La vieja sirena (28 page)

Read La vieja sirena Online

Authors: José Luis Sampedro

BOOK: La vieja sirena
11.53Mb size Format: txt, pdf, ePub

Ahram está seguro de que en eso no mentía. Sonríe:

—Olvidaste, estoy seguro… Así que hija de la mar… Ya decía yo que tu pelo no es griego. Bashir tuvo buen ojo… ¿Lo sabe él o alguien?

—¿Cómo va a saberlo? ¡Si acabo de descubrirlo en tus brazos! ¿Es que no me crees?… Sólo tú has vencido el olvido… ¿Sabes? Dudé en decírtelo. Tenía miedo de que la revelación me costara un castigo de la diosa: morir, o volver a sirena, no sé… Lo terrible sería quedarme sin ti… Pero he hablado y no ha pasado nada. ¡Seguimos juntos! ¡Oh Ahram, Ahram! ¡Qué feliz soy!

Impulsivamente le abraza, se aprieta a su cuerpo, mientras continúa:

—Era preciso esto, que llegases tú… Nadie más venció el olvido. Contigo ha sido como cuando rogué a Afrodita: la vida revelada, torrencial… No sé cómo decirlo. Nadie me elevó hasta el Momento, ni aun Uruk el guerrero, siendo de tu estilo… Sólo tú me has mecido como las olas, me has arrebatado como el huracán, me has anegado como el océano… ¡Ahram, Ahram…!

Su cuerpo abrazante revive, mientras habla, el Instante en que fue como si él la cogiese en alto, alzándola en triunfo sobre un escudo, triunfo de los dos: cuando ella estaba allá arriba, en la cumbre, bajo el peso del hombre y su aliento de fuego y su mordisco, como en la cima de las montañas heladas, donde la nieve quema y el sol ciega. El hombre percibe el estremecimiento voluptuoso y lo comparte:

—Te creo. Sólo siendo inmortal, siendo una diosa, podías darme lo que me has dado.

—No es por ser diosa; dejé de serlo —se distancia ella un poco, empeñada en ser comprendida—. Al contrario, te di tanto por ser mujer. Los dioses no viven; sólo existen. Y yo quería vivir, y en ti estoy viva.

—Ahora puedo confesarte algo, yo también: sí, me impresionabas, me inquietabas. Con tu magia…

—¡No hay magia!

—Ahora me convenzo. Con tu extraño ser y tus ojos marinos. Ahora me lo explico, me obsesionabas… ¡No pude resistir a tanto imán!

Ella sonríe. Un suave júbilo la invade al notar que ya puede jugar con él.

—¿Y no te empujó anoche el brazalete?

—¡Olvida ese tema! —corta, tajante. Pero añade—: ¿Te lo pusiste a propósito?

—No, ni te esperaba, pero no hablemos de eso, tú lo has dicho. Soy tuya desde que te vi, aunque me resistía a reconocerlo. Era para mí tan imposible como para ti el pensar ahora que estás abrazando a una sirena… ¿Qué impresión te hace?

—Bueno, tendré que acostumbrarme. Me arriesgo.

—Estar vivo es arriesgarse: lo sabes tan bien como yo. Por eso has podido rescatarme del olvido. ¿Desde cuándo pensaste en mí?

—No he querido saberlo hasta esta noche. Pero empezó con la navegación a Karu. Cuando desapareciste bajo la mar, en busca de mi daga, tuve miedo. No quería perderte; por eso me arrojé al agua… donde me derrotaste resistiendo más que yo —concluye con fingido enojo.

—¿Y no te consolaron luego mis pechos mojados, como a tus marinos? —sigue risueña.

—¡Ni los veía pensando en lo ocurrido en la isla!

La voz de la mujer vuelve a ser grave. Nace de sus entrañas.

—Pues míralos ahora, aquí los tienes… Ya no son jóvenes.

—Mucho más jóvenes que yo. ¡Y bien firmes!

Los besa. Ella sube sus manos a la nuca e intenta retirar el cordón del que pende ese disco de oro interpuesto entre sus cuerpos. El hombre se resiste.

—No me la quito nunca. Ni en batallas ni en amores.

—Ahora no la necesitas —susurra ella—. Yo soy tu amuleto.

Le mira tan amorosamente que sus ojos le conquistan. El hombre se rinde a esos ojos:

—Glaucos… Te llamarás Glauka.

