La vieja sirena (32 page)

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Authors: José Luis Sampedro

BOOK: La vieja sirena
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—Eran dos idealistas —explicó Krito— y mi padre no servía para los negocios. Mi madre se casó enamorada, a disgusto de su familia; era una excelente citarista y algo me enseñó de ese arte. Me cuidaba muchísimo, pues yo estuve delicado de salud mis primeros años.

Evocó luego sus recuerdos de la isla de Quíos, donde su madre se fue a residir con el niño a casa de una hermana, y luego su vida en Esmirna, adonde fue llevada por un segundo marido con el que se casó sin amor, por resolver su situación y la del hijo.

—Mi infancia fue muy penosa, porque mis primos en Quíos abusaban de mi madre y de mí. Mi madre lloraba con frecuencia y yo me abrazaba a ella para consolarla, durmiéndonos juntos. La situación mejoró con mi padrastro: un buen hombre ya de edad que, aun cuando no podía ofrecer ilusiones ni demasiados goces amorosos, se portaba muy bien con nosotros. Además yo entonces empecé a asistir a la palestra y al gimnasio y si en las luchas me vencían casi todos, en cambio en los estudios pronto logré descollar. Ninguno recitaba a Homero mejor que yo, ni dominaba los recovecos de la gramática de Dionisio Tracio. En cambio en la palestra mis únicas victorias eran con los hombres que comentaban nuestros ejercicios sentados en los bancos de la exedra. Decían —concluyó Krito sonriendo pícaramente frente a Ahram— que mis movimientos eran armoniosos, mi cuerpo delicado y la piel muy suave. ¡Tuve más de un admirador a los catorce años!

Mientras escuchaba, a Ahram le fascinaba la indescriptible sonrisa de Krito, a la vez burlona y melancólica, tierna y agresiva. Era más bien un permanente pliegue de sus labios, con casi imperceptibles movimientos que cambiaban el mensaje y que sólo se podían interpretar teniendo en cuenta la expresiva mirada de los claros ojos alargados. Con sus últimas frases el rostro adquirió una expresión equívoca y Ahram comprendió que Krito había tenido en su adolescencia algún amante adulto, como era frecuente en esas circunstancias.

—La muerte de mi madre —continuó Krito— fue un golpe terrible y, además, los parientes de mi padrastro, pensando en la posible herencia, empezaron a hacerme la vida muy difícil… Yo no sabía qué hacer, no podía seguir en aquella casa. Intenté ser amanuense de algún retórico, pero la suerte hizo que me conociera en la palestra un viajero ateniense y me llevase con él. Un hombre extraordinario, casado sin hijos, traficante en cerámica de calidad, objetos de arte y materiales preciosos, desde el ámbar al marfil. A su lado conocí artistas, aprendí todos los refinamientos de la alta sociedad y pude hacer la efebía en Atenas al mismo tiempo que escuchaba los debates de los mejores filósofos. Yo le gusté en cuanto me vio y él fue mi primer amor, el más grande y duradero que he vivido.

Curiosamente, en ese instante la sonrisa y los ojos expresaron, inequívocos, una clara y profunda melancolía. Ahram se dio cuenta del encanto que podía alcanzar ese hombre, tan cínico sin embargo al hablar de las leyes y de la justicia.

—Fueron casi tres años que no he vuelto a vivir. Desgraciadamente la esposa me odiaba; sentimiento comprensible porque temía que su marido acabara adoptándome y perjudicándola en su herencia. Quizás hubiera sucedido así porque yo, aunque me desarrollé tardíamente por mi salud infantil, tenía ya cerrada la barba y nuestra relación comenzaba a ser menos aceptable socialmente. Pero antes de adoptarme mi amante murió envenenado y la esposa me acusó, con el testimonio de un criado que afirmó haberme visto visitar a un curandero, sospechoso de facilitar drogas peligrosas. Me vi enfrentado, sin amigos ni influencias, a un juicio que sería fatal para mí… Hice lo que otros griegos ilustres antes que yo —concluyó Krito jocosamente—: huí y me refugié en Persia. En Ctesifonte viví tres años, dando lecciones. Viajé también por el imperio: era época de paz con Roma, después de la primera expansión victoriosa de Ardashir. Cuando, con los emperadores militares en Roma, cambió la situación, empezaron a complicárseme las cosas y me fui a Esmirna. Allí supe que el criado que testimonió contra mí había sido sobornado por la esposa de mi amante y, creyéndose engañado por ella, la había denunciado como autora del envenenamiento.

