La vieja sirena (67 page)

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Authors: José Luis Sampedro

BOOK: La vieja sirena
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«¡Allí cavilaba tanto!… Pensé en venderte. Y en venderle también a él, peor que matarle. Luego me sentí astuto, imbécilmente astuto. Pensé que si te enviaba al mercado para que allí te comprase un enviado mío podría tenerte en secreto. Yo seguiría siendo respetable aunque continuaras en mi poder… ¡Qué tonto es Ahram! ¿verdad?», lancé mi cabellera sobre su rostro al decir que sí, que lo más imbécil del mundo es un hombre educado para ser sólo macho, cuándo se darán cuenta ellos de lo que en verdad nos importa a las mujeres, cuándo sabrán que el centro del amor no está en su miembro, afortunadamente me confiesa que ya no lo tiene todo tan claro… «¿Sabes por qué empecé a pensar en no mataros? No fue por piedad, Ahram no ha caído tan blando como eso. Fue porque me negaba a creerlo en vosotros. No me explicaba vuestra conducta quería saber, interrogaros, enterarme… Pensé mucho en lo que sentiría cuando volviera a verte. Me suponía furioso, arrebatado y cuando te reconocí en la proa, acercándose tu barco, sólo sentí estupor. Asombro de que existierais todavía, tú y el barco, y todos. De que siendo yo otro habitaba el mismo mundo, ¿qué hacer?, no lo sabía, no estaba preparado. Entonces te lanzaste al agua, y vi el delfín a tu lado, el que a mí me trajo ahora te traía. ¿Cómo no comprender? Emergiste del agua, te acercaste, la Roca era una puerta para ti también. Para que entrases tú… O no pensé todo eso entonces y lo pienso ahora. O lo pensé sin darme cuenta, no lo sé, pero nos abrazamos», y mientras me hablaba yo no recordaba el delfín a mi lado, sino sólo aquel Ahram desconocido, inmóvil sobre la piedra, vivo sólo en los ojos, ¡qué momento patético…!

De modo que entonces volví a su vida y no anteayer, cuando mis ojos se clavaron en sus pies de marinero como el otro primer día, un delfín nos ha reunido como entonces un perro… Le ha costado decírmelo pero ahora lo sé; de modo que mientras navegábamos ya me había aceptado y sin embargo me tuvo sufriendo, teniéndome en vilo, ¡maldito testarudo!, pero no, él aún no lo sabía, se enteró ahora, aquí, pero yo angustiada a bordo, Malki me miraba extraño, un día me susurró «¿Es que el abuelo ya no te quiere?», y yo le miré asombrada, el niño era un hombre, se ha hecho un hombre, le desconozco, en cambio mi Ahram inseguro: «¿Me hago viejo? Me preocupa no odiar. Claro que a Roma sí. Y a los traidores palmirenos, ¡a ésos sí los odio!», qué alegría, ya decía «traidores» sin reservas, no éramos Krito y yo, eran sus enemigos, ¡cómo le abracé!, ¡por fin!, le han nacido en la Roca más canas, vuelve a dolerse de los años, «¿vas a seguir queriéndome?», ¿y lo dudas, grandísimo tonto?, ¡más que nunca, viejo mío!, sí, lo eres, en la Roca ha nacido tu edad, has acabado de labrar tu cuerpo, dejarlo en lo esencial, su densidad, la plata de tus cabellos, la geografía de tus huesos, las manchas de tu piel, más arrugada en las nalgas y en los codos, pero es viejo marfil, pulido y exquisito, ¡cuánta vida acaricio en ella!, tus músculos se han hecho fibra y tendones, te descubro una nueva belleza, la del árbol añoso que venció vendavales, y has ganado paciencia en el amor, sabiduría, la reflejan tus ojos, antes tan oscuros, ahora con un velado cerco, los colorea de gris, los asemeja a los de Krito, eres más adorable que nunca, tierno y nudoso a la vez para colmarme…

Me habló de Malki, nada de niño, el pubis ya rizado, obsesión de Ahram, le ha hecho hijo suyo, el que yo no puedo darle, nunca me lo reprocha pero le duele adentro, ¡ay, no tanto como a mí no poder dárselo!, y de pronto anoche: «Has de iniciarle tú. Tienes que ser su Ittara, Malki se merece a una diosa. Yo le enseñaré la lucha, las armas, pero tú el amor»… me quedé atónita, no comprende, me sería imposible, le he llevado en mis brazos más que su madre, ¡qué idea tan de hombre!, trataré de explicárselo, pero aún me asombró más cuando añadió tras cierto silencio, venciendo sus prejuicios: «Y Krito la palabra. Que le enseñe la palabra. Así lo tendrá todo» .

