La vieja sirena (70 page)

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Authors: José Luis Sampedro

BOOK: La vieja sirena
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¿Por qué extraños? Si ella es nuestro lucero su presencia era natural. Y también es tu Ittara, aunque tú no la conocieses… Ittara… su recuerdo me asalta, la veo. ¿Era también divina, como mi Glauka, aquella mujer primera? Me marcó para siempre y no supe quererla, no supe. Ahora es cuando de verdad comprendo lo que fui para ella; comprendo su pasión. ¿Acaso porque ahora sé querer a Glauka? La hacía llorar, lo recuerdo y me pesa. En vez de consolarla me irritaba verla llorar. ¡Era yo tan joven! No sabía nada de la vida. ¿Lo sé ahora? Aquella noche me exasperó: «¿Por qué lloriqueas tanto?», y no me contestaba. Le grité: «¿No te quejabas de estar sola sin un amor? ¡Pues ahora tienes esto, vamos, disfrútalo, túmbate!», y exhibí en mi mano el miembro endurecido… Se sometía a todo… Llegó de nuevo el plenilunio y no cumplió. Se negó a recibir a los hombres. «Me costará la vida pero no puedo.» «¿Por qué no?» ¡Imposible olvidar su dolorida mirada! «¿Qué vas a hacer entonces?» «No lo sé, pero no puedo.» «Yo lo arreglaré.» Me sentía omnipotente, jactancioso, era un necio, se me ocurrió una idea divertida. La hice ocultarse y yo me puse su túnica, su calzado alto y su brazalete de la serpiente con ojos de malaquita; con un velo y la escasa claridad lunar, imberbe todavía, podía yo pasar por otra muchacha… Fui diciendo a los hombres llegados con ofrendas que la sacerdotisa estaba enferma y me habían enviado a cuidarla. Eran rústicos, se resignaban y se iban. Sólo uno me dijo: «Pues cumple tú, reemplázala en todo». «No puedo, aún no he sido iniciada.» ¡Cómo me divertí, cuando era su condena a muerte! Los rústicos reflexionaron y acabaron sospechando algo. Seguramente la denunciaron a Heliópolis, porque vimos llegar a una abadesa del templo de Atargatis. Pude huir a nado, pero acabé sabiendo que por aquel crimen lapidaban a las sacerdotisas. Me dio pena entonces, lo lamenté, pero sólo ahora me duele de verdad. ¡Y pensar que luego en Samos fui condenado a lo mismo, pero me salvó Krito! Olvidé pronto, pero desde que Glauka me llevó a Karu me ha vuelto el recuerdo de Ittara cada vez más. Y ahora me hace daño haber sido insensible, no quiero serlo más. ¿Por qué llega ese recuerdo tan al fondo? ¡Tan al fondo que al fin rebrotan aquellas palabras olvidadas! Eso es, su oración terminaba así, después del «hazme llenar su éxtasis»:

Hazme Tú para servirte

ofreciéndome a todos y a cualquiera.

Hazme ser para ellos

el Instante Infinito:

La copa de la Vida

donde te ofreces Tú.

Así rezaba Ittara a la diosa… Dar recibiendo, recibir dando… ¡Mi Ittara! Yo entonces no entendí, he aprendido mucho.

¡Qué silencioso estaba el pobre mío en el Consejo! Se negó hasta el final a aceptar la traición de Zenobia, ha hecho falta el asesinato de Odenato para convencerle. ¡Pues claro que ha sido ella! Mintiendo y seduciendo desde el principio, metiéndose en su cama en Palmira aunque él me lo negara siempre, sólo para enredarle más con sus cabellos, la verdad que hermosísimos, de lo mejor que tiene esa mujer, ¡qué lista y marrullera! ¡Cómo logró hacerle creer que el atentado en el país de Punt fue cosa de Odenato a espaldas de ella! Y la famosa carta, quejándose de su desamparo a la muerte de Odenato… ¡Pero si casi le pedía que acudiera a salvarla!… ¡Qué intrigante mujer! Al fin se ha quitado la careta, ya la tenemos enfrente, mejor como enemiga.

