Authors: José Luis Sampedro
Con la angustia galopando en su pecho, por irreflexiva más violenta, Glauka llega sin aliento a lo alto de la escalerilla y sólo se detiene, ya en el borde del acantilado, al ver a Krito sentado contra un árbol en el jardincillo, su cuerpo de alabastro bañado por la luna, fantástico y real a la vez. Él a su vez contempla asombrado la aparición por encima de la roca, la blanquísima y hermosa desnudez de la mujer que en su pánico ha dejado abajo la túnica y ha subido descalza. La ve llevarse la mano al corazón al reconocerle e iniciar su retorno a la cueva para vestirse, pero se le adelanta:
—Espera, yo subiré tu ropa.
Glauka le ve desaparecer escalera abajo, como sumiéndose en la tierra, mientras se va calmando el golpeteo en su pecho y el ahogo de sus pulmones. El mundo que a la tarde le era ajeno ahora la envuelve y la penetra: la caricia del aire, el estridor de insectos, el grito aflautado de la lechuza, el susurro del ramaje, la solidez áspera de la roca que pisa… Como la noche en que dejó de ser divina, cuando se resquebrajaron los mármoles y el laberinto de sus venas se llenó de ríos innumerables. Sólo que ahora los mármoles permanecen.
Krito reaparece y mientras ella se viste él le anuda las sandalias.
—Me has dado un susto de muerte. Creí que…
Krito la mira extrañado:
—Yo sí que estaba asustado. Temía tu arrepentimiento, cuando descendieras de la nube que nos arrebató. Temía tu tristeza, no sé si tu aborrecimiento… Esperaba aquí tu rechazo.
—¡No! —casi grita Glauka. Y añade, más suave—: ¿Cómo has podido imaginarlo así? ¿Te sientes culpable? ¿Hundido?
—¡No! Jamás viví nada más hermoso. Pero mañana… ¿Y Ahram?
—Sí, lo he pensado. Eso sí.
Se sienta donde estaba Krito. Cavilan.
—No hay pleamar sin resaca —afirma Krito—. Siempre es duro retornar de lo profundo. Por eso escapé: para dejarte libre. Y por eso esperaba aquí, temiendo…
—Yo sí que temí… Que tú…
—¿Me matase? —amplísima sonrisa—. ¡Si nunca estuve tan vivo!
—Te declaraste lesbiano… ¡Tonto!
—Al final lo he sido —murmura confuso.
—Nunca. Yo me sentía tomada por un hombre.
—Sí —yergue la cabeza—, de eso me di cuenta… Por eso ha resultado tan…
Un gesto circular de la mano, trazando la perfección de la esfera, la magnitud del mundo. Y continua:
—Fue una libación: a la tierra y al mar, a ti. No en la tierra sino en ti; perdiéndome en ti. En tu anémona, en tu mar, en tu perfume… Esta noche he besado el mar, paladeado el mar… ¡Qué mujer eres, diosa!
—Y tú qué hombre, ¡qué amante!
Callan se contemplan. Krito al fin murmura:
—Pero ya estás pensando en mañana.
—No me arrepiento. Ha sido lo que soy.
—Y yo… ¿Sin sentirte culpable?
—¿Culpable por vivir? Que lo digan otros, que me lapiden ellos, no yo.
Krito recuerda que también Ahram estuvo a punto de ser lapidado. Sonríe: ¡qué encuentros trama la vida!
—¿Qué le he quitado a Ahram? —continúa Glauka—. Le amo como no te amaré a ti nunca; igual que te amo a ti como no podré amarle a él. Y ahora le daré más: estos últimos tiempos yo era una mujer hundida… ¿Cómo no voy a amarle? Es… es…
Hace un gesto de impotencia para expresarse. Callan. Krito es quien continúa, su rostro en sombra, los árboles atajando a la luna ya en lo alto. Sólo un resplandor rojizo del faro les hace verse bajo luces irreales, sintiéndose al mismo tiempo más verdaderos que nunca.
