Authors: José Luis Sampedro
Ahram suelta la carcajada y luego habla en voz baja.
—¡Ni que estuviese loco! Al no haber madera en Egipto el negocio es traerla en mis barcos desde Fenicia. Ese sol de la noche depende de mí y no voy a soltarlo. Es curioso que los egipcios, tan buenos constructores de pirámides, o los romanos, con sus calzadas y puentes, no sepan buscar lo nuevo. Gracias a eso se les puede vencer: por eso guardaré el secreto. Si hay guerra su sorpresa será tremenda: imagínate mis nuevas catapultas lanzando llamas. Más destructoras que el famoso fuego griego.
Glauka no comparte el entusiasmo bélico, pero es feliz recibiendo un secreto que la convierte más aún en compañera.
—¿Cómo lo descubriste?
—Mandé un técnico a Armenia para que investigara. Trajo unas muestras halladas a las orillas del mar Hircano, casi en tierras de Shapur. Aquellos campos se parecen al desierto oriental de Egipto y hemos estado buscando aquí. ¡Al fin se encontró aceite, aunque es necesario hacer pozos para sacarlo! Entonces lo envié a Campo Esmeralda para hacerlo estudiar y se les ocurrió tratarlo en los alambiques de los alquimistas: aún salen otras cosas de ese aceite, pero lo más útil es el espíritu. De allí me he traído el ánfora que has visto… Nadie sabe nada todavía: es muy importante el secreto.
Se encuentran ya cerca del puertito. Un chiquillo les ha visto y corre a anunciarles. Cuando atracan el bote Glauka salta a los escalones de piedra sin importarle mojarse los pies, lo que enorgullece a Ahram. Dos viejos pescadores les esperan arriba, asombrados de la naturalidad marinera de esa mujer, sin remilgos al mojarse también el borde de la túnica. Se dirigen a una taberna, donde llegan rodeados de gente, incluso mujeres y chiquillos que le llaman abba y a los que Ahram ofrece unas monedas. Todos miran con curiosidad a esa dama que acompaña al Navegante, antes siempre solo cuando venía a visitarles. Se cruzan susurros: «una señora de palacio»… «una mujer de Ahram»… «pero lleva una ajorca de esclava»… «es hermosa»… «pues no es joven»… «¿te has fijado en ese rizo de pelo?»… Pero nadie se extraña: lo normal en Ahram es sorprenderles.
El tabernero ya está en la puerta, limpiándose las manos con el delantal y apoyando el sobaco en la muleta que reemplaza a la pierna derecha amputada.
—Éste es Psachys, Glauka. Fue buen marinero y ahora es buen tabernero: no agua la cerveza ni el vino más de lo razonable. Y ofrece una excelente aguamiel en el verano.
El hombre les abre paso dándoles la bienvenida. Su mujer ya ha limpiado la mesa preferida de Ahram, previamente desalojada, y busca el taburete más adecuado para la dama visitante. Hay poca gente; la mayoría tomó ya su cerveza y está embarcando. Sólo en una mesa permanecen dos hombres con dos rameras del puerto que, ante la recién llegada, se sienten cohibidas y tratan de ocultarlo exagerando sus risotadas y ademanes. Ahram observa encantado la naturalidad de Glauka en ese medio. Es el tabernero quien susurra algo a Ahram, mirando a esas clientas y también de reojo a Glauka. Ésta adivina y se anticipa:
—No, no las molesten. ¿Por qué no van a estar aquí?
—Esta vez vino —encarga Ahram, aprobando con la cabeza la decisión de Glauka—; pero del que bebes tú.
Entre tanto, la noticia de su llegada ha alcanzado a otros pescadores hoy en tierra, que acuden a ver a Ahram, a darle las novedades del puerto, de la pesca, de la mar y hasta del emporio comercial; con sucesos que a veces ignora el prefecto. Preguntan también a Ahram por su viaje, porque todos han sabido de su larga ausencia: qué vientos ha tenido, qué marejadas, qué se cuenta por esas tierras. Algunos comentarios sorprenden a Glauka porque esas gentes iletradas, a fuerza de oír en su Alejandría a marineros de todo el mundo, saben de los avances de Shapur contra Roma, del alzamiento de una legión en el puerto galo de Massilia, de la escasez de trigo en Jonia y hasta de los escándalos entre la aristocracia alejandrina. Los vasos de cerveza o vino se suceden y la alegría se generaliza. Al fin el tabernero, sin serle pedido, trae una gran tartera de barro con un guiso de pescado en lonchas delgadas, alternando con capas de cebolla, nabos y brotes tiernos de papiro. Las manos comienzan a coger algunos trozos. Ahram lo prueba:
—Está bueno, pero yo lo hago mejor… A esto le falta garu.