No me atrevía a moverme, ahora mismo recordándolo me estremezco, y aún siguió, «¿dónde está Krito?», me derretí por dentro, ese nombre al fin en su boca, sin desprecio ni cólera, dije que por Rhakotis, que no he vuelto a verle, se levantó, fue hacia la ventana, me volvía la espalda, pudoroso de su emoción, tierna silueta contra el cielo ya claro, tan delgado ahora pero los hombros anchos, cintura de muchacho, yo sin atreverme casi a respirar. «¿Cómo pudo ser capaz?», murmuró, hablé llena de miedo, «porque anda otros senderos, no ha invadido los tuyos, no te ha robado nada», ¿qué más podía decirle?, «¿acaso no me sientes toda tuya?», exclamé suavemente… Silencio a dos voces, el cielo encendiéndose más, ahora la brisa húmeda me traía su olor, el de su cuerpo desnudo, envolviendo mi carne acongojada, y al fin retornó a mí, con palabras inesperadas: «Ittara se daba a todos en el templo, pero era sagrada. Más que mujer era sagrada, ¿sabes?, en aquella caverna. No un templo griego, columnas artificio de los hombres, sino en la entraña de la tierra. La Roca fue otro templo, caverna al revés: piedra hacia arriba. Recordé mucho a Ittara, a veces allí me hablaba, y me hablaba de ti. Era amiga tuya, no sé cómo. Por eso estamos juntos otra vez, porque ella se daba a todos siendo mía, únicamente mía…». Las palabras más difíciles de Ahram, con la luz a su espalda yo no veía sus ojos, inclinados sobre mi cuerpo tendido, tenso y disuelto a la vez, me acarició como a una niña, murmuró: «Quizás los dioses comprendan, yo no puedo. Pero Ittara era sagrada y eso me basta. Yo hubiese muerto por ella, nunca matarla». Le repliqué en un grito: «Los dioses menos que nadie, Ahram; comprenden menos que nadie, ¡qué más quisieran los pobres!, si lo supieran, porque ni siquiera saben lo que significa “comprender”, escúchame, amor mío, puedo jurarte si quieres que no iré a buscar a Krito, que no vendrá a encontrarme, que no intentaremos un encuentro…, pero no puedo jurarte que no vuelva a ocurrir, porque fue sin buscarlo, no como vosotros buscáis a las mujeres, porque fue sagrado también, como tú eres sagrado, mi Ahram »… Volvió a tenderse junto a mí, callado, subía y bajaba su pecho, ya la luz me mostraba el temblorcillo de su vello con la brisa, como delicadísimas algas en el agua, ¡qué esfuerzo le costó!, pero lo dijo, venciéndose: «Hazle saber que vuelva cuando quiera, si es que quiere», ¡ay, tontísimo niño! ¿cómo que si quiere?, ¡si lo terrible para él sería no verte!, me brotaron las lágrimas, le confesé, turbada y sincera: «Vas a hacer que me arrepienta», fue enérgico: «No quiero que te arrepientas: Ittara era sagrada».

