La vieja sirena (33 page)

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Authors: José Luis Sampedro

BOOK: La vieja sirena
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Aparte de los informes ha llegado también una carta personal cifrada de los príncipes al Navegante, aparentemente llena tan sólo de orientales cortesías y novedades sin importancia. Ahram la toma en sus manos junto con el texto resultante de descifrarla, que le suministra Soferis y que alegra su rostro pues confirma y amplía la impresión de sus agentes.

En cambio los informes de Alejandría misma son más confusos. Valeriano ha dejado de tolerar a los cristianos y el prefecto Emiliano ha deportado al obispo. Sus fieles se inquietan temiendo una nueva persecución. Al mismo tiempo en los bajos fondos se habla de agitadores, no se sabe si movidos por potencias extranjeras o por el clero egipcio, pues los sacerdotes siempre aspiran a recobrar su antiguo poder. Corren incluso extraños rumores sobre partidarios de un nuevo faraón «legítimo» agrupándose al sur, en Nubia. Ahram descarta todo eso como habladurías, pero en cambio se sorprende de que se le atribuyan a Firmus, el riquísimo tratante, pretensiones políticas.

En ese momento Mnehet recoge de una sierva una bandeja con cervezas y aguamiel, dátiles y otras frutas y la deposita sobre un taburete. Glauka se anticipa al nubio y sirve a Ahram, así como a Soferis, que ya se disponía a hacerlo por sí mismo. Ahram observa encantado el desconcierto del escriba y la elegancia con que Glauka maneja los pliegues de su nueva túnica.

Todavía tratan de la última remesa de esmeraldas desde el Campo, que ha llegado algo disminuida porque al venir por tierra es preciso comprar la protección de los tres estrategas por cuyos distritos pasa el mensajero. Concluyen preparando la tarea del día a base de la lista de visitantes que han solicitado una audiencia y aguardan ahora a que Ahram baje a la sala donde recibe al público. Ya han detectado entre ambos un caso de los que se presentan bien recomendados con peticiones descabelladas o con absurdos proyectos para resolver los grandes problemas: el de hoy cree tener la clave para acabar con la amenaza de la peste, que parece haberse reactivado en alguna ciudad del Menhit y que los sacerdotes atribuyen a castigo de los dioses, motivado por la relajación de las costumbres.

—Además hay otro visitante curioso —añade Soferis—. Uno de esos judíos nuevos, de los terroristas. Viene de la Tebaida.

—A esos hay que tomarlos más en serio. Son tenaces. Las persecuciones no pueden con ellos. Sirven de carcoma contra el imperio.

Todavía hablan unos instantes del hijo de Artabo, Tages, que tiene ya siete años y va a empezar su educación. Ahram se alegra de los excelentes informes del muchacho, hijo de su mejor piloto. Después Soferis recoge sus documentos y su material, se despide de Ahram y saluda a Glauka con una inclinación.

—Ayer te divertiste más en el Museo. Hoy espero que no te hayas aburrido… ¿Qué te parece Soferis? Ya sabes que está conmigo desde su infancia; su padre naufragó en un barco mío. Fue uno de los primeros egipcios que creyeron en mí.

Ahram se levanta mientras habla e indica a Glauka que le acompañe.

—A mí me gusta. Pero yo no le gusto a él.

—No es eso. Es su extrañeza ante la libertad con que tratamos ciertos asuntos delante de ti. Yo he sido siempre muy reservado y a él le sigue preocupando tu desconocido pasado… ¡si supiera!

—Menos mal que tú lo sabes… Porque ya no dudas, ¿verdad?

Han pasado a la alcoba contigua al despacho, provista de un baño anejo, donde Ahram dormía o descansaba a veces. Hay un mullido estrado donde se acomodan entre almohadones. Ahram la besa, contemplando su rostro largamente.