El tabernero no se enfada sino que, risueño, explica que esa salsa es demasiado cara para ellos. Ahram le promete un tarro del mejor, el de Cartago Nova.
Glauka piensa en el olímpico Ahram de los grandes banquetes en la Casa Grande, contados por Ushait, y se emociona ante la autenticidad con que su hombre se integra entre estos pescadores. Ahram el Poderoso se muestra tan feliz como en la torre cuando enseñaba su sorpresa. «Sí, lleva dentro a un niño», piensa Glauka, recordando las palabras de Krito. Ahora Ahram presume de que Glauka haya sido pescadora y, al ver a la madre del tabernero en un rincón remendando redes, Ahram provoca a Glauka a que la imite. Como lo hace con éxito, aunque lleve tiempo sin practicar, el alborozo general sube al colmo y Glauka se siente plenamente aceptada por esos amigos de Ahram. A la salida una mujer cargada con un niño al costado se le acerca para rogarle ayuda en algo que, según ella, Ahram podría resolver muy fácilmente haciéndolo saber a los escribas del puerto.
Al regreso, ya bajo un sol bien alto que abrillanta los mármoles, Glauka observa desde el bote cómo se manifiesta en el frente marítimo de Alejandría su carácter de ciudad cosmopolita, pues junto a los templos helenísticos y los edificios administrativos romanos se yerguen los dos obeliscos de Cleopatra, las cúpulas de la sinagoga y del Museo y las palmeras de los jardines con toda su gracia oriental.
—¿Lo has pasado bien? ¿Te gustaría volver otra vez? —pregunta Ahram.
—¿No lo has visto? ¿Tan inexpresiva soy? ¡Tengo ganas de besarte por haberme traído!
—Nos vería toda Alejandría —ríe— y yo tengo que hacerme el importante.
—Lo eres, más que nadie… Y sin embargo me dedicas estas horas… He vuelto a sentirme joven, como era allá en Psyra… —baja la voz— y ahora, sabiendo además lo que fui antes, soy feliz por haber acertado al pedir esta vida… ¡Oh Ahram, mi Navegante! ¡Claro que quiero volver! ¡A cualquier sitio adonde tú me lleves!
El bote les deja en el embarcadero principal y cruzan el pórtico ante el saludo de los guardianes. Caminan hacia la Casa, donde se quedará Ahram.
—Mañana o pasado vendrás conmigo. He mandado prepararte una pequeña habitación junto a la mía.
—¿Qué voy a hacer allí? —pregunta Glauka asombrada, aunque satisfecha de que no la lleve al gineceo.
—Estar a mi lado, y por la noche en la torre, como ahora.
Ahram se detiene y se interrumpe. Glauka sigue la dirección de su mirada y ve a Krito caminando delante de ellos sin verles, hacia el banco de los delfines. «Está en fase lunar», piensa Glauka al ver su túnica femenina.
—¡Qué desgracia de hombre, con lo que vale! —se lamenta Ahram.
Glauka se rebela ante ese juicio:
—¿Desgracia? ¿Por qué?
—Esa vida que lleva, ese arrastrarse por Rhakotis… Cae y se levanta.
—¿Desgracia para quién? Para él no, y no se la impone a nadie.
—Vamos, vamos… Si todavía fuese un efebo sería natural, pero a sus años ya no debe hacer de mujer. No es de hombre.
—Es su vida. Y tiene el coraje de vivirla como quiere.
—Si a ti no te disgusta… Ayer me habló muy bien de ti. Seguramente va a buscarte.
Ahram entra en la Casa por una puerta lateral y Glauka alcanza al filósofo.
—Salve, Glauka.
Krito ya la viene llamando así desde que Ahram salió de viaje, informado del nuevo nombre por el propio Navegante. Glauka responde al saludo y se sienta a su lado en el banco, observando el cuidado con que él arregla los pliegues de su túnica. Como otras veces, los ojos de Krito se han clavado un instante en la muñeca de la mujer. Ella le explicó, hace semanas, que se le había caído al mar, pero sabe que él no la creyó. Empieza a hablarle:
—Tengo que darte las gracias una vez más. Ahram me ha contado que quisiste comprarme.
—¿De veras? ¿Hice eso?
—Lo sabes muy bien.
—Fue una jactancia. No tenía para pagarte y yo lo sabía. No sé por qué lo hice.
—Yo sí lo sé. Y tú también.