¿Qué puso luego en sus gestos de amor? Un sentido nuevo, de traspuesta la Roca, y sin embargo antiguo, como cuando me devolvió la memoria de sirena, mi esencia submarina…, aunque también nuevo, con más sabiduría, la del dolor, la de la vergüenza y el arrepentimiento, la de cuando nos vencemos y nos lo reprochamos, esa delicadeza, la de cuando nos asusta atrevernos, puso arrebato y ternura, compasión y audacia, adoración y reproche…, lo aprecié mejor gracias a Krito, sin conocer sus palabras yo no podría recordar como ahora recuerdo, gozar como gozo y paladeo… Después, ¡qué descanso tan fácil, qué densidad tan leve, tan flotante!, acabó hablando de Odenato y de la Roca, de sus planes, pero la mayor verdad fue el beso tributado a mi pezón, todavía herido por sus uñas cuando me puso boca abajo en la cama hace dos días… Abajo, cuando él se alejaba hacia la Casa, Eulodia no pudo callar su asombro, «¿Cómo se ha levantado el amo tan tarde, señora? ¿Está cansado todavía?» preferí mentir, «Sí, está cansado», luego abordé a Soferis, extrañado por la ausencia de Krito, le recordé otras escapadas suyas, le encargué que lo buscase y ahora le espero, aquí en nuestro banco, junto a estos delfines que nos han guiado siempre, mensajeros de dioses aunque uncidos al mármol, y ellos me lo traen, oigo esos pasos, me levanto, corro a él, su sonrisa es única, vital sabiduría, aceptación tranquila, me toma de las manos y nos sentamos, nuestro mundo como siempre, más una canción nueva abajo en la playita reconocemos a Likos, el marino cristiano, Ahram lo ha retenido para el Jemsu, su canción del rescate, la nuestra, Krito se pregunta en alta voz cómo es que Ahram le ha mandado volver «no le dirías mi amor por él», «no, le dije solamente el nuestro», se asombra, «¿y comprende ese amor? ¡qué hombre!», no comprende aún del todo pero es verdad: ¡qué hombre!, y tú también, Krito, me arrebatan mis hombres, me enternecen, pero Krito se explica: «Me he cruzado con él en la rosaleda, me miró de otro modo que en el barco…, me vio el brazalete y no dijo nada», «es cierto, el brazalete en el brazo de Krito ya no importa, Ahram es otro —le digo—, ha franqueado la puerta de la Roca», callamos un momento y echo de menos algo, una ausencia en el cielo, nuestra gaviota, sea la misma o no la que la mar envía siempre a vernos, pero en cambio ha anidado la canción en la playa, la de Likos, y el delfín sigue con nosotros, le veo saltar entre las olas, junto a la caverna bajo la torre.

Desde siglos antes de ser erigido el santuario de Afrodita, sobre el promontorio se practicaba en Psyra un Gran Culto secreto femenino, supervivencia de la adoración a dioses más antiguos, cuando antes que Zeus reinaba sobre los humanos la Gran Diosa Madre. Las mujeres de la aldea lo celebraban con exclusión de todo hombre y hubieran despedazado como euménides al que intentara sorprenderlas cuando concurrían a una retirada caleta, en cuyos acantilados se abría una caverna consagrada a la diosa. Aunque siempre dispusieron algunas centinelas en los senderos de acceso, para evitar espionajes masculinos, nunca temieron ser observadas desde el mar y por eso, aquel año del milenario de Roma, no detectaron a la sirena que, medio sumergida junto a un escollo frente a la playita, se maravillaba al descubrir los ritos ancestrales.

A ratos danzaban las mujeres en corro mientras cantaban arcaicas salmodias, a ratos se congregaban frente a la gruta, en cuyo interior se practicaban ceremonias invisibles desde la playa. Al atardecer, cuando se mitigaban los colores del día, el azul del mar viraba a malva y el cielo cambiaba a púrpura y dorado, ellas encendían una hoguera de altísimas llamaradas, en torno a la cual giraban desmelenadas, como persiguiéndose, para abrazarse luego excitadamente, hasta que muchas se dejaban caer rendidas y algunas desaparecían emparejadas por entre los cipreses de la colina.

La sirena observaba fascinada las ignoradas costumbres, envidiando tanto fuego en el aire y en los cuerpos, tanto desatamiento, tan exasperado vivir, inimaginable bajo las olas en su acostumbrada inmortalidad submarina. A la mañana siguiente pudo observar un gran cambio en las mujeres, horas antes frenéticas. Se habían vuelto graves, silenciosas, hieráticas. Arrojaron al mar las cenizas de la hoguera, limpiaron la playa, compusieron sus túnicas y peinados. Cuando el sol ya casi caía a plomo se ordenaron en doble fila y, precedidas por la que mostraba ser su sacerdotisa, emprendieron cuesta arriba el sendero hasta la cresta del promontorio. Contorneando éste por el mar la sirena alcanzó a verlas descender por la otra pendiente, hasta el llano donde las esperaban los hombres y los niños de la aldea. Entre ellos, coronado de mirto, aguardaba un mancebo casi imberbe todavía, vestido solo con un lienzo en torno a sus caderas y unas sandalias. Dos ancianos lo presentaron a la diaconisa que, a su vez, eligió de sus propias filas a una mujer ya de maduras formas bajo la túnica. La doble fila femenina se abrió para dejar paso a la pareja, y las manos se tendieron para rozar el torso desnudo del muchacho, que avanzó entre ellas conducido de la mano por la mujer. Ambos retornaron por el mismo sendero hacia la caleta, mientras las demás celebrantes y el resto de la aldea permanecían en el llano, entregándose de nuevo a las danzas y el júbilo, ya en compañía de los hombres.

