Authors: José Luis Sampedro
Irenia se mete en la torre para no responder. Hasta Bashir está ahora contra ella. Mientras avía unas verduras para la comida de ambas, oye la conversación por la ventanita:
—¿Fuiste con él a la playa?
—Sí —contesta Bashir—. ¿Por qué?
—Porque el amo no ha dormido en la torre… Bajó a la gruta antes de medianoche y no volvió hasta poco antes de amanecer.
—¿Toda la noche? —se asombra Bashir—. ¡Qué raro!
—No lo había hecho desde que nació Malki; cinco años casi.
A Irenia, en la torre, no le sorprende. También ella estaba despierta, pero el insomnio de Ushait le impidió correr a la ventana, como la noche anterior, a esperar el regreso de Ahram, rojo dios desnudo al resplandor del faro. ¡Qué tortura, fingirse dormida mientras cavilaba!
Bashir saca un trozo de quem y mastica pensativo.
—Por eso estaba el amo con el genio raro. Hasta los pescadores lo notaron… Yo creí que le preocupaba el viaje.
—¿El que hizo a Palmira?
—No, el que está preparando. Va a ser largo.
«¡Otro viaje! ¡Se vuelve a marchar!», se sorprende la esclava. Acusa el golpe y sale a la puerta disimulando su desolación.
—¿Por qué va a ser largo? —pregunta.
—Se lleva a Filópator y a Artabo, por lo menos. Van a Darnis, a ver sus astilleros, los grandes. Además quiere visitar algunas de sus grandes sucursales, al menos las que dirigen sus hijos: Cirene, Atenas y hasta la de Ostia, en Roma, donde está el mayor. Lo menos un mes o mes y medio, si va a todos esos sitios.
Irenia vuelve a meterse en la torre, como si no le interesara, pero mientras continúa aviando el almuerzo las lágrimas mojan sus mejillas. Ya no escucha la conversación afuera. «¡Un mes y medio o dos!… No voy a resistirlo»… Se quita las lágrimas con el dorso de la mano y sonríe amargamente: «Claro que lo resistiré; ¡como siempre!».
Al fin Bashir se va y los cansados ojos de Ushait no advierten el rostro descompuesto de la esclava, que consigue soportar el día con apariencia de normalidad. A veces mira hacia la Casa: la gran galería de levante y las dos habitaciones adyacentes ocupadas por Ahram sólo se ven de refilón desde la torre y no advierte nada en ellas quien quisiera poder traspasar los muros con su mirada. Al anochecer divisa luz en los aposentos pero casi en seguida encienden la pira del faro y su rojiza llamarada envuelve los jardines y edificios. Ushait se acuesta pero la esclava, incapaz de dormir, se sienta fuera sobre una roca, hundida en sus pensamientos y envuelta en los perfumes nocturnos de las hierbas silvestres mezclados con el olor salino de la marejada.
Está a punto de retirarse cuando oye pasos —¡inconfundibles pasos!— y se pone en pie. Ahram abre la puertecilla. El perro se precipita a recibirle poniéndole las patas en los hombros y la esclava, al ver el desagrado en el rostro del hombre —«¿o es porque me encuentra aquí como esperándole?»—, acude a retener al perro por el collar, para atarle la cuerda sujeta a un palo en el suelo. El hombre, que sin contestar al saludo de Irenia se ha limitado a mirarla, vuelca de pronto su atención en el nudo que tan sin pensar está ella apretando. Aún están las manos de la mujer sobre la cuerda cuando las de Ahram se posan en ellas. Tropiezan allí con el brazalete de plata y el contacto parece petrificar a Ahram, paralizando a la esclava.
La mira y es mirado. Hay un clic en esos ojos, corre un fluido de unas manos a otras. De agachados como estaban sobre el collar del perro se incorporan, sin soltarse las manos, y quedan frente a frente. Irenia tiembla. En la garganta viril brota un sonido extraño, como tragándose un rugido. Sigue un silencio. Ella se siente como disolviéndose por dentro, a la vez que encendiéndose. Al fin esa garganta enronquecida logra articular:
—Ven.
Y añade, como si fuese algo diferente:
—Ahora.
Aún antes de haberlo dicho ya la atrae con una sola mano que aferra el brazalete en torno a la muñeca femenina. Con la otra abre la puerta y ninguno de los dos oye su chirrido habitual. El perro tira de la cuerda queriendo seguirles pero ellos no ven nada. El hombre se la lleva hacia el borde del acantilado, en el arranque de la escalerita. Baja por los escalones a pico sobre el mar, como se desciende a una arena de combate; la mujer le sigue insensible al riesgo de caer al mar, impulsiva como si fuera ella quien empujase. En un quiebro final los escalones les enfrentan, a la altura casi ya del suave oleaje, con la abertura de una gruta: inesperada concavidad en el vertical acantilado. La suave pendiente del suelo, alisado por el mar, permite que las ondas hoy en calma penetren mansamente y se retiren. Fuera de su alcance una alfombra de algas secas forma al fondo como una yacija. Encima, en la pared, existe un hueco natural vacío, a modo de hornacina.