—Tú me has confiado un secreto, voy a confiarte otro. Yo también amo a Ahram. ¡Toda mi vida, sí, toda mi vida! Le vi cuando yo estaba destruido, inseguro y él era un león en aquel corro de jueces y plebe que le acosaban a muerte. Le vi impávido hermoso, y yo necesitaba asirme a alguien y le amé. Le defendí por eso; desde el primer instante hubiese dado mi vida por él… Un león que es un niño. ¿Recuerdas que te lo dije? Los dos Ahram.
—Un niño, sí, aun con todo su poder. Ahram el fuerte me necesita más que tú… ¡Se asombraría si me oyese! —concluye Glauka con una risa silenciosa.
—No debe sufrir su orgullo. No debe pensar que sus estrellas se apagan: tú y yo, ya sabes… Al menos tú has sido suya, lo eres… ¡Cómo envidié a Soferis, en los primeros tiempos, cómo quisiera tener sus recuerdos de amado por Ahram, poseído por él!… No sospechó nunca mi amor y yo no me atreví… No debe sufrir su orgullo. Debemos evitárselo como sea.
—Pero no a costa de lo que somos. Fue verdad esta noche: una mentira o un capricho no hubieran sido tan fuertes dentro de nosotros.
—Una verdad grande y hermosa.
—La aprobó la Gran Madre; lo sentí en mis entrañas. No le dañaremos; sólo se dañaría él mismo si no comprendiera. La diosa sonreía; que se lo pregunte a ella… Abajo, mientras tú estabas aquí, yo sabía que la gruta de Ahram no ha sido profanada… No le he quitado nada. Lo malo es que es prisionero de su tribu; hombre del desierto con una ley implacable. Lo descubrí en la isla cuando enterramos a Bashir, ¿recuerdas?
—Sí, no es hombre de la mar abierta y amplia, sino un nómada. De esa Arabia pétrea, mundo de vengativos… —sonríe para continuar—. Pero no has de inquietarte: ya tiene en mí bastante chivo expiatorio para su cólera, suficiente víctima.
—Yo también sabré morir.
—¿Morir tú? Te necesita, tú lo has dicho. Y cada día más. Si muero, al menos será a sus manos —sonríe—, otra forma de ser poseído al fin, de darme a él. Entonces no podrá olvidarme nunca y habitaré sus sueños.
—Pero ¿por qué, por qué? —se angustia Glauka—. Él me necesita, pero yo también a ti. Te estaba viviendo a medias, a distancia. Te necesito para acompañarme, para ir muriendo conmigo, para vivir la otra cara de la vida, la que él ignora y tú paladeas, haciendo duradero cada instante… Su abrazo es irresistible, pero tú me das la palabra, me la has enseñado, ¡sólo por ella valdría la pena ser mortal! Las sirenas nos comunicábamos sin ella, con el pensamiento. Vivíamos en el mundo del silencio perpetuo, sin las modulaciones de la voz, las inflexiones, la música de la frase… Y tú eres la frontera, la ambigüedad creadora, mientras Ahram es el centro fijo, inmóvil, decidido…
—No nos comprenderá —sentencia Krito tras su silencio—. Nunca comprende, siempre decide y obra. Al menos, tú le gozas… Yo, sólo imaginándolo, ¡tantas veces, en tantos insomnios! Cerraba los ojos en mi soledad para imaginar, sentir, el vello de su pecho en mi espalda desnuda, sus ijares contra mis nalgas, su miembro penetrándome, embistiendo, mientras su voz en mis oídos decía que me quería, su explosión llenando mis entrañas, tomando posesión… Nunca lo viviré.
Un silencio, un suspiro inaudible, la vida escapándose por una desgarradura. Y luego:
—¿Me concederá el destino volver a vivir esta noche?… Nuestra confluencia. Dos ríos predestinados a juntarse. ¿Es pedir demasiado?
—Esperemos en la vida. En la Gran Madre. En tu dios andrógino.
Dejan que les penetre la claridad lunar, la estela de plata sobre las ondas oscuras, el ritmo de las rompientes como un jadear del universo.
Krito deja escapar una suave risa, mientras apresa amorosamente la mano de Glauka:
—No se te ha ocurrido ocultarle lo nuestro a Ahram, lo de esta noche.