Ahram interrumpió porque le alarmó un cambio de cariz en el cielo. Efectivamente, pronto se vieron en peligro por un huracán de los muy peligrosos en verano, llamados por los marinos «una patada de Poseidón». El riesgo sirvió a Ahram para comprobar otra cualidad de Krito: su imperturbable y filosófica serenidad. A la mañana siguiente le felicitó por ello, cuando volvían a navegar con buen viento.

—La muerte puede llegar cualquier día —declaró Krito quitando importancia a su actitud—. Vivimos siempre en la frontera de la vida. Yo soy un fronterizo: en realidad mi madre me dio a luz entre Eolia y Jonia. Las fronteras son los mejores escenarios de la vida.

Ahram se dio cuenta de que las confidencias de Krito se iban a alejar de los datos, para convertirse en reflexiones abstractas. Era lo único que hasta ahora le desagradaba de su nuevo amigo: su tendencia a la especulación teórica. Así que buscó una salida:

—Llevamos días navegando y eres más joven que yo. No es preciso advertirte que los marinos tenemos solución para eso: fíjate en el grumete. No le disgusta yacer con cualquiera de nosotros.

Krito contempló al muchacho que, vistiendo sólo un sucinto paño a la cintura, presentaba un seductor cuerpo adolescente, bronceado por el viento y suavemente musculado por las tareas a bordo. Como si adivinase que hablaban de él miró en ese instante hacia los dos hombres sentados a popa y sonrió expresivamente. El resultado fue que aquella tarde Krito se retiró a la cámara con el muchacho mientras Ahram sesteaba sobre cubierta.

Otra vez bajo el toldo al atardecer, Ahram volvió a provocar nuevas confidencias. Pero Krito empezó por dejar las cosas en claro.

—Antes de que el muchacho te lo cuente quiero decirte que esta tarde en la cámara él fue el amante y yo el amado. Ha sido una delicia porque no se lo habíais permitido nunca y hay pocos placeres más refinados que el de iniciar a un machito virgen; en esa edad en la que, además, están en toda su potencia y sólo suelen complacerla por sí mismos. Ha estado espléndido.

—¡Ahora comprendo sus ojos resplandecientes cuando salió! ¡Creí que había sido tu vigor!

—Fue el suyo. Todavía paladeo la última embestida, cuando ya le enseñé el ritmo.

Ahram empezó así a conocer mejor a su invitado y no le disgustó descubrirle debilidades, aunque le sorprendió la facilidad con que había contado la inesperada variante. Pero ya Krito seguía evocando su vida, perfectamente consciente de que Ahram le estaba sometiendo a un interrogatorio. Como no le preocupaba ese propósito concluyó sus confidencias.

—La verdad es que ya está dicho todo. En Esmirna tuve suerte desde el principio, porque me acredité redactando un par de defensas a ciertos acusados importantes, que con ellas salieron bien librados. Llegué incluso a ganar algún dinero y a situarme bien socialmente pero… Bueno, aquellas gentes dejaron de interesarme y me vine a Samos con un pedagogo que quería asociarme a su trabajo. Llevaba en la isla menos de tres meses cuando tú desembarcaste.

—Y tuve la suerte de que hubieses llegado tú antes —concluyó Ahram, que había registrado la vacilación de Krito en el relato y quedó convencido de que la estancia en Esmirna encerraba algún episodio poco agradable para su interlocutor. No sería difícil investigarlo.

