Sólo tú puedes hablarme así y seguir con vida! ¡Si no recordara tantas cosas…!

Krito, a pesar de la furia, percibe la inquietud en esos ojos de águila. Ahram, en cambio, ve en Krito un pecho blanco, apenas velludo, dejado al aire por la nerviosa mano que, al levantarse también, desprendió el pliegue sujeto al hombro. Esa fragilidad a la vista desarma a Ahram. Calla y ordena, cortante:

—Vete. ¡Vete!

Krito compone su ropa y sale en silencio. Desciende despacio, pensativo, y saluda, sin reconocerle, a alguien con quien se cruza en la escalera. Camina por el parque y se detiene un instante junto al banco de los delfines. Él mismo descubrió esa pieza en el derribo de una vieja mansión ptolemaica y la adquirió barata para regalársela a Ahram, que entonces construía su Casa Grande en la isla de Faros. Contornea la caleta, pasa junto al embarcadero norte y llega al fin a su cubil. Abre la puerta con la llave en ella puesta, entra y cierra. Se sienta sobre su lecho y cavila, con los codos en las rodillas y la cabeza entre sus manos. El sol, entrando por la única ventanita, alcanza sus pies.

Suspira. Se levanta y de un anaquel coge un cartapacio. Selecciona unos papiros, con líneas manuscritas de variada longitud. Recita el poema para sí mismo, paladeando el ritmo y el sentido. Devuelve el cartapacio a su sitio. Contempla el único lujo del recinto: un magnífico brocado sasánida cubriendo el hueco que le sirve de armario. Abre el arca al pie del lecho y saca unas ropas. Se desnuda lentamente. Comienza colocándose el strophium o banda mamilaria pues, aunque no la necesita porque no tiene pechos que sujetar, le resulta simbólicamente decisiva para instalarse en su fase lunar: le basta ver su desnudo caracterizado por esa banda para infundir a su cuerpo otra sensibilidad. Se viste encima el fino quitón y se lo sujeta con un cinturón alto y otro bajo, disponiendo así elegantes pliegues en su talle. Se adorna con una fíbula en el hombro, se rodea la frente con una cinta y concluye calzándose unas sandalias, cuyas correas entrelaza pantorrillas arriba. Se acaricia la barbilla: está bien afeitada. De un cerrado pomo extrae perfume y se lo aplica en las sienes, el cuello y las muñecas. Abre su puerta y sale, dejando fuera la llave. Se dirige a la del muro y la abre con otra llave sujeta a su cinturón, cerrando por fuera. Baja la cuestecita y alcanza el camino que conduce al Heptastadio, en dirección a la ciudad.

No circula mucha gente por la isla, pero se cruza con soldados del fuerte, pescadores de la aldea y algún burrero del faro. Casi todos son habituales y le reconocen. Por eso no se extrañan de verle caminar así vestido, con paso ágil y risueño semblante.

Conoce los sitios preferidos de Clea en Rhakotis. Espera interesarla.

¿Pero qué se ha creído? Le consiento demasiado. ¿Quién es él para pedirme que le regale a esa mujer? No le necesito para aclarar sus intenciones, para saber si es hechicera, si trabaja para sí misma o espía por cuenta de otros. Toda mi vida he aplastado las amenazas. Eso es lo que me importa de ella; lo demás me tiene sin cuidado. ¡Decirme que la temo! Si no hubiese recordado tantos años, el día que me salvó… Con la palabra, ése es el don de Krito, nadie le iguala. Pero con ella hiere también, ¡maldita sea! ¿Pensar en esa mujer cuando tengo Palmira en mis manos? ¡Tontería! ¡Por fin el aliado perfecto! ¡Un ejército en tierra para mis naves! ¡Ah, romanos, romanos! Habéis ensalzado a Odenato pero no le habéis comprado como a Filipo, para matarle luego. Tiene temple. Cuando termine las murallas su ciudad será una fortaleza, defendida además por el desierto alrededor. Pero sobre todo el ejército, ¡esos jinetes no los tiene Roma! Dignos rivales de los partos. Se encuentra en la edad perfecta: a punto de los cuarenta años. Los que yo tenía cuando salvé del hambre a Roma y con eso desvié las sospechas sobre mí: aún no era yo bastante fuerte. Mi edad cuando fui a Palmira por primera vez. Entonces tan relajada como Alejandría hoy; entregada a sus caravanas y a sus ganancias solamente. Y Zenobia la mitad de años que Odenato, pero con su talento mucho más maduro. ¡Esa condenada esclava, que no hay manera de saber sus años! Horóscopo imposible, tampoco se pierde mucho. ¿Será mentira lo de su perdida memoria? ¿Una manera de impedir investigaciones? Parece haber cumplido los veinte, pero igual podría tener casi treinta; con las mujeres nunca se sabe.

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