Gesto de asombro en Glauka:
—¿Qué dices? Ni por un momento. No le engañaré, ni tú tampoco.
—Eres extraordinaria.
Besa tiernamente la mano que acaricia. Con la luna ya alta, iniciando el descenso, los insectos han callado. El silencio está lleno de sonoridades. Lo rompe Krito:
—Tengo hambre.
—Y yo —ríe Glauka—… Ven.
Se levantan, se acercan a la torre cogidos de la mano, como niños tramando una inocente travesura.
—Nos verá Eulodia —susurra Krito.
—Nos está viendo —ríe, feliz, Glauka—. Me vio subir desnuda, nos ha estado viendo mientras hablábamos… Krito, ¿sabes que te ama?… Sí, no te sorprendas. Es fiel a su Jovino, pero es como nosotros, te ama también a ti. No me lo ha dicho nunca, pero lo sé. Por la forma en que habla de ti, por sus ojos cuando estabas con nosotras, aquellos días en el tiempo del lagarto.
Krito retiene a Glauka en la puerta de la torre:
—No entremos. Ven.
La guía. No sienten que sus plantas pisen la tierra de los senderos, en el jardín inundado de luz blanca y rojiza a la vez. Las sombras son macizas, densas; las superficies iluminadas resultan en cambio irreales. Se sienten luna, árboles, perfumes en el aire mar al fondo. Les embriagan los aromas florales, el susurro de las palmas. Tanta plenitud se sube a la cabeza; en el aire y en el alma vacila una balanza con la melancolía en un platillo y la fuerza vital en el otro.
En la caleta las rojas antorchas de los pescadores nocturnos se balancean como luciérnagas. Los perros guardianes acuden a atajarles como espíritus de la noche, hasta que reconocen a Krito, frecuente transeúnte nocturno del jardín.
La pareja llega hasta el pabellón de Krito y mientras el hombre coge la llave de la ranura del muro donde la oculta, Glauka siente la emoción de tener acceso al santuario de Krito. Y se sorprende de que esa puertecilla con goznes de hierro no haga ruido al abrirse. Como si también fuera irreal, ingrávida, en esa noche mágica.
La lámpara de aceite que Krito enciende a golpes de pedernal contra el eslabón ilumina el recinto casi desnudo, con los volúmenes en el anaquel y las vestiduras colgadas. El brocado sasánida, con sus centelleantes rojos y oros, cubre de fuego la pared encalada. Y por primera vez la mujer se da cuenta de algo insólito: un látigo colgado entre la ventanita y la puerta. Mira extrañada a Krito:
—Fue tuyo —explica él suavemente— aunque no lo recuerdes. Cayó sobre tu espalda, en Tanuris.
—¿Cómo no recordar? Pero no lo esperaba aquí.
—Lo tenía Bashir. Se lo reclamó a Amoptis al día siguiente de tu castigo y lo guardó desde entonces. Lo retuve cuando él murió… Bashir también te amaba, ¿sabes? —añade tras una pausa—. También él, también a su manera.
El recuerdo del hombre del desierto tiñe de pena la felicidad de Glauka en esta noche. En el pupitre a la cabecera de la cama advierte unos papiros escritos.
—Poemas —aclara Krito al notarla curiosa—. Venía escribiéndolos a quien tiene todo lo que yo no puedo darle.
—¿Todavía se te ocurre pensar que no me das nada? —replica simulando indignación.
—No, tienes razón.
Mientras hablan Krito ha ido disponiendo sobre la mesita sus sencillos manjares. Pan, queso, semillas de loto, aceitunas, pistachos, frutas, agua. Los saborean como refinados platos, aderezándolos con palabras, con miradas, con manos amorosas.
Nuevas confidencias, caricias… Poco a poco amanece. La abierta ventana va reflejando las tonalidades del cielo hacia la luz, hasta que un sol rojizo, recién brotado de las aguas por oriente, refleja con su esplendor el incendio de la carne vivido por ambos esa noche, revivido ahora en paz por sus cuerpos satisfechos, abiertos, libres.
—¿Qué querrá Amoptis? —pregunta Glauka a media voz, tras un silencio en el que se escuchan los lejanos rumores del festejo popular en el Bruquio, por ser el primer día del mes Paophi.
