Authors: José Luis Sampedro
—¿Cuál es el dios de los fronterizos?
—Hay varios. Némesis, diosa de los límites. Jano, que mira dentro y fuera, que está entre ayer y mañana. Hermes, dios de los viajeros y padre de Hermafrodita. El mismo Zeus, tantas veces transformado… Pero sobre todo Proteo el multiforme, el sabio… ¿Te divierte el catálogo? Puedes elegir entre otros todavía.
—¿A cuál te encomiendas tú?
Krito sigue asombrado. Ya han tratado ese tema otras veces. ¿Por qué ahora? ¿Y por qué ha dicho ella que la piel no se quita como una túnica?
—Ya conoces mi dios, pero en esta hora del crepúsculo puedo describírtelo mejor. Si un día en un eclipse, cuando sol y luna están alineados, como explicó Anaximandro, ambos se fundieran en una luz cegadora y dulce, en una fuerza irresistible y benévola, ese sería mi dios. Un dios fronterizo, andrógino, holosexual. Se enamoraría de otro igual a él y en su cópula crearían un mundo y unos hombres nuevos… Haría más que milagros: haría lo imposible: ser y no ser al mismo tiempo, igualar los contrarios, conciliar el todo y la nada, la luz y las tinieblas. Podría unir aquí mismo las paralelas y encerrar el infinito en el puño de un niño. Sería el verdadero Eros, porque viviría el fulgor de todos los amores… Pero ya sabes que no espero nada de los dioses. Si existen, no se ocupan de nosotros.
—Los dioses existen, lo sé… Ya te convenceré —añade apresurada ante el gesto escéptico de Krito—. Pero no pueden vivir el amor de los humanos aunque se emparejen y se acoplen. Sin la muerte al fondo, sin el tiempo en los huesos, el amor es trivial… Como este juego tuyo —concluye, seria en el tono, compasiva en la mirada, señalando el vestido de Krito.
El hombre se siente herido un instante, comprende en el acto. «Es mi degradación y mi osadía», piensa, pero en su lugar dice, en tono ligero:
—Cada cual juega como puede… Con esto, con la palabra que ahora leo…
—¿Filosofía?
—No. Poesía. Es superior a la mejor filosofía, que discute la duda, mientras el poema revela la verdad.
—Por favor, Krito, concédeme esa verdad: la estoy necesitando.
Krito tarda en contestar. La mira; al fin se decide y la palabra vuela de sus labios:
Si nunca despertaste en sobresalto
febril, precipitándote hacia el lado
vacío de tu lecho, tanteándolo
con manos que se obstinan vanamente
contra implacable ausencia.
Si no sentiste entonces a la muerte
desgarrándote en vida y agrandando
el vacío en tus venas inflamado,
el vano apartamiento de tus muslos,
el ansia de tu sexo.
Si no rompió tu voz ese gemido
que acuchilla la turbia madrugada…
es que en tu corazón no ardía la hoguera
que llamamos amor.
En ella me consumo y es mi grito
tu nombre: a ti me abro en carne viva.
Mi piel muere en espera de la tuya,
mi sexo late con ansiosa boca
de pez en la agonía.
Y al no llegar tus labios con su bálsamo
ni el fuego sosegante de tu lengua
mi mano se fatiga inútilmente
en estéril caricia,
porque tan sólo tú tienes las alas
para el vuelo que mata y da la vida,
para llegar, Diótima, contigo…
Krito se interrumpe. Glauka le mira, esperando. Pregunta:
—¿Safo?
Krito no niega:
—Un fragmento desconocido que llegó a mis manos en… Es largo de contar. Te lo daré: entiérralo conmigo, cuando llegue mi hora.
De golpe lágrimas en los ojos de Glauka:
—¡Oh, Krito, me haces daño! No me hables de tu muerte.
—¿Tanto te angustiaría?
A Glauka le tiemblan las manos.
—No me hagas contestarte —suplica.
Al hombre se le desmoronan las defensas. Tiembla y su voz suena decidida, para no darse tiempo a arrepentirse de hablar:
—Perdóname, hermana: no hay tal Safo. Esos versos no son dignos de ella; son míos… Escritos estos días, sin poder reprimirme. No era para decírtelo, pero tú mereces la verdad.
