Authors: José Luis Sampedro
Se levanta y entra en su alcoba, donde una pequeña arqueta de cedro guarda algunos objetos muy preciados. De entre ellos extrae un ojo de Horus, un udjat: el amuleto que pendía de la cintura del niño Malki, el que se perdió entre los lotos del estanque y ella logró encontrar… «muy poderoso contra las mordeduras, hay alacranes por aquí». Contempla Glauka ese objeto en su mano mientras cree estar oyendo la voz de la malograda Sinuit en aquella terraza frente al mar. Ha pasado tiempo…
Un suspiro se escapa de su pecho y su estremecida obsesión anterior se extingue como las olas, dejando al retirarse esa playa desierta de la vida: la hondura de la melancolía.
Llega uno más y su semblante aparece también sombrío. Como el cielo cubierto de nubes oscuras, como el mar gris y agitado, que rompe contra las rocas de Faros con un fragor a veces siniestro. El viento sur reemplaza las neblinas del aterido jardín por la pestilencia del lago Mareotis. Se celebra hoy el Consejo, en este mes de Mechir a la entrada del invierno, como cuando, hace un año, se reunieron al día siguiente del retorno de Ahram desde la Roca, preocupados por la alarmante conducta de los palmirenos. Pero al menos entonces gozaban la alegría de haberse salvado Ahram.
Han llegado ya todos los consejeros, incluso el geógrafo Dicantro, que sólo asiste eventualmente. También participa Malki pues, desde el viaje a Punt, su abuelo le viene iniciando en los negocios y planes en marcha. Pero falta Narbises, fallecido hace meses, y en su lugar se encuentra como contable su anterior ayudante desde hacía tiempo, el sirio Botrys. La preocupación general, o acaso la turbia luz del día, acusa en el grupo el peso de los años. Hasta en Glauka se nota, aunque su cabellera todavía disimula las escasas hebras plateadas y su cuerpo, bajo la túnica, sigue sosteniendo con elegancia la madurez. Desde aquella reunión, hace trece meses, han sido más los acontecimientos adversos que los favorables. Apenas tres semanas después del retorno de Ahram les sorprendió Odenato —sin el aviso debido a un aliado— proclamándose en Palmira «rey de reyes»; aunque no por eso rompiera el vasallaje que tributaba a Roma y sin que, por su parte, el emperador Galieno, empeñado en luchar contra los bárbaros, se atreviera a desautorizar el gesto de Palmira. La rapidez con que el hecho se produjo tras el naufragio de Ahram, obligaba a pensar que la trampa tendida al Navegante constituía otro aspecto de los planes palmirenos. La desaparición de Ahram hubiera permitido a Odenato manejar a su antojo la potencia marítima del Navegante, al quedar ésta en manos de su joven nieto y de personas menos avezadas. El fracaso de esa trampa no fue bastante para impedir la proclamación real, sin duda preparada desde hacía tiempo.
Parecía así muy clara la ruptura de Odenato y resultaba conveniente olvidar su alianza y trazar nuevos planes sin Palmira, aunque ello alejara la meta de abatir a Roma e incluso les enfrentara con la hostilidad palmirena. Pero antes de poder planear alternativas Odenato les sorprendió de nuevo, enviando como emisario a uno de sus altos oficiales para reiterar la amistad del nuevo monarca y aclarar los rumores llegados hasta él acerca de algún riesgo o contratiempo de Ahram, así como para congratularse de que tales rumores no hubieran tenido consecuencias. Ahram y sus consejeros, desconcertados por ese gesto, normal en un aliado pero incomprensible en un enemigo, volvieron a vacilar entre acelerar el distanciamiento de Palmira o continuar en una prudente espera. Se impuso finalmente este segundo criterio, más porque la primera alternativa implicaba la abierta hostilidad que por confiar en la sinceridad de Odenato. El mensajero fue por tanto agasajado y despedido con hábiles palabras, después de retenerle algún tiempo so pretexto de hospitalidad, aunque más bien para sonsacarle por todos los medios posibles. Pero ni siquiera la más seductora y astuta pupila de Dofinia logró indicio ninguno de que el palmireno fuese un mensajero de la mentira y de la intriga.
Mientras tanto, por conductos que sus consejeros no habían tenido la astucia de utilizar, Ahram logró averiguar lo que Amoptis tenía tanta prisa en comunicar a Glauka antes de su muerte. Quedó así al descubierto una intriga egipcia de gran alcance, instigadora también del asesino que trató de apuñalar a Ahram. La complicada trama, impulsada por los sacerdotes egipcios, perseguía el gran objetivo de aprovechar las repetidas sublevaciones de generales romanos aspirantes al trono (la de Aureolo contra Galieno acababa de estallar) para provocar una rebelión y restaurar en Egipto el trono de los faraones, coronando a un candidato preparado para ello en un templo cercano a las fronteras de Nubia. Parte pequeña de esos movimientos era el plan del clero de Antonino, en Canope, para recobrar el rico dominio de Tanuris, cuya administración fue prometida años atrás a Amoptis a cambio de su complicidad. Concebido luego el más amplio objetivo de la sublevación egipcia, se hizo necesario contar en Tanuris y Alejandría con alguien más importante que el mayordomo y para ello Neferhotep, con su influencia en la ciudad, resultaba el más indicado. Al enterarse Amoptis, viéndose así desplazado y con sus sueños por tierra, decidió informar del plan a Glauka, pero se le anticiparon los sacerdotes, mandando asesinarle al sospechar la proyectada delación.