La pareja se detiene un instante en ese umbral, justo donde alcanza la marea. El hombre jadea, pero no de cansancio. Ella, estremecida, contempla el mar hacia el exterior y descubre asombrada que se encuentran en otro mundo diferente. Han salido de una noche incendiada por las rojas llamas del faro y han bajado, a la sombra del acantilado, a una noche mágica en el reino luminoso de la luna, que tiende sobre las ondas un plateado camino hacia el infinito. Luna también diferente, nunca vista… ¿O acaso, por el contrario, es una luna ya vivida antes —¿antes de qué?— y sumergida luego en el olvido? Algo, por ese camino de plata lunar, entra en el corazón femenino, en sus entrañas, hasta su abismo. Por un momento —luego le parecerá increíble— olvida al hombre, y trata de recordar, de recordar aquello que… aquello entre nieblas… entre las nieblas de… ¿cuándo?
Rompe ese recuerdo el dolor en su muñeca. La presión de la mano masculina le está clavando el brazalete. Y su voz ordena:
—¡Tíralo a la mar! Tú misma. ¡¡Tíralo!!
Irenia no lo hubiera hecho, pero ya no es Irenia. Otra mano, que es la suya, saca el brazalete de la muñeca, donde ha dejado una señal morada, lo contempla un instante a la luz de la luna y lo lanza al mar. Un punto luminoso traza una parábola, cae, levanta breve espuma, desaparece entre las ondulaciones oscuras de las aguas.
—Así —triunfa la voz a su espalda y siente su dorso aplastado por el pecho del hombre, que la envuelve en sus brazos. La lleva hasta el fondo de la gruta, la suelta, se coloca frente a ella, alto y oscuro, a contraluz de la claridad lunar. El hombre lleva sus manos a la fíbula de su manto y lo deja caer, quedando sólo con la corta túnica. Ante ese gesto la mujer se arrodilla para descalzarle las sandalias: un ardor la arrebata cuando sus manos acarician así, por vez primera, esos pies de pescador como aquellos otros primeros, que quieren también hacerle recordar, como la luna antes vivida… ¿qué?
Cae ahora la túnica. Las manos femeninas suben acariciando las piernas viriles, más lentamente una de ellas sobre la cicatriz de la morena. El hombre se inmoviliza, tenso y reblandecido a la vez, para recibir esa marea carnal, esa caricia de espumas. Sus manos descienden a los hombros femeninos, los elevan, desnudan a su vez a la mujer, se posan sobre los pechos y ella siente erguirse sus pezones bajo esos dedos de cuero y, a la vez, de sueño, de seda, de fuego.
Se miran: él ve los dos ojos claros y ella, aún a contraluz, dos puntos luminosos en el rostro en sombra, dos dardos que la traspasan de deseo. Sus manos enardecen a su vez las tetillas viriles y acarician, entre el flexuoso vello, otra cicatriz; descienden luego por los flancos mientras ella vuelve a arrodillarse. Con su rostro, frente al sexo, lentamente se acerca y posa los labios sobre el miembro ya tumescente, pero aún colgante. No es un beso de avidez ni de posesión, sino un homenaje, un cumplimiento, una esperanza. El miembro lo recibe respondiendo y el hombre se arrodilla entre los abiertos muslos separados que ella ofrece dejando caer su espalda sobre las algas secas… De repente, la angustia; ¿por qué el hombre está quieto, clavada su mirada en la cóncava roca, sobre la cabeza femenina?… Pero es sólo un segundo: él se inclina, apoyándose sobre las manos, y una marea de labios ávidos, absorbentes y rodeados de filamentos como los de una anémona, cubren los pechos impacientes, el delicado cuello, la cara extática.
«¡Por fin me ves!», pensaría ella si pensase; si su cuerpo conservara la razón. Pero lo que hace es llevar sus manos al cordón donde cuelga la dorada medalla del hombre.
—¡No! —susurra su dueño mientras febril, desencadenado ya también, acaricia los cabellos prodigiosos, descubre bajo ellos la suave caracola de la oreja, que besa y saborea con la lengua.