Las bocas se juntan, las manos se apoderan de los vellos y los rasos. El hombre de pronto se desprende.

—Ha salido ya el sol y entra en la gruta. Ven, te quiero allí de nuevo.

Sendas túnicas les cubren rápidamente. Bajan la escalera; Ushait sigue en su yacija, de cara a la pared. Salen a un sol tendido sobre las rocas. Tijón les mira tranquilamente. Cogidos de la mano descienden la escalerilla hasta el agua. La marea baja deja descubierta una más amplia solapa rocosa, como una antecámara al aire y al sol. Arriba ha quedado el amuleto de Ahram.

Apenas desnudo Ahram se lanza al agua y ella le sigue. El frío les calma la excitación carnal de la alcoba, pero les estimula los músculos. Retozan como delfines, se persiguen, se sumergen en unas ondas atravesadas por la dorada red de la luz solar. Él la sigue bajo la superficie, la alcanza, acaricia su vello púbico…

—¡No tienes cola de pez! —bromea.

—¿Lo lamentas?

Ella se escapa, él admira su flexuoso avanzar en el agua. La gracia de las piernas, los escorzos del torso y los pechos con los pezones erectos en su aréola de púrpura rosada. Ella se deja alcanzar, lleva a su vez la mano al miembro que responde, recuerda a los primeros pescadores, él se le acerca, se envuelve en torno a ella… Se acarician dueños del océano, como los inalcanzables delfines.

Vuelven a la roca, ungidos por el mar, dorados bajo el sol. Ella se tiende, contemplando el miembro erecto. Un ídolo oscuro, imperioso, purpúreo. Sólo un ojo, como un cíclope. Se incorpora a adorarlo; sus labios coronan la cabeza. Pero una mano prende suavemente sus cabellos, la aparta, la acerca al suelo. Las piernas que acunan se abren; las erguidas se arrodillan. Vuelve a ambos el vaivén del oleaje amoroso, la marea creciente hasta estallar en espumas… Después los cuerpos paralelos, los ojos cerrados, la dulce caricia del sol otoñal. Un suspiro, ¿de quién?

—He gozado a una diosa: no lo digas a nadie.

—Era esto; es esto.

Pasa el tiempo. «El tiempo —piensa ella—, mi otra conquista. Allí no había tiempo.» Se incorporan, se visten, vuelven a la torre. Ushait sigue tumbada de espaldas. «¿Será posible?», piensan ambos, mientras se escurren escalera arriba. Pero la estancia ha sido ordenada por Ushait como siempre, salvo el lecho abierto, esperándoles. Ríen los dos, vuelven a tenderse, hablan.

—¿Cómo se vive bajo el agua? —pregunta la curiosidad de Ahram.

—Ya lo has visto, y siempre igual… Sólo saliendo de allí se percibe la gracia del aire. El agua te abraza, pero el aire te acaricia. Y lleno de corrientes olorosas que se cruzan. Si tuvieran color estaríamos rodeados de serpentinas. También los colores, ¡qué pocos en el fondo, dentro de la masa verde y gris!

Hablan, callan, se viven mutuamente. Al cabo, Ahram ha de marcharse. Ella se levanta con él y se acerca al objeto que más le ha intrigado de todos los reunidos en la habitación: el espejo. No es de plata pulida, como los mejores disponibles, sino una invención creada por los técnicos de Ahram. Lo constituye una lámina de vidrio muy puro y muy plano, forrado detrás por algo metálico y bruñido. Ella contempla su rostro, reflejado a la perfección, cuando de pronto ve crecer y elevarse su cabello en el espejo. Se vuelve asombrada y ve a Ahram levantando la peluca de Sinuit.

—¡Tú la robaste! —exclama ella, gozosamente escandalizada.

—¡La robó Tenuset por orden mía! —rectifica muy serio—. Me dolía que tu pelo anduviera en otras manos —ríe, cambiando de tema—. ¿Admirabas tu belleza? ¿Es digno de ella el espejo?

—Quería ver en mi cara algún signo, algún cambio. Porque soy otra.

Ahram la abraza y ella posa su mejilla sobre el hombro masculino mientras continúa, suavemente:

—Me has hecho, por fin, Mujer.

Él no comprende.