Andaba Ahram, en medio de las incertidumbres relativas a Odenato, tratando de confirmar esas sospechas para atajar las ambiciones de Neferhotep, cuando ya entrado el nuevo año cayó sobre Alejandría la alarmante noticia del saqueo de Atenas por los piratas godos, que no pudo impedir la encarnizada defensa dirigida por el historiador Dexipo, revelado en tal ocasión como el único capaz de catalizar el ánimo de los atenienses. Algunos alejandrinos empezaron a temer desde entonces una invasión semejante pues, aunque desde hacía treinta años los piratas merodeaban en el Egeo, nadie les había supuesto capaces de lanzarse a un objetivo tan audaz como la propia capital de Grecia. El reino establecido en Quersoneso por los bárbaros, cuyos reyes, Ostrogoto y Kniva, aprovechaban la prolongada anarquía militar romana para enriquecerse y expansionarse, aparecía así como otro aspecto de la desintegración creciente del imperio. Ahram padecía muy directamente las consecuencias, por la inseguridad de sus representantes y mercaderías en territorios al alcance de los piratas y porque raro era el transcurso de un solo mes sin la captura de algún barco suyo, a veces relatada por aterrados supervivientes. Pero al menos la desgracia de Atenas provocó una enérgica reacción del emperador Galieno que, a pesar de encontrarse ocupado en reprimir la rebeldía del general Aureolo, consiguió infligir a los bárbaros una derrota en el río Nestos, obligándoles a replegar su piratería. En todo caso, la audacia de los godos planteó a Ahram otro problema: ¿acaso Odenato —con quien seguía manteniendo el Navegante cautelosas relaciones— se había aliado con los piratas, para disponer con ellos de una fuerza marítima frente a Roma, en sustitución de la de Ahram? Si así fuese— y ello podría explicar la repentina audacia goda— había motivos para alarmarse en Alejandría y en todo el Egeo, e incluso en Persia, pues una Palmira reforzada por unas fuerzas navales activas era mucho más peligrosa que la declinante Roma. Por eso Ahram empezó a considerar las ventajas de entablar mejores relaciones con Shapur, aprovechando para ello sus relaciones no interrumpidas con el agente secreto persa Tigram Fenesiades, muy inquieto por las campañas de Odenato, que perjudicaban las aspiraciones independientes de su país así como las ambiciones personales de Tigram, cuya noble familia le hacía candidato al trono. El armenio se encargó con gusto de llevar la propuesta de amistad al monarca sasánida en Ctesifonte y de estudiar con él la posibilidad de un acuerdo, para lo cual partió en secreto por caminos desusados. La misión no tuvo éxito, pero poco importó porque, después del saqueo de Atenas, los acontecimientos experimentaron otro inesperado viraje, como si aquel año 1020 disfrutase agravando aún más la permanente inestabilidad política. Se aseguraba, en efecto, que Odenato, acompañado de su hijo mayor Herodiano, fruto de anterior matrimonio, desviaba contra los godos su campaña de Capadocia para arrojarlos al mar. Tales informes se confirmaron bien pronto pues Odenato avanzó con éxito desde Sebasteia hacia el puerto de Trapezus, bordeando la frontera armenia. Ahram recibió así por fin una buena noticia, al desvanecerse la supuesta alianza de Palmira con los godos, aunque no se aclarasen por ello las incomprensibles intenciones de Odenato, que ya se titulaba «rey de reyes».
En medio de esas dudas y entrado ya el verano dejó atónita a toda Alejandría la más inesperada de las noticias, imprimiendo un sensacional vuelco a la situación mundial: la muerte de Odenato y de su hijo mayor. Mientras llegaban detalles se multiplicaron las conjeturas en la Casa de Ahram. ¿Habían muerto en combate y eso significaba un alarmante triunfo de los godos sobre la única fuerza capaz de oponérseles en el Asia Menor? ¿Habían fallecido de la peste o alguna otra causa natural? ¿Habían sido asesinados, cosa nada sorprendente en las luchas por el poder? En la Casa Grande, como en el palacio del prefecto y en toda la ciudad, se cambiaban y discutían las noticias, soportando el sofocante ambiente de un verano en el que el Nilo se había desbordado dañosamente. Para mayor inquietud, la última de las hipótesis en cuestión quedó confirmada. Ahram envió en el acto a Zenobia un mensaje condolido, ofreciéndole su apoyo, con la esperanza además de restaurar pronto la alianza de otros tiempos disipando los recelos. Incluso consideró la idea de acudir a Palmira en persona, cuando recibió de la reina una respuesta agradecida, doliéndose del desamparo en que, «como débil mujer» se encontraba frente a problemas tan formidables como los que la rodeaban. Pero las dudas de Krito acerca de la lealtad de la reina, el recuerdo de lo sufrido en tierras de Saba y en la Roca y, sobre todo la desesperada oposición de Glauka, que intuía siniestras maquinaciones, consiguieron retenerle, dejando pendiente el viaje hasta ver más clara la situación.