Los cuerpos se entrelazan, los gestos se aceleran. Ella siente contra su vientre el espolón erguido y se abre, se ofrece, se adelanta. El ariete la encuentra, la tantea y la penetra despaciosa, poderosamente. Ella absorbe ese instante del primer saboreo con el macho en su vientre, suyo todo él, toda su longitud y poderío. ¡Posesión del hombre, ya es mío, me hace suya! El pene se hace cordón umbilical, da nueva plenitud al vientre, retorna al origen, consolida la unión. Ella lo saborea y el hombre prolonga la sensación porque es buen jinete y espera, antes de empezar a moverse, a liberar el miembro de su elástico y tibio cautiverio para volver a entregarlo, suave y violento, tranquilo y ardoroso, mientras murmura palabras en una lengua ignota.
El ritmo viril no es agresivo sino cósmico: vaivén de olas, palma mecida por la brisa. La piel de sus flancos se entrega a los muslos que la acunan apoyándose en los pies que sostienen el vaivén. Se siente mecido en una ola de carne que le envuelve con unas manos en su espalda, arañantes o acariciantes, y que le embriagan los oídos con el jadeo amoroso, con la palabra hecha música. Se disuelve en ella sin alarmarse, abandonándose, porque cuanto más se entrega más poderoso es su sexo, más grande con ese rendimiento su triunfo. Ahondando, ahondando, elevándose cuanto más se hunde, ensanchándose cuanto más se concentra. Ya no le envuelve el mar sino el cielo, las estrellas, el universo. Cede toda barrera, es anegado, arrebatado. Y ella es también más vencedora cuanto más vencida. El ímpetu del surtidor crece y crece, más alto, más cristalino, más afilado y vivo, todo lleno de una luz que convierte la gruta en un diamante cuyo centro es la pareja. Hasta que el surtidor se rompe, estalla, y la líquida lanza se hace flor derramándose redonda, en círculos, en inundaciones…
Justo en ese instante del doble grito en éxtasis un golpe de la marea lanza una ola más larga que baña los pies de ambos. Es para la mujer como un golpe de címbalo, que aturde y anuncia: como si todo el océano la envolviese para llevársela a otro tiempo, entrase en ella para llenar su abismo. Porque al fin recuerda lo que le quería evocar la luna. Lo recuerda todo, recobrando el pasado en la cumbre apasionada. Le llega la memoria a la vez que el orgasmo. Los espasmos de la carne se redoblan así con los del pasmo vidente, y el hombre que se creía agotado aún encuentra al sentirlos una nueva respuesta de coraje y asombro, preguntándose si ella habrá adivinado. Porque a él también la mar le ha vuelto joven, le ha instalado en otro tiempo y ya desde antes, cuando contempló la hornacina vacía sobre la cabeza de la mujer, había intuido que el abrazo sería tan milagroso como el primero, aunque tan desaforado como si fuera a ser el último.
Cada uno se ahonda en sí mismo fundido al otro; los dos callan: no es hora de palabras. Y cuando él se tiende junto a ella reteniéndola aún en sus brazos, sintiendo ambos que esa mar reveladora alcanza ya sus rodillas con las altas mareas del otoño, aparece en sus ojos la misma claridad abismada y en sus labios una misma sonrisa, no sólo ante la carne satisfecha sino ante el espíritu portentoso de la revelación.
Mientras el hombre desfallece laxamente a su lado, pleamar que se retira acariciante, ella se asusta de su descubrimiento, reviviendo toda su resurrección. «No, no puedo decírselo, quién sabe lo que haría», piensa mientras también su carne va apagándose encendida, se adormece despierta en el deleite. Ahram se siente mirado, pero no la mira: quiere ocultar dos lágrimas de hace tiempo y de ahora. «¿Qué he dado? ¿Qué he recibido? ¿Quién ha sido?»: preguntas como ésas se entrecruzan en su mente. En ese instante se escapa de los labios femeninos, sin ella darse cuenta y entonada muy suave, una dulce y extraña monodia, diferente de todas las músicas por él conocidas.
No puede haberla oído en sus muchas singladuras: nunca tuvo ocasión de escuchar a las sirenas. Porque ese canto es el de las sirenas: sin palabras, sólo modulaciones del mundo submarino que ellas, las hijas de Nereo, ofrecen a la luna cuando la mar se duerme.