Por eso callaba, asombrado de haberla creído, él Ahram el Navegante, el poderoso, menos mal que callaba por eso y no por que pesen todavía los recuerdos de su soledad en la mar. ¡Qué horrible, su estancia forzosa en la Roca! Peor que la muerte: un hombre como él reducido a no hacer nada, un hombre todo acción, arreglar el mundo, mover a la gente… Por supuesto ha cambiado, cada vez queda más claro en estos meses, ¡cómo no cambiar tras semejante experiencia!, también ha envejecido, pero menos de lo que yo temía y, desde luego, no tanto como sus compañeros, hasta Soferis, el más joven aunque ya cuarentón, se va haciendo lento de movimientos, envejece hacia la obesidad, no como Ahram, pero los años son crueles, también para él, es mi mayor miedo, que esté aguantando demasiado, que de pronto se desplome, no quiero ni pensarlo, no quiero sobrevivirle, no tendría sentido, ni Krito me salvaría, me desplomaría yo también, mi vivir le necesita, prefiero morir antes de ese vacío insoportable, acabamiento del mundo, me angustia pensarlo… ¡Qué crueles son los años! Pero peor era mi existencia bajo las aguas, fuera del tiempo, implacablemente igual… Prefiero verme viva en el espejo, mis pechos menos erguidos, mi piel menos brillante, la carne menos firme… ¡pero cuánto ha gozado esa carne, cuánto el corazón que la sostiene! Y se salva mi pelo, su envidiado color, ni siquiera la víbora de Zenobia está a mi altura, ¡cómo me lo miraba cuando estuvieron aquí!, cabellos negros como los suyos son frecuentes, aunque pocos tan hermosos… Sí, todos envejecidos, menos Malki. ¡Magnífico muchacho! Será un Ahram, si sigue así, conviene que no lo sea tanto, que se contagie algo de Krito, Ahram se resiste a confiárselo como preceptor, retrasa el momento: «Cuando termine la efebía», repite… Se resigna a cederme a mí, pero no a su nieto, ¡qué equivocación!, equivocación de hombre, del hombre que es mi Ahram, y conmigo también equivocado: no puede comprender que le adoro más desde que hago el amor con Krito; que ese amor me hace quererle más…

Se ha repuesto bien, Krito, ¡qué horrible enfermedad!, llegó a estar muerto. Ni Assurgal esperaba ya curarle, ni el médico griego, ni las oraciones de Eulodia servían de nada. ¿Qué le salvó? «Me salvaste tú, aquella tarde en que estaba mi guardiana ausente y la pasaste a mi lado, dejaste que mi sudor de enfermo, ya oliendo a muerto, babeara contra tu cuerpo desnudo, cuando lo tendiste junto al mío para darme calor, cuando yo, helado ya, tiritaba en pleno verano. Y mi sudor de muerto se acobardó frente a tu fresca vida, como se repliega el mar decepcionado de su impotencia contra la roca… Me salvaste tú, con tu carne, con tu aliento, con tu proximidad, aquella tarde», y es verdad todo eso, pero yo no lo puedo creer…, aunque sí me lo creo, ¿no he vivido tantas veces la fuerza del amor de verdad, en el fuego de Ahram o en el alma de Krito? Lo salvase quien fuera, se ha repuesto bien.

¡Qué hermoso el reencuentro, el primer abrazo después, tras aquellas semanas de convalecencia! Del banco de los delfines nos acercamos a la casita verde y, ¡sorpresa!, nuestro delfín Nereo, le hemos dado el nombre de mi padre, que seguía siempre rondando la caverna, apareció entre las olas, como si adivinase que ya estábamos allí, acercándose al faro aunque le da miedo. ¿Cuál era su mensaje, a qué venía? Krito lo captó antes que yo, dulcísimas palabras. «Mírale, tu enamorado viniendo a verte aquí… Pero no es tu único enamorado…», y con su mirada me lo dijo todo. De la mano me hizo entrar en su cubil, el templo de su soledad, volvió a ser como la primera noche, en la caverna, me estremeció ser amada por el hombre rescatado a la muerte, advertí otra vez que Krito besa con la misma intuición, con la misma adivinación de mi deseo que Domicia, pero aunque él se diga andrógino es un hombre, el diferente sexo se nota hasta en el roce, en la mirada: ¡por eso la unión es tan excelsa!