Pero el hombre no recoge el reto y continúa:
—En todo caso, tuviste suerte y Ahram no te soltó. Estoy seguro de que ahora eres muy feliz.
—Lo soy… Pero nunca se sabe hasta el final. Contigo también hubiera sido una suerte.
Percibe el impacto en el hombre, que ha vuelto su rostro hacia ella, más melancólica que nunca la sonrisa.
—Es de lo más hermoso que me han dicho en mi vida. Pero reflexiona, mujer. ¿Adonde hubieras ido tú conmigo?
No hay amargura en las palabras, sino sabiduría. Aceptación de la vida.
—A tu lado —responde gravemente—, y a lo mejor hubieras sido tú el que hubiese acabado por venir conmigo.
El hombre calla hasta que, como hablando para sí:
—Quizás. Nunca se sabe. No sabemos quiénes somos. Yo no sé qué soy, como ves. Podría decirte que soy el mundo, porque para mí empezó cuando nací y se extinguirá cuando muera. ¿Acaso tú sabes quién eres?
«¡Ahora sí!», quisiera gritar Glauka, pero se contiene a tiempo. Mueve la cabeza en silencio, porque se le notaría en la voz. Krito cambia de tema:
—¿Vas a seguir estas clases ahora que ha vuelto Ahram?
—¿Por qué no?
Hay en él una expresión de alivio, casi un suspiro, antes de contestar:
—Eso es buena señal. Ahram piensa en ti para el futuro, cuenta contigo en sus planes… Siempre anda con proyectos; ya lo habrás visto… Me alegro, aunque el confiarme tu instrucción pueda significar que no considera un riesgo el que nos veamos; casi que me desprecia.
—¡Ahram no te desprecia, Krito! —rectifica impulsiva. Pero no añade que le compadece—. ¿Por qué dices eso?
—Bueno, ahora sí que él lo tiene todo —responde mirándola con intención— y ya no me necesita como antes, cuando decía que yo era su buena estrella.
—Ahram te quiere, Krito —insiste ella con dulzura.
—Sí. A su manera.
La dulzura se hace más íntima:
—Todos queremos a nuestra manera. Todos. También tú y yo.
El hombre la contempla iluminado:
—¿En qué puedo instruirte, si ya sabes lo que importa?… Veamos, ¿quieres que sigamos con las pequeñeces que yo sé?
Como ella asiente, abre su cartapacio y empieza unos comentarios. Glauka los sigue, pero a veces piensa en otra cosa. Su mente va desde sus vivencias con Ahram hasta observar las manos, la voz serena, los alargados ojos grises un punto melancólicos de este hombre sentado a su lado. Krito se da cuenta, pero continúa hasta que encuentra una ocasión para dar por terminada esa clase y fijar otro momento.
Se separan y Glauka se encamina a la torre. Encuentra allí que los pescadores han enviado un espléndido mero. Se le ocurre preparar ella misma una calderada mejor que la de la mañana, para darle a Ahram esa sorpresa. Conoce una receta aprendida en Psyra, con hierbas de la Madre.
¡Tenía yo un miedo mientras guisaba!, pero salió perfecto, en su punto, el mero. ¡Se ha chupado los dedos, ha obligado a Ushait a probarlo con nosotros, para que me admire! Feliz como un chiquillo, además venía contento, sus planes deben de marchar bien, pero el mero fue un éxito, temí haber olvidado la receta, ¡qué suerte encontrar aquí mismo algunas de las hierbas!, quizás ha sido él, el propio pez, el que se ha puesto a punto, como un compañero, como cuando yo jugaba con ellos y con los sarguitos, ¡tonterías!, ¡pero estoy tan contenta!, le encantaba verme así, me hizo mirarme en el espejo grande, el que me ha traído, resulta que detrás tiene un metal nuevo, hidrargirio, ¡un metal líquido, qué cosa más extraña!, ¡líquido como mi primer mundo!, es metal de luna y más fuerte que el oro —me ha explicado—, pues le quita el color cuando se juntan, seguro que está contento por lo del espíritu de fuego, esta tarde vino Soferis a buscar el ánfora para llevársela a la cámara del tesoro, es secretísima, haberla encontrado le parece una señal, como yo, soy su buena estrella, ¡Krito lo había adivinado ya!, me tiene por eso, pero también por mujer, me hizo por fin mujer, en estas siete semanas de su viaje, ¡siete semanas!, mi consuelo eran las tres noches precedentes, inolvidables, hasta me daba miedo pensar que a la vuelta podía ser otro…