Me creía perdida y todo me es dado de golpe, nunca soñé con tanto, desde mi pasado entero hasta su amor en esta cámara, ¡y he subido a ella en sus brazos, me ha traído a su lecho!, su dormido perfil en abandono me arranca lágrimas, a él se lo debo todo, me ha completado, fui sirena, ¡fui sirena!, no tuve infancia porque tuve eternidad, y no la quise, ¡qué recuerdos tan nítidos ahora! ¡Oh, Ahram, mi meta, mi destino!, ¡tú sí que eres mago!, ¿por qué te resistías?, ahora lo comprendo, me intuías extraña, no era sólo mi magia sino tu interés adivinándome, lo temías, te temías, aún no me creo estar aquí a tu lado, en tu santuario, porque aún te temes, ahora comprendo tu retraimiento, ¡qué semanas!, ¡y yo temiendo hasta la seducción de Zenobia!, tuviste miedo de tenerme miedo, eso te decidió, probarte, saber tu fuerza mayor que la mía, ¿o acaso pensaste que con gozarme me olvidarías?, pero eso no, tú aspirabas a más y tu piel se rindió cuando tu mano en mi mano, en el collar del perro, otra vez Tijón uniéndonos, como aquel primer día, mensajero de los dioses, y el brazalete, eso fue: ¡el brazalete!, ¡cómo te enfureció!, ¡celos de Krito, niño mío, amor!, si supieras, es verdad que le tengo cariño, porque es como yo, quiero decir como yo era, lleva otra oquedad en su alma, ignoro cuál, y sus ojos me encienden, me subyugan, pero eso no es nada, brisa ante tu vendaval, al hacerme tuya me has resucitado entera, en tus brazos he recordado, has sido el Supremo, el único vencedor de mi olvido, hasta ti no fui mujer del todo, la mujer que yo quería ser, tú has roto la barrera, incluso quizás impuesta por la diosa, ninguno antes llegó tan a mi hondura, ninguno me hizo recordar, y sin embargo fueron fuertes, Uruk sobre todo, amaba como un terremoto pero sólo me hizo hembra, Narso era un potro en celo pero sólo me hizo madre, Domicia era de seda pero sólo me hizo amante, Roteph fue la violencia que no me alcanzó, y delicia fueron todos pero tan sólo anuncio de tu verdad total, preparándome para ti que los compendias, que al hacerme Mujer me has hecho todo, incluso sirena, llevándome a mis aguas primitivas, abriendo la cárcel de mi memoria, hasta una infancia me das, porque los dioses son eternos niños, ni crecen ni sufren, ni aprenden ni comprenden, ni viven ni mueren, tú y yo nos esperábamos, empecé a comprender en los escalones del acantilado, pasando del rojo y negro al azul plata, del incendio del faro a la lumbre lunar, la mar con red de luna ya era la mía, y tus piernas de pescador las que yo admiraba en su fondo, hace siglos, cuando ellos los terrestres se sumergían, todo empezaba a ser lo mismo, tu vello era marino, tierno en tus muslos, flexuoso en tu pecho, encrespado en tu vientre, ¡hay tan diversas algas bajo el agua!, me deslumbró un relámpago, «yo he jugado con algas, me he movido entre ellas», supe sin duda alguna, no pude pensar más porque me arrebatabas, aunque me preparó como la luna, pero aún no recordaba, fue preciso tu ariete rompiendo mis barreras, desatando mis cataratas, el Vértigo, el exaltado abismo, la crispación final al borde de la muerte, al borde de la vida, entonces reconocí el Instante, el soñado bajo las aguas, el buscado cada día sobre la tierra, el que me concedió la diosa, mi memoria se abrió como mi carne a tu deseo, mi sangre empezó a cantar, como cuando imploré a Afrodita en su santuario, corrieron los mil ríos de mi cuerpo, escuché sus latidos y sus voces, sentí mis cavidades y mis ecos, te derramaste en mí y el mundo vibró mágico, cuajó en cristal sonoro, agudísimo y denso, inmóvil y violento, el grito llegaría a las estrellas, y yo en ese cristal, y siendo ese cristal, más que sentirme viva fui la Vida misma, esa que nace y muere en cada instante, sin acabarse nunca, la vida que se goza porque huye, la que se espera porque renace, yo era esa vida y tú me la habías dado, el niño con su miedo de tenerme, me habías dado incluso mi pasado, esa vida que se nos escapa por la costumbre, me la diste nueva, hecha grito y torrente, tembló la tierra y yo temblé con ella, me rebosaba y casi fui yo el grito, gritar quisiera ahora, relatártelo todo: cómo me interesé por los humanos, cómo llegué a envidiarles y recurrí a la diosa, darte también mi otra vida como te he dado todo, ¡qué esfuerzo estar callada!, ¡tapándome la boca con las manos!, pero no quiero perderte, ¿y si me crees loca el día que lo sepas?, ¿y si creyéndome le temes a mi origen?, ¿y si la diosa me quitó la memoria para que no hablase?, ¡pero no me lo prohibió!, quizás creyó el olvido suficiente, infranqueable, ¡no contaba contigo, con tu fuerza amorosa!, si has podido vencerla no nos pasará nada, acabaré contándolo, sabrás cómo te busqué sin saber tu nombre, cómo salí de la mar para encontrarte, para ser mujer a la altura de mi hombre, cómo transité por otros y otras, reviviremos juntos esa historia, aunque también yo temo; los hombres son difíciles…