Pagamos la dicha envejeciendo, ¿y qué? Yo besaba en él a la resurrección, a la vida que no muere nunca, aunque muramos nosotros, él besaba mis pechos de sirena, mis pechos de mujer, su mano en la espalda era la de los dioses, si supieran los dioses sentir algo, ciertamente es un hombre, no necesité su erección para saberlo, hombre que salva sus carencias porque las acepta, las admite, las paladea… ¡Krito, Krito! ¿Cómo no te das cuenta de que no te concedo ni regalo nada, sino que eres tú quien me da el amor, tanto como yo a ti? Habría que inventar una palabra o mejor cien mil palabras para decir «Amor»: no hay dos amores iguales y todos son sagrados; quiero decir, humanos con tal de ser verdaderos. Sabe que no sabe recibirme hasta su fondo, pero lo acepta y eso lo resuelve todo, borra el problema, abre la puerta dorada.

¡Si Ahram supiera! No me extraña que no sepa, yo tampoco sé muy bien. ¡Si yo supiera lo que él vivió en la Roca! Sigue siendo único cuando me toma, cuando me doy; sigue siendo la piel que me domina, la caricia inescapable, el reclamo al que acude todo mi cuerpo, mi sangre precipitándose por mis venas, un borbotón hacia él… Sigue siéndolo, y más que nunca, porque ahora lo veo temeroso, no de nadie, sino de él mismo. A veces como con miedo de hacerse débil, y avergonzado de Krito y de mí, como si el placer verdadero, profundo, fuera vergüenza. Miedo a ser tolerante, ¡es decir, de comprender, de ser humano hasta lo último!, le teme a la palabra, a las explicaciones… «Nunca hablé tanto como cuando estuve en la Roca, allí solo… Todo el día diciéndome cosas: era lo más horrible, mientras no hacía nada.» Eso no lo sufre Krito, el miedo a aceptar, en cambio ignora su grandeza ese hombre que lo comprende todo, que incluso se comprende a sí mismo, Krito, sólo ve sus carencias, qué error masculino también, son el uno para el otro, se comprende su larga compañía… ¡Cómo les quiero! ¡Qué fuerza tiene la vida, precisamente por sus juegos con nosotros, por sus desmadres creadores!

El consejo no era el de antes, no estaba a la altura, parece ya algo pasado, pero ¡qué alegría inesperada después! Ahram como si se hubiera dado cuenta de todo, Ahram como saliendo de un torpe sueño, el de los engaños de Zenobia; Ahram como sacudido por un latigazo… ¡Qué espléndido su amor, su cuerpo sobre el mío, su frenesí, su boca dominante! Y sobre todo después, hablando como siempre, como al final, los dos solos, esa reflexión de Ahram, esa nueva ternura, yo advertía su cambio pero ahora veo que alcanza a lo más profundo de su vida, a sus proyectos de poder, comprende que su ambición contra Roma, su sueño de venganza, no es el mejor empleo de su tiempo ni de su fuerza, por eso a la tarde, ¡qué amor tan entregado!, y tras el Vértigo fuerte y dulce a la vez, enamorado y activo, recobrado como antes de la Roca, planeando sus acciones frente a la adversidad, riéndose de sí mismo por no haber calado a Zenobia, calculando la utilidad de sus técnicos, de esos inventos que ahora serán contra Zenobia, pues ya no duda de que Zenobia va a lanzarse a fondo, se cree todopoderosa con los godos en la mar, Ahram se ríe pensando en la lucha, sólo entristecido porque eso favorece a Roma, porque habrá de defender Egipto, pues Zenobia intentará dominar Alejandría, el sueño de esa mujer, someterle aquí.

Sí, la muerte de Odenato ha sido el acicate en los ijares de Ahram, esos flancos suyos, lisos, musculosos bajo mis manos y luego rítmicos entre mis muslos… Y para mañana una peregrinación nosotros solos en el falucho, iremos juntos a Karu, sólo con Likos el marinero, a visitar la tumba de Bashir, el monolito que Ahram le dedicó en la playa, al pie de las palmeras, aunque esté la mar alborotada, con él no temo nada, Ahram volviendo a sus orígenes conmigo, volviendo a mí con ellos… ¡Qué importa envejecer, así se vive!

28. Zenobia en Alejandría

—No tardarán en atacar —afirma Ahram.