—Claro que no dudo. Ahora ya no podrías engañarme. Y además hay una prueba que aún desconoces. Mírala:

Retira de su cuello el amuleto, ese disco de oro que Glauka ha visto sobre su cuerpo desnudo. Desenvaina la daga y con la punta ataca el borde del disco constituido, como ahora descubre Glauka, por un anverso y un reverso perfectamente encajados a presión. La daga los separa y aparece dentro el verdadero talismán, que el oro protege. Ahram lo pone con reverencia en la mano de Glauka. Es una medalla de estaño, del tamaño de un tetradracma, que muestra en relieve el esquema de un árbol y sobre él un creciente lunar. A cada lado del árbol hay una estrella y ambas, así como la luna, son de plata incrustada en el metal.

—Itnanna, la luna, sobre el árbol de la vida. Los sábeos la hacíamos un dios, Ilmuqah, pero ella la llamaba así: Itnanna, y la adoraba en la gruta. Me dio esta medalla.

—¿Ella? ¿La sacerdotisa en tu isla?

Ahram asiente, porque en sus noches de confidencias ya ha empezado a contar a Glauka su pasado.

—La diosa que llaman también Ishtar, Astarté, Ashtoreth, Tanit.

—En Psyra, la Frigia veía en la luna al dios Men.

—Da lo mismo. Mi madre me enseñaba a adorarla alzando los brazos. Para ella era el dios Shin. Otra cosa son las estrellas, la de la mañana y la de la tarde. Es el mismo astro, me explicó Ittara, apareciendo a veces al alba y a veces en el crepúsculo, pero para mi madre eran dos distintas y a ellas me confiaba. Ahora las tengo conmigo: tú y Krito… ¡Sí, Krito, aun siendo lo que es! Gracias a él conservo esta medalla, que recuperó en Samos para mí. Dale la vuelta, verás.

Glauka contempla asombrada el reverso, donde aparece una sirena entre las ondas. El metal incrustado para representar su cabellera no es plata, como en el anverso, sino oro. No sabe qué decir.

—Cuando vi en la caja de mi hija aquellos cabellos cortados pensé en esta sirena y al vértelos luego comprendí por qué habías sido tan fuerte ante el perro, aquel primer día… Luego, ¡han sido tantos los signos!

La abraza y la besa, para concluir sin palabras. Glauka se desprende fingiendo enojo:

—¡Y no me lo dijiste antes! ¡Y yo esforzándome en que me creyeras cuando ya tenías la prueba pendiente de tu cuello! ¡Eres cruel; te pegaría!

—Te lo permito, pero no eres capaz… ¿Sabes? Voy a encargar una copia de esta medalla para que la lleves igual que yo.

Se miran, se adensan las miradas, se enlazan y desafían, se desean. Ahram suspira:

—Tengo que bajar a recibir a esa gente. Hoy abundan los funcionarios y la burocracia es una fuerza tremenda. Cada día lo será más. No crea nada, no produce nada, pero puede pararlo todo. Y nos tiene registrados a cada uno por partida doble: en la Casa de la Vida y en las oficinas del prefecto. Hasta en Roma saben ya que Ahram ha tomado una compañera, por primera vez en su vida, ¿entiendes? Lo que no saben es qué clase de compañera. Estarás aquí cuando vuelva. Almorzaremos y reanudaremos este abrazo aplazado.

Se besan. Glauka anuncia que ha quedado con Krito para continuar sus charlas —ya no las llama clases, aunque sigue aprendiendo— y que volverá a tiempo. Pero cuando ella acude al banco de los delfines Krito no ha llegado todavía. Se sienta a esperarle preguntándose qué le habrá ocurrido a un hombre tan puntual con ella, dentro de su complicada vida.