—¿Escritos para tu amante?
No lo pregunta la mera curiosidad. Es un súbito grito de amargura que clava en el corazón del hombre una saeta de imposible esperanza.
—No… —vacila, pero ya no puede negarse ni negarla—. Escritos para mi amada.
La voz se desgarra en melancolía al continuar:
—No te digo su nombre porque me avergüenzo. ¿Qué mujer me escucharía?… Ya te lo confesé: sólo soy un amante lesbiano; lo único que puedo ofrecer… ¿Comprendes mi silencio, y que me ocultara por un momento tras la careta de Safo? —la voz se apresura, patética, desgarrada—. ¡Imposible hablarle yo como amante a una mujer!
Se atreve a mirarla y palidece porque en el rostro de Glauka domina un desconcertado asombro. Se levanta para huir:
—Es demasiado escandaloso, ya lo veo. Perdóname.
—Espera Krito. Ven.
Le llama en voz baja, pero él la hubiese oído aunque sólo lo hubiera pensado. Vuelve a sentarse, trémulo, confuso.
—Me escandalizo, sí, pero de lo poco que sabes de las mujeres: no has llegado a conocernos nunca… Te he contado mi vida, con Narso, con Uruk… también con Ahram —añade vacilante—. Pero no te he hablado de otro amor mío. Escucha: fui muy feliz con otra mujer. Con sus caricias y las mías no necesitábamos al hombre; nos comprendíamos como ninguno nos había comprendido jamás. Era…
Apasionadamente, mientras Krito escucha, ella da suelta en su corazón al recuerdo de Domicia. La confidencia brota fácilmente porque ahora los rostros son apenas manchas más claras en el aire ya nocturno, sin una luna apenas asomada sobre el mar y sólo el faro recién encendido. Krito escucha asombrado y en seguida se asombra de asombrarse porque no ignora el amor femenino, tan frecuente entre sus conocidas de Rhakotis. Pero aún le espera una sorpresa magna, imposible de prever ni en su más loca fantasía, porque tras una pausa Glauka le desvela lo inesperado:
—Tú también te mereces la verdad, hace tiempo que debí confesártela. Una verdad que sólo Ahram conoce y que me prohibió revelar a nadie, pero tú eres Krito. Si te dije antes que la piel no es una túnica es porque un tiempo la mía era de escamas desde mi cintura.
Ante los atónitos ojos de Krito, explica cómo fue sirena, viviendo entre los peces y las algas antes de aparecer en Psyra como mujer. Mejor dicho, no vivió: los dioses no viven, puesto que no mueren; por eso mismo ella decidió dejar de serlo… Interrumpe su relato para sonreír a Krito:
—No me mires así. Te estoy diciendo la verdad, por increíble que te parezca.
—No te miro incrédulo, sino iluminado. Por fin comprendo; ya sé por qué siempre fuiste única, diferente. Comprendo que ondule tu paso como un alga en las ondas, que tu cabello fluctúe, que tus ojos tengan los colores del mar y sean a la vez sosegados e insondables y que a veces, como esta tarde cuando llegué aquí, rezumes amargura salobre… Te creo, ¡claro que te creo!, pero dime más, déjame saberte mejor.
Glauka resume su existencia de sirena para Krito. Vacía para él su memoria mientras crece en ella la convicción de sentirse escuchada como nunca por nadie, comprendida como parece imposible. Relata su descubrimiento de los humanos, su ansia de vida, su petición a Afrodita. Y cómo lo olvidó todo al ser mujer, al pasar al mundo del tiempo, hasta que recuperó esa memoria.