—¿Qué eras antes? —sonríe.

—Hembra solamente. Existía, pero no vivía. Ahora sí.

Ahram baja la escalera después de besarla y ella le ve acariciar al perro soñoliento y traspasar la cerca. Pero sólo cuando ella desciende se levanta la tendida Ushait y se acerca a ella. La esclava, curiosamente, se siente enrojecer. Ushait sonríe con dulzura; su maduro rostro se ilumina.

—Supe que ocurriría desde que llegaste, señora. Estoy muy contenta.

—¡No vuelvas a llamarme «señora»! —finge enfadarse la esclava. Y añade tímida—: ¿De verdad estás contenta?

Mirando de frente, erguida, suena la respuesta:

—Le sigo queriendo y él te necesita. Por eso me alegro.

La esclava la abraza entrañablemente. Cuando se apartan le advierte:

—Ahora llámame Glauka.

Ushait no dice nada. Sólo más tarde, cuando las dos solas comparten su comida habitual, informa:

—Krito se acercó por aquí esta mañana, mientras estabais en la gruta —y ante la mirada interrogante de Glauka, continúa—: Sólo le dije eso: que habíais bajado juntos. No podía engañarle.

La esclava asiente sin pronunciar una palabra.

¡Una sirena, una mujer-sirena…! Parece increíble y sin embargo es cierto. Ella no miente; además, todo encaja, todo va madurando. Es mi hora máxima y el destino me la envía: lo prometido por mi amuleto se cumple. Otra estrella para acompañarme. Me trajo la Palabra Krito, traje de Palmira la Fuerza y ahora ella me trae la Pasión. Es mi momento. Le envidiaba su compañera a Odenato y el destino me colma. ¡Si él supiera lo ocurrido me envidiaría a mí! ¡Él no posee una diosa!

La pasión, sí. Como la que me dio Ittara, hace cuarenta años. El retorno de Ittara: se me venía haciendo presente cada vez más en los últimos tiempos. Por algo me la volví a encontrar en Karu, en la isla. Su caverna, su estatua como entonces. Malki no arrojó la daga por azar; fue otra señal hacia ella, Glauka. La diosa movió la mano del niño. Glauka, me gusta el nombre, es mío y así son sus ojos. Como Ittara: me da los besos de Ittara, la piel de Ittara, sus pechos, su sexo, su oleaje. Ninguna otra me despertó jamás ese recuerdo. Eran simples mujeres. En cambio Ittara y Glauka son diosas; las dos. La de mi comienzo y la de mi cumbre.

¡Cómo me envidiaría Odenato! Y todos. Pero callar. No saberlo nadie. Se lo he advertido a ella. Ni Ushait, ni Krito siquiera. Nadie se lo creería. Casi veo los pasquines y los epigramas y las pintadas por la ciudad, como cuando otros escándalos: «Ahram se ha vuelto loco», «Una lagarta le ha engañado haciéndole creer que es sirena», «Está viejo, se le derriten los sesos»… ¡No! Secreto. Pero es verdad. Tantos signos, tantas cosas extraordinarias en ella. Bashir se fijó en seguida. Pero tampoco debe saberlo Bashir. Nadie; nosotros dos. Y nunca me han conseguido engañar en algo tan importante. Ella hablaba y yo miraba sus ojos: no miente… He conocido mujeres fantaseantes, pero ésta no. ¡Si basta verla nadar! ¡Qué prodigio esta mañana! Ni los delfines se mueven así. Por eso en el amor… ¡Dioses, me pongo cachondo al recordar!

Lo gritaría al mundo entero; a todos los amigos. Y enemigos: «¡A ver, desgraciados, ¿qué podéis hacer ahora?!». ¡Ah, Glauka, mi Glauka, sólo mía! Tiene razón: ella es mi amuleto. Seguiré llevando éste porque es la medalla de Ittara, anunciando a Glauka, pero ella es mi amuleto, mi nueva estrella. Mandaré hacer otra igual para ella. Ha sido como entonces, en el islote del templo: al borde de morirme. Sólo que allí hube de ceder a los que llegaron por la noche, el del cabritillo y los demás. ¡Qué pesadilla fue, qué humillación! Y ahora yo soy todos y el único, aunque la hayan gozado otros antes. No me importa; no fueron nada. Ninguno despertó su memoria. Sólo es sirena para mí, al llegar a mí. Para el triunfo final, los dos juntos; el triunfo por mares y tierras. ¿Qué me importan otros antes? El brazalete, ¡bah! Se lo mandé tirar porque sobraba, pero Krito no puede disputarme una mujer; menos una sirena. Entonces, ¿por qué me la pidió? ¿Sospecharía algo?… ¡Imposible que hubiese adivinado! Sólo después de saberlo la he visto como una sirena. Otros dirán que una maga, pero sirena sólo mía. De Ahram el Navegante; me la he ganado viviendo tantos años en la mar. Como Salomón se ganó a Balkis, la reina de mi gente sabea. Su sagrado cuerpo es sólo mío.