Cuando la sirena, contorneando otra vez el promontorio, llegó hasta la caleta, el joven y la mujer se encontraban ya en la playa, ambos desnudos, contemplándose, el cuerpo joven del muchacho frente a las curvas opulentas pero aún firmes de la hembra. Esta avanzó hacia el joven, puso las manos en sus hombros, las deslizó con sabiduría por el cuerpo adolescente… Poco después ambos se entrelazaban tendidos en la arena, en algo que la sirena se preguntó si era combate o juego y que acabó convirtiéndose en una agitación agónica, entrecortada de gemidos y jadeos. Si era lucha ninguno resultó vencedor, puesto que terminaron tendidos uno junto a otro, transmutados sus rostros en máscaras gozosas Al cabo ella se incorporó sobre el codo y acarició los cortos cabellos del joven, dirigiéndole una inefable mirada, entre voluptuosa y maternal.

Aquella sirena acabó convirtiéndose en mujer, olvidando su origen marino hasta que, al recobrar esa memoria desde un día memorable, pudo entender la conducta de la pareja como una amorosa iniciación prescrita por los dioses, eco quizás de cópulas divinas. Y ahora, en Alejandría, Glauka revive en su alcoba, como en una iluminación, aquel pasado más presente para ella que nunca porque ante sí tiene a otra iniciadora. Dídima la escucha sonriendo y ambas se entienden perfectamente, tras una larga y honda conversación entre mujeres sobre temas vitales que los hombres suelen eludir. Días antes Glauka había ido a buscarla en casa de Dofinia, pero la joven ya no pertenecía a ella pues, con su clase y talento, se había establecido privadamente. Al ser solicitada por Glauka aceptó encantada la misión de iniciadora, que unía al interés de la experiencia el incentivo de una provechosa relación con la poderosa casa de Ahram.

Por eso luego, en la misma habitación que ocupó Zenobia durante su estancia, Dídima recibe a un Malki ya prevenido por Glauka y cuyos ojos se iluminan al contemplar a la hermosa mujer que le espera. Glauka, entretanto, aguarda en la galería, arrullado el oído por la fuentecilla que se derrama en la concha de mármol y al parecer abstraída en la contemplación del puerto y el palacio real, pero abismada realmente en lejanías más remotas, en rincones más escondidos de su memoria. Se suceden en ella evocaciones de un perro furioso amenazando a un niñito en el patio de Tanuris, de un muchacho a galope sobre un camello, de un joven navegante apuntando excitado a un islote ávidamente buscado, de un hombre mirándola en la noche, dentro de un recinto de papiro trenzado, sobre una cubierta de navío, dándole la espalda con pudor pero espiando de reojo su femenino desnudo. ¿Estaba Malki realmente durmiendo cuando ella lo creía así?

Poco a poco los recuerdos se disipan y la domina su imaginación, imponiéndole a Malki en los brazos de Dídima, representándole implacable su desnudo viril, sus gestos sus abandonos y osadías. No puede escapar de la visión de la crisálida inexperta transformándose junto a la mujer hasta conquistar las alas del placer. Le obsesiona pensarlo: ¡ella hubiera podido ser la escultora de ese placer!, encarnando así la transgresión que arrebata hasta límites ensangrentados y fecundos de lo humano. Sí, ella podría estar ahora despidiendo a aquel niño acunado entre sus brazos con el hombre mecido entre sus muslos. La obsesión la estremece como si la rozara en realidad esa carne viril que quizás —lo sospecha, ¡lo sabe!— la deseaba precisamente a ella… Y sin embargo era imposible, su cuerpo no hubiera respondido. Pero le duele no gozar como Ittara gozó, no abrazar el cuerpo joven de Ahram, no hacerle hombre como su Ahram de ahora llegó a serlo en aquella isla.

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