Al día siguiente, si no fallaba el viento, contaban con avistar pronto el famoso faro. Celebraron alegremente la última noche de viaje, lo que permitió a Ahram nuevas observaciones. Krito se relacionaba muy fácilmente con los marinos, divirtiéndoles con su ingenio. No les inspiraba la respetuosa devoción que sentían por Ahram, pero eran muy receptivos ante sus palabras y su presencia. No se hacía igual a ellos, como Ahram, pero tampoco se distanciaba. Ahram, como de costumbre, no perdió en la francachela final el dominio de sí y vio con satisfacción que Krito sabía beber con dignidad. Le brillaban los ojos, por supuesto, y se movía con menos seguridad, pero el vino sólo se le notaba en su lenguaje más libre y en expresiones más cínicas y amargas. Por lo demás, llegado el momento, vomitó por encima de la borda con la misma discreción que un elegante romano, antes de volver a la sala del banquete.

Cuando llegaron a Alejandría, Ahram propuso a Krito lo que había resuelto desde que recibió de su mano el amuleto; es decir, que se incorporara a su casa a título, por ejemplo, de consejero, sin por eso perder libertad para sus actividades intelectuales. Estaba convencido, como ya otras veces en su vida —en el caso de Bashir, sobre todo— de que su buena estrella había dispuesto su encuentro con el filósofo. Y aunque estaba seguro de que había lagunas en la narración de Krito y quizás interpretaciones deformadas —pero no mentiras flagrantes— ya habría tiempo de completar la información.

Krito aceptó, aunque al principio la convivencia con Ahram y su mujer, en la casa en que entonces residían, le resultó algo incómoda para sus salidas a Rhakotis y sus extravagancias en el vestuario y en sus costumbres y amistades; aunque siempre procuró no escandalizar. La muerte de Damira, a poco de nacer su hija Sinuit y, sobre todo, el final de las obras de construcción de la Casa Grande, cambiaron la situación favorablemente. Cuando, poco después del traslado, consiguió para sí la pequeña casita del extremo del parque, Krito se sintió ya definitivamente instalado.

14. El poder y la vida

En la galería pequeña de levante, que sólo tiene acceso por la estancia donde suele trabajar Ahram y por la alcoba privada adjunta, Soferis contempla a la esclava de Ahram, convertida en compañera. Como llovió durante la noche y el sol sigue oculto entre nubes, es una suave luz de otoño la que pone reflejos indecibles en la prodigiosa cabellera, ahora al descubierto y peinada a la griega: recogida en alto con unos rizos sueltos. La cabeza femenina se inclina sobre el bordado que van creando sus dedos, un ramificado dibujo geométrico en negro y rojo al estilo de Amorgos.

Hace sólo tres días que ella ha aparecido en la mansión y los rumores no cesan. Soft-er-Osiris, cuyo nombre helenizan todos como Soferis, recuerda varios en este momento. No le extraña que algunos sean disparatados, porque jamás tomó Ahram una compañera, conformándose con su gineceo y con mujeres ocasionales. «Le ha dado un bebedizo», «Ahram la va a libertar», «ya la ha hecho liberta, aunque aún lleve la ajorca», «está embarazada», «es una princesa goda, con ese pelo», «¡qué va, es una terrorista!», «embaucó a Bashir», «tiene más de cien años, pero es maga»… Cosas así circulan por las cocinas y almacenes. Mientras dispone sus carpetas de pergaminos y papiros, sus cálamos y tintas, porque Ahram está a punto de llegar, Soferis admira la gracia de esa mujer, en sus pequeños movimientos de las manos y la cabeza. ¿Cuál será la verdad de Glauka? Comprende a Ahram seducido por ese encanto, pero se explica mucho mejor que ella se haya entregado al amor de Ahram. ¡El amor de Ahram! Él lo conoce bien; lo gozó plenamente cuando, siendo aún muchacho, Ahram fue a la vez su amante y padre, sustituto del que había muerto al servicio del Navegante. La relación acabó como siempre, al llegar Soferis a la adolescencia, y entonces pasó a la situación de secretario general de Ahram como lo había sido antes su padre, con una fidelidad y una eficacia insuperables; alimentadas aún ahora por un soterrado sentimiento entre filial y amoroso: rescoldo que sobrevive incluso al hecho de estar ya casado y con dos avispados chiquillos.