Krito no la ha oído. Mirándola, está viendo a la sirena que aquella mágica noche, hace ya veintidós días —los cuenta cada mañana—, le llevó al amor en la caverna marina. Justo al día siguiente regresó Ahram y, apenas se vieron a solas en el despacho antes de que el Navegante se dirigiera a la torre Krito le confesó sus horas de pasión con Glauka para evitar que ella lo hiciera primero y sufriese el temible peso de la reacción de Ahram. Éste, al principio, no le creyó: «¿Ella y tú? ¿Contigo?». Repitió con sarcástico asombro: «¿Contigo, el degenerado impotente?». Pero empezó a creerlo, ante aquella mirada de hombre verdadero que sostenía impávido la suya. Su mano acabó crispándose sobre el puño de la daga. «Vamos, hiere —exclamó Krito , yo soy el único culpable.» Y entonces la carcajada rota y el abismal desprecio: «¡Toda Alejandría se reiría de mí si te matase… Te matarán mis criados, pero antes ella misma ha de decirme con su boca que nunca dejó de ser una puta… ¡Vete!… Vete y dile que esta noche no la quiero en la torre… ¡Al gineceo como todas, allí le pediré cuentas!… ¡Y tú, vete! ¡Fuera de mi vista, mujerzuela!»
Ya no pensó Ahram más que en interrogar a Glauka, pero se lo impidió la inmediata irrupción de Soferis con un mensajero agotado por el rápido viaje y desencajado por sus noticias de Campo Esmeralda. Tan graves eran —misteriosa desaparición de un científico, presencia de gentes extrañas y otros accidentes— que lo aplazó todo y embarcó en cuanto pudo, con sólo Mnehet y cuatro hombres más en un falucho distinto del Jemsu a fin de pasar inadvertido. No llegó a ver a Glauka. «Por eso —piensa Krito— hemos podido vivir estos veintidós prodigiosos días.» Pero ahora le preocupa la suerte de Ahram, que ya debía haber regresado y del que escasean las noticias.
—¿Para qué tendrá tanta prisa en hablarme, sabiendo que no está Ahram? —pregunta a Krito, insistiendo.
Se encuentran en la azotea del lupanar de la Ursa, a la sombra del cañizo, junto a esa habitación como un palomar, permanentemente reservada a Krito. Con el pretexto de la fiesta helénica Glauka ha podido acudir a la ciudad por la tarde, acompañada de Eulodia, que la espera en el mismo Rhakotis, en casa de la madre de Jovino, y volverá a buscarla al oscurecer. La única tarde en que ha podido reunirse con Krito, pues los otros encuentros se han producido necesariamente por la mañana, fingiendo Glauka acudir a la casa de baños y belleza recientemente instalada por Fenecio, el sucesor del peluquero Lisinio, cuya puerta trasera permite escabullirse a las damas discretamente. El viento Noto llega fresco del mar y aleja los olores del lago Mareotis. «¿Será también la última esta primera tarde? », se pregunta Glauka, compartiendo sin saberlo los pensamientos de Krito. Pero vuelve al tema de Amoptis, menos angustioso:
—Querrá interceder por su hija, si le ha llegado alguna noticia de su crimen. Aunque lo hemos tratado muy secretamente.
Desde que, al enfermar Glauka, supo la extraña muerte del gato en las cocinas, Krito realizó investigaciones hasta comprobar, primero, que Glauka había bebido leche envenenada y, segundo, que los hechos apuntaban a Yazila como culpable. Al debatir la cuestión con Artabo y Soferis sólo pudieron explicárselo pensando que, al enterarse la muchacha del intento de asesinato de Ahram, decidió satisfacer contra Glauka su odio de siempre, pensando que el envenenamiento se atribuiría al mismo asesino. A no ser —pero esto eran sólo conjeturas— que ella participara también en el complot. Artabo quería aclararlo obligándola inmediatamente a confesar mediante la tortura si era preciso; Krito y Soferis prefirieron dejar la decisión pendiente hasta el retorno de Ahram, que entonces supusieron no tardaría.