Luego conocerá, por su protagonista, las aventuras de Krito en la noche precedente: caminaba por las callejas de Rhakotis hacia una excitante entrevista con un joven conocido antes, cuando la andadura y porte de una mujer acompañada por dos hombres le recordaron inmediatamente a alguien. Era un trío extraño en el barrio a aquella hora porque iban elegantemente vestidos, pero sin la escolta de siervos habitual en gentes de su clase. Krito se hundió en un portal para no ser visto y con el manto oscuro, propio de sus expediciones nocturnas de cazador o de cazado, consiguió no ser visto, aunque pasaron bastante cerca de él; gracias además a los negros nubarrones que acabarían deshaciéndose en lluvia. Lo único que no coincidía en el supuesto parecido de la mujer era su peinado, complicado y de mal gusto, propio de gente inferior. Afortunadamente uno de los hombres llevaba una antorcha encendida —sólo un asiduo como Krito podía moverse por allí sin luz— y la cara femenina disipó todas las dudas: era, efectivamente, Clea, la mujer del epistratega, disfrazada con una peluca. Conociendo de ella algunos detalles no le pareció extraño su curioso paseo nocturno, pero el asombro de Krito creció al darse cuenta de que los dos acompañantes, aunque con ropajes masculinos, delataban en sus movimientos y formas su condición de mujeres. En Rhakotis y aun en algunas casas especiales de la Neópolis no escaseaban los travestidos, algunos de ellos íntimos de Krito, pero la mujer vestida de hombre era muy poco frecuente y en esta ocasión sólo podía explicarse para ocultar algo más anómalo todavía: la de tres mujeres bien vestidas sin acompañamiento varonil a tales horas. Sin su intuición y costumbre de personajes ambiguos, Krito no hubiera advertido el engaño.

Su curiosidad y su interés por Clea pudo más que la cita convenida y las siguió con prudencia, por la falda de la colina donde se alza el Serapeum, hasta las cercanías del Estadio. No podían ir a unas catacumbas que se decía existían por allí, puesto que Clea no era cristiana. Por fin las vio entrar, después de una llamada convenida, en una casa nueva de tres pisos, como las del barrio en expansión fuera de las murallas.

Krito anotó mentalmente la situación de la casa y se prometió seguir indagando, pero no estaba dispuesto a esperar. Deshizo por tanto el camino, pero aún se cruzó, ocultándose otra vez, con un grupo de cuatro mujeres análogas. Recordó entonces la existencia de sociedades secretas femeninas, y le asaltaron penosas memorias de la llamada en Esmirna «Las hijas de Safo», que tanto había pesado en su propia vida. Pero desechó el tema para pensar en su muchacho, confiando en que aún estuviera aguardándole.

Desgraciadamente hubo de detenerse de nuevo, al ver por el camino a un tabernero conocido suyo, maltratando en la puerta de su establecimiento a una muchacha que llamó la atención de Krito por la digna mansedumbre con que lo soportaba. El tabernero, para justificarse, explicó a Krito que ayer mismo la había comprado y ahora ella se negaba a complacer a los clientes en sus deseos, como era habitual en las tabernas. Krito miró a la muchacha: una egipcia campesina, joven, de tez morena, cara redonda y gruesos labios, con ojos oscuros brillantes de lágrimas a la luz de la tea clavada junto a la puerta. Krito suspiró porque el destino le había arrebatado ya su placer de aquella noche y sonrió ante una repentina idea. Preguntó el precio pagado por el tabernero y le ofreció comprársela. Krito era cliente lo bastante distinguido como para complacerle y así la muchacha pasó a poder del filósofo, que ordenó al tabernero la dejara dormir tranquila hasta la mañana, en que él volvería a buscarla. Quedaba segura: todos conocían el poder de Ahram.

Ignorante todavía de todo ello Glauka se queda extrañada cuando desde el banco ve llegar a Krito acompañado por una mujer. ¿Formará parte de la vida misteriosa de Krito fuera de palacio?, se pregunta intrigada. Krito lo aclara al presentarle a la muchacha.

—Mira, se llama Nebet, «sicomoro». Una buena esclava: te la regalo.

—¿Estás loco? ¿Cómo va a poseer esclavos una esclava?