Unos conocidos pasos atraen las miradas hacia la puerta. Ahram aparece en ella, seguido del nubio Mnehet, que permanece en la estancia de trabajo. Sonrisas y saludos, palabras amables de Ahram para el bordado de Glauka, que se ha puesto en pie, como Soferis, y recibe una caricia en su pelo.

—Despacharemos aquí —decide Ahram—. Da gusto este aire húmedo… No te vayas, Glauka; tu presencia es favorable.

Glauka sabe que la quiere constantemente a su lado, pero Ahram lo justifica con otros motivos porque todavía le resulta nueva la situación: a ella le sorprende que el autoritario amo tenga a veces esos respetos a las convenciones. Soferis, por su parte, interpreta la frase como resultado del dictamen de Assurgal, que ya ha estado en la Casa temprano; en Alejandría nadie importante puede pasarse sin astrólogo permanente o, al menos, consultándole con frecuencia, y Assurgal, como caldeo, es de los más afamados.

Mientras los dos hombres empiezan a despachar, Glauka contempla a su vez al secretario. Viste a la griega, como la buena sociedad alejandrina, pero lleva peluca egipcia, que entona con su piel ocre y mejora su escasa estatura. Los ojos negros, que parecen rasgados gracias al ligerísimo maquillaje, están algo hundidos, dando impresión de astucia. La mirada, sin embargo, es inteligente y franca. Glauka sabe que Soferis no está todavía seguro, por lealtad a su amo, de que éste haya hecho bien dando tanta participación en su vida a una mujer aparecida no se sabe de dónde, no hace aún cinco meses. Quizás por eso empieza su informe en demótico, en vez del griego que usan habitualmente. Ahram se ríe.

—Glauka también habla demótico, Soferis.

El escriba dirige una mirada a Glauka y se inclina disculpándose. Continúa un poco turbado aunque ella pronuncia unas palabras reconociendo su lealtad. Efectivamente, el tiempo que lleva en el país ha convertido ya en un lenguaje fluido el rudimentario demótico que le enseñó Fakumit. Recordar a la malograda muchacha le produce una punzada de pena.

Vuelta a su bordado escucha sin atender las palabras de los dos hombres, mezcladas con el suave rumor del agua que cae sobre una pequeña concha de mármol al extremo de la galería. Le llegan nombres de la frontera asiática: Armenia, Bactria, Sogdiana, Comagene, Parthia. Hay referencias a movimientos de legiones y a cambios de gobernadores romanos. Luego le suenan puertos de Asia, de África, de Grecia y Roma, mezclados con sugestivos nombres de navíos: Aquilón, Zerbo, Isíaco, Tauro, Hípaco. Otros dos nombres atraen súbitamente su atención: Odenato y Zenobia; la mención de esta última la perturba siempre. Tiene clavados en la memoria los grandes elogios de Ahram hacia la princesa y por instinto se da cuenta de que la admiración del Navegante no es sólo un tributo a la gobernante y compañera del príncipe, sino también a la mujer como hembra.

Soferis da cuenta a Ahram de los últimos informes llegados de Palmira, todos favorables. No sólo Odenato es capaz de seguir refrenando los intentos de Shapur en su dirección, ganándose cada vez más el aprecio de Roma, sino que al mismo tiempo logra incrementar el tráfico de caravanas por Palmira y aprovechar los beneficios económicos para ir formando unas tropas muy móviles con caballería y camellos. Esto último es una idea de Ahram, convencido de que en los desiertos de Arabia y Parthia ese animal no está todavía bien aprovechado para la guerra en unidades organizadas.

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