No explica cómo. En cambio exclama:
—¡El tiempo!: es el nervio de la vida. Vosotros lo sentís menos porque os acostumbráis desde la infancia, pero a mí me asaltó de golpe como una inundación. Y sigo percibiéndolo con frecuencia: sus dedos erosionándome, arañando átomos de mi existencia. El río de mi sangre me sostiene hacia delante, pero sobre otro río lívido y frío, aún más rápido, que me arrastra hacia abajo llevándose mi carne, mi memoria, los aleteos de mi corazón. Vosotros sólo percibís su poder cuando algo o alguien se desploma derribado por él; yo lo tengo más presente. A veces se reduce en mí a un rumor lejano, pero nunca cesa. Y, ¿sabes?, en ocasiones también es mi amparo, mi esperanza. Cuando la vida se muestra turbia, fea enemiga; cuando los humanos se vuelven inhumanos. Es entonces un consuelo pensar que el río se lo lleva todo, que la desventura no durará siempre: una esperanza negada a los dioses inmortales… Sí, una esperanza.
Lo repite como para convencerse a sí misma. Krito se da cuenta, recuerda cómo la encontró al llegar y pregunta tiernamente:
—¿Como ahora?
Ella asiente en silencio. La pregunta la enfrenta con su angustia de estas semanas, con su soledad en un mundo colmado, con las tensiones entre ella y Ahram: «¿se estará alejando de mí?», se pregunta una vez más. Y, por un instante, la nostalgia de su tranquila sirenidad le arranca un grito ante la luna, ya levantada, dorada y espléndida, sobre el horizonte marino:
—¡Ah, en estos plenilunios salíamos a la superficie, mis hermanas y yo, y cantábamos!
—Como cantaste aquella noche en la torre —evoca suavemente Krito—. Entonces no supe explicarme por qué tu canto era indescriptible, tan dulce y devastador… Me envolvió como una marea… aunque no fuese para mí, sino para Ahram.
La amargura final en esa voz impulsa a Glauka:
—Hoy cantaré para ti. Para ti solo. Ven.
Habla una pobre mujer buscando compañía desde la soledad, comprensión desde el abandono. Pero Krito escucha a una diosa, compasiva y magnánima, concediendo su gracia a un mortal adorante.
Krito sigue en silencio a Glauka por el jardín solitario, cruzando las sombras y claridades de la luna y el faro por entre los árboles. Uno de los perros guardianes se acerca desde lejos y cambia su gruñido en ronroneo cuando reconoce a Krito. Uno de los guardianes se cruza y les saluda respetuoso. Ellos no advierten nada en su caminar mágico, tan adentro de sí mismos que es como si estuvieran fuera de sí.
Glauka hace rechinar, al abrirla, la puertecilla de la cerca junto a la torre: si no anduviera tan absorta hubiese visto a Eulodia asomándose alarmada a la ventanita con ojos asombrados. Tampoco se da cuenta de que Tijón ha acudido sigiloso a olisquearla. Se acerca al borde del risco e inicia el descenso a la cueva por la roquera escalerilla, seguida por Krito. La luna, todavía muy baja, traza un sendero de plata sobre el mar para llegar hasta los pies de la estatua en la hornacina. En la concavidad resuena el suave maretaje de las olas contra el acantilado. La mar, salvo en el sendero lunar, ondula oscura y misteriosa y su oceánico rumor es una gigantesca respiración. Ambos se sienten abrazados por el cosmos y penetrados de su fuerza. «La Gran Madre», piensa Glauka, contemplando en la hornacina la estatua, más acogedora que nunca. Y se descalza, sentándose en el borde de la roca de manera que sus pies entran en el agua. Desde ella sube la memoria a su corazón y canta.
Canta y el mundo, para Krito, se reduce a esa melodía. Canta como sirena, pero también como mujer: la melancolía, la angustia y la soledad, ignoradas por los dioses, añaden armónicos inconcebibles en gargantas divinas. Krito se disuelve en ese canto, se vuelve ciego y sordo al resto del mundo, se siente vaciado de sí mismo para llenarse de una esperanza, de un imposible.
La voz acaba declinando poco a poco y el mundo vuelve a ser el fulgor de la luna, el susurro del mar, el amparo de la roca, la propicia sonrisa de la diosa. Obediente al mensaje del instante Glauka se pone en pie, se quita su túnica, su ceñidor pectoral. Acaba de desnudarse liberando sus cabellos, que descienden magníficos en acariciantes ondas. Sumiso a su guía, osándolo todo, Krito se desnuda sin asombrarse al descubrir su erección, casi dolorosa, frenéticamente enardecida.