—Bueno, pues se la regalo a Ahram, pero para ti. Pronto dejarás de ser esclava y ya la necesitas. No digas que no —sonríe pícaro—. Así verá Ahram que de verdad puedo comprar esclavos. Y además —añade intencionadamente melancólico— este regalo no se te caerá al mar, como el brazalete.

Glauka quisiera negarse, pero no sabe cómo y al fin acepta, condicionándolo a la conformidad de Ahram. Una frase amenazadora la decide:

—Si no aceptas, peor para ella. La devolveré a donde vino.

—Al menos, será tuya legalmente.

—¡Oh, por supuesto! Escribiré todos los papiros que quieras y los registraremos.

Empuja a la mujer hacia Glauka y entonces la esclava, que no ha comprendido el diálogo en griego, se da cuenta de que está ante su ama definitiva. Se arrodilla llamándola «señora», en demótico.

—No digas eso —responde Glauka—. Yo también soy una esclava.

La muchacha se desconcierta y aparece una turbación en su mirada, temiendo ser víctima de una broma entre gente rica. Glauka la tranquiliza asegurándole que hablará al amo para que la acepte.

Como es tarde Krito renuncia a la entrevista habitual y se aleja con sus papiros. La muchacha corre a alcanzarle y le besa la mano a pesar de que él se resiste.

—Gracias por haberme sacado de allí.

Krito se desprende y ríe, advirtiendo a Glauka al partir que la muchacha parece testaruda.

—¿De dónde te ha sacado? ¿De una posada? —pregunta Glauka, mientras la conduce hacia la torre, donde piensa dejarla antes de ir a comer con Ahram. La egipcia la detiene, tirando de su manto.

—Señora… Sábelo en seguida: no era una posada. Era una de esas casas, en el barrio de Rhakotis. Para hombres, en el piso alto de la taberna… Mis padres me vendieron porque nos moríamos de hambre. Habían cogido presos a mis dos hermanos y ya no podíamos llevar la tierra nosotros solos con mi padre viejo y casi baldado… El tabernero quería vender mi virginidad… Entonces el caballero que me ha traído me salvó.

Glauka ha conocido muchas historias parecidas, pero pregunta:

—¿Cómo aceptaste ser esclava?

La muchacha la mira con ojos límpidos:

—¿Qué podían hacer mis padres? Y además, en mi alma sigo siendo libre.

La frase y la prisión de los hermanos impulsan a Glauka:

—¿Acaso eres cristiana?

La muchacha lo reconoce, aunque en sus ojos apunta el temor a las consecuencias.

—Mi nombre en Cristo es Eulodia, pero lo oculto por la persecución romana.

—Aquí eso no importa —la tranquiliza Glauka—. Podrás vivir tranquila. Yo también he vivido entre cristianos, aunque no lo fui. Sígueme.

Glauka la conduce hasta la torre y la deja con Ushait, que aspaventea:

—¡Ese Krito, qué cosas tiene! ¡Regalarte una mujer!

Pero acoge a Nebet cordialmente y Glauka puede al fin correr a la Casa Grande, donde la espera Ahram, que acepta divertido la donación de Krito. Almuerzan rápidamente y pasan a la alcoba a gozar de los besos aplazados.

¡Qué delicia abrazados en la lluvia, qué espléndido después! Antes, el rayo de la vida como siempre, tú eres la vorágine, pero luego ¡qué intensidad duradera, que lento reflujo en la tarde!, ¡qué música tranquila la llovizna!, y la ventana gris y el aire húmedo, escalofríos de invierno en nuestros cuerpos todavía como brasas, qué estrechísimo abrazo, mis manos en tu espalda, las tuyas en la mía, en mis nalgas, las piernas trenzadas, un cuerpo solo, tu barba en mi hombro y mi mejilla, ¡qué deleite, qué gozarnos!, tu corazón latiendo contra el mío, nuestras sangres corriendo paralelas, dos torrentes hermanos, ¡qué delicia!, escapados del tiempo, sí, escapados, pero a la vez viviéndolo, ¡oh, Ahram que das la Vida!

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