Y en la hora decisiva. La última paloma ha traído nuevas de mi gente en Palmira. Odenato cumple, va poniendo en marcha todo lo que acordamos. Ha situado informadores en Ctesifonte; está preparando camelleros. De mi astillero del sur también buenas noticias: las maquetas de las naves dobles funcionan bien. Dos cascos unidos entre sí, ¡qué estabilidad, qué capacidad de carga! Admitirán las mayores catapultas imaginables; todos los grandes puertos romanos amenazados. Los hombres de Filópator son geniales; tendré que ir a ver sus trabajos.

Predestinados los dos y para este momento. Yo consagrado por Ittara; ella por ser sirena. Comparada con nuestra alianza brilla menos la de Palmira, aunque me añada un ejército. ¿Qué me importan ahora las pequeñeces? A Soferis le preocupa Firmus, el financiero. Acaba de dar un buen golpe, consiguiendo del prefecto el monopolio del aceite. ¿Y qué? No es enemigo; a ése sólo le interesa comer y enriquecerse, no es más que uno de esos gordos con la polla pequeña. Sólo ambiciona dinero, no el poder.

Ha sido prodigioso: ¡hasta del poder me olvidé en toda esta noche! Vas a ser muy feliz conmigo, Glauka; tú también has tenido que luchar mucho para llegar a mí. Pero ahora se acabó: lo tendrás todo, pide lo que quieras. Por supuesto dejarás de ser esclava, te quitaré la ajorca. Serás la señora de todos, el asombro de Alejandría. Criticarán, claro, pero ya me critican haga lo que haga. Sabrán que fuiste esclava; no eres la primera liberta que llega a lo más alto. Nunca sabrán que fuiste sirena, y además no lo creerían. Acabarás siendo mi esposa; la primera. Serás conmigo la mujer más poderosa porque es mi momento, mi cumbre. ¡Qué claros son los signos!

Es el principio del fin para Roma, la realización de mi promesa a mi madre; aunque ni yo mismo sospeché que iba a cumplirse tan plenamente. El imperio tardará en derrumbarse; quizás yo no lo vea, pero lo verá mi hijo. Contigo lo deseo: ¡qué futuro le espera, hijo de un mortal y una diosa! Porque lo sigues siendo, Glauka. Para ser tan mujer y tan amante como tú es preciso ser divina. Como lo era Ittara.

Tendría ya que estar cansado, pero es al contrario. Tú no me quitas fuerzas; las redoblas. No sé si podré darle a Soferis la sensación de que hoy llego al despacho más tarde, sin haber bajado antes al puertito, porque estaba cansado.

En el menos abrupto de los promontorios que cerraban la caleta donde la sirena observaba a los terrestres se alzaba un pequeño templete a Afrodita Anadiomena, la que emergió de la espuma cuando Cronos, después de vencer y castrar a su padre Urano, arrojó los genitales al mar. Era un adoratorio muy sencillo: sólo un pequeño espacio enlosado de mármol con cuatro columnas en sus esquinas y, en el centro, un pedestal con una pequeña estatua de la diosa. No era muy antiguo, pero el lugar venía siendo respetado desde mucho tiempo atrás, por haber estado consagrado a otra divinidad primitiva de nombre ya olvidado.

Other books

OCDaniel by Wesley King
The CEO's Accidental Bride by Barbara Dunlop
The Tomes Of Magic by Cody J. Sherer
Alien Fae Mate by Misty Kayn
The Last Concubine by Lesley Downer
The Farmer's Daughter by Jim Harrison
In the Mists of Time by Marie Treanor
Breathless by Kathryn J. Bain