Era preciso, además, moverse con prudencia pues, ¿quién era el autor del crimen? Los asesinos, precipitadamente ejecutados por la guardia de Odenato, eran mercenarios persas, sin duda comprados pero ¿quién había puesto el arma en sus manos? Una sospecha obvia apuntaba hacia Shapur, pero no era su estilo, no lo había intentado nunca ni en los momentos en que Odenato le hizo más daño. Se susurraba también, nunca de forma abierta para no ofender a los romanos, que el instigador había sido el gobernador imperial en la provincia de Arabia Cocceo Rufino, hombre dado a la violencia y que había tenido querellas con Odenato por incidentes en los puestos fronterizos con Palmira. Otros pensaban en los mismos godos, como una manera de acabar con las derrotas que les infligía Odenato… El misterio intrigaba a todos, porque aquel asesinato llenaba de incertidumbre todo el panorama del Oriente.
Cuando declinaba el calor y cedía ya la desaforada inundación nilótica, empezó a difundirse otro rumor, más inesperado e inquietante, pues acusaba a la propia Zenobia de haber ordenado el crimen, con el fin de asegurar la herencia del trono para su hijo Vabalato, además de satisfacer así —se añadía— una venganza por desdenes maritales, que su orgullo de mujer y princesa se negaba a tolerar. Según esa versión sería un sobrino de Odenato, llamado Menio, quien habría sobornado a los mercenarios, instigado a ello por la reina. De confirmarse el rumor las consecuencias eran decisivas para Ahram y por eso, aparte de celebrar no haber viajado a Palmira, decidió contrastarlo recurriendo a alguien capaz de investigar sobre el terreno. La afortunada presencia de Dicantro en Rodas le permitió obtener en pocos días su aquiescencia y enviarle a Palmira con esa misión.
Dos meses después regresaba el geógrafo corintio que, ante Ahram y sus consejeros, expone ahora sus impresiones. Aunque era imposible esperar pruebas materiales, los indicios eliminan desde luego a Shapur y a los godos. En cuanto a Cocceo Rufino, semejante decisión hubiera significado su desgracia ante Roma, que desde hace años sólo cuenta con Odenato para defender sus límites orientales. Además, aunque Galieno envió en seguida un cuestor a Bostra para investigar, ninguna medida se ha tomado contra el gobernador romano, presumiéndose así su inocencia. En cambio los datos relativos a la imputación a Zenobia —concluye tras una pausa vacilante— resultan más bien acusadores. Aunque se descarte el móvil de una venganza femenina, queda la protección de su hijo como factor suficiente para empujarla a aprovechar una ocasión favorable, pues era voz pública en Palmira la pertinaz hostilidad del primogénito de Odenato contra su madrastra. Dicantro exploró en Palmira con discreción todas las fuentes que pudo e incluso visitó a Clea, tan amiga de los reyes, aprovechando haberla conocido en Alejandría. Como ya temía, ningún indicio pudo obtener de ella, pero en cambio una sirvienta de la dama, natural de Corinto y que la servía desde hacía mucho tiempo, dio a entender con reticencias la culpabilidad de Zenobia.
Un espeso silencio acoge la exposición del griego. Ahram recorre con la mirada los rostros de sus amigos y piensa que, como él mismo, todos comparten la opinión de Dicantro. La hipótesis de Zenobia aparece como la más justificada. Suspira hondamente.
No es el único sin embargo que se resiste a culpar a la reina. Filópator interviene, avanzando su torso delgado y nervioso.
—Pero ¿por qué matar a su esposo? Con deshacerse de Herodiano era suficiente para asegurar el trono a Vabalato.
—El riesgo sería muy grande —explica Dicantro, con el asentimiento general—. Si Odenato alguna vez se enteraba significaría el final de ella y de sus hijos.
—Además —interviene Assurgal con su voz arrogante— la reina puede haber ofrecido esas cabezas a los godos, como prenda de un pacto para futuras empresas.
¡Futuras empresas! Esas palabras suenan amenazadoras aludiendo a un acuerdo con los godos, los pertinaces rivales marítimos de Ahram.
—Ahora recuerdo algo que en su día me pareció sin importancia —dice Dagumpah, llegado hace seis meses de la India, más flaco aún que cuando partió—. Durante mi viaje, no recuerdo bien dónde, oí hablar a un colega mío sobre la existencia de tratos secretos entre Palmira y Persia. Shapur ya no es joven y se preocupa también de consolidar alianzas para su indudable sucesor, su hijo Hormizd, que ha sido un valeroso virrey en Armenia. Alianzas, se decía, de todas clases: incluso matrimoniales.