El silencio que le rodea expresa la aquiescencia y, también, la inquietud de sus acompañantes. Junto a él se encuentran el epistratega, con su empenachado casco, el legado jefe de la
XIV
Legión Cirenaica, traída desde su guarnición en Heptanomia para reforzar la ciudad, el presidente del Consejo Municipal de Alejandría y algunos oficiales superiores. Todos lamentan que el prefecto se encuentre en la mar combatiendo las naves godas encargadas de cortar los envíos desde Roma. El grupo ha subido a lo alto del faro por las rampas de doble hélice que ahora no recorren los asnos leñeros, pues no se enciende la hoguera a causa de la guerra y la ausencia de navegación mercante. Los hombres contemplan el panorama de la ciudad y de sus alrededores en esta tarde otoñal, en que comienza el mes de Tybi para los egipcios. Sólo se escucha arriba el rasguido del viento contra el coronamiento del faro y, abajo, el fragor del mar, estrellando contra las peñas sus violentas olas grises.

Las miradas se dirigen, por encima del palacio real en el promontorio que cierra el puerto Magno hacia las afueras orientales de las murallas. En el llano inmediato las avanzadas palmirenas han ocupado ya el campo militar romano, previamente evacuado por indefendible, y el suburbio de Nicópolis. Más al sur, hacia el lago Mareotis, se extienden también por el barrio residencial de Eleusis, donde el romano Popilio, en tiempos de los Ptolomeos, derrotó a las tropas del rey de Siria. Esta vez, sin embargo, nadie confía en la victoria, como comprende Ahram con sólo ver los semblantes de sus compañeros. Las avanzadas enemigas, desde el hipódromo y la necrópolis legionaria, se encuentran literalmente a tiro de catapulta frente a las murallas, en cuya Puerta del Sol los soberbios batientes de cedro recubierto de bronce han sido interiormente reforzados contra los arietes, que ya está montando el enemigo bajo las tortugas protectoras.

Los observadores del faro cambian breves comentarios sobre las perspectivas inmediatas y luego descienden pensativos, dejando arriba a un centurión y dos tubícines, encargados de dar los trompetazos convenidos en caso de movimientos enemigos. Ahram recuerda que, dos años y medio antes, se preguntó hasta dónde sería capaz de llevar su ambición la reina Zenobia al proclamar rey a su hijo Vabalato. «¡Cuántas cosas han ocurrido desde entonces!», piensa cuando, tras despedir al resto del grupo en el estribo isleño del Heptastadio, se dirige hacia la Casa Grande acompañado por su escolta. Poco tiempo después de aquella pregunta suya, en el verano del año de Roma 1021, el emperador Galieno murió asesinado, sucediéndole Claudio —después llamado Gótico por sus victorias sobre los germanos—, que hubo de comenzar su reinado aplastando la rebelión de Aureolo, aspirante también al trono; aunque nunca logró someter a los llamados «Emperadores del Rhin», prácticamente independientes en las Galias desde hacía diez años. Otro general, Marciano, actuaba por su cuenta en el este e incluso lograba triunfos sobre Shapur, que le animaban sin duda a desafiar a su vez a Claudio.

¿Cómo no iba a aprovechar esa anarquía romana una Zenobia cuya ambición se sentía justificada por los triunfos anteriores de sus ejércitos palmirenos? A lo largo del año siguiente la reina fue desarrollando un plan de expansión en el Asia Menor que, por el norte, le proporcionó la conquista de Ankyra y el dominio de Galatia; por el sur la ocupación de Arabia haciendo huir a Cocceo Rufino y, por el oeste, la posesión en Fenicia de Byblos, Berytus, Sidón y Tiro, alcanzadas tras un rápido avance por el valle del Eleutheros. Con la conquista de esos puertos, el generalísimo Zabdas, al mando de las fuerzas palmirenas, ofrecía magníficas bases a las embarcaciones godas aliadas, que comenzaron a estorbar seriamente las comunicaciones con Alejandría. Este último avance enlazó, en la frontera de Galilea, con las fuerzas que, desde el interior y cruzando las cordilleras del Líbano, habían ocupado Heliópolis, controlando así la ruta de caravanas apoyada en los pozos de Bostra y Philadelphia. Entonces el grueso del ejército se tomó un tiempo de respiro para reorganizarse, consolidar su dominio sobre tantos territorios y asimilar a los entusiastas aliados que, viendo ya en Palmira el nuevo poder hegemónico de Oriente, acudían a incorporarse a las tropas vencedoras como aliados y auxiliares.

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