Tres noches colmándome, como ahora a la vuelta, cuando me acaricia mi piel renace, me siento más desnuda todavía, sensible como la yema rezumante de un árbol, mis poros chupan su roce como las actinias de mi mundo marino, se exaltan mis axilas, las venas de mi cuello, las aréolas en torno a mis pezones, mi sexo, el hueco de la clavícula, el dorso de la rodilla… en cada rincón al pensarlo siento sus dedos, sus besos, la húmeda y lenta caricia de su lengua, el roce de su piel, que sabe a sal y a badana cuando la beso yo, flexible pergamino delicado, la piel, ¡cómo sabía de eso Astafernes!, pensativamente me acariciaba un pecho, llegaba a exasperármelo y a continuación me rechazaba, «lástima que no seas un muchacho», me decía, se volvía al menino tendido junto a él, «aprende a tener una piel como ella, gloria de mis manos, ni la seda, ni el jade, ni el marfil», tu piel ahora es mi gloria, me estremece tu cicatriz en el pecho, de aquella mujer que tan cruelmente castigaste, «vosotras herís más alto porque cogéis el puñal para clavar desde arriba, no lo hagas así nunca, si el adversario se echa atrás te lo clavas tú», ¿qué significabas con eso?, no vas a recelar ahora, y has vuelto igual, no has cambiado, la misma pasión inagotable, yo fui sirena pero ¿y tú?, ¿fuiste fauno o egipán?
Siete semanas sin ti, sabiendo sólo de tarde en tarde, por alguna paloma llegada a la Casa, Bashir me informaba, estabas en Corinto, en tus astilleros, ¡qué se yo!, cambiando el mundo, quién sabe si reuniéndote también con Odenato y con ella, esa Zenobia, ¡cómo te resistes a hablarme de Palmira!, aquel viaje, cuántos males se sospechan en la soledad, esa mujer y tú pensados en mi soledad, yo sin salir de la torre más que para aprender de Krito, he vivido en un retiro como las femineras cuando se apartaban del mundo, menos mal Ushait, ¡qué cariñosa!, no hay quien la impida servirme, a veces la llamo Tenuset, se me escapa y le encanta, ha debido de ser hermosa, de las delgadas con buenos pechos, ahora caídos, claro, yo también me pondré así, ¿me dejará entonces Ahram?, si vivo tanto él ya será viejo, sí, los mortales envejecen, envejecemos, o quizás habrá… ¡no, no quiero pensarlo!, sobrevivirle no, la pena hace vivir tanto como el goce, hasta llega más hondo, ¿qué vería en mí Ahram para quererme?, quizás mi padre me engendró en mujer mortal, cuentan esas historias de los dioses, yo siendo sirena no podía ni sospecharlo, no sabíamos de los hombres, él me quiere aunque me deje sola tanto tiempo, ¡qué consuelo oler su manto y tocarlo!, o bajar a la gruta, ahora comprendo su emoción en la isla de Karu, cuando rescaté su daga, aquella gruta le recordó ésta, lo raro aquí es la hornacina vacía, pero este antro es sagrado, por eso nací en él, entre sus brazos, sólo para nosotros, ni siquiera Ushait ha estado aquí nunca, he bajado a nadar, sumergirme, ¿encontraré alguna vez otra sirena?, ¿vienen por aquí?, pregunto a los peces pensando para ellos, no me entienden aunque algo les llega, me miran sorprendidos pero nada más, eso no me importa, no quiero aquella existencia, acerté, ¡pobre Afrodita!, no vivirá un Ahram… ¿Para qué viajar tanto?, ¡dolorosa ausencia!, pero vivir es eso, la felicidad en vilo, más intensa por frágil, sin más noticias que las de Bashir, sabe nuestro amor, está encantado, él me trajo a Ahram, aunque a veces me mire como aquel día en la playa, ¿por qué Ahram no me ha preguntado por mi vida durante estas semanas?, ¿le da lo mismo?, en eso es como todos, sus asuntos y gozarnos, nuestras vidas ya nos las apañaremos nosotras, pero cuando olvida sus planes es prodigioso, ¡qué paseo esta mañana!, ¡qué felices en el puerto!, y yo con su gente, lleva el mar en la sangre aunque venga del desierto, eso también nos une, los pescadores encantados, temiendo me escandalizaran las pobres putas, ¡si supieran mi historia!, a él le divirtió, cierra los ojillos picaresco cuando se siente cómplice, le da igual mi pasado, no le importa nadie, ni siquiera Krito dándome las lecciones, no le tiene en cuenta, no es rival para él, pero no le desprecia, no, le quiere, a su manera.