No sonríen, no hablan. Son puros amantes celebrando gravemente un sagrado ritual. La sacerdotisa se acerca de rodillas al varón, acaricia hacia arriba las delgadas piernas, queda con el rostro frente al sexo erguido, se incorpora rozándolo entre sus pechos, queda frente a él. Se miran y, ahora sí, ella sonríe, invitadora, a los ojos entregados bajo la frente ancha, el rubio cabello. Las manos viriles se posan en sus hombros y la empujan poco a poco hasta tenderla en el suelo. Glauka, dobla las rodillas y abre sus muslos en espera del hombre, que desciende sobre ella quietamente. Se siente besada en los ojos, en las mejillas, en la frente; nota el peso del otro cuerpo, su calor oprimiendo sus pechos, y una dureza en el vértice de sus muslos, pero ninguna presión penetrante, mientras las caricias continúan.
No se asombra, nada puede asombrarla: todo gesto es nuevo y, a la vez, pertenece a un antiquísimo rito. Recuerda una noche semejante en el mismo lugar, pero aquella hora pertenece a otro mundo y la diosa lo sabe. De pronto las caricias se interrumpen, el cuerpo del hombre se estremece es espasmos y suspira como en un llanto. La dureza viril vibra sola en el aire y una húmeda tibieza resbala lenta entre los muslos femeninos hasta el suelo. El hombre queda inmóvil, cerrados los ojos; ella espera.
Luego el hombre reanuda los besos, inclinado sobre ella de rodillas, desciende lentamente con sus labios cuello abajo, entre la seda cobriza de los cabellos. Se detiene en un pecho, lo rodea, lo asciende en espiral, enardece su cúspide, la mordisquea, la succiona y excita entre la lengua y dientes, la abandona por su gemela. Una mano de seda sobre el flanco femenino y los labios como abejas libadoras, caracoles untuosos, van dejando un rastro de placer sobre la piel abierta, expectante, entregada, absorbente. Las mejillas acarician el terso vientre, los labios beben en el pozo umbilical, se acercan a la mata rizada, que remueven a besos. Las manos concurren también allí, abren delicadamente la flor púrpura para los labios ávidos, que se posan en los pétalos y, encontrando su destino, se abren disparando el estilete vibrátil de la lengua…
No, no he soñado aunque actuara como en un sueño, sin ser dueña de mí y sin embargo tan lúcida, tan consciente, sólo proyectaba cantar, le era debido tras mi revelación, pero la diosa sonreía cuando llegué aquí, bendiciendo también este amor, todos los amores, de sirena y de hembra, solar y nocturno, todo es uno en dos, como yo misma, Ahram amor y poder, Krito amor y palabra, yo amor y vida, somos el futuro, pero Ahram obsesionado con su juguete, el poder, como un niño, Krito haciéndose hombre en el tiempo del lagarto, con sus ardores que el violento ignora, su osadía impensable para el fuerte, sus miedos ocultando las pasiones, sus triunfos al débil reservados, hombre aunque él lo dude, ahí tendido a mi lado, qué pensará, seguro consternado por derramarse fuera, ¡qué me importa!, ignora que dentro sólo a veces lo notamos, nos gustan más las caricias externas, pero él como todos, los hombres esclavos de su cetro, el dichoso pene, gimiendo cuando fláccido, fanfarrones si rígido, abrumados por los fallos, castrados por las exigentes, madres o sanguijuelas, matronas de otro poder, ¡hombres vulnerables!, a mi lado tendido, ni le siento moverse, pero… ¿dónde está?, ¡se ha ido!, ¡y no me di cuenta!, absorta en mi pensamiento, acurrucada en mi placer, le recuperaré, le convenceré, aprenderá de mí como yo aprendí de él, desventurado, prisionero de sus mitos, desde ellos me ha salvado, me ha reintegrado al mundo, colmado mi vacío, angustiada estas semanas, no padecí igual en otros trances, porque nunca amé antes a nadie como a Ahram, y ahora soy más suya que esta mañana, ahora que me siento comprendida, por eso la sonrisa de la diosa, su bendición, su gracia, ¡los dos tan diferentes! Ahram es el Vértigo, el Instante, mi piel bajo el imperio de la suya, su olor me droga y me intoxica, su mirada me pone húmeda, pero sin comprenderme, tomándome sin acompañarme, dándose sin abrirse, un amor absorbente no el amor entregado, el de Domicia, flotar en el deleite, y ahora este otro amor de Krito, no cree que he llegado entre sus brazos, lo sabe y no lo cree, ¡si era anegarme toda, hundirme triunfalmente, no el surtidor en alto sino el vórtice al fondo!, con Ahram es morir y revivirse, con Krito continuar, hundirnos juntos, compañero como Domicia, a mi lado como ella, envolviéndome en huellas, en sonidos, recuerdos, fantasías, añadiendo a mi carne la palabra, ¡y tan amando el mundo!, mientras Ahram rechaza lo distinto, lo que no acepta, niega sus tabúes, o los destruye, Krito asumiéndolo todo, lo que es y lo que no es, su desventura y su gloria, su doble naturaleza, Ahram tan seguro que da pena, ¡lo que se pierde!, escogiendo como niño el juguete más grande, el más reluciente, el plato más lleno y no el más exquisito, pero en su mundo el primero, grande como la mar, como el desierto, inagotable imán, cruel también, su crueldad indiferente, ¿qué hará cuando se entere?, fulminarme como el rayo, pero vale la pena, esta cueva templo de los tres, al pie de la sonrisa de la diosa, vale la pena, todo es posible en Egipto, lo comprendí ya en la casa de esclavos, en Tanuris aquellos días, no podía adivinar que fuera tanto, doble amor como la doble hacha de la Gran Madre, el integral amor en la frontera, de fuego y miel, los dos tan verdaderos, para la sirena y la mujer, como las dos almas egipcias, Bâ ligada al cuerpo, Kâ inmortal entre los dioses, ¿nos comprenderá Ahram?, él tiene otras mujeres cuando quiere, pero ¿comprenderá?, ¿caerá sobre este Krito que ha desaparecido?, ¿dónde ha ido?, ¡qué intuitivo amante!, más aún que Domicia coartada por su credo, cómo pudo saber que mi espasmo no era el último que seguía deseando, ¿lo comprenderá Ahram?, imposible ocultárselo, bajeza indigna de su amor, del que yo le tengo, ser fiel es ser leal, ¿comprenderá que me he enriquecido también para él?, ¿que ahora tiene más en mí?, habrá de darse cuenta, mi piel se lo demostrará, el escalofrío de mis suspiros en sus brazos, esto ha sido sagrado Ahram mío, habrás de comprender la sonrisa de la diosa, tu diosa aprobándolo, me habías dejado sola, si no te importó Uruk, ¿por qué Krito? Uruk mutilado de las piernas, y Krito víctima de su cerebro, conquistándome con su valentía de cobarde, tú que nunca dudas habrás de comprenderme, pero no es explicable para ti este amante lesbiano, no ha sido el fuego de tu hoguera, sino descenso alucinante hacia la nada, sin dejar de vivir ardientemente, tú detienes el tiempo con tu fuerza, Krito me acompaña en él, me envuelve en tiempo, en esa incertidumbre que es la vida, que es preciso beber hasta su fondo… ¡Ahram mío!, déjame el compañero que comprende, el que entra en mi piel y no sólo la toma, el capaz de asumir a la sirena, como mujer también y como hombre, te amaré más por eso, te amaré de otro modo más completo, pregúntale a tu diosa si lo dudas, tú eres mi centro, él es mi compañero… pero entonces, ¿por qué no me acompaña?, ¿cuánto tiempo ha pasado de su marcha?, ¡ya no estoy en la luna, sino en sombra!, la luz muere en la boca de la cueva, he quedado en tinieblas, un terror me estremece al recordar, ¡se le escapó una vez a Krito!, «el mar arregla todas las angustias», ¿qué has hecho?, ¿acaso te desprecias?, ¿no has comprendido nada?, ¿acaso quieres evitarme el rayo de Ahram?… ¡Krito, Krito!, ¡qué largas escaleras!, si no te encuentro arriba seré yo la suicida, no es posible, no lo habrás hecho, ¡oh